martes, 30 de marzo de 2010

ORADOR DE SOBREMESA


«Un orador de sobremesa, probando su micrófono: “¿Pueden oírme?”. Una voz desde el otro extremo de la mesa: «Perfectamente, pero estoy tratando de cambiar mi lugar con alguien que no pueda».

La anécdota, relatada por Kenneth Williams en Acid Drops, la hallé hace años en el precioso «libro abierto» de Adolfo Bioy Casares, De jardines ajenos. Precioso por su contenido rebosante de citas, notas, noticias, menciones, remembranzas, micro-relatos, poemas y cientos de ocurrencias (cosas ocurridas). Baúl de tesoros, libro generoso.

Este episodio del orador de sobremesa siempre me ha divertido horrores. ¿Qué tendrá esta expresión — «divertirse horrores»— que me fascina tanto? Acaso el hecho de recordarme que el humor, en el fondo más abisal de la mente, oculta —o mejor, contiene— la manifestación del horror. Humor y horror, serían, pues, como la cara y la cruz de una misma moneda.

Me interesan tan poco los discursos de sobremesa como los denominados «desayunos de trabajo» o las llamadas «comidas de trabajo». Más que nada, porque los considero tiempos muertos, en los que ni se come ni se trabaja.

Los oradores de sobremesa, por lo común, no comen mucho en los banquetes. Tampoco ayudan a hacer la digestión a los comensales. Suelen comenzar su discurso haciendo un chiste y lo que viene a continuación tampoco es cosa de broma. Eso no humor. Eso es un horror.

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