miércoles, 29 de diciembre de 2010

LA SECTA CONTRA HERMANN TERTSCH


Hermann Tertsch, Libelo contra la secta, La Esfera de los Libros, Madrid, 2010, 266 páginas.

De entrada, el título y el subtítulo del último libro de Hermann Tertsch nos dan el tono y el alcance perfectos del propósito que lo concibe. El título es Libelo contra la secta. Dentro de los géneros literarios, el libelo pertenece a la sección del panfleto, el billete, la epístola de denuncia, el pasquín. Se trata, entonces, de un texto breve y apasionado, destinado a la acusación sin contemplaciones y a la crítica sin miramientos. El estilo en el que está compuesto debe ser, necesariamente, agresivo, extemporáneo, «un desahogo airado, una forma de expresar la indignación acumulada», según reza la contraportada del volumen. El libelo, como asimismo revela la raíz latina del término (liber), permite que las invectivas pueden lanzadas libremente por parte el autor, sin morderse la lengua, por así decirlo, condición sin la cual la liberación de la rabia almacenada no encontraría un fluido aliviadero.

De larga tradición en la historia de la literatura, el pensamiento y el periodismo, en la célebre carta «Yo acuso…» J’Accuse…!») escrita por Émile Zola para denunciar el «affaire Dreyfus», encontramos, sin ir más lejos, uno de los precedentes más conocidos e influyentes del libelo. Tanta repercusión tuvo la carta de Zola —publicada en la primera página del diario parisino L’Aurore, el 13 de enero de 1898— que, según reconocimiento general, con ella nació el prototipo del «intelectual» (hombre de letras que destina sus habilidades literarias a una finalidad de intervención social en asuntos de actualidad) y, en su estela, la estirpe de los «dreyfusards» (intelectuales que denuncian públicamente una injusticia social o política). Nada tiene, pues, de malo o negativo un libelo… excepto para aquél —o aquellos— contra el que va dirigido; en esta ocasión, el presidente del Gobierno socialista, José Luis Rodríguez Zapatero, y su «tropa» cómplice más cercana, protagonistas principales de la «secta».

El subtítulo dice así: «La agitada peripecia personal del autor en los negros años del zapaterismo». El libro está escrito por un periodista, un ciudadano que ha sido — y es— objeto de una implacable persecución por parte de la «secta» aludida, empeñada en su aniquilación civil. Tertsch ha sido despedido del «diario oficial de la secta», El País, tras formar parte del mismo —en la redacción y en puestos directivos— prácticamente desde su fundación. Ha sido acosado sindicalmente en uno de sus nuevos destinos laborales —director y conductor del informativo de la noche en Telemadrid—. Ha sido injuriado y calumniado en programas televisivos de cadenas «sectarias», e incluso en la calle: «¡nazijudío!» Y, como colofón, fue atacado salvajemente durante el invierno de 2009 en un establecimiento público próximo a su domicilio, provocándole la agresión un largo periodo de tratamiento y recuperación en el hospital, y unas secuelas físicas y psíquicas que le condujeron, finalmente, a abandonar la dirección del informativo en la cadena de televisión autonómica.

Civilmente hablando, Hermann Tertsch no tiene ya nada que perder. Como escritor e intelectual, para defenderse y desahogarse, para trabajar y para acusar al infame, se sirve de la palabra. Libelo contra la secta proviene, en consecuencia, de la «indignación acumulada» y de haberle perdido el miedo al miedo. Tertsch habla fuerte y claro, desde la primera página del libro:
«Para que nos entendamos: en seis años de gobierno disparatado, de ocurrencias, de visiones y aventuras, de mentiras y gracias gratuitas, José Luis Rodríguez Zapatero ha logrado transformar un país modesto pero prometedor en un páramo cubierto por las ruinas de las esperanzas de millones de españoles en las que reposan los proyectos y sueños de un par de generaciones de españoles.»
Su delito: tras pertenecer buena parte de su vida a la izquierda liberal, Tertsch ha evolucionado, inclinándose progresivamente hacia el liberalismo en detrimento de las tesis y posiciones del izquierdismo. Ahora bien, el libelo de Tertsch no nace sólo de un sentimiento de venganza personal. El coraje con el que contraataca y critica al poder establecido le viene de unas profundas convicciones, oportunamente detalladas en el texto y resumidas en la «Despedida». Pero también de la urgente necesidad de proclamar a viva voz la causa de la «anomalía» que vive España en estos últimos años. Tertsch relata su «agitada peripecia personal» convencido de que la malandanza no la sufre sólo él, sino el país en su conjunto, a excepción, claro está, de la «secta» y sus aledaños. Ocurre, aquí y ahora, lo mismo que ha ocurrido en otras situaciones de excepción política y de delirio social colectivo: la gente calla por miedo o por connivencia con el poder, mientras sólo unos pocos hablan en voz alta.

Libro, pues, valiente, a contracorriente, que por su naturaleza e intención declarada provocará, sin matices ni medias tintas, la simpatía ilimitada de unos y la irritación incondicional de los otros. Después de todo, sobre esta extrema situación y sus consecuencias escribe el autor de Libelo contra la secta.

martes, 28 de diciembre de 2010

LA SEGURIDAD DE SER VIENA (y 3)

 
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Ser y estar en el centro de Europa comporta un enorme compromiso para una ciudad (un bastión) que se encuentra en situación tan medular. Pero también para el resto de naciones que la circundan. La posición central invita quienes en ella se sitúan a mirar el horizonte con aires de vanidad y superioridad, lo que no evita cierta tendencia a vivir concentrado ni al ensimismamiento. Igual que ocurre en la plaza de un pueblo, que todos pasan por allí, en Viena, quedan muchas huellas de visitantes y antiguos residentes, que pasaron por aquí.
Viena ha heredado de los romanos baluartes defensivos (hoy ruinas a exhibir). También la afición por el vino. Rodeada de pueblos que rinden culto a la diosa cerveza, en Viena se brinda con vino. Cuentan las crónicas que Marcus Aurelius Probus, emperador romano entre 276 y 282, tomó la decisión de poblar las laderas del Wienerwald con los primeros viñedos que conoció la comarca, y que asegurarían para el futuro no sólo unas apreciables cosechas, sino, sobre todo, una cultura más vinculada a los usos de la uva que a los de la cebada. Una circunstancia que estas latitudes adopta la forma de distinguida demostración de civilización, en el sentido más estricto del término. Fue tal el buen gobierno de Probus respecto al arte de la cepa que ha pasado a la historia con el título de «Padre de la Chardonnay» más que por ejercer de Caesar Imperator.
 Son todavía muy populares en Austria los heuringen, una suerte de merenderos afincados en los mismos viñedos, y que tras la cosecha vitícola se transforman en pequeños e informales restaurantes donde sirven colaciones ligeras y se degustan los vinos nuevos, al son de la Schrammelmusik, interpretada por alegres orquestinas locales. En Viena, por tanto, no resulta prohibitivo económicamente, ni excepcional por costumbre, acompañar las comidas con una copa, jarra o botella de vino, según la resistencia etílica y las necesidades de los comensales.


Los turcos rondaron también por estos confines, más de una vez, y no con buenas intenciones. La presencia otomana dejó, sin embargo, otro de los legados más apreciados en el lugar: el consumo de café. Los vieneses han sentido, desde que lo probaron, un auténtico deleite por el café (infusión). Y por los cafés (establecimientos). En uno u otro sentido del término «café», el listado de variedades y tipos es fenomenal. Los numerosos cafés de Viena reúnen a propios y a extraños en torno a tres probados atributos de civilidad: café, tertulia y periódicos. De estos tres ingredientes propios de los templos vieneses de la negra infusión hay que hablar en plural, porque en la carta de estos establecimientos las especialidades pueden ocupar varias columnas, desde el café solo (Kleiner Schwarzer) hasta los más exóticos, acompañados y… sociables cafés. En cuanto a lo segundo, las tertulias, cada local posee una particular clientela, círculos de debate especializados y una atmósfera sin par. Y por lo que toca, en fin, a la prensa, en los locales más señeros, aún cuelgan los periódicos de garfios (como los jamones en los mesones españoles) en los correspondientes distribuidores sobre rieles.
¿Tomamos un café? El Café Central no puede tener nombre más indicado aquí, en el corazón del antiguo Imperio Austrohúngaro. Se trata de un bello edificio en la Herrengasse que ha convocado durante décadas lo más granado de la intelectualidad vienesa. Stefan Zweig, sin ir más lejos lo frecuentaba a menudo.
El Café Griensteidl, en plena Michaelerplatz, fue durante años centro de reunión de grandes escritores, entre otros, Hermann Bahr, Arthur Schnitzler y Hugo von Hofmannsthal. En la actualidad, aun ocupando una de las zonas más turísticas de la ciudad (tiene delante nada menos que el Palacio Imperial), conserva una atmósfera interior tranquila y un público habitual, mayoritariamente vienés. Una tarde en que ordené al camarero un humeante Einspänner (café negro con crema batida), sentado en una mesa junto a una ventana del local, observaba yo el tráfago de viandantes y de paquetes turísticos (o turistas con paquetes). Algunos miraban, alzando la cabeza por encima de los visillos, hacia los ventanales del local sin detenerse, siguiendo su camino, una ruta plenamente definida en el programa de la jornada por el guía de turno. Mientras sorbía el café y observaba el trajín exterior, comprendí de repente que allí me encontraba en lugar seguro. Veamos otros.
El Café Museum, en la Friedrichstrasse, cerca del pabellón de la Sezession, es frecuentado hoy por estudiantes. Pero en los años dorados de principios de siglo llegó a erigirse en el tabernáculo pagano de los miembros de la Jugendstil. La decoración del recinto, bastante modificada en la actualidad, lleva la firma de Adolf Loos. El estilo austero y escueto de la estructura original supuso por entonces un verdadero manifiesto intelectual. Al lado del Burgteather, próximo a la Universidad, se encuentra el Café Landtmann, muy selecto, territorio predilecto de políticos y periodistas. Y, en fin, hay otros sitios reseñables, como el Café Prückel, en Stubenring, o el Café Schottenring, en el bulevar del mismo nombre, que todavía hoy conservan la ambientación de los años cincuenta, con un público muy variado.
En la época de su mayor vitalidad y lustre, Viena 1900, los cafés, sin desatender su función de restauración y recreo, hacían las veces de animados quioscos y actualizadas hemerotecas, los primeros lugares en distribuirse diariamente los periódicos nacionales y extranjeros. Los diarios empapelaban literalmente las paredes de los locales, colgando de perchas y apilados en estantes, pasando velozmente de mano en mano entre la clientela, quienes discutían sobre la información contendida en ellos con gran pasión.
Aun habiendo compartido durante siglos una misma casa imperial, los Habsburgo, Viena conserva de España y de lo español un recuerdo muy frío y muy vago. Un ejemplo de lo que digo queda patente en el sentido de la expresión coloquial vienesa, todavía en uso, «das kommt mir Spanish vor», que podría traducirse como «me suena a español», de modo similar a como los españoles, para querer indicar que no entendemos ni una palabra de lo que se nos dice, decimos que aquello «nos suena a chino». A pesar de todo, la cría de caballos de pura sangre y el arte ecuestre, destreza tomada de España, se practica hoy en la «Escuela de Equitación Española» (Spanische Reitschule), para gran admiración de lugareños y visitantes, de todos aquellos propensos a emocionarse ante las cabriolas y brincos que llevan a cabo los equinos de raza.

¿Más influencias o legados de Viena? Beethoven o Brahms provenían de Alemania. El goulash, de Hungría; Rilke, de Praga; Canetti, de Bulgaria. Del contacto con las regiones italianas se conserva hoy, en especie y nunca al vacío, la debilidad culinaria por los ristorantes y las pizzerías, que materialmente invaden Viena, tal vez en respuesta gastronómica a los tiempos en que fue el imperio austro-húngaro el que ocupaba el norte de Italia. Pero, ¿para qué abundar con más ejemplos? Aquello que, principalmente, fecundó Viena fue, y sigue siéndolo, su capacidad de integración y aceptación de lo múltiple, pero, siempre, manteniendo lo uno y propio, el seguro de mismidad.

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Viena es, por encima de todo, una ciudad fiel a sí misma, imperturbable, poco apasionada, temerosa de cambiar la faz y la fe, las apariencias y las creencias, aprensiva a las revoluciones de cualquier tipo, muy meticulosa con el patrimonio nacional. En mi opinión, semejante ejercicio de lealtad le ha hecho mucho bien a Viena. En el momento presente, puede estar segura de ser la misma Viena de hace siglos. Puesta al día, pero, sin desnaturalizarse. La Viena de siempre.
Hoy como ayer, los coches de caballos (Fiaker) recorren pausadamente las calles y paseos de Viena; el Danubio sigue su curso, menos azulado que antaño; la Rueda de la Fortuna no cesa de girar en el Prater, irradiando buena suerte a una ciudad que no gusta de apostar ni de arriesgarse. Cada 11 de noviembre, tras la vendimia, los cosechadores continúan citándose en los heuringen para catar el vino nuevo. Los más refinados y elegantes, acuden cada 1 de enero a escuchar y acompañar rítmicamente con las palmas de las manos las notas musicales de la marcha Radetzky, en el concierto de Año Nuevo. ¿Cuál es el mayor anhelo de Viena? Que el mundo de hoy siga siendo como el mundo de ayer.
La ciudad de Viena perdura más que subsiste, porque hasta en los momentos de carencias esta vieja dama no ha perdido la belleza, la elegancia ni la compostura. El casco antiguo todavía conserva la vieja armonía y la larga sombra de la gloria pasada. Una atmósfera de quietud aún relaja y conforta aquí el espíritu. Bien está. Con creces se ha ganado la paz que ahora puede disfrutar. La Viena moderna del Ring, por su parte, soporta sin grandes sobresaltos la concentración de estilos distintos que han ido recubriendo el adoquinado suelo patrio, algo que no puede decirse de la mayoría de ciudades europeas.
Como resultado de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, Viena quedó seriamente dañada, pero aquí la reconstrucción se llevó a término con celeridad, con exquisita pulcritud y respeto hacia lo que fue. Al reedificarse y restaurarse, Viena se rehizo también anímicamente. Igual que aconteció tras la anterior contienda bélica del 14, Viena experimentó a partir de 1945 una similar sensación de sosiego que aminoró el efecto de la derrota. Sucede que cuando Austria pelea, no lo hace para ganar sino para perdurar. He aquí la apostura característica de los espíritus nobles y aristocráticos de siempre, de una nobleza que obliga por sentida y por inmemorial, de unas tradiciones que por antiguas que sean, jamás envejecen. Para estos espíritus ilustres, de sangre y de Danubio azul, es el mundo el que envejece a su alrededor. O el que cambia aceleradamente. ¡Qué más da!
Viena ha experimentado en cuerpo y alma, más de una vez, la triste sensación de ver cómo todo cambiaba en torno suyo y cómo el rumbo de la historia le obligaba a tener que cambiar a su vez, que adaptarse a las circunstancias. Porque no le quedaba otro remedio, Viena ha acabado convenciéndose de una firme evidencia que se impone incluso en los corazones más conservadores y discretos: es necesario que todo cambie para que todo siga igual.   

Verano de 1999

PS. De lo que también puede estar segura Viena es de su inmejorable calidad de vida. Según el informe «Quality of Living worldwide city rankings 2010 – Mercer surve», Viena ocupa el primer lugar. ¡Enhorabuena! ¡Qué lindo haber estado en Viena para poderlo contar!

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Pasajeros/lectores con destino España, diríjanse a la puerta de embarque nº 1.

Para destinos internacionales, puerta de embarque nº 2.





lunes, 27 de diciembre de 2010

LA MOSCA Y LA BOTELLA



Nos extrañamos de las cosas cuando no logramos comprenderlas. Pero, no es malo extrañarse, pues constituye un momento necesario en el proceso del saber y el comprender. Quedarse con la boca abierta, expresando pasmo o maravilla ante lo que acontece y nos impacta, no denota nada alarmante en sí mismo. Lo es el permanecer en dicho estado indefinidamente o más tiempo del estrictamente necesario, el preciso para recomponernos, recuperar la compostura y recobrar el juicio. De lo contrario, uno podría ser tomado, como mínimo, por un memo, un papanatas o, dicho todavía más gráficamente, por un papamoscas. Quiero decir: aquel que, boquiabierto, se traga con facilidad una mosca —se traga cualquier cosa—, a menos que ande precavido o reaccione oportunamente.

La sorpresa perpetua no representa algo peor que la displicencia, la chanza, la pesadumbre y la más insensata y postiza de las emociones: la indignación. La vía que compendia la justa razón, tal y como la mostró el divino Spinoza, consiste, pues, en no ridiculizar, no lamentar ni detestar las acciones humanas, sino en comprenderlas. […]
Hoy, en rigor, ya no hay rigor. La teoría, la razón y la verdad han pasado al almacén de antigüedades, por antiguos. Lo que se lleva, el estar al día, lo más cool, es la Interpretación, la apoteosis de los meta-niveles y la hermenéutica infinita de sensibilidades y lecturas. El multilateralismo, también, de la conciencia caída en desgracia. La Historia y los Grandes Relatos ya no tienen sentido, quedando reciclados en forma de «memoria histórica», estudios culturales, «políticas de reconocimiento», corrección política.
A ver si nos enteramos: el prontuario elemental de consignas y declaraciones oficiales que oímos en estos últimos tiempos en España no son sino frases hechas y lugares comunes, manufacturadas en las universidades y medios de comunicación de Francia y EEUU hace prodigiosas décadas. Lo que pasa ahora en España es que ese lenguaje y ese doctrinario han pasado de aquellos espacios a las altas esferas del poder político, dándonos con ellos los jerarcas carcas de la progresía una clase práctica de ciudadanía, y de paso, un repaso general. [..]
Ya nadie habla de verdaderos problemas ontológicos de ser y no ser, ni queda confianza en la racionalidad y el conocimiento. Hoy, sólo centellean cuestiones semánticas, polisemia y juegos de lenguaje. No respiran tampoco los problemas éticos y morales, sino las éticas dialógicas, deliberativas y discursivas, sin moral, las muy cochinas. El pragmatismo de cazuela, junto a los rabiosos iconoclastas y los zampatortas ironistas, ya no sólo arrasa en congresos y simposios de profesores de filosofía, sino que inspira los discursos en las Cámaras legislativas, las ruedas de prensas varias y los consejos de ministros.
El significado del lenguaje reside en su uso. La sociedad es una comunidad de hablantes, que hablan y hablan, y así, hablando, se entiende la gente... Todo esto ya está dicho y fundamentado desde el siglo pasado, como mínimo, y ha sido reconocido con muchos créditos como la indiscutible filosofía oficial contemporánea. ¿De qué extrañarse, pues? El que se traga el cuento, o una mosca, tiene que pasar necesariamente un mal trago.
Nada nuevo bajo el sol. Todo está dicho ya, y las respuestas, por dadas, son conocidas y automáticas. ¿Cuál es el problema nacional de España, si es que España y Nación son un problema o poco más que meras palabras? Releyendo al último Wittgenstein, a algunos se les antojaría la respuesta elemental: mostrar a la mosca el camino para salir de la botella.


El presente texto es una versión corregida y abreviada de mi columna de Opinión, «Cuestiones semánticas», publicada en el diario Libertad Digital el 23 de octubre de 2005


martes, 21 de diciembre de 2010

LA SEGURIDAD DE SER VIENA (2)

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En el Reino Unido han recalado tradicionalmente ilustres vieneses, de nacimiento y/o vocación — Ludwig Wittgenstein, Sigmund Freud, Stefan Zweig, Elias Canetti—, unos huyendo del terror nacionalsocialista, otros de sí mismos y de los fantasmas personales. Trátase, en cualquier caso, de sabios cosmopolitas, también, en su mayor parte, de grandes viajeros. A la hora de instalar residencia o refugio, el vienés urgido de mudanza opta con frecuencia por el espacio británico. Acaso sea porque la isla de la ancestral Albión evoca en su mente el alargado espectro de la Austria inmortal, de esa Viena (o Atlántida) sumergida en el tiempo y en el espacio.
Justamente, Stefan Zweig inicia el libro autobiográfico El mundo de ayer con un capítulo dedicado a recrear la Viena de principios de siglo, la Viena anterior a la Primera Guerra Mundial, la cual define como «la era dorada de la seguridad», la Viena que, por fin, se había encontrado a sí misma, ganando confianza y estabilidad en el mundo. Nadie en su sano juicio podía pensar que aquel estatus privilegiado no duraría eternamente. Así debía ser.
Viena se ha jugado su destino en cada instante de su existencia, porque desde el mirador que preside en el centro de Europa ha percibido con persistente pertinacia la presión del límite, la angustia de ser frontera, algo así como una sensación de tornarse fina costura que, en grave riesgo de deshilacharse o destejerse, amenaza con descomponer una inmemorial sociedad, un orden intemporal y una estabilidad largo tiempo cultivada. Sin embargo, es precisamente durante este periodo principiador y principesco cuando experimenta el mayor vértigo existencial de su historia.
La Viena de 1900, en efecto, había sentado las bases, sus reales, para durar. Desde mediados del siglo anterior, había emprendido una magna obra de reconstrucción y reforma arquitectónica del centro histórico, la Inner Stadt, casco antiguo de la ciudad, bordeado al norte por el Danubio y abrazado por la formidable corona urbana del Ring. Como su propio nombre informa, el Ring compone un anillo vial, la primera ronda del núcleo principal de la villa y corte austriaca, bulevar de circunvalación, un largo encadenado de avenidas que acordona el corazón vienés, aderezadas las arterias a ambos lados por monumentales edificios, compitiendo entre sí en belleza y poderío. Construido sobre las antiguas murallas de la ciudad, el Ring nació con la vocación de sustituirlas, no sólo en sentido estructural y arquitectónico sino, sobre todo, simbólico.
Viena, de este modo, persevera en su sino, encerrada en sí misma, protegida del exterior, amparando su interior, girando sobre su eje, igual que hace la noria del Prater, al otro lado del Donaukanal, la Riesenrad (rueda gigante de la fortuna) símbolo de la ciudad, como también lo es el vals, que, ya lo he dicho, ese inagotable danza de giros y círculos. Para no perder el compás de esta ciudad de fábula y parábola, hasta los filósofos de la época (Moritz Schlick, Otto Neurath, Rudolf Carnap, Kurt Gödel, A. J. Ayer) formaron un sólido e influyente grupo que dio en denominarse el Círculo de Viena.
A lo largo y ancho del Ring se alzan los edificios más emblemáticos y vitales de la villa moderna: la Bolsa en SchottenRing; la Universidad; el Ayuntamiento (Rathaus); el Burgtheater; el Parlamento, ya en Dr. K. RennerRing y Dr. Karl LuegerRing; el Volkstheater; el Naturhistorisches Museum y el Kunsthistorisches Museum, donde el bulevar de oro se dice BurgRing, frente a las dependencias del extremo sur del grandioso Hofburg o Palacio Imperial. Al más soberano de los edificios de la zona se accede desde este punto donde nos hallamos, por la Puerta de los Héroes, para penetrar, a continuación, en la plaza del mismo nombre. Más allá ha quedado la Ópera, en OpernRing. Finalmente, el anillo vienés se cierra en StubenRing, donde se yergue el soberbio edificio de Correos, construido por Otto Wagner, y el Regierungsgebäude, antiguo Ministerio de la Guerra, protegido a la entrada por la estatua del mariscal Radetzky. 

Una línea del tranvía recorre todo el Ring de punta a cabo. Subes en cualquier parada de la misma y vuelves siempre al punto de salida, al principio. Casi todas las ciudades importantes del mundo poseen semejante servicio de transporte público (un Circular). Pero, en Viena, este tranvía, además de vehículo, es todo un símbolo. Subirse a uno de estos artefactos decimonónicos y dejarse llevar pausadamente, completando una y otra vez el itinerario definido, o montarse en la gran noria del Prater, y girar y girar despaciosamente, mientras contemplas el panorama vienés, crea una sensación intensa que permite penetrar del modo más seguro en la entraña de Viena. Para completar la experiencia hubiese sido perfecto haberme arriesgado a darme un baño de vals al son de El Danubio azul, en alguna elegante sala de baile de la ciudad, pero, lamentablemente, no sé bailar.

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Aquellos viajeros que como yo comparten el placer del viaje con la pasión por el cine, la filosofía, el psicoanálisis, la literatura, la música y la arquitectura, andan en pos de experiencias en las que poder consumar sus afectos, en la medida de lo posible. Es así que mis pasos me condujeron sin mucha espera ni retardo a algunos escenarios naturales de Viena en los que se rodó El tercer hombre, en especial, el palacio Pallavicini y la Josefsplatz (donde también se ubica la extraordinaria Biblioteca Nacional), el hotel Sacher y la noria del Prater.
No dejé tampoco para el final la visita a la casa-museo de Sigmund Freud en la mítica Bergasse, 19, exquisitamente conservada y dispuesta para la visita, no tanto por razón de cortesía, como por devoción intelectual de peregrino. Yo sabía que la mayor parte de las pertenencias personales del padre del psicoanálisis habían sido trasladadas a Londres, cuando partió al exilio, hoy expuestos en la sucursal inglesa de la casa-museo del estudioso de la mente humana. No me importó esta circunstancia. Penetrar en los aposentos vieneses del sabio, en su día privados, reparar en la sala de espera para los pacientes y detenerse en el consultorio del Dr. Freud, contemplando variados y valiosos objetos personales que allí se muestran, otros correctamente reconstruidos, constituye, en verdad, una emoción profunda, como lo es, sin duda, penetrar en los senderos del inconsciente, los cuales, respirando esta atmósfera, se me hacían muy manifiestos y reales.
Seguir el rastro de Stefan Zweig en la ciudad suponía otro de los fines planeados para esta estancia vienesa. Visité la casa natal del escritor, me hospedé, incluso, en una de las viviendas que ocupó en la ciudad, hoy convertida en hotel, el Rathauspark, en Rathausgasse, la misma calle donde instaló Freud su primera consulta médica. Desconozco si la elección domiciliaria de Zweig fue azarosa, un capricho o una irreprimible inclinación. Según el psicoanálisis, ningún acto humano es casual ni gratuito. Si fue, a la postre, resultado de una motivación fetichista o efecto de culto irracional del mismo género, estoy seguro que tal comportamiento sería perfectamente comprendido por el Dr. Freud y aun excusado.
Capítulo aparte es la página musical. La Viena de Mozart, de Beethoven, de Schubert, de Brahms, de los Strauss, de Mahler, de Schönberg, forman una unidad en sí misma, armónica o atonal, según los gustos, pero compone sin ninguna reserva toda una razón de existir y una materia de fe. Los vieneses sienten verdadera devoción por la música, hasta el punto de convertirla en un motivo de culto (¿pagana o religiosa?, ¿racional o no racional?). En este punto, están plenamente seguros: saben componerla, ejecutarla, estimarla y valorarla mejor que ningún otro en el mundo. De los italianos se escucha mucho por aquí la maldad según la cual van a la Ópera más que nada para dejarse ver, y que el espectáculo les entra más por los ojos que por los oídos, habiéndola cultivado, pues, como un simple componente o aderezo de la vida social. Por el contrario, es cosa probada que el vienés asiste a los conciertos y a las representaciones musicales con el fin de dejarse embriagar por la música, un néctar y un constituyente indispensables para la existencia.
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  Las controversias o discrepancias de cualquier clase difícilmente excitan las pasiones de los vieneses, quienes, dejando atrás su pasado de nación imperial y guerrera, prefieren los hábitos de la cortesía y los buenos modales a la rudeza de la riña, y optan, sin discusión, por el desenfado antes que por la severidad. Cierto es que la marcha Radetzky todavía agita el cuerpo y el espíritu de estas gentes gentiles, pero ello es debido a la enérgica sucesión de sus compases y no tanto al ardor belicoso. Casi me atrevería a aventurar que esta circunstancia no es sólo de hoy día, y que muchos militares austriacos han desempeñado la profesión castrense atraídos, es verdad, por el sentimiento del honor y el amor a la patria. Pero tan cautivados están por esta leal entrega como rendidos ante la marcialidad de la música militar y la irresistible oportunidad de embutirse dentro de un uniforme rojo y blanco, lucir flamantes correajes y brillantes cascos, coronados por hermosos penachos, y convertirse así, especialmente a la vista de las damas, en auténticos paladines. Aunque, en Viena no todo es tradición, ceremonial y etiqueta.
A finales del siglo XIX y principios del XX, Viena conoce un clima cultural de frenética renovación que provocó vivaces pugnas entre escuelas y tendencias artísticas. En el campo de las artes plásticas y la arquitectura emerge una nueva generación de artistas empeñados en abrir nuevas vías dentro de la creación y darle el finiquito a los estilos rancios de antaño. Nace por entonces la Sezession y el Jugendstil, ruptura y juventud en el arte, hermanadas en un mismo objetivo de regeneración, resumida en una consigna rompedora: el estilo barroco y neoclásico, el recargamiento y la ornamentación, deben retroceder ante la briosa necesidad de imponer un nuevo decorado y un aire renovado a la ciudad. Tras las propuestas innovadoras en arquitectura y artes decorativas de Otto Wagner y Josef Hoffmann se reconoce la traza del art nouveau y el art déco provenientes de Francia, y en muchos casos la nueva oferta queda reducida a la tarea de sustituir una determinada concepción del ornato y el aderezo por otra distinta.
La inmensa explanada de la Karlplatz es uno de los núcleos más dinámicos de la ciudad, lugar privilegiado para probar la veracidad de mi anterior observación acerca del peligro del viandante en Viena, obligado a sortear el tráfico, adivinando las antojadizas e imprevisibles direcciones que toman los vehículos según cada momento. En esta singular red urbana para cazar peatones, se localizan centros culturales y académicos muy principales, como son la Kunshalle, el Museo Histórico de la Ciudad y la Universidad Técnica. Sería incalificable no mencionar otras admirables construcciones: la Künstlerhaus (Casa de los Artistas), la Musikvereinsgebäude (Casa de los Amigos de la Música, lugar donde tienen lugar los distinguidos y alegres conciertos de Año Nuevo, en los que el público de rigurosa etiqueta acompaña con las palmas los compases de la marcha Radetzky, sintiendo con ello cometer una atrevida travesura, plenamente disculpable al incurrir en ella sólo una vez al año) y la solemne, recia y muy «vaticana» Karlskirche, iglesia ostentosa y abigarrada donde las haya, que sólo a los fanáticos del barroquismo duro entusiasmará.
Delante del mamotreto de la iglesia de Carlos llaman la atención dos quioscos o pabellones —muy coquetos, y no menos vanidosos que el templo vecino—, construidos a finales del siglo XIX por Otto Wagner con la función de servir de estaciones del metropolitano (actualmente, sólo uno de ellos cumple ese cometido; el otro, acoge una cafetería y un pequeño museo). La estampa que ofrecen ambas piezas es muy hermosa, y atrevida también, por el cruzamiento geométrico de rectas líneas y voluptuosas curvaturas, mixtura de forjados y cristaleras, paleta variada de dorados y verdes.

A mi juicio, tan sólo la Wittgensteinhaus en Kundmanngasse y los trabajos de Adolf Loos, por ejemplo, su celebrada Looshaus, levantada con alevosía frente al Hofburg, pueden entenderse como coherentes empresas con vocación de distanciamiento formal respecto al pasado y como expresiones de riesgo estético. Independientemente del gusto de cada uno y la valoración que pueda hacerse del resultado final, las líneas arquitectónicas de ambas construcciones son tan puras como ascéticas, demostrativas de una desinhibida voluntad de decisión y despojadas las dos de la menor timidez a la hora de exhibirse ante el público, libres de complejos y ataduras. Los movimientos renovadores vieneses en arquitectura o en pintura no se atrevieron, en general, a ir demasiado lejos en el anunciado proyecto de romper con el pasado y de destruir los viejos modelos artísticos (piénsese, por ejemplo, en el sobrecargado estilo de Gustav Klimt), a diferencia del surrealismo francés o de la Bauhaus alemana, movimientos estéticos mucho más osados que los realizados en Viena.
Viena, ya lo vamos viendo, no arriesga, ni se lanza al vacío. Ni en el arte ni en otra producción humana. No se expone nunca demasiado porque teme bordear o sobrepasar los límites. Las excentricidades le incomodan, estimando casi con exclusividad una sola clase de movimientos: los de rotación. Viena es como es, temiendo constantemente dejar de ser.
Continuará...

lunes, 20 de diciembre de 2010

«LA REINA CRISTINA DE SUECIA» de ÚRSULA DE DE ALLENDESALAZAR


Úrsula de Allendesalazar, La Reina Cristina de Suecia, Marcial Pons Historia, Madrid, 2009.
Pocos personajes históricos coronados han cobrado tanto interés y curiosidad como la reina Cristina de Suecia, tanto por parte del investigador y el académico como por parte del lector y el espectador común. Monarca mujer, heterodoxa e independiente, insumisa e indomable, caprichosa y decidida, Cristina de Suecia abdica de solemnes títulos y reales condiciones, menos la que le marca su más santa voluntad, la propia y personal, interpretada por ella misma como un destino. Personaje moderno y precursor, irreductible y trasgresor, tiene tras de sí una biografía que bien merece una misa en Roma y un ensayo minucioso como el llevado a cabo por Úrsula de Allendesalazar.
Úrsula Bertele von Grenadenberg nace en Berlín, de padres austriacos. Sin pertenecer propiamente a la profesión historiadora, la autora hace gala de un rigor y un conocimiento del oficio cronista que ya quisieran para sí no pocos profesores y académicos. Pues, en la autora que ahora concita nuestra atención, lo que no proporcionan las titulaciones y los trienios acumulados, lo asegura una profunda cultura y un firme pulso narrativo. Encontramos así en esta biografía todo lo que puede esperarse de la cuidada edición de un libro de historia: rigurosa referencia a las fuentes, contextualización, cotejo de los hechos, amén de los siempre útiles mapas, ilustraciones e índices analíticos. Pero también, y esto ya es menos habitual, un conocimiento de primera mano de la exclusiva esfera diplomática en general, y sueca, en particular, circunstancias nada irrelevantes ni superfluas en la trama aquí desarrollada.
Esposa del embajador español José Manuel Allendesalazar, destinado en Estocolmo desde 1985 hasta 1990, Úrsula de Allendesalazar saca buen provecho de su estancia en la capital sueca en orden a conseguir documentación y fuentes autóctonas con las que poder fundamentar, ambientar y recrear la vida de una mujer que pudiendo, por derecho propio, reinar en su país de origen, acaba, por soberana determinación, queriendo poner a Europa a sus pies con la fuerza de un carácter y la obstinación de una personalidad, desde luego, poco convencionales. La reina Cristina no se conforma con heredar un trono ni ser monarca por imposición. Cristina Regina desea un reino a su medida, hecho por ella y para ella. Genio y figura septentrional hasta la sepultura meridional.
«Si hay un rasgo que más que ningún otro define a Cristina de Suecia es que toda su vida sentía una predilección por revestir los hechos y acontecimientos que atañen a su persona con una aura de misterio y de ambigüedad.» Esto afirma la biógrafa ya en los primeros compases del ensayo, dando así la pista —casi diríamos, la clave— de lo que irá conociendo el lector a lo largo de las más de quinientas páginas que tiene por delante. En efecto, la existencia entera de Cristina viene marcada, desde el mismo momento del nacimiento, por tan enigmáticos rasgos: el misterio y la ambigüedad. Según reconoce la protagonista de la historia, nació mujer quien en todo momento, incluso ya alumbrada, era esperada como el heredero de la corte de Suecia. Mas, bien pronto, elevada al trono a tierna edad, Cristina anhela ser Alejandro Magno.
Siempre soñadora, Cristina sueña con conquistar el mundo. Disfruta de la caza y del trotar a lomos de un caballo. Viste según la moda masculina, se disfraza de hombre, prefiere la compañía de los caballeros a la de las damas. Cristina Regina no permite que la gobiernen, tampoco desea contraer matrimonio. Un jesuita de Luxemburgo, el padre Manderscheydt, que la conoce bien, dice acerca de la real persona que «no tiene nada de mujer sino el sexo. Su voz parece de hombre, como también el gesto». Cuando, finalmente, sorprendiendo a propios y a extraños, toma la inapelable decisión de abdicar del trono, abandona Suecia y, para pasar desapercibida, viaja por Europa disfrazada de hombre. Abdica, asimismo, de la fe luterana a la que pertenece por familia y patria, y se convierte al catolicismo, con lo que, podría decirse, justamente podría ser merecedora del título de «reina Virgen» antes que Elizabeth de Inglaterra. Y ello por los muchos sentidos de dicha expresión. En todos los casos, según arguye, tiene sus motivos, que algún día se conocerán, pero que, de momento, sólo con Dios comparte. El misterio y la ambigüedad siempre presentes.
«En su testamento, Cristina ordenó que todos sus papeles, excepto los documentos financieros y sus reclamaciones, fuesen quemados.» (pág. 207). Más misterios. Interpreta su papel de Regina cesante y errante en busca de un nuevo trono, su trono, y para ello no duda en entregarse a la intriga, el doble juego y el requiebro. He aquí el arte de la seducción de la Minerva del Norte, de la Reina-Filósofa. Cristina no es, empero, Marco Aurelio ni Federico de Prusia, para quienes el deber y la lealtad a la tradición están por encima del deseo y la ensoñación. Mas ¿quién puede dejar de plegarse a las demandas de una dama, reina y soberana? Salve Regina. En caso contrario, como el personaje Orlando de Virginia Woolf, Cristina adopta la forma de varón como un cambio de papel y estrategia.
Papas, reyes, nobles, diplomáticos, artistas y filósofos han de rendirse a sus disposiciones, sin negativas; hasta la muerte, si es preciso. René Descartes es prácticamente obligado a desplazarse a Estocolmo en pleno invierno escandinavo para darle clases particulares de filosofía, reservando para tal tarea nada menos que las cinco de la mañana.  El autor del Discurso de método, que había hecho del lecho su espacio filosófico predilecto, no aguanta mucho tiempo prácticas tan intempestivas y muere a los pocos meses de estancia en tierras suecas de una fulminante afección pulmonar. Se hace rodear de inmensas colecciones de libros y obras de arte, organiza tertulias y preside salones, funda la Academia Reale en Roma, y no ceja en su reivindicación de un reino propio. En Roma muere el año 1689: «La reina Cristina de Suecia se llevó sus secretos a la tumba.» (p. 510).
Acaso Cristina Regina, más que esforzarse por pasar a la Historia, dedica su vida a labrar su propia leyenda. Inicia la escritura de un libro de memorias que abandona pronto, pero el título lo dice todo: «Vida de la reina Cristina hecha por ella misma, dedicada a Dios». Prima inter pares. ¿Quién fue realmente nuestra heroína? Como reconoce la autora de la biografía: «Nadie ha podido aún decir la última palabra sobre ella.» Con todo, siempre nos quedará su regio rastro de misterio y ambigüedad.


sábado, 18 de diciembre de 2010

RAJOY SIGUE HECHO UN LÍO

Resulta a menudo tan ocioso como fútil insistir en la gravedad de lo que está pasando en estos momentos en la Nación española, llegados a un punto en que nuestro país puede llegar a dejar de ser muy pronto lo uno y lo otro. Mientras se celebra en el escenario la fenomenal tragicomedia nacional, gran parte del respetable público no entiende ni pilla la trama. A pesar de todo, unas veces aplaude por automatismo, y otras, bosteza de puro aburrimiento. Aunque lo que se escenifica es una gran farsa, el argumento que sirve de base es una cosa muy seria, al ser compuesto gran parte del mismo en secreto.
Mas ¿cómo convencer a quien no desea saber la verdad, porque la teme o le disgusta? ¿Cómo competir con la doctrina oficial implantada en esta sociedad nuestra, tan limitadita, según la cual lo que queda bien es poner buena cara al mal tiempo y cara de póquer ante un tripartito de ases con pinta de farol?
No me dirán ustedes si no es ridículo y lamentable intentar explicar las claves del asalto a la España democrática y del cambio de régimen sin garantías, que hoy tienen lugar entre nosotros, a un interlocutor que aparentemente nos escucha, mientras sonríe con condescendencia y se admira de la superioridad que supone no darle importancia a las cosas. Puede que hasta pretenda pasar por sabio estoico, sin saber con precisión de qué va eso. Lo estupendo en la España de última hora es pedir, como Siniestro Total, ante todo, mucha calma. Y con esto ya está dicho casi todo.
Aquí, ni la oposición política parece haberle tomado la medida a la operación de desahucio nacional que se está oficiando ante nuestras narices. Como en el hundimiento de una nave que por lo visto ya no va, algunos se toman la cosa en plan filosofía zen y con una copa de cava, para que no digan de uno que es  un radical, un crispado y políticamente incorrecto. Tal vez por ello, el mesurado Mariano Rajoy repite incansablemente, solo ante el peligro, que lo que el actual Ejecutivo socialista está cocinando con sus pinches y compinches es nada más y nada menos que un «desaguisado», un «disparate». Cuando se pone firme, añade: y además, un «lío». […]
¿Es esto un lío? Tal y como están las cosas, será mejor no consultar a un experto de Derecho constitucional o a un catedrático de la Universidad para interpretar la amenaza. Pero este columnista inexperto se atreve a señalar que el asunto está más que claro; obscenamente claro, añadiría. Las apuestas están ahora en el Parlamento español quince a uno. Y a ese uno se le pretende borrar del mapa, como a Israel. Así las cosas, ¿quién apuesta a caballo perdedor, si además está hecho un lío y duda entre salir a ganar o salir corriendo?

El presente artículo fue publicado en primera edición, bajo el título de «El lío», como columna de Opinión en Libertad Digital, 8 de noviembre de 2005. Ofrezco ahora una versión reducida del mismo con algunas pequeñas variaciones. No me dirán ustedes que no resulta hoy penosamente actual.


jueves, 16 de diciembre de 2010

'BARBARIE Y CIVILIZACIÓN' de B. WASSERSTEIN: UNA MONOGRAFÍA (DE) MÁS


Bernard Wasserstein, Barbarie y civilización. Una historia de la Europa de nuestro tiempo, traducción de Isabel Ferrer y Carlos Milla, Ariel, Barcelona, 2010, 828 páginas

Bernard Wasserstein (Londres, 1948) es, en el momento presente, profesor de historia en la Universidad de Chicago, y autor de varios trabajos de su especialidad, en especial de la historia referida al pueblo y la cultura judíos. De entre ellos podemos destacar los siguientes textos: Britain and the Jews of Europe 1939-45 (1988), Divided Jerusalem: The Struggle for the Holy City (2002) y Israelis and Palestinians: Why Do They Fight? Can They Stop? (2003). Se publica ahora en España por vez primera, de la mano de la editorial Ariel, uno de sus libros, en este caso el último de ellos: Barbarie y civilización. Una historia de la Europa de nuestro tiempo, editado en origen en 2007. Un volumen de más de ochocientas páginas del que es preciso señalar, como primer comentario, que su edición en tapas blandas y con una letra de pequeños caracteres ofrece un aspecto aparatoso, de difícil manejo y de lectura esforzada.
Del continente pasemos ahora al contenido. En Barbarie y civilización, Wasserstein aborda un empeño tan arduo como bastante trillado: compendiar en una monografía la descripción y el balance de una época, en este caso, el siglo XX. O según puntualiza el autor: «Como “Europa de nuestro tiempo” entendemos poco más o menos una vida contemporánea.» (p. 11). Una puntualización que no promete, ya desde el Prólogo, mucha mayor precisión. Entre otras razones debido a problemas de traducción: hubiera resultado al menos comprensible escribir «Por “Europa de nuestro tiempo”, entendemos…». Aunque no sólo por la traducción. Tal impresión queda confirmada a medida en que el lector se adentra en la lectura del manual. Porque, en efecto, debe saber que le aguarda un compendio de grueso calibre académico, destinado, diríamos, a un público escolar y poco exigente, ese que lee más por obligación que por devoción.
La delimitación del tiempo en este repaso a Europa se ajusta a las convenciones del género: el siglo comienza con la Primera Guerra Mundial (la Guerra del 14) y se da por concluido entre 1989 y 1991 con la caída del Muro de Berlín y, tras él, el derrumbe de los regímenes comunistas en el Viejo Continente. Ello, sin embargo, no es óbice para que —presumiblemente, por motivos de actualidad, de justificación más periodística que académica— los dos últimos capítulos del libro superen estos límites definidos para acercarse hasta nuestros días; sus títulos: «Después de la caída 1991-2007» y «Europa en el nuevo milenio». Hasta en estos detalles se patentiza el convencionalismo, la carencia de estilo y la falta de imaginación creadora. El recorrido general por los tremendos episodios que tachonan siglo tan intenso y convulso, se limita, entonces, a dar noticia (por lo general, como decimos, según un modelo de crónica periodística) de los hechos seleccionados, sin entrar en muchas explicaciones ni en análisis de calado.
Por ejemplo, en referencia al impacto del crack del 29 en la política británica, califica el autor las medidas en política económica impulsadas por el primer ministro inglés Lloyd George, y aconsejadas en gran medida por el economista J. M. Keynes, de «gran empujón liberal» (pág. 178). Semejante designación aplicada sobre las espaldas de personajes de ese fuste produce en el lector avisado una sacudida de asombro, es toe es, el lector al tanto del distinto uso de la voz «liberal» en el nuevo y en el viejo continente: en aquél, sinónimo de «izquierdista» (o sea, partidario del intervencionismo del Gobierno en la economía) y en éste, defensor del libre mercado y la libre competencia económica. Cierto que este es un conocimiento no obligado para todo lector. Para eso están las notas aclaratorias del editor o del traductor. Notas de las que carece la presente edición.
El libro, como decimos, lleva por título Barbarie y civilización. Una cita de Walter Benjamin, mencionada al principio y al final del texto, sirve aquí de justificación: «No existe un solo documento sobre la civilización que no sea al mismo tiempo un documento sobre la barbarie.» El que ambas categorías converjan en el espacio y en el tiempo no significa que deban solaparse, intercambiarse o ponerse en el mismo nivel. El tema es lo suficientemente serio como para exigir un examen de los hechos y unos matices conceptuales y filosóficos que tampoco encontramos allí.
Leemos, a modo de conclusión, en el libro Wasserstein: «La civilización y la barbarie avanzaron codo con codo en Europa a lo largo del pasado siglo. […] El mal ha acosado la tierra [sic] en esta era, conmoviendo la mente de los hombres, dirigiendo sus acciones y engendrando las mentiras, las avaricias, el engaño y la crueldad que son la materia de la historia de Europa en nuestros tiempos.» (pág. 724).
Una declaración de este género nos recuerda las vívidas y concluyentes palabras de John Stuart Mill incluidas en su célebre Sobre la libertad, en referencia a materia tan inquietante y grave:
«Si la civilización ha prevalecido sobre la barbarie cuando la barbarie dominaba el mundo, es excesivo abrigar el temor de que la barbarie, una vez vencida, pueda revivir y conquistar la civilización. Para que una civilización pueda sucumbir así ante su enemigo vencido necesita haber llegado a tal grado de degeneración que ni sus propios sacerdotes y maestros, ni nadie, tengan capacidad ni quieran tomarse el trabajo de defenderla. Si esto es así, cuanto antes desaparezca esa civilización, mejor. No podría sino ir de mal en peor, hasta ser destruida y regenerada (como el imperio de Occidente) por bárbaros vigorosos.»
Sopesando ambos discursos es fácil encontrar las diferencias y los niveles de profundidad (o de altura) entre los autores.
Porque, ciertamente, leemos en Mill una declaración de un tenor no menos melancólico ni más optimista que la de Wasserstein. Pero la fuerza, consistencia y elegancia del autor inglés del siglo XIX obligan a cotejar, a las claras y sin remedio, la estirpe de un clásico con los modos de un texto académico y básicamente divulgador. Las comparaciones no son siempre odiosas. Son necesarias. Ponen las cosas en su sitio y a algunos en evidencia.



lunes, 13 de diciembre de 2010

LA SEGURIDAD DE SER VIENA (1)




1

En el verano de 1999, cuando penetraba en el corazón de Viena, yo ya sabía que Harry Lime era el Tercer Hombre, quien había simulado su propia muerte con el fin de burlar el cerco tendido por la policía internacional de ocupación en la inmediata segunda gran posguerra en la capital austriaca. La estratagema le permitiría, desde el anonimato e impunemente, continuar con sus criminales negocios de estraperlo, de mercado negro, distribuyendo entre la población penicilina adulterada. Harry Lime se quita de en medio, materialmente, se esfuma, adquiriendo una identidad nueva, todavía inocente, algo así como una nueva vida. Archivado el expediente delictivo y procurando no dejarse ver ni actuar al aire libre, Lime se mueve de noche, opera en la sombra. Evitando las calles y la luz del sol, utiliza las alcantarillas de la ciudad para desplazarse y esconderse, igual que las ratas o los vampiros.
Sabía yo todo esto al haber leído la novela de Graham Greene El tercer hombre y haber visionado más de una vez la excelente adaptación cinematográfica que realizó Carol Reed (The Third Man, 1949) a partir de la misma. Peo ahora, recorriendo Viena, comprendía mejor el acierto del recurso dramático ideado en el argumento, haciendo que la desaparición de escena del malvado personaje fuese causada por un atropello fingido. En cualquier caso, y de cara al público, la suplantación pasaba por escenificar un fatal accidente de tráfico frente al palacio Pallavicini, contemplado por algunos trémulos testigos y por las cuatro estáticas cariátides que sostienen el pórtico del noble edificio. Todos guardaban silencio ante lo que allí aconteció. Resulta, ahora lo sé, que el riesgo de ser arrollado en Viena por un vehículo a toda velocidad es altamente probable. Todo, pues, muy verosímil.
No tengo a mano las estadísticas de siniestros de tráfico computados en la ciudad de Viena en las últimas décadas, y tampoco me desazona no tenerlas delante de mi vista, pues no escribo por encargo del Real Automóvil Club ni es éste un informe pericial ni un atestado policial. Pero sí digo —aviso a visitantes— que los pasos de un peatón en Viena deben ser muy vigilantes y precavidos. La circunstancia no deriva de la conducción temeraria por parte de los conductores ni de un descomunal tráfago viario, tampoco a un especial caos circulatorio en Viena, pues, en materia vial, Viena no es, de ninguna manera, comparable a Beijing/Pekín, Ciudad de México, El Cairo o Nápoles.
Sucede más bien en Viena que uno nunca sabe con seguridad por dónde van a venir (o sobrevenir) los tranvías, máquinas en movimiento omnipresentes, invadiendo las isletas que separan las travesías y las calzadas, formando un laberinto de vías con proyección de crucigrama. Tampoco puede prever el viandante por dónde surgirán de pronto resueltas y veloces bicicletas, reinas rodantes de las calles y los bulevares de Viena, actuando con mayor alegría y libertad todavía que las ciudades holandesas. Los dominios y preferencias del ciclista en Viena superan con creces a los de los transeúntes, quienes caminando por una avenida o paseo pueden verse sorprendidos por un decidido invasor amarrado al manillar como al timón de un ligero bergantín. Tal vez deba sentirse el caminante un intruso o culpable por invadir espacios que creía propios: aceras y paseos.
Ser atropellado por un vehículo en Viena representa un peligro altamente probable. La imaginación de Graham Greene recreó el aparente percance sufrido por Harry Lame en un periodo (la inmediata posguerra mundial en 1945) en que la capital austriaca padecía grandes calamidades y desdichas, mucho más penosas que las derivadas del tráfico rodado. Pero acaso sean los apremios menos previstos los que acaban tornándose más perentorios en la existencia humana.
Sea como fuere, mis pensamientos sobre Viena están asociados irrefrenablemente, irreprimiblemente, con los asuntos de la precaución y la seguridad. Y no crea el lector que soy persona especialmente recelosa ni precavida en exceso, víctima de la hipocondría o la paranoia. En realidad, no es de mi protección o integridad personal de la que estoy hablando, sino de la sensación de necesidad de seguridad que irradia esta ciudad. Hablo del recelo y de la prevención de una ciudad que tal vez provenga de un prístino sentimiento de inseguridad que remite a un tiempo pretérito, a una villa remota.

2
Viena goza hoy de un altísimo nivel de protección ciudadana, personal y económica. Los asaltos o hurtos en la vía pública son infrecuentes.  La mendicidad y la vagabundez en las calles, imperceptibles. Los puestos de control en los pasos de semáforos son tomados por nada coactivos vendedores de prensa, preferentemente vespertina, y no por acuciantes proveedores de pañuelos de papel, ni por menesterosos varios,  limpiacristales profesionales del estropajo y restregón, o saltimbanquis. La vida política, desde el final de la segunda gran guerra, no ha experimentado tampoco fuertes convulsiones. Los vieneses disfrutan, por lo general, de buena salud, de una existencia confiada, satisfecha y confortable. ¿Qué teme, entonces, Viena?
Viena ha sido desde su fundación un territorio urbano, un reducto anhelado, un enclave estratégico acosado sin descanso, permanentemente pretendido por fuerza invasora, un objeto de deseo ferozmente codiciado por vecinos próximos y distantes. Me pregunto si esta circunstancia no habrá arraigado profundamente en el subconsciente de la ciudad, dejándole en el alma una indeleble huella, una señal, como marcada al fuego, de constante peligro. Soportar una inmemorial existencia precaria, sostenerse en la cuerda floja, persistir en un presente continuo amenazador, en un futuro incierto y abierto en canal, conllevan cargas psíquicas  y zozobras emocionales no siempre fáciles de sobrellevar. Ni por individuos ni por comunidades. Estos pesos pesarosos conforman con el tiempo el fermento de unas particularidades definidoras de un carácter vigilante, tan costoso y doloroso de expulsar como piedras en la vejiga o en el riñón. Citaré, para dar una idea de lo que digo, algunas de esas singularidades vienesas: la propensión al suicidio, el ansia de protección y el narcisismo. No siempre es conciente el vienés de sobrellevarlas. A veces anidan en el subconsciente.
Mencionar el término «subconsciente» en Viena, cuna del psicoanálisis y domicilio profesional del gabinete del Dr. Sigmund Freud, no supone un acto gratuito, metafórico o retórico. Viena, tendida sobre el diván, verbaliza sus obsesiones con gran fluidez, hablando sin remedio de la necesidad de ser y persistir, así como de los impulsos anexionistas y los sueños imperiales, que hicieron de la nación austriaca (esto es, de Austria-Hungría), uno de los Estados más poderosos del mundo. La crónica histórica, así como las propias calles y las casonas de la ciudad, refieren la biografía de una existencia arriesgada, del temor de una ciudad a ser atropellada, dominada o eclipsada por otras potencias. Por oriente, la nación otomana, empeñada en imponerle una cultura y unos príncipes excéntricos, como trampolín sobre el que saltar sobre Europa entera. Por el norte, la patria germánica, con quien comparte el idioma y circunstanciales intereses estratégicos, de esos que se forman con la misma facilidad y prontitud que se deshacen; por ejemplo, la anexión (Anschluss) al III Reich alemán.
Viena y Austria han rumiado durante siglos una idea insistente, una aprensión profundo no siempre confesado: la inseguridad de no ser, junto al miedo a descubrir aquello que en realidad es.

3
Desde el primer asentamiento estable de la villa, fundada bajo la denominación de Vindobona («ciudad blanca»), con el objetivo principal de servir de bastión y frontera nororiental del Imperio romano frente a las acometidas de los bárbaros, Viena no sólo ha estado pendiente de su propia seguridad, sino de la integridad de la Europa de la época. Por estos parajes meditó mucho el soberano filósofo Marco Aurelio acerca de la tarea del hombre y el sabio dominio de la vida, mientras le acechaban otras dominaciones y sujeciones más propias de su papel de emperador romano. Y aquí murió, defendiendo un modelo de civilización, como valiente príncipe, y una forma de vivir y morir, como gran pensador. 
En la actualidad, pueden recrearse en la moviola de la mente los límites de la antigua fortificación romana. Al norte, está la linde natural: el Donaukanal, brazo fluvial del Danubio que junto a su otro afluente, el Wien, origen del nombre de la ciudad, componen los márgenes originarios de la urbe. El Tiefergraben y el Graben, los antiguos fosos que servían de protección a la ciudadela, marcan el resto de los frentes protectores.
Posteriormente, ambas trincheras fueron cegadas, y hoy el Graben (el foso) constituye el corazón de la ciudad, zona peatonal y comercial, lugar de encuentro y de acontecimientos festivos. Realzan el entorno algunos monumentos de gran valor —el edificio que alberga la tienda Knize, diseñado  por Adolf Loos—, junto a otros, francamente, prescindibles, por ejemplo, la Pestsäule, o Columna de la Peste, erigida para conmemorar el fin de la plaga ponzoñosa que invadió Viena en el siglo XVII, y que hoy en justa correspondencia no sería una barbaridad suprimir para liberarse de otra calamidad. En el eje central del antiguo emplazamiento romano se encuentra Marc-AurelStrasse, una recoleta y tranquila vía repleta de restaurantes que desemboca en la MorzinPlatz, orillando el Danubio.

4
En este cruce de senderos de la mente quedó definido el destino de Viena. De una parte, vivir pendiente del peligro, vigilar y asegurarse la protección y la supervivencia a cualquier precio. De otra parte, mostrar la firme voluntad de no renunciar al deseo de ser una sociedad refinada, distinguida y elegante, que en ningún momento y bajo ninguna situación puede permitir ver alterado el apacible ritmo de vida ni el programa de actos culturales establecido, las buenas costumbres y la gentilidad. 

Durante el célebre Congreso de Viena, que reunió a las grandes potencias centroeuropeas al objeto de componer el nuevo orden continental, trastornado por el vendaval napoleónico, las autoridades allí concentradas se tomaron su tiempo (de octubre de 1814 a junio de 1815) para cumplimentar los trabajos de alta política y superior estrategia. Tamaña duración puede encontrar la causa en la prolijidad diplomática del cometido expuesto sobre la mesa de deliberación. Pero, había algo más: estaba el sagrado afán de no interrumpir los suntuosos bailes y los animados festines que alegraban la vidorra de sus señorías.
La sala de palacio donde celebraban los bailes era conocida como Salón de las Tertulias, lo que da buena muestra del alcance de la ironía y la desenvoltura austriacas. Tan merecida fama tuvo el formato cónclave/ágape/soirée que ha hecho fortuna la fórmula con la ha pasado a la historia: «El Congreso se divierte, pero no adelanta un paso; baila, pero no anda.» Quien quiera saber qué es Viena, no debería olvidar este chascarrillo, porque dice mucho más de su singular naturaleza que miles de libros, informes y declaraciones oficiales.
Con el advenimiento de los Habsburgo, Viena alcanza la capitalidad del Estado austriaco, comenzando de ese modo un largo periodo de esplendor. Por dos veces, sin embargo, vio seriamente amenazado el orden establecido de la ciudad y del Estrado por la presión turca: primero, como consecuencia de las avanzadas belicosas de la nación otomana, en 1529; y, posteriormente, en 1683, nueva fase de la incursión militar que lleva al turco hasta las mismas puertas de Viena. Repelidos, felizmente, los asaltos venidos de oriente, alcanzó la plaza la categoría de bastión y baluarte de Europa, para mayor gloria de un imperio que cada día daba mayores muestras de ser capaz de serlo y de querer hacerlo patente.
El auge y la vigencia de la casa Habsburgo perduran hasta 1918, cuando, tras la Gran Guerra, los vieneses contemplan incrédulos cómo se derrumba no sólo el Imperio sino, por extensión, el mundo entero. Tal era el envaramiento y el sentimiento concéntrico que alimentaban la conciencia austriaca de la realidad. En Austria, el Weltanschauung remite (o acaso inspira) el movimiento rotatorio, geométrico y triunfal de los majestuosos bailes vieneses de gala, en los que damas y caballeros cogidos de las manos alzadas y enguantadas, pasean el palmito, con paso firme de marcha militar.
Tampoco es ajena a la concepción del mundo vienesa la cadencia y la regularidad, rítmicas y acompasadas, del vals, el baile vienés por excelencia. Los giros (el término walzen significa «girar») y las vueltas sobre sí mismos, característicos de esta viva danza, elevan a símbolo nacional/imperial la imagen de los elegantes danzantes, ensimismados en las rotaciones alrededor del eje vertical, los cuerpos erguidos y bien encarados, pero no por ello menos inseparables.
El último emperador, Francisco José I de Habsburgo-Lorena, durante más de sesenta años, dirigió los destinos del Estado bicéfalo, Austria-Hungría, Kaiserlich (imperio) y Königreich (reino), a la vez. Una potestad y un dominio por partida doble: K+K, Kakania, según la distante y apesadumbrada acepción de Robert Musil. La coincidencia en el tiempo y la longevidad del mandato del soberano austriaco, así como las maneras de gobernar, circunscritas, por encima de todo, a la tradición y a la etiqueta,  asemeja a Austria al imperio británico bajo la tutela victoriana. A ambos poderosos mandatarios se les trata habitualmente, familiarmente, en las crónicas por el nombre de pila: Francisco José, Victoria. Pero, hay más. El espíritu pusilánime y flemático de sus respectivos habitantes y la afición extremada por las buenas maneras y las tradiciones, así como el deseo irreprimible por fijarse en el pasado, acusa y hermana a ambos países. En el plano estético, simbólico y costumbrista, quiero decir. No en el político o geoestratégico, claro está.
La afectación de los vieneses es, no obstante, de naturaleza muy distinta a la de los británicos, justificada en ambos casos, principalmente, por la razón geográfica. Es decir, por descansar los austriacos sus reales en el centro del continente, que al tiempo que les hace sentirse tan centrales les recuerda irremisiblemente sus obligaciones de baluarte europeo. Y por navegar los británicos sobre la nave de la insularidad. Las dos señeras potencias (Austria y Gran Bretaña) han hecho ostentación, por lo demás, de unas cortes majestuosas, que les han procurado brillo y esplendor, aunque también quebraderos de cabeza.
Si Viena y Austria tienen su Sissi Emperatriz, Gran Bretaña tiene su Diana de Gales Dos princesas anoréxicas y psíquicamente vulnerables, o sencillamente neurasténicas, pero no por ello menos atrayentes para las masas, ni poco provechosas para el negocio del souvenir. Las dos hermosas mujeres vivieron en la elegancia y el glamour. También en el riesgo: bajo el fuego y los fogonazos de armas asesinas y fotográficas cámaras, respectivamente. Tampoco a estas distinguidas damas el fasto, la fama y el favor les dieron seguridad ni garantizaron su integridad, física y mental.
En Viena, la imagen y el emblema de la Emperatriz Elisabeth están literalmente hasta en la sopa. Los hallamos reproducidos en platos y bandejas, de plata y porcelana, en caja de bombones y en el servicio de café, ofrecidos, por doquier, a la vista y a la Visa de los turistas. Coincidiendo con mi estancia en Viena, el museo Kaiserliches Hofmobiliendepot organizaba una exposición muy atractiva sobre la figura de la actriz Romy Schneider, personaje vienés de pura cepa. Aprovechando que la melancolía pasa por Viena, en el folleto publicitario de la muestra compartían cartel ambas princesas vienesas.
En primer plano, aparece el rostro ya contrito de una madura, aunque siempre espléndida Romy, lejos de la faz grácil y pizpireta de los tiempos en que recreó la trágica y fascinante vida de la Emperatriz austriaca. Muy cerca, pero en segundo plano, en un escorzo, como su sombra, vemos un fragmento del célebre retrato de Sissi, mostrándose asimismo taciturna, mirando de soslayo, la larga cabellera cayendo sobre los hombros, hasta donde termina la espalda. Si fue Romy quien encarnó a Sissi en el cine, ahora le toca a Sissi sostener el recuerdo de Romy. Aquellos que hemos amado a la Schneider en la pantalla sabemos que no precisa de patrocinadora ni protectora. ¡Bastante tuvo la dulce Romy cargando con el estigma del personaje imperial durante gran parte de su vida! Sin embargo, y por lo que se ve, la imaginación del publicista y el imaginario popular todavía operan con tal asociación.
Otra vez, como en una maldición, encontramos nuevamente rastros del sombrío influjo de Viena sobre algunos de sus más amados personajes. Sissi y Romy: dos existencias desventuradas, desequilibradas, maltratadas, en medio de la magnificencia y el oropel, en medio de Europa. Dos mujeres notables, muertas en plena juventud, en incipiente madurez, en trágicas circunstancias.
Continuará...