domingo, 16 de enero de 2011

'ADRIANO' de ANTHONY BIRLEY




Anthony Birley, Adriano. La biografía de un emperador que cambió el curso de la historia, traducción de José Luis Gil Arista, Gredos, Madrid, 2010, 479 páginas

Publicada en primera versión inglesa en 1997, la traducción española de la biografía sobre Adriano, firmada por Anthony Birley, conoció una primera edición en la editorial Península en 2003. Ahora Gredos acaba de sacar al mercado una nueva edición de dicha obra bajo el título de Adriano y el innecesario y fútil subtítulo de La biografía de un emperador que cambió el curso de la historia. La edición, completísima, incluye siete mapas y 37 ilustraciones en blanco y negro, además de 8 páginas de Bibliografía y cincuenta de Notas. Anthony Birley ha sido profesor de Historia Antigua en la Universidad de Manchester entre 1974 y 1990, y en la Universidad Heinrich Heine de Dusseldorf entre 1990 y 2002, fecha de su jubilación como docente. Experto estudioso de la Britania romana, a la que ha dedicado varios trabajos, es, sin embargo, su faceta de biógrafo la que le ha granjeado mayor atención entre el público y la crítica. De hecho, además del volumen que ahora traemos a comentario, en España sólo son conocidas en traducción al castellano sus otras dos biografías sobre emperadores romanos: Marco Aurelio y Septimio Severo.

Si me he decidido a calificar de fútil el subtítulo en español de la biografía sobre Adriano, no me resisto, asimismo, a considerar como ambiguo el subtítulo de la edición original The Restless Emperor. En inglés «restless» significa, ciertamente, «andariego», pero su primera traducción sería más bien «inquieto» o «desasosegado». La primera cualidad le cuadra al emperador nacido en Roma pero con raíces en Hispania, pues, en efecto, su reinado (117-138) al frente del imperio romano ha sido distinguido con razón por su condición errante y viajera a lo largo y ancho de los confines de la magna Roma: «Adriano pasó nada menos que la mitad de su reinado de veintiún años lejos de Roma e Italia, viajando por casi todas las provincias de su extendido imperio» (pág. 15). Ahora bien, si su carácter psicológico, su personalidad, fue propia de un individuo inquieto y desasosegado, o no, es pormenor (aunque no cuestión menor) que tras la lectura del trabajo de Birley sería imposible de inferir.

He aquí la primera carencia que cabría señalar en esta, por lo demás, erudita, académica y muy documentada crónica de las andanzas y hechos memorables de Publio Elio Adriano, emperador romano. Según mi parecer, de una biografía esperamos algo más que una exposición de idas y venidas del personaje biografiado, un prolijo inventario de las personas con las que se relacionó o un registro minucioso de las fuentes que nos hablan de sus principales hazañas. Y el caso es que el Adriano de Birley aporta, ciertamente, al lector multitud de datos e informaciones sobre la obra del emperador, pero acerca de su vida acabamos sabiendo bastante poco

Se ha dicho, sin exageración, que la existencia personal de los emperadores pertenecientes a la Dinastía Antonina fue, con sus diferencias y grados, bastante anodina, comparado con otros sumos dignatarios romanos. De Trajano puede haber motivos y fundamentos sobrados para rastrear sus pasos, pero, ciertamente, Adriano, Antonino Pío y el gran Marco Aurelio, aun atendiendo a tu proyección pública, vivieron con sorprendente discreción. Después del autor de las Meditaciones, Cómodo y Pertinax ocuparon el trono imperial de Roma, iniciándose, ya sin remedio, la decadencia del Imperio romano. Y éstos sí que dieron que hablar.

Dejando aparte los rasgos representativos de cada escuela de biógrafos («marca» Stefan Zweig, Emil Ludwig, André Maurois, Marcelino Menéndez Pelayo, etcétera), no podría demostrar con plena seguridad las razones del seco estilo y la fría mirada de Birley —esto es, su particular elección metodológica y su perspectiva como biógrafo—, pero me aventuro a señalas dos circunstancias determinantes al respecto.

Primera: el padre del autor, Eric Birley, fue un célebre arqueólogo; él mismo, junto a sus hermanos ha participado personalmente en múltiples excavaciones. En todo momento, demuestra un gran dominio del estudio de las fuentes en numismática y restos arqueológicos, también en prosopografía, pero más en sentido histórico que literario. Y si no me equivoco, la biografía pertenece tanto al género histórico como al literario. Incluso cuando bucea en las fuentes bibliográficas, la mirada de Birley es más la de un «arqueólogo de los libros» que la de un analista de textos: extrae y etiqueta datos con gran precisión, pero evidencia una cierta flema a la hora de su interpretación. La biografía de Adriano en manos de Birley sería, algo así, como una Vita Hadriani de la Historia Augusta o un capítulo de la Historia de Roma de Dion Casio en versión extendida, con muchísima más información que en su tiempo y con los testimonios y medios que proporciona la perspectiva del presente. Algo así como un informe pericial, para decirlo más claro.

Segunda: consciente de que el personaje histórico de Adriano es popularmente conocido por la celebérrima novela de Marguerite Yourcenar, Las memorias de Adriano, todo apunta a que Birley ha compuesto el trabajo biográfico dejando claro su distanciamiento con el (por otra parte) sobrevalorado relato de la autora francesa. Para cualquier duda sobre lo que señalo, sépase que las prevenciones quedan marcadas en la misma primera página del volumen. Una «biografía científica» sobre un personaje no puede equipararse a una narración de su vida. Pero ello no significa que ambas experiencias textuales tengan que enfrentarse o acabar siendo lo contrario. Sin vida que contar no hay biografía que cuente.

De Adriano sabemos ahora lo que ya sabíamos, aunque con más datos y detalles. Pero tampoco mucho más. Tras la muerte de Trajano, Adriano inicia una etapa del Imperio romano dedicada a consolidar las conquistas logradas más que a ampliarlas. A tal fin manda construir el muro (de Adriano) en Britania, la luenga empalizada a lo largo del limes en Germania y la barrera paralela a la costa de África. Es momento de marcar el territorio y poner límites. Afronta singulares batallas por motivos defensivos (la guerra contra Partia) y más de tipo simbólico o religioso que militar (el cruento enfrentamiento contra los hijos de Judea, a quienes intentó helenizar). La influencia que ejerció en la renovación de tácticas militares y en relación con la administración del Estado ha sido exagerada.

A lo largo de sus muchos viajes de inspección por el Imperio, sí mostró una gran disposición a fundar ciudades y a promover en ellas mejoras en servicios, instalaciones y edificios públicos. Fue gran aficionado a la arquitectura, el urbanismo y la ingeniería, hasta el punto de interferir en la labor directa de los técnicos, lo que provocó disputas con ellos: Apolodoro de Damasco, arquitecto del puente de Trajano sobre el Danubio y de muchas construcciones en Roma durante el mandato del mentor de Adriano, cayó en desgracia siendo ya un anciano, y, según algunas versiones, vio adelantada la fecha de su muerte por orden de Adriano.

Como dirigente político, quiso ser un nuevo Augusto. Por temperamento y carácter, fue comparado por Tácito con Tiberio; por ejemplo, por el panhelenismo. Esta inclinación animó a Adriano a frecuentar Atenas y el Hélade (donde fue denominado Hadrianos Sebastos Olympios), a ser sugestionado por los ritos iniciativos y mistéricos, a buscar coloquios e interlocutores filosóficos (breve encuentro con Epicteto y estrecha relación con su discípulo Arriano), a dejarse barba y, en fin, a preferir en la intimidad la compañía masculina a la femenina. Pero de todo ello sabemos poco en el libro de Birley y, desde luego, no despeja dudas sobre la personalidad del emperador.

Su presumido estoicismo apenas queda reflejado en la biografía. Los conflictos de competencia y las luchas por el poder, las intrigas en la corte imperial, sólo insinuados. ¡Y sin estos mimbres  no hay cesto ni historia de Roma! La trascendental relación sentimental con el joven Antínoo, a quien llegó a divinizar, queda, cómo no, reseñada, pero sin mayores explicaciones. Ni siquiera entra el libro a investigar su muerte en el Nilo; tampoco se decanta por ninguna de las explicaciones conocidas del caso. A la Villa Adriana, reflejo material del alma del emperador, le dedica no más de diez líneas. Lo dicho: Birley es más un arqueólogo de la biografía que un biógrafo en sentido estricto.

¿Quién fue, en realidad, Adriano? A consignar el ser y el estar del Adriano hombre, filósofo, político, Birley dedica el Epílogo del libro (ocho paginas). El título del mismo remite al primer verso del poemita que, según la Historia Augusta, escribió Adriano antes de morir:


Animula, vagula, blandula
Hospes comesque corporis
Quae nunc abibis in loca
Pallidula, rigida, nudula,
Nec, ut soles, dabis iocos...

[Almita inquieta y melosa,
Huésped y compañera del cuerpo,
¿A dónde vas? A un lugarcillo
Lívido, gélido, lóbrego,
Y ya no retozarás como acostumbrabas.]

Acaso como ocurre con la famosa clave del Rosebud de Charles Foster Kane, magistralmente narrado por Orson Welles en el filme Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), el sentido y la explicación de toda una vida (sea de un personaje principal o corriente) quedan reducidos a un simple nombre. O aun sencillo poema. Pero, esa historia queda todavía por contar.

2 comentarios:

  1. De acuerdo completamente con el análisis. Gracias.

    ResponderEliminar
  2. Gracias a ti, Antonio, por visitar el blog y por tus amables palabras. Sé bienvenido.
    Saludos.

    ResponderEliminar