lunes, 28 de febrero de 2011

«EL PODER DE LA ESTUPIDEZ» de GIANCARLO LIVRAGHI



Giancarlo Livraghi, El poder de la estupidez. Traducción española de Gonzalo García. Crítica, Colección Ares y Mares. Barcelona, 2010, 277 páginas.

Giancarlo Livraghi (Milán, 1927) es publicista, bibliógrafo y escritor italiano. Si bien ha cursado estudios en filosofía, su línea de pensamiento, conocimiento y estudio la viene realizando básicamente en el campo de la empresa y la comunicación. Tanto los libros publicados como los trabajos de investigación  realizados hasta la fecha (ninguno publicado en español, a excepción del aquí reseñado) han experimentado en los últimos años un giro crucial hacia el amplio horizonte de información y negocio que ofrece Internet.
Tanto es así que El poder de la estupidez surge como resultado de un trabajo labrado durante años en diversas intervenciones en la red. Tal y como reconoce en la «Introducción» del libro, Livraghi publicó, hace más de una década, en publicaciones online diversos comentarios relacionados con el poder de la estupidez sobre la experiencia humana, y que provocó un vivo debate al respecto en distintos foros y círculos de la red. Un primer compendio de esta discusión pública fue la publicación en inglés de un texto breve, titulado justamente The Power of Stupidity (1996). Al mismo tiempo, inauguró un sitio web —http://gandalf.it— donde ha ido centralizando y ampliando el coloquio acerca de este asunto. Tras nuevas ediciones, tanto en versión electrónica como en papel, Livraghi ha reunido finalmente toda la documentación y el debate producidos hasta el momento, sobre el asunto de la estupidez y el poder, en un volumen publicado en inglés en 2009 con el mismo rótulo que el de 1996, precisamente el que ha sido tomado como original para la edición española aquí traída a cuento. El tema sigue abierto actualmente en la red.
Aun siendo el autor licenciado en filosofía, y atendiendo en rigor al mismo título del libro, El poder de la estupidez, no estamos ante un ensayo de filosofía. Tampoco de ciencia política o sociología. El año próximo celebramos los quinientos años de la publicación del Elogio de la locura de Erasmo de Rótterdam, donde, como es sabido, por «locura» no hay que entender insania o enajenación mental, sino ni más ni menos, que estulticia, insensatez, o sea, estupidez. Por citar sólo otro referente notable —en esta ocasión, más cercano a nuestro tiempo— de nuestro asunto, en 1985, el filósofo francés André Glucksmann saca al mercado La estupidez (La bêtisse), ensayo netamente filosófico que, además, indaga la política de la idiotez humana.
El campo de investigación de Livraghi va, sin embargo, por otro camino. De antemano, renuncia el autor a cualquier definición o aproximación conceptual relativa a la estupidez. La atención se centra aquí en el terreno de la descripción del fenómeno y en las consecuencias que de él  se derivan. Por contraste y por deducción, logramos descubrir, al fin, que para Livraghi «estupidez» es sinónimo de «necedad» y contrario a «inteligencia». Algo es algo. ¿De qué tratamos, entonces? Según el autor, la estupidez es la fuerza más destructiva de toda la evolución humana. Fuente de grandes limitaciones en cuanto a las potencialidades del hombre, y también de disgusto y quebranto en cuanto afecta negativamente a la búsqueda del bienestar, urge, en consecuencia, conocer los síntomas que presenta la estupidez para así ponerle freno. A tal objeto, el autor sugiere esforzarse en un nuevo saber: «La estupidología consiste, en lo esencial, en intentar comprender por qué las cosas salen mal y cómo la estupidez humana causa la mayoría de nuestros problemas.» (pág. 16).


Tomando como punto de partida conocidos principios —las leyes de Murphy, de Parkinson o Cipolla, el principio de Peter o la «navaja de Hanlon»—, las teorías neurobiológicas, de la inteligencia emocional y del caos, Livraghi propone acercarse a la estupidez como lo que es: una manifestación dañina del hombre que responde a unos motivos y sigue unos patrones de comportamiento determinados... De igual modo que el caos no es caótico, ni loca la locura, pues sigue unas leyes que la razón descubridora es capaz de comprender, es posible también dominar y contrarrestar la estupidez merced a conductas positivas y neutralizantes de la necedad. Así como, en fin, «la complejidad es en realidad sencilla, pero nuestra forma de pensar hace que parezca complicada» (pág. 241), así también la estupidez puede prevenirse y contenerse por medio de los adecuados antídotos. Basta con identificar sus señales y oponerles remedios inteligentes.

viernes, 25 de febrero de 2011

MAS BUENISTA QUE El PP


Apenas se oye hablar ya del buenismo de Zapatero, esa estratagema ideológica que ha teñido de rosa la España de estos últimos años, años de hierro al rojo vivo. ¿Acaso ha dejado de funcionar la fórmula? La treta encabezada por el dirigente socialista ha velado la realidad a millones de españoles, camuflando, primero, el activismo insurreccional que posibilitó su ascenso al poder y, una vez en La Moncloa, su plan de darle a España el finiquito. La violencia y la ruptura cuelan mejor con una sonrisa y una cara de ángel.
Y es que no hay nada como la masilla maleable y una mano de pintura para disimular un muro agrietado y resistente a la piqueta liberadora. O un lifting facial aplicado a sujetos que necesitan ofrecer al público una catadura de rostro humano. O un maquillaje a fondo que retoque las bolsas del paro y evite el descolgamiento de la piel de zapa. Resultado: un lobo con piel de cordero, una facha presentable.
El mito del buenismo, la leyenda del talante y el cuento del zapatero prodigioso no sólo no han pasado de moda, sino que incluso están siendo imitados por la oposición. Si no puedes vencer al adversario político, únete a él; o haz como él y parécete a él, que viene a ser lo mismo. He aquí la estrategia vigente en el Partido Popular desde el giro copernicano experimentado tras el Congreso de Valencia de 2008. Un giro que ha dado la vuelta a España.
En aquel cónclave quedó consumada la defenestración del aznarismo y decidida la reforma en el principal partido de la derecha social y política española, para lo cual militantes y programas de actuación debían pasar por varias sesiones de cirugía estética. A fin de dejar atrás cualquier huella y vello de la era Aznar, apremiaba organizar la purga de su equipo habitual. Rajoy, el Dante de la profana comedia, advertía así a los recalcitrantes liberales y conservadores que abandonasen toda esperanza de tener sitio en el partido reconstituido, si no pasaban antes por el quirófano. Rajoy, el Mefistófeles de la faústica transformación, preparaba el PP para vender su alma al diablo.
Desde entonces, el único liberalismo que vale es el «liberalismo simpático», modelo Lassalle. Y si alguno todavía añora las políticas conservadoras, tendrá que aprender del aggiornamento de Fraga o de Gallardón. Para más dudas, el militante desorientado o atribulado deberá dirigirse al despacho de Arriola.
La obsesión del reverdecido Partido Popular de Mariano Rajoy consiste en no pasar por crispado antagonista político ni por gente de derechas, o sea, por impresentable y «malo». Hasta ese punto ha interiorizado la nueva/vieja cúpula pepera la propaganda socialista. Así de acomplejado y acobardado está, pidiendo perdón por los pecados cometidos (y no cometidos), mostrando un firme propósito de enmienda propia, pero nunca a la totalidad contra el Ejecutivo de Zapatero.


El partido socialista es «bueno» porque no piensa tomar medidas contra la debacle económica en España, pues ello supondría traicionar el socialismo utópico y contrariar a la clientela de la izquierda más extremista. Espera a que la situación sea tan insostenible que, tras Grecia y acaso Portugal, los dirigentes de la UE, del BCE y del FMI, interviniendo en el gobierno de España, realicen, finalmente, las actuaciones urgentes que Zapatero jamás llevará a cabo. Sus principios se lo impiden. El infierno antisocial son los otros. Él, aunque rojo de furia porque el temporal le agua la fiesta de la rosa montada hace seis años, es bueno...
El Partido Popular es, a su vez, «bueno» porque no está dispuesto a hacer oposición y proponer alternativas de emergencia nacional, si con ello se desgasta. Hay que aguantar como sea hasta las próximas elecciones generales y que se queme el de enfrente: he aquí la consigna proveniente de Génova 13. No importa que con ello se incendie España.
Con el partido y el encuentro amañados, aquí hay tongo. Sea por el buenismo socialista o el buenismo del PP.

Texto publicado como columna de Opinión en el diario digital Factual.es (hoy desaparecido), bajo el título de «El buenismo del PP», el 2 de mayo de 2010

miércoles, 23 de febrero de 2011

LA ELEGANCIA FEMENINA DE ZURICH


A media mañana, llego a la estación de ferrocarril de Zúrich. Pocas horas antes había salido de Lucerna en un tren de cercanías con dirección a Zúrich, porque aquí la larga distancia te saca fuera de sus fronteras. Fue un tranquilo trayecto. No mentían los pasquines pegados sobre el cristal de la ventana del vagón en el que me instalé, calificado de «compartimiento silencioso» («quiet area»). Estaba viajando por Suiza, por una línea férrea, aunque no en un convoy de la Cruz Roja. Esto, sencillamente, es Suiza.
Me desplazo de inmediato al hotel Wellenberg, donde ya tenían dispuesta la habitación reservada días antes. La cámara ocupa una amplia sección del altillo abuhardillado del establecimiento y todo está en orden. Buen presagio: puntualidad, limpieza y eficacia suizas.
El tiempo, sin embargo, sigue siendo muy caluroso. Aunque no puedo culpar a nadie de este hecho (Piove: porco governo), el espléndido ático lo evidencia y aun diría que lo intensifica. Telefoneo a la recepción y le hago notar que ha habido un error: me han instalado en la sauna del hotel, no en una habitación doble, como había solicitado. La recepcionista entiende la ironía y, diligente ella, la acoge con amabilidad. Lo cual no impide que exprese su sorpresa por escuchar que alguien lamente los efectos del «buen tiempo» en este verano generoso en Zúrich, como pocos han podido disfrutar anteriormente los habitantes y visitante de esta ciudad próxima a los Alpes. En resumen, me confirma lo que ya me temía: el hotel no dispone de aire acondicionado.
En Suiza, ya lo sabía…, el frío es cosa a temer, no a invocar. No obstante, apelo a mi condición de oriundo mediterráneo venido del calor e insisto en el tema. Finalmente, la empleada me asegura que el asunto tiene remedio y se arreglará, no faltaría más. Al volver por la noche a la habitación, observo un ventilador liliputiense —de la familia de los que se fijan en el salpicadero de los vehículos, frente al rostro del conductor— presidiendo la mesilla de noche. Me conmuevo. ¿Quién puede decir que no es un pequeño… detalle? Bien intencionado, además. Lo acepté agradecido. ¡Qué remedio!
Sofocado por el calor reinante y aturdido ante la improbable perspectiva de no poder mitigarlo, empiezo a concebir una teoría física y una metafísica del lugar. Barrunto la idea de que los elementos en Suiza tienden hacia lo pequeño y breve, empezando por el territorio mismo y acabando por las piezas que mueven los engranajes de un reloj de leyenda Made in Switzerland. Pienso también en las famosas navajas que, simulando diminutos pulpos, extienden un sinnúmero de tentáculos a diestro y siniestro, que los comercios locales publicitan como la caja de herramientas más pequeña del mundo. La teoría, meramente especulativa, sobre la sustancia suiza no alcanza a los habitantes del lugar. Los ciudadanos helvéticos lucen una alzada respetable, especialmente las mujeres. En ellas fijé más mi atención, no sé porqué será. Será por el calor reinante.
Zúrich es la ciudad más poblada de Suiza. De mediana extensión y población, en lo referente a metros cuadrados y censo, se sale de lo corriente en este país. No estamos, bien lo sabemos, en una aldea alpina ni en un poblado rural, sino, simplemente, ante una ciudad a escala humana, con unos resultados muy equilibrados. Bastante equilibrados están también los dos sectores en que puede dividirse (territorialmente hablando) la ciudad. Ambos ocupan las orillas, occidental y oriental, del río Limago (Limmat, en alemán), recorriéndola de cabo a rabo (el rabo llega hasta el gran lago, el Zúrich-See). Pero, dejemos, por el momento, de lado el lago.
Zúrich no es Lucerna. Aquí mandan la urbe y el ciudadano, no los lagos, ni los ríos, ni las montañas. El río Limago sirve de eje o columna sobre la que se vertebra, armónicamente, la villa, desembocando en otro río, el Aar, que es su morir. Los elegantes edificios que adornan las orillas a ambos lados, atraen mi interés por la riqueza y variedad de estilos que ostentan: renacentista, barroco, flamenco, presumiendo de fachadas con tejados escalonados y gabletes. Un escenario de fantasía. No son construcciones descomunales ni desproporcionadas, cada una conserva su carácter y se mantiene sólidamente en su lugar. Unas asomándose directamente sobre las aguas; otras, separadas entre sí por angostas galerías o por anchas aceras.
Un buen plan de ruta para visitar Zúrich sería éste: situarse en el Münster-Brücke y dividir mentalmente la ciudad en dos secciones, la orilla izquierda y la orilla derecha, a nuestra espalda, queda el lago, ya lo veré, que no va a escaparse. Óptese por iniciar el recorrido desde la orilla que nos venga más a mano. Tampoco, vamos a perdernos en esta ciudad tan racional. La simetría urbanística de Zúrich no es geométrica, sino aritmética, una suma de partes, cada una distinta, cada una, única. Mientras medito sobre qué vía tomar primero, siento el peso de la mirada de dos monumentos, impacientes por ser visitados.
En el lado oriental, la Grossmünster, la Catedral, gótica y compacta. No muy convincente, la verdad. Sus torres elevadas seccionan el templo sin sucesión de continuidad. Rematadas en forma de cúpula, semejan ordenarse, desordenadamente, según un presunto modelo de altillos adicionales. Un edificio muy restaurado y añadiría también que muy… masculino. En uno de los costados, está la puerta de Zwinglio. Aquí predicó el buen hombre el verbo reformador. En el otro costado, emerge la maciza estatua de Carlomagno. Ambos personajes lucen espléndidas espadas y similar afán de poder.

En el lado occidental, marca distancias la Fraumünster, mucho más elegante y discreta que la vecina Gross, femenina, al fin, con su alto tacón de aguja invertido reinando sobre la ciudad. La iglesia estuvo tutelada por abadesas con mandato autónomo hasta la llegada de los líderes de la Reforma, quienes llegaron a ejercer el gobierno efectivo sobre el cantón. En este edificio percibo la encarnación del alma de Zúrich, que desde luego es mujer, refinada y delicada, elástica y estilizada, con un toque de coquetería, unos finos rasgos plasmados por Augusto Giacometti y Marc Chagall en las vidrieras del templo.
¿Por dónde comenzamos el recorrido? Las señoras primero. Tomamos, pues, el lado occidental del Limago y nos llegamos hacia su extremo, allí donde el río Shit toma el relevo y sigue su propio camino. En ese punto, hay que detenerse ante la impresionante presencia del castillo que alberga en la actualidad el Landes-Museum, más que museo de la ciudad, museo nacional. Este espacio singular recoge testimonios y piezas del paisaje y paisanaje suizos desde la era prehistórica hasta la actualidad, con valiosos contenidos (el continente hace que resalten todavía más). Aquí se sitúan los cimientos de Zúrich. Las huellas de los primitivos asentamientos son hoy visibles sobre la colina de Lindenhof. También, los restos de murallas romanos y una amplia terraza con vistas al extremo opuesto del río. Muy cerca crece y se expande la moderna Zúrich.
La zona comercial, aun siendo amplia y variada, tiene un nombre propio: la Bahnhofstrasse, arteria kilométrica que arrancando —¡quién lo diría!— de la estación central, transcurre paralela al río hasta desembocar en los muelles. Las mejores tiendas y las marcas más prestigiosas pugnan en esta milla plateada por encontrar su lugar, permanecer y prosperar. Resulta muy grato pasearse bajo los tilos que dan cobertura y sombra a esta auténtica calle mayor, deteniéndose ante los escaparates, llenándose de la riqueza de la ciudad. Por este singular bulevar, no circulan coches, pero tampoco sea, en propiedad, una calle peatonal. Sendas líneas de tranvías surcan la vía y se abren camino en ambas direcciones, defiendo una franja divisoria central. Ocupan un espacio casi mayor que el dejado a las aceras, de modo que hay que andarse con ojo, porque la circulación de las máquinas sobre los raíles es constante y muy regular. Detrás de cada unidad le sigue la siguiente, pocos segundos después.
Semejante puntualidad es dictada y vigilada por las decenas de tiendas de relojería, de todos los precios y firmas (Rolex, Piaget, Chopard, Bucherer, Rado, Swatch), que marcan las horas de la avenida y de sus viandantes. En este espacio donde el tiempo es el que manda, quien no lleva reloj en la muñeca exterioriza una carencia que con facilidad podría ser tomado como un acto de desobediencia civil, casi, diría también, que antipatriótico. El que adore estos mecanismos de perfección puede encontrarlos en establecimientos bien surtidos, blindados, de todas clases y épocas, en la misma calle. Si esto le parece poco, en el número 31, sin ir más lejos, está la sede del Museum der Zeitmessung. En rigor, más que un museo del reloj, se trata de un magno museo de la medición del tiempo (el horario de visita está también muy bien indicado y su observancia es de lo más rigurosa).
Es aconsejable recorrer este bulevar, tranquilamente, durante las mañanas, cuando las tiendas lucen todo su esplendor. A partir de las cinco de la tarde, al tiempo que clausuran los templos del tempus, una sensación de abandono y evacuación general se adueña del territorio. Todavía faltan unas horas antes del toque de queda, de mosdo que me dirijo a Uraniastrasse, una calle notable perpendicular en su primer tramo a Bahnhofstrasse, en la que destaca la imponente protuberancia del Observatorio. En este momento, sin embargo, mi atención está centrada en la Brasserie Lipp, sucursal en Zúrich del conocido restaurante parisiense situado en Saint-Germain-des-Prés. La cocina del local filial no está muy atrás de la que ha dado fama a la mater nutricia. Decorado en el mismo estilo que el del original, aunque no conserve la huella existencialista y bohemia del aquél, es, no obstante, muy amplio y, por lo común, es fácil encontrar mesa libre.
Las tardes las dedico a transitar por la orilla oriental de Zúrich. Decido tomar como punto de partida la Nierderdorfstrasse, larga corredera peatonal que se extiende longitudinalmente, y en paralelo, al Limmat. En esta calle, y en las colindantes, como en toda el área en general, respiro una atmósfera distinta a la que impregna la opuesta costera del río. Nos hallamos ahora en el casco viejo de la ciudad, en la ciudad antigua. Atravesando calles estrechas, pequeñas plazas y callejuelas empinadas acaba uno descubriendo recogidas glorietas y pequeños patios, casi todos con fuentes, aunque, ay, no como las de Basilea. Los edificios son antiguos, muchos de madera. En las plantas bajas han encontrado su lugar ideal pequeños restaurantes, tiendas de artesanía y antigüedades, talleres, librerías. En la recoleta y plácida Zärhingerplaz me topo con la Predigerkirche, convento de dominicos coronado por una esbelta torre-campario en forma de aguja que recuerda bastante a la hermana mayor Fraumünster. Uno de sus flancos acoge la Zentralbibliothek, biblioteca cantonal y universitaria, de las más importantes de Suiza.
Esta perspectiva tan ilustrada me da ánimos para acometer la subida a la colina coronada por la Universidad de Zúrich, un campus universitario formado por sólidos y discretos edificios rodeados de parques y jardines. Como debe ser. Al norte, reparo en el Instituto Politécnico Federal de Zúrich, y al sur, en un palacete muy discreto y elegante, casi escondido entre edificios mayores, distingo el Thomas Mann-Archiv der ETH, que en su día albergó a poetas de la talla de Wieland y Goethe. Desde los miradores emplazados en este bastión de las ciencias y las letras admiro más que oteo las magníficas panorámicas del entorno urbano. Y fijando todavía más la vista hacia lo lejos, completando así el cuadro cultural para dar cabida a las artes, localizo la Kunsthaus, el museo de bellas artes más importante de Zúrich, y tal vez de toda Suiza. Puede visitarse hasta las nueve de la noche, norma horaria de visitas sorprendente por estas latitudes. El edificio exterior no sobresale especialmente, si bien su interior contiene unos tesoros propios de un museo de valor universal, en cantidad y calidad, y, por supuesto, representa una gran oportunidad para ver en profundidad la obra pictórica y escultórica de Alberto Giacometti.
Elegir un discreto y refinado restaurante para cenar es fácil en este lindero del río. Los hay en abundancia. En particular, los situados bajo los soportales de algunos regios edificios, ofrecen calma, frescor en estas noches de verano y excelente comida, en su mayor parte de inspiración francesa. Satisfecho el estómago y animado el espíritu con algún buen vino local (y caro), ha llegado  el momento de acercarme, finalmente, hasta el lago. Desde el Quai-Brücke consigue uno unas magníficas vistas. ¡Y qué decir, en español, de las vistas de Bellevueplatz que no se haya dicho ya en francés y alemán! Los muelles ocupan casi tanto espacio como el lago mismo. El paisaje, no obstante, lo juzgo bello, a pesar de la presencia de una fauna de veraneantes que toman los últimos rayos de sol del día y aúllan a la luna. Antes, pues, de que despierte la jauría de hombres-lobo que parece cobijar en ellos,  considero prudente alcanzar la zona de la Opernhaus, recuperar el lado superior del Utoquai, volver hasta la Catedral, y allí asomarme, una vez más, como despedida, al Münster-Brücke.
En las terrazas de las cafeterías, la gente bebe cerveza o agua tónica, moderadamente, aunque con tanta alegría que, a la vista de los movimientos y semblantes de los bebedores, no sabremos quién consume qué. Se charla animadamente y sin alzar la voz. Con facilidad puedes escuchar a los cuartetos musicales callejeros que interpretan, también suavemente, piezas barrocas. Grupos de paseantes se detienen alrededor del conjunto armónico en respetuoso silencio, disfrutan de la velada y algunos hasta depositan algunas monedas en el canastillo que vanguardia del pelotón musical. Y es que debe saberse que el que interpreta música en Zúrich en la calle tiene más de rapsoda o profesor de violín que de titiritero o estridente comparsa.
En los muelles de Zúrich, que a esta villa cantonal no pueden tildarse de tabernarios ni playeros, parejas cogidas del brazo se visten de noche libre para salir a cenar y a pasearse bajo el cielo protector de la neutral suiza. Mientras tanto, muy cerca de aquí, admiro, ahora iluminada, pero siempre esbelta, la torre y la aguja de la Fraumünster, recordándome la naturaleza femenina de esta ciudad tan elegante y discreta. No, señora, no la he olvidado.

Verano 2000

martes, 22 de febrero de 2011

«BANDERA ROJA» de D. PRIESTLAND: UNA VISIÓN COMPLACIENTE DEL COMUNISMO




David Priestland, Bandera roja. Historia y política cultural del comunismo, Crítica, Barcelona, 2010, 667 páginas

Profesor de Historia Moderna en la Universidad de Oxford y Felow del St. Edmund Hall, David Priestland se ha especializado durante hace años en el estudio del comunismo desde diversos frentes, tanto los más analíticos del asunto —las relaciones entre la teoría política y la ideología—, como los propiamente históricos. A este respecto, ha llevado a cabo varios trabajos de historia comparada de los regímenes comunistas, con especial atención a la Unión Soviética. Ambos acercamientos al tema del comunismo, el analítico y el histórico, convergen en el volumen Bandera roja, editado en primera edición inglesa en 2009.

Tomando como punto de partida la Revolución francesa, donde es posible localizar los principales elementos de la acción revolucionaria moderna, el libro describe la evolución del comunismo en sus principales etapas. Desplazándose desde Occidente hacia Oriente y de Norte a Sur, las incipientes ideas socialistas surgidas en Francia y Alemania, llegan, finalmente, a Rusia, donde queda establecido el status de poder comunista más influyente. Detrás han quedado la I, II y III Internacional y los primeros bosquejos de práctica política comunista en el Partido Socialdemócrata alemán de Rosa Luxemburgo. Los postulados revolucionarios de Marx, Engels y Lenin logran imponerse en Rusia en 1917 y no abandonan el poder hasta los años 80 del siglo XX. Después de la URSS, el comunismo avanzó hacia China y el sureste asiático, y de allí, a partir de los años 60, logró infiltrase enérgicamente en el «Sur global», según expresión del autor, es decir, en distintas partes de Latinoamérica, África y Oriente Medio. El comunismo en Europa, ya desfallecido a mitad del siglo como consecuencia de su dependencia directa del orden imperial estalinista, la denuncia del Gulag y la Guerra Fría, recibe un golpe de muerte con la caída del Muro de Berlín en 1989. Hoy el comunismo sólo sigue en pie en algunos espacios y grupúsculos irreductibles de las sociedades occidentales, así como en reducidos países del Tercer Mundo, donde todavía implanta su orden burocrático y autocrático.

Es hora, pues, de hacer balance: «El comunismo en su forma antigua ha quedado desacreditado y no regresará como un movimiento poderoso; pero ahora que el capitalismo globalizado ha entrado en crisis, es un momento ideal para revisar sus esfuerzos por crear un sistema alternativo y las razones por las que fracasó» (pág. 22). Este fragmento del volumen nos da la pista de la perspectiva analítica y expositiva de Priestland, que no es otra que el intento del autor de«entender» la teoría y la práctica del comunismo. Hay un «forma antigua» de comunismo ya fallecido, pero, como un todo no, puede ser enterrado, pues las causas que lo hicieron nacer todavía persistirían.


Según Priestland, las investigaciones y los ensayos realizados sobre el tema hasta la fecha han adolecido de un excesivo «políticismo», de un análisis viciado de valoración, lo cual habría impedido penetrar en la verdadera «naturaleza» del objeto. Por un lado, están las historias oficiales producidas por las regímenes comunistas y sus intelectuales orgánicos. Por otro lado, encontramos los estudios firmados por críticos del comunismo, cuya interpretación estaría encuadrada dentro de la denominada «teoría de la represión». El libro negro del comunismo (AAVV), recientemente reeditado en España por Ediciones B, sería una clásica muestra de esta perspectiva crítica, de aquella que no puede dejar de lado, ni en un segundo plano, el efecto ineludible de la experiencia comunista, con su  terrible resultado: 100 millones de muertos en todo el mundo.

Priestland adopta en su monografía algo así como una tercera vía interpretativa. No omite el lado oscuro del comunismo, con su estela de crímenes, hambrunas y dominación, aunque sí exhibe una suerte de amabilidad y condescendencia para con la ideología objeto de examen. De hecho, llega a comparar (por otra parte, tal y como hiciese Karl Marx) la creación del comunismo con el mito clásico de Prometeo: enfrentado al orden establecido o dominante, el héroe encadenado pugna por la liberación de la humanidad. Parece sostenerse ahí que, a pesar de los resultados poco provechosos para la humanidad, el comunismo vio la luz como un ideal que tiene su explicación, que hay que «entender», después de todo. Según Priestland, semejante ideal queda plasmado en valores, basados principalmente en el anhelo de igualdad, en el Estado del bienestar y en la regulación del mercado por parte de los Gobiernos, valores que acaso fuesen salvables y aun recuperables.

Recuérdese, en fin, que Mary Shelley, subtituló asimismo su célebre Frankenstein, con la expresión «el moderno Prometeo». Todos recuerdan el argumento: Víctor Frankenstein, doctor de elevados conocimientos e ideales, auténtico héroe moderno, promueve un plan de ingeniería con el que enfrentarse al orden natural de las cosas. Soñando con crear al «hombre nuevo», fabricó, en realidad, un engendro infernal, un monstruo. He aquí, malogrado, el invento. Y, lo que es peor, tras de sí, dejó un terrorífico rastro de destrucción y muerte.



miércoles, 16 de febrero de 2011

CERCAS CERCADO O EL CAZADOR CAZADO


Llevo años discutiendo acerca de la necesidad de distinguir entre géneros literarios en el oficio de la escritura. Entre los otros (géneros) también. En mi libro La escritura elegante (2004) he procurado concentrar distintos y variados trabajos, que hasta el momento llevaba realizados, a propósito de la neta demarcación de la ficción y la realidad, cuando uno se pone a escribir. Sigo sobre el tema, aunque sé que en España (especialmente en España) no tiene mucho éxito ni futuro proclamar la imprescindible determinación del espacio de la poesía, la novela y el ensayo, por ejemplo, como géneros con «jurisdicción» propia.

Entre nosotros, tiene todavía plena vigencia lo que denomino la «Leyenda», esa voz que desde lo arcano anuncia que nuestra filosofía está « líquida y difusa en nuestra literatura, en nuestra vida, en nuestra acción, en nuestra mística» (Unamuno); que pensamiento y narración acaban siendo lo mismo; que entre conocimiento, meditación e imaginación no hay lindes ni linderos; que la poesía es como la historia, que la ciencia es un cuento y que poesía eres tú. Lo que la Leyenda unió, nada ni nadie puede separarlos. Mas, ¿qué pasa en el periodismo?

Leo en estos días, entre perplejo y divertido, el «affaire Javier Cercas», a propósito y a raíz de la reciente entrada en el diario de Arcadi Espada, publicada en el diario El Mundo. 

Ambos escritores llevan debatiendo «dura y briosamente sobre la realidad y la ficción, la literatura y el periodismo, y también sobre la vanidad humana», según declaración de Espada. Ahora, para el periodista catalán, ha llegado el momento justo de asestarle una certera estocada intelectual al confiado Cercas. Y digo confiado, porque Cercas, sintiéndose muy seguro en ese mágico territorio donde habita, cree que las reglas de la lógica rigen, por ejemplo, en países racionalistas, como Francia o Alemania, pero no en España. Y acaso no le falte razón…. Por eso aquí pasa lo que pasa y… esto es lo que nos pasa (José Ortega y Gasset).

Arcadi Espada lleva, sencillamente, al absurdo las tesis relativistas (¿y cínicas?) de Javier Cercas. Como hicieron en su día A. Sokal y J. Bricmont, simplemente, pone en evidencia las «imposturas intelectuales» de quienes se consideran intocables. Y lo hace con profesionalidad e ironía: que en el periodismo, lo diga un rico o lo diga un pobre, puede mezclarse verdad y ficción impunemente…, pues comprobémoslo.

Llegados a este punto, Cercas protesta y, ofendido, se revuelve y contraataca. Cercas está a favor de la «comprensión imaginativa», de la «imaginación creadora» y de lo que sea menester. Menos cuando le afecta a él. O le tocan el honor.

Pero, oiga, A es igual a A, ¿no? Bueno, sí, pero no es lo mismo…

Quienes viven en la leyenda que no tiene nombre, para empezar, no tienen sentido del humor. Y para acabar, amenazan con recurrir a las Autoridades. No necesariamente porque crean que estén de su parte, sino porque son parte del juego.

martes, 15 de febrero de 2011

LUCERNA, UNA CIUDAD CON VISTAS (Y NO VISTAS)



Noventa kilómetros y cerca de una hora en tren separan Basilea de Lucerna. El cambio de escenario es, sin embargo, muy considerable. A un marco eminentemente urbano, universitario y cultural, pleno de museos y vitalidad ciudadana, como es Basilea le sucede, sin apenas tiempo para disponer el ánimo adecuadamente, una estampa magnífica en el que la Madre Naturaleza domina sobre la hija ciudad. Porque Lucerna no es exactamente una ciudad sino el pequeño reducto de un espléndido y bellísimo villorio medieval a la sombra de magníficas masas montañosas y del inmenso lago de Los Cuatro Cantones que lo encierran en un escenario de fábula. Una villa con vistas.
Dice la tradición que no pueden ponerse puertas al campo. Pues bien, Lucerna demuestra lo erróneo del aserto. Pues ¿qué es Lucerna? Una puerta para adentrarse en el paisaje. Pueblo de pescadores en sus orígenes, con el transcurrir del tiempo ha llegado a lo que es hoy: un balneario para turistas y visitantes de paso, un baño público rodeado de una docena de callejuelas y dos puentes muy originales, uno de ellos, el más conocido, el Kapell-Brücke, completamente reconstruido tras el aparatoso incendio de 1993 que lo redujo cenizas. ¿Qué es Lucerna reconstruida? Una parada y fonda en el camino desde donde emprender excursiones por los alrededores. Una ciudad que puede recorrerse en un visto y no visto.
El trayecto desde la estación hasta el céntrico albergue (aquí todo es céntrico) en que me hospedaba —a pie por supuesto, el taxi es innecesario— se completa en pocos minutos. Los suficientes para descubrir gran parte de la población en un golpe de vista. A las puertas del hotel Wilden Mann no me esperaba un salvaje. Todo lo contrario, fui acogido por los empleados de la posada de la manera más calurosa, una recepción casi diría que innecesaria, porque en el exterior la temperatura no bajaba de los treinta grados centígrados. La mayoría de establecimientos de hostelería en Suiza no disponen de aire acondicionado. Éste tampoco. 

Mientras subían las maletas a la habitación, la mano hospitalaria de la recepcionista me alargaba el plano de la ciudad, limitando con la línea del lápiz un conciso círculo que abrazaba el perímetro genuino de Lucerna. Aunque no solicité la información, escribió en el margen los horarios de salidas de los barcos en circuito por el lago, así como los que trasladaban (día completo, almuerzo a bordo) al Pilatus, macizo montañoso imponente a 15 kilómetros del centro, es decir, desde donde uno esté en cualquier lugar de Lucerna. Ambas excursiones, me indica, son inexcusables. ¿Para qué viene uno, si no, a este lugar? Pregunta lógica, hecha desde detrás del mostrador. Yo, al otro lado del espejo, aunque tenía planes bien distintos, acepté agradecido folleto y folletín, por no contrariarla ni generar una disputa diplomática.
Antes de la comida, decido a dar un breve paseo para tomarle las medidas al terreno y así preparar los itinerarios a cubrir durante mi estancia en el poblado. En Lucerna, toman el almuerzo muy pronto, según la costumbre centroeuropea y el criterio del comensal mediterráneo. Pues bien, no llegué tarde a la cita reservada en el restaurante. En una hora milimetrada, tenía prácticamente completada la visita a la localidad. El maître (de nombre Enrico, según informaba su tarjeta de identificación) tomó nota de mi pedido, el cual lo juzgó bellisimo.
Hablamos, pues, en italiano. Tras alabar mi dominio de la lengua de Dante (viejo zalamero) e interesarse por mi nacionalidad y estar al corriente de cuántos días pensaba permanecer en la villa, Enrico me exhortó encarecidamente, con datos y cifras (veterano detallista), a recorrer el maravilloso lago de Lucerna a bordo de un confortable barco, con un delicioso menú servido en la popa, ascenso el Pilatus hasta alcanzar la cima, a 2.132 metros del suelo, unas vistas maravillosas: todo ello, en seis horas.
Escuchaba yo estos registros tan formidables, que casi me producían vértigo (y todavía no había hablado de precios), preguntándome al mismo tiempo cómo explicarle a Enrico que yo no era turista ni rico, y que lo que me interesa primordialmente de los viajes son las ciudades. No se lo pregunté directamente al atento comisionista de aire puro porque intuía la respuesta: «Si lo que le interesan son las ciudades, permítame que le pregunte: ¿qué hace en Lucerna?». Tampoco, en esta ocasión, quise quitarle la ilusión a ningún lugareño.
¿Qué hacer en Lucerna, en efecto, buena pregunta, si no me moría de ganas por encerrarme en un paquebote durante seis horas, en trance de sufrir penoso mareo ante el presumible movimiento de la nave y el amenazante perfume de una fondue para el almuerzo? ¿Qué hacer en Lucerna si no ardía en deseos de tomar la cumbre del Pilatus, cuyo sólo nombre ya se me antojaba amenazador?
En Lucerna, puedes callejear por el casco viejo, tan lindo como una cáscara de nuez. Las calles son angostas y estrechas, las plazas ricamente dispuestas, custodiadas por elegantes edificios de atractivos miradores con saledizo y hermosas pinturas en la fachada. Las fuentes no pueden compararse a las de Basilea, pero merecen asimismo no pasar de largo ante ellas. Caminando a tu aire, en Lucerna no puedes perderte, porque, por donde quiera que vayas, inevitablemente, en pocos minutos, vuelves al punto de salida.
Es imposible, asimismo, extraviarse, porque el caudaloso e impetuoso curso del río Reuss, que atraviesa la ciudad, ruge con tal fuerza que el fragor de la corriente orienta y atrae como un imán. Por las noches, el rumor del Reuss arrullaba mis sueños en la habitación del hotel, desde cuya ventana podía contemplar sus aguas presurosas. Por las mañanas, tras descorrer las cortinas, me daba los buenos días, junto al coro torrencial, el extremo sur del Spreuer-Brücke, uno de los dos encantadores puentes de madera que permiten cruzar el río. 

El otro puente (de fantasía) de Lucerna es el famosísimo Kapell-Brücke, verdadera imagen de la villa. El ídolo, sigue siendo el Wildenn Mann, presidiendo la pasarela en lo alto de los retablos triangulares con motivos de la historia de la villa que fijan la techumbre de madera. El puente sufrió un incendio la noche del 17 al 18 de agosto de 1993, en plena temporada turística, si bien esta calamidad no supuso una tragedia irreversible para la ciudad, al ser reconstruido íntegramente en brevísimo tiempo. La disposición de la construcción volante, de orilla a orilla, es oblicua. Observando las pinturas de la época en que fue construido el puente (siglo XIV), comprendemos la razón: sigue el trazado de la ensenada original, sirviendo de puente/fortaleza protector de la entrada de la ciudad.
Acogedora ciudad, hoy el entrante tiene un gran apéndice, ganado al lago, que lo hace más amplio. Allí se localizan las modernas estaciones de ferrocarril y autobuses, el KunstMuseum y las instalaciones fenomenales del puerto de Lucerna. Desde el muelle parten los barcos hacia la aventura de seis horas con guía, como oferta estrella.
Cuando uno quiere dar un largo paseo, un paseo de verdad, hay que cruzar el moderno See-Brücke, dejando a nuestras espaldas la Bahnhof, y atravesando la concurrida Schwanenplatz, y tomar la avenida arbolada que recorre el National-Quai. En su primer trecho, hallamos el Schweizerhof-Quai, y en lugar preferente el gran hotel Schweizerhof, para público no menos preferente. La vista del lago, poderosamente expandido entre montañas, no nos abandona durante todo el recorrido. La caminata alcanza una primera etapa en las inmediaciones del Casino, ambientado por elegantes terrazas que invitan en ellas frente a la magnífica laguna. Continuando el recorrido puede uno llegarse hasta la más lejana Lidostrasse, detrás del General-Guisan-Quai, alcanzando allí el Museo del Transporte y el Planetario. En esta ocasión, opté por la primera opción y confieso que disfruté de una sabrosa cena, mientras veía caer la noche sobre Lucerna del lago. Una suave brisa aportaba a la jornada un ambiente fresco y muy agradable, dejando atrás el asfixiante calor de la mañana.
El verano en Lucerna es bastante caluroso y húmedo, especialmente, en las horas que luce el sol. Ante la ausencia de locales refrigerados, y haciendo frente a la tentación de encaramarse hacia las alturas del Pilatus donde encontrar un alivio termométrico, hasta la hora del atardecer, pocas defensas me quedaban. Una de ellas era dirigirme al Glestschergarten, o Jardín de los Glaciares, de prometedora denominación, y buscar allí refugio durante las horas más severas de la canícula. 

El enclave tiene, en efecto, gran interés. Sorprende encontrar en pleno ensanche de la ciudad este fósil, esta huella del pasado lejano, de cuando el Reuss era un glaciar. Pozos y ollas de gran abertura y profundidad, relieves con reveladoras marcas del tiempo remoto, conservan el tiempo bajo una inmensa carpa que imprime al espacio un ambiente evocador. La entrada del parque está custodiada por la figura yaciente de un león herido, el famoso Löwendenkmal (Monumento del León), de gran tamaño y muy conmovedor. Tallado en la roca viva de la montaña, transmite con sumo realismo la tristeza y agonía del animal rey atravesado por una flecha fatal que destrona a cualquiera. El monumento simboliza la entrega heroica de la guardia suiza que murió defendiendo a la familia real francesa durante la Revolución.
Desde la colina que acoge estas piedras preciosas, contemplo la silueta fenomenal del Pilatus, que parece llamarme, atraerme a las alturas, sin remisión. He aquí el dilema: o me echaba al monte o abandonaba la villa. Pues bien, el cielo puede esperar.
Sin afán de conquista y sin ánimo de derrota partí de Lucerna en dirección a Zúrich, que ésta sí es una ciudad con todas las de la ley.


miércoles, 9 de febrero de 2011

«UN CORAZÓN INTELIGENTE» de ALAIN FINKIELKRAUT



Alain Finkielkraut, Un corazón inteligente, traducido del francés por Elena M. Cano e Iñigo Sánchez-Paños, Alianza Editorial, Madrid, 2010, 206 páginas.

Alain Finkielkraut, nacido en París en 1949, es hijo de un judío polaco deportado a Auschwitz. Antiguo alumno de la Escuela Normal Superior de St. Cloud ejerce como profesor en la Escuela Politécnica de París, prestigiosa escuela de ingeniería, en la que imparte clases de Historia de las Ideas en el Departamento de Humanidades y Ciencias Sociales. Además de las tareas docentes y de la actividad como consumado ensayista, Finkielkraut participa activamente en los medios de comunicación, tomando posición en los temas de actualidad más candentes. Por todo ello, es conocido y reconocido como uno de los intelectuales más relevantes de la generación de pensadores y filósofos franceses que ha dado la vuelta a las tendencias dominantes en la inteligentsia francesa tras Mayo del 68.
Hablamos de un movimiento intelectual libre y espontáneo —es decir, no organizado ni partidario— que ha logrado desmitificar, no sólo en Francia, el patrón imperante del intelectual entendido como sinónimo de «progresista y de izquierdas», inclinado, además, a un pensamiento epatante y à la mode. Inicialmente identificados con el rótulo de «nuevos filósofos» —pensadores críticos con las «imposturas intelectuales» derivadas de teorías multiculturalistas, deconstruccionistas, post-estructuralistas y demás productos del postmodernismo—, junto a Finkielkraut destacan autores tan reputados como Bernard Henry-Levy, André Comte-Sponville, Luc Ferry, Pascal Bruckner y André Glucksmann.
Intelectual íntegro, de la estirpe de los dreyfusards, Finkielkraut ha llevado a cabo una sólida y fértil obra ensayística en la estela de sus autores más queridos: Alain, Charles Péguy, Hannah Arendt o Albert Camus, sin perder nunca de vista a Jean-Paul Sartre o a Paul Valéry. Uno de sus textos más celebrados lleva por título La derrota del pensamiento (1987), donde ofrece una severa crítica de la deriva experimentada por la noción, ilustrada y racional, de «cultura» en la segunda mitad del siglo XX, al ser trastornada por lo que ha sido dado en llamar, posteriormente, «estudios culturales».
En esa frenética labor de escritura de ensayos filosóficos y artículos periodísticos, junto a las ya mencionadas intervenciones públicas sobre asuntos del presente, Finkielkraut se ha dado un pequeño respiro, dedicando su último libro publicado en España al análisis literario. Leal al espíritu de Pascal, Finkielkraut no sólo atiende a las «razones de la razón», sino también a las «razones del corazón». He aquí el resultado de un paseo personal por los libros más estimados de «un corazón inteligente». Tal y como explica en el Prólogo, la frase —título asimismo del libro— la toma del rey Salomón, cuando suplica a Dios que le sea concedida la gracia de esa maravillosa síntesis de sentimiento y entendimiento.
Sin embargo, Dios calla. Y no sólo Él. Tampoco la Historia o la Razón dan respuesta a la súplica de reyes y villanos. Tiene uno mismo que ir a buscarla. Por ejemplo, en la literatura. Finkielkraut propone en el volumen una «biblioteca ideal» en la que encontrar voces, sensatas y sagaces, que iluminen al lector, no acerca de las leyes de la vida (para eso están la ciencia y la filosofía), sino «su jurisprudencia»: «Me he fiado de mis emociones para elegir nueve títulos: La Broma de Milan Kundera; Todo fluye de Vassili Grossman; Historia de un alemán de Sebastian Haffner; El primer hombre de Albert Camus; La mancha humana de Philip Roth; Lord Jim de Joseph Conrad; Apuntes del subsuelo de Fedor Dostoyevski; Washington Square de Henry James y El festín de Babette de Karen Blixen.» (pág. 12).
¿Por qué nueve títulos y no diez? Finkielkraut habla de «biblioteca ideal» con la que establecer un fructífero diálogo intelectivo y emocional, no de «decálogo», esto es, de un concentrado compendio de la verdad: «En el camino de la verdad, la comprensión literaria de la existencia encuentra y afronta inevitablemente a su doble.» (pág. 205). Muchas son las novelas, cuentos y relatos que han buceado con inteligencia y sensibilidad hasta las profundidades del corazón humano. No nos hallamos, entonces, ante una «exclusiva» ni exhaustiva selección. Pero en las obras escogidas el alma humana escucha, sin duda, un eco delicado y sutil que revela intensos testimonios acerca de la broma pesada que a menudo representa la vida de los hombres, esos «huérfanos del tiempo». También se informa acerca de la «tragedia de la inexactitud», «el infierno del amor propio», «la zafiedad de lo verdadero» o «el escándalo del arte».
Interesa a Finkielkraut examinar la obra del autor penetrante, ese que para «confrontarse a lo esencial no elige la teoría, sino la anécdota. En lugar de proceder por conceptos, cuenta una historia.» (pág. 191).
Es de esperar, con todo, que Alain Finkielkraut, tras este recorrido por el análisis de la literatura más luminosa, no sienta en su corazón inteligente «la derrota del pensamiento» como si de una irreversible condena o maldición se tratase, de un callejón sin salida, para que así pueda seguir adelante en su provechosa obra ensayística, proporcionándonos nuevas reflexiones sobre las «verdades de la razón».

martes, 8 de febrero de 2011

BASILEA, CIUDAD DE LAS FUENTES


Corre el mes de junio del año 1580 cuando Michel de Montaigne inicia un viaje por Europa. Desde su castillo, en la comarca del Périgeux, próxima a Burdeos. El itinerario cubre Francia, Alemania, Suiza e Italia, y le ocupa diecisiete meses. Habiendo abandonado las obligaciones públicas hace casi diez años, escribe en la torre-biblioteca ese libro a través del yo y sus circunstancias que conocemos con el nombre de Ensayos. Igual que una araña que teje la tela, en esta obra ejemplar autor y producto se enredan entre sí, sin llegar por ello a enzarzarse, sólo a envolverse en un mismo destino. A esta labor dedica buena parte de su tiempo tan libre.
Pero, ahora ha llegado la hora de tomarse un descanso, de ponerse en movimiento... Montaigne sale de la torre y emprende un largo viaje, antes de la hora del largo viaje. Sube al caballo y enfila el camino, más que nada por el gusto de viajar, por placer, y de paso para tratarse el «mal de piedra», dolencia que le aqueja desde hacía años.  Cabalgando, afirma, las molestias físicas disminuyen. Las impresiones de la marcha y las estancias en ruta han quedado anotadas en un cuaderno de viajero, el Diario del viaje a Italia a través de Suiza y Alemania de Michel de Montaigne, cuya primera etapa la redacta su secretario.
A comienzos de octubre, Montaigne arriba a la ciudad de Basilea (en francés Bâle, pero que en aquellos tiempos denominaban Basle). La bitácora recoge unos breves apuntes acerca de las costumbres de las gentes del lugar, de los colores del cuadro urbano que descubre el ensayista. En uno de ellos leemos lo siguiente:

«Tienen una infinita abundancia de fuentes en toda esta región; no hay pueblo ni encrucijada en donde no las haya, y muy hermosas. Dicen que en Basilea hay, contadas, más de trescientas.»

La percepción más poderosa y viva de esta ciudad que ha quedado grabada en mi mente coincide, punto por punto, con la citada estampa. Las fuentes de Basilea. Como Montaigne, también reparé en esta circunstancia, aunque no puedo confirmar el número de fuentes que realzan la villa con su fluir refrescante, porque no las conté. Sí estoy en condiciones de afirmar que su abundancia es muy cierta, y su atractivo muy notable. Bien es verdad que las ciudades de Suiza no están faltas de fuentes, ni constituyen en Basilea el rasgo más peculiar del entorno. Aun así, todas las que contemplé me parecieron también muy hermosas. Añadiría, incluso, que son las más graciosas y distinguidas que haya visto y… oído jamás en ningún otro sitio.
Esta ciudad suiza fronteriza ha crecido enormemente a lo largo de los tiempos, hasta convertirse en una moderna urbe industrial, en un centro financiero y comercial de primer orden en Europa. Todavía hoy, este canto del viejo continente acoge una gema, rica y libre, que da brillo a un estado del espíritu. La hallamos en el casco antiguo, recoleto y hermoso, apenas descompuesto o dañado por el peregrino moderno, el turista con botas, en aluvión, en manada. En este núcleo apaciguado puede uno pasear y escuchar sus propios pasos, incluso en pleno día, concentrado tan sólo en el fluir del caño y el rumor de la fontana. Fuentes hay en Basilea de todos los tamaños y colores, desde sencillas pilas hasta aparatosos estanques, como la Fasnachtsbrunnen (Fuente de Carnaval), construida por el juguetón escultor y diseñador Jean Tinguely, en la que figuras metálicas giran y brincan al son del agua.
También son dignos de ver y oír los molinos de agua en Basilea, utilizados antaño en la fabricación de papel, y que hogaño siguen volteando en la entraña del barrio más antiguo de la ciudad, alrededor de St. Alban-Tal. En el extremo de la calle, monta guardia St. Alban-Tor, puerta principal erigida en el siglo XIII, junto a lo que queda de las antiguas fortificaciones, que en estos días resguardan a estas callejuelas decorosas del bullicio de la gran ciudad. Sólo unos metros las separan del rugido de las amplias arterias y avenidas que anuncian el discurrir frenético de la Basilea moderna, allí donde ya son necesarios los semáforos, custodios desconocidos en la vieja Basilea protegida por su propia guardia.
Dejas atrás las grandes vías, te adentras en este barrio milagroso y encuentras un oasis de paz donde reinan la fronda y el manantial. Sientes, de repente, recuperar el tiempo pasado y la memoria dormida. En este dominio los artesanos fabricaban el papel que alimentaba las imprentas de Basilea, algunas de las cuales, bajo los auspicios del famoso editor Juan Froben, dieron a la luz obras inmortales. Por ejemplo, muchas de las escritas por Erasmo de Rótterdam, uno de los ilustres residentes de la villa fontanal.
En St. Alban-Grabe y St. Alban-Tal están localizados los museos más sobresalientes de la ciudad: el espléndido Kunstmuseum, el Antikenmuseum, el Museum für Gegenwartskunst (Museo de Arte Contemporáneo), el Basler Papiermühle (el Museo del Papel), el Karikatur & Cartoon Museum (Museo de Caricaturas y Dibujos Animados). St- Alban-Tal, calle primorosa y plena de riquezas, desemboca en el Rin.
El Rin es el gran canal de Basilea, el río que limita fronteras, la francesa al oeste y la alemana al este, dividiendo la villa en dos secciones, Grossebasel  —o Gran Basilea— y Kleinbasel —o pequeña Basilea— comunicados entre sí por escasos puentes, la verdad, y bastante alejados unos de los otros. En este punto del cauce, el Rin es río navegable, con un caudal anchuroso y vertiginoso, poderoso argumento que, sin embargo, no disuade a audaces nadadores a tomar allí las aguas en las calurosas noches de verano (o más que a nadar, a dejarse simplemente arrastrar por la fuerza impetuosa de la corriente). No sólo las aguas profundas y los rápidos del Rin concitan el interés de los basilenses y visitantes. Las orillas del río, lugar más protegido y seguro que la rabiosa cuenca, se convierten en esta época estival en una fiesta, en un centro de reunión ciudadano, de paseo y asueto comunitario, que atrae a propios y a extraños hacia las carpas flotantes en las que grupos musicales amenizan las calurosas veladas del verano basilense.
En un lado del Mittlerebrüche, junto a las terrazas animadas del hotel Merian am Rhein, a través del Oberer Rheinweg, veo concentrarse a los aficionados a los sonidos pop y jazzísticos. En el otro extremo, más al norte, en el Unterer Rheinweg, a los que gustan de sones clásicos o folclóricos. Unos y otros, en el calor de la noche celebran estar en compañía bajo la luz de la luna. Muchos disfrutan de la vida milagrosamente suspendidos en las pendientes resbaladizas de las márgenes del río, que no llegan a ser tribunas ni escalones, y se me antojan, más bien, toboganes que, más tarde o más temprano, arrastran a parte del público amante del malabarismo hasta el río, de cuyo percance yo me río. 

Los acentos y los timbres de las voces que escucho a alrededor mío recuerdan que estamos cerca del territorio alemán. Pero no en él. Confirma el hecho la escasez de puestos expendedores de salchichas, imposible de no reparar en ellos por la vista o el olfato. También la moderada ingesta de cerveza que saciaba a los concurrentes, así como el menú que pendía de las terrazas de los restaurantes, rico en pescados y vinos. Y es que aquí estamos, en efecto, a un paso de Alemania, pero también de Francia. ¿Corrientes compensatorias entre culturas? No sé, porque para corrientes ya tiene uno bastante en este punto con el curso del río, con los rápidos del Rin. El caso es que Basilea es Basilea, y eso no es que sea bastante, ni resulta redundante decirlo. Se trata de una constatación profunda. Tan profunda como el Rin.
A unos centenares de metros de este lugar, estamos ya en territorio francés o alemán, a elegir. Muchos habitantes de la villa, atraídos por los precios más bajos de las mercancías en ambos países vecinos, ante la presión de la calidad de vida suiza, realizan las compras al otro lado de la frontera. La ida casi siempre merece la pena, ahorran y aprovechan el traslado, pero nunca olvidan el camino de vuelta.
El aeropuerto de Basilea (Euro-Airport, que comparte su titularidad con Mulhouse y Friburgo) está situado en territorio francés, en el término de Brisgau, a 8 kilómetros al norte de la ciudad. Aeródromo de reducidas dimensiones, sus vías de salida, a diferencia de la mayoría de aeropuertos, no conducen a distintas zonas de la ciudad que lo acoge, sino a los diferentes países —Francia, Alemania o Suiza— que lo rodean. Todo esto en muy pocos metros cuadrados. Basilea cruce de caminos, tan nutrida de fronteras, de ninguna manera evoca una ciudad fronteriza o limítrofe, a esas áreas impersonales y de trasiego marginal, espacios de perfil transitorio, fugitivo o precario.
Una vez en Basilea, lo que más recuerda Basilea es a Basilea. No hay confusión alguna. He aquí una peculiaridad que no sólo poseen los lugares selectos, sino que, en propiedad, tienen todos aquellos que han encontrado su lugar. Por algo son lugares únicos, incomparables.
A Basilea acude un día Erasmo de Rótterdam en busca de paz y neutralidad. Aquí fija su residencia, huyendo de las controversias reformadoras y las querellas universitarias. En ese momento, en este lugar, sienta un precedente, una seña de identidad que consolida una tradición de largo futuro. Elige esta plaza para escribir y editar gran parte de su obra, en un noble gesto que honra a la ciudad. Semejante fidelidad llegó hasta el punto de exhalar su último aliento en este nicho de Europa. Si alcanzar la paz perpetua es el morir, la larga sombra de la muerte de Erasmo marca el sendero más neutral que imaginarse pueda, aquel que todo lo neutraliza e iguala, pues no hace distingos ni defiende banderías.
Erasmo resiste los reclamos de emperadores y reyes de la época, las bravuconadas y desafíos de Martin Lutero. Ignora, mientras puede, los mediocres pulsos con los que los académicos le desafían. En Basilea, en este Innisfree suizo, busca paz nuestro hombre tranquilo. Pero, su salud débil y quebradiza no resiste el llamado último, fechado en 1536. Aquí descansan los restos de un cuerpo frágil, necesitado en vida de sólidas pellizas de cuello de armiño para entrar en calor. El cuerpo endeble, como una caña que piensa, acogió un espíritu de gigante, un cuerpo que recorre gran parte de la Europa geográfica levantando la Europa espiritual. Este cuerpo diplomático, de doctrina, hace su última parada en Basilea. Un epitafio en la Münster, la antigua catedral, nos lo recuerda. Vale la pena visitar el templo, y su amplio entorno con vistas, aunque sólo sea para rendir homenaje al gran humanista que hizo mucho por hacer de esta ciudad la ciudad del humanismo.
Detengámonos en esta localización por un momento. Seguimos en la orilla izquierda del río. La Catedral de Basilea no es Basílica, pero sí construcción monumental y muy notable, por mérito artístico y relevancia histórica. De estilo románico, salta a la vista que es un edificio majestuoso y elevado, de un color también muy subido, por la arenisca roja con la que fue construida. Este rasgo cromático le otorga un carácter poco común, especialmente para quienes estamos acostumbrados al románico hispano, de grises ascéticos. No obstante, la fachada, de elevadas torres góticas, me evoca la basílica de Santiago de Compostela, comparación que a más de un historiador del arte alarmará, por poco ortodoxa y poco católica…
En mi defensa argüiré que sobre cuestiones de evocación y espiritualidad mejor es dejar el alma libre. No por casualidad anduvo Erasmo de Rótterdam y de Basilea instruyendo tolerancia e indulgencia por estos pagos, permaneciendo muy viva su enseñanza. La Münsterplatz situada enfrente, extendida a un lado del templo, constituye un plácida y mansa explanada bordeada por edificios austeros pero elegantes. La serenidad que aquí se respira contrasta con la Pfalz, terraza y mirador frente al Rin, de espaldas a la Catedral, frecuentada por un público que por alguna extraña razón anteponen la popa al frontal. Tampoco faltan miembros de tribus urbanas que escogen tan venerable lugar para inconfesables rituales.
Tomando Münsterberg, llegamos a la Freiestrasse, calle principal de largo trazado, peatonal en su mayor parte, donde se yerguen valiosos palacios e imprescindibles comercios, cafés y restaurantes que hacen muy grato el paseo hasta conquistar la Marktplatz. Centro indiscutible de la villa, es un bullicioso mercado de flores, frutas y verduras por las mañanas, plaza aplacada por las tardes y lugar muy solitario por las noches. 

Como quiera que sea, en la plaza del mercado domina el espacio el admirable Ayuntamiento (Rathaus), monumental edificio del gótico tardío de fachada colorada, mostrando lustrosos ventanales y luciendo frescos de gran calidad y frescura. Acoge, igualmente, un valioso reloj del siglo XVI, sin cuco pero con mucha gracia. El conjunto resulta, majestuoso, impresionante. El patio interior, del mismo color intenso que el de la fachada, está custodiado en un lado por una estatua de quien dice ser (no él mismo, que no habla, sino la tradición y la historia) el fundador de la ciudad, Munatius Plancus su nombre. La frescura de los murales, con gráciles personajes, delata recientes restauraciones.
Durante los días que permanezco en Basilea, busco sin descanso algún rastro de la estancia en la ciudad del joven Friedrich Nietzsche, más prolongada que la mía, pero también más frustrante e ingrata, según su propio testimonio. Fue una estadía prácticamente circunscrita a las clases en la Universidad y a discusiones (académicas/personales) con los colegas, quienes siempre le miraron con displicencia y desconfianza, inconfesable envidia y de reojo, como miran siempre los resentidos. Tal vez porque abandonó pronto este lugar, no dejó aquí muchas huellas. Aun así, y acaso a su pesar, el recuerdo del pensador perdura en la ciudad. Vi carteles anunciando la inmediata inauguración de una exposición titulada, justamente, Nietzsche in Basel, rememoraba el periodo 1869-1879 de la vida del filósofo (su episodio en Basilea), auspiciada ¡por la Universidad! y la Öffentliche Bibliotek.
El cartel oficial reproduce el perfil de Nietzsche y de un basilisco con el escudo de la ciudad en el lomo, ambos mirándose fijamente, como retándose. El animal parece tener la intención de atizar con el pico al filósofo, quien se mantiene firme, aunque no petrificado. He aquí un duelo de miradas entre dos monstruos que no se podían ni ver, condenados un breve tiempo a encontrarse, aunque no tengan por ello que entenderse.
La Alte Universitat, centro de la zozobra del filósofo, está ubicada en el primer tramo de la Rheinsprung, callejuela estrecha que aloja importantes construcciones. Arranca en las inmediaciones del Mittlere Brücke y llega hasta la Catedral. Su lado posterior lleva directamente al río con un discreto patio con arcadas, y es en la actualidad escenario de exposiciones de fotografía, artes plásticas y de actos culturales diversos.
A pesar de estos duelos, uno de los mayores consuelos y satisfacciones de Nietzsche durante sus años en Basilea los encuentra en las asiduas visitas que hace a Richard Wagner, en la villa que el músico poseía en Tribschen muy cerca de Lucerna, residencia veraniega del maestro desde el año 1866 hasta 1872. El maduro músico vio en el joven profesor a un prometedor y aventajado talento, presumible teorizador de sus doctrinas musicales y estéticas. En mutua correspondencia, el joven profesor, aún romántico y todavía en proceso de transformarse en filósofo ermitaño, estaba tan fascinado con la música del maestro —encarnación de Dionisos— como cautivado por Cósima, mujer de Wagner —Ariadna a la vista miope de los ojos enfermos de Friedrich—.
Francamente, yo me encontraba muy a gusto en Basilea, pero el periplo suizo tenía que continuar. Aunque no pretendía emular las excursiones de Nietzsche, ni había ningún Wagner que me recibiera en Lucerna, el caso es que me dispuse a iniciar la segunda etapa de mi viaje por Suiza.

Continuará…
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