sábado, 30 de abril de 2011

«SÉNECA EN AUSCHWITZ» de RAÚL FERNÁNDEZ VÍTORES



Raúl Fernández Vítores, Séneca en Auschwitz. La escritura culpable, Páginas de Espuma, Colección Voces / Ensayo, Madrid, 2010, 107 páginas.

Raúl Fernández Vítores (Madrid, 1962), escritor y profesor de Filosofía en la Enseñanza Secundaria, ha publicado recientemente un breve ensayo muy impactante y de gran calado. Como paso previo al propio comentario del libro, justo sería abundar en la ya indicada condición profesional del autor. Decimos esto porque, dado el estado actual de la Enseñanza universitaria en España, buena parte de los ensayos que, en estos últimos tiempos, tienen originalidad e interés —también, algo que decir—, proviene de autores que deben trabajar en unas condiciones verdaderamente heroicas, una circunstancia ésta no siempre reconocida como sería menester. En la Universidad acaso ocurra que la vigilancia del escalafón y la preocupación por el currículo profesional eclipsa —o al menos inhibe— la verdadera «aventura filosófica» y el riesgo intelectual. En este volumen encontramos, sin duda, ambos atributos.

 Tampoco refiero esta circunstancia por casualidad. Fernández Vítores ya ha escrito un libro anterior, Sólo control: panfleto contra la escuela (2002), donde pone en evidencia, y en cuestión, el sistema educativo, en general, y el español, en particular. Señalando allí mismo las causas de las múltiples deficiencias que presenta la escuela, cuando no su neta decadencia. Es autor, asimismo, y entre otros títulos, de Teoría de residuo (1997) y Los espacios bárbaros (2008).


Séneca en Auschwitz supone para el lector un breve, pero intenso viaje hacia el Horror. Y el Horror con mayúsculas tiene un nombre propio: el Holocausto (asimismo, en mayúsculas). Como montándose en uno de los vagones de la destrucción y la muerte en dirección a Auschwitz, o Dachau, o Treblinka…, al lector que abre la primera página del ensayo le espera un trayecto poco confortable hacia ninguna parte, porque al final le espera la Nada. Tras Auschwitz ya no hay posibilidad de esperanza, ni de reparación. De igual forma que el Macbeth de Shakespeare mató el sueño al matar a Duncan, la Humanidad se ha suicidado al consumar el mayor de los delitos jamás conocido: la aniquilación en masa del judío. Una aniquilación fría, calculada, racional, profesional, laboriosa, implacable. Al cortarse uno de sus miembros, la especie humana no ha logrado acabar con la rabia, su rabia. Se ha cortado, sin más, cualquier vía de salida.

Desde el Holocausto, ya nada es posible. Porque la Nada se ha adueñado del mundo, destruyendo su sentido y fin, si es que los ha tenido alguna vez. El Holocausto representa el Pecado Original del Hombre. Pero, en esta ocasión, no hay expiación posible. Tal es la profundidad de la herida: «la herida queda abierta» (pág. 96. Últimas palabras del texto testamento). Incluso cuando se condena el Crimen, cuando se incrimina, no queda uno exculpado de Nada. Tras el Holocausto, toda escritura es culpable. Ha triunfado la «Tanatopolítica». Después de todo, sólo queda la Muerte.

El ensayo —una lucha intelectual sin cuartel, aunque nos conduzca al Campo— no da tregua. Escrito de corrido, sin pausas, ni punto y aparte, sin salida. La salida es el Final.

«La visión de lo acontecido nos hace balbucir e inevitablemente trastorna la literatura. Asfixiante como, ¡otro símil lamentable!, esta escritura que impide el resuello, sin pausas, que no da espacio, sin puntos aparte, que marea y casi ahoga e impide la intelección del abominable hecho, reduciendo al modo sectario la cantidad de oxígeno que el corazón bombea al cerebro.» (pág. 75)

Ensayo afilado como un sable, frío como el acero, Séneca en Auschwitz representa un trabajo, no obstante, necesario. Aunque, eso sí, no apto para espíritus pusilánimes ni sentimentales.


martes, 26 de abril de 2011

«NOTAS DE UN VIAJE A ORIENTE» de JULIÁN MARÍAS





Julián Marías, Notas de un viaje a Oriente, Páginas de Espuma, Colección Voces / Ensayo, Madrid, 2011, 208 + XXXII páginas.

Julián Marías (Valladolid, 17 de junio de 1914 - Madrid el 15 de diciembre de 2005) estudia en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid, teniendo como maestros destacados José Ortega y Gasset, Javier Zubiri, Manuel García Morente, José Gaos, etcétera. Fiel discípulo de sus profesores y directores intelectuales (y espirituales), logra componer, sin embargo, una rica producción propia, trabajada desde una personalidad largo tiempo labrada. Ha firmado una obra muy considerable y meritoria, traducida a diferentes lenguas. Desde una vocación eminentemente filosófica, no se constriñe a la filosofía, y mucho menos a una filosofía escolar o académica. Ha escrito ensayos sobre sociología y teoría política, historia y teología; ha ejercitado la crítica literaria y cinematográfica; y tampoco ha desdeñado la literatura de viajes. Además de recibir múltiples premios y galardones —Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades (1996), Premio Internacional Menéndez Pelayo (2002), entre otros—, ha sido Académico de la Lengua y de Bellas Artes y Senador por designación real.

La presente publicación contiene, en edición crítica y ampliada, los materiales que dan cuenta del viaje realizado por Julián Marías, en el verano de 1933, en un Crucero Universitario, organizado a instancias de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid. Junto a dos centenares de estudiantes y profesores recorrió el Mediterráneo, llegando hasta las puertas de Oriente Próximo. El propósito de la larga excursión —turístico pero no menos instructivo, dada la naturaleza y organización de la misma— consistía en visitar y estudiar los lugares directamente relacionados con las raíces históricas, filosóficas y artísticas de la cultura española. Julián Marías embarca en el buque Ciudad de Cádiz a la edad de diecinueve años, lo cual puede considerarse como un viaje iniciático en muchos sentidos del término.

Nada más zarpar comienza a pergeñar un diario a bordo de la nave, publicado parcialmente en 1934, con el título de «Notas de un viaje a Oriente», como parte de la obra colectiva Juventud en el mundo antiguo. A esta bitácora de viaje, se le han añadido a la edición actual un Prólogo, compuesto por el propio Marías («El Crucero Universitario»), la correspondencia que mantuvo durante la travesía con sus familiares y amigos, así como varios apéndices, entre los que se incluyen la lista de cruceristas, el Himno del Crucero y un breve texto firmado por su hijo, el también escritor, Javier Marías, titulado «Cruceros hundidos», previamente publicado en un diario español en el año 1995, a raíz de la exposición Crucero Universitario por el Mediterráneo (verano de 1933), celebrada en el Pabellón Transatlántico de la Residencia de Estudiantes (Madrid, diciembre de 1995-enero de 1996).

El volumen, cuidadosamente editado, incluye además de este rico material de textos, un generoso número de fotografías (muchas de ellas pertenecientes a la colección familiar del autor), mapas, dibujos, reproducciones y láminas en relación con el trayecto marítimo, las visitas realizadas y la exposición conmemorativa del Crucero, ya mencionada.



Acaso sean las propias palabras de Julián Marías las que nos den el tono y el alcance oportunos de la experiencia, personal e intelectual, del filósofo español:

«Un viaje a Oriente. Un viaje al próximo Oriente mediterráneo. Cuarenta y cinco días de agua y tierras cambiantes. La vista se apercibe para un futuro de ejercicio denso y diverso. Sin embargo, lo verdaderamente importante para el viajero no son, en este andar marino, las ciudades que se van a ver, las aguas salinas que han de espumar la proa. Lo importante son los cuarenta y cinco días de ocupación viajera. Un día es siempre grave; grave mientras dura, porque somos eso; grave después, porque ya queda siempre incorporado a nosotros. La gravedad de estos días viajeros no está, pues, en lo que tienen los viajeros, sino en lo que tienen de días. El adjetivo, como siempre, no hace sino modificar esa gravedad. Y tiene mucho interés escoger cómo van a ser nuestros días, porque equivale a escoger cómo vamos a ser nosotros» (pág. 35).

El maestro por excelencia de Julián Marías, José Ortega y Gasset, hablaba en sus libros de la aventura filosófica en términos de «navegación». El aventajado discípulo Marías no siempre siguió al pie de la letra la enseñanza y la palabra de su mentor. Ello no es óbice para que, teniendo presente ocasiones y situaciones como la aquí referidas, tal vez hubiera que convocar a la coincidencia más que a la simple eventualidad o la mera casualidad, para sugerir una «circunstancia» de lo más que feliz.

sábado, 23 de abril de 2011

AL ESCRITOR NOVEL, CINCO CONSEJOS



EN EL DÍA INTERNACIONAL DEL LIBRO

Los consejos pertenecen a la familia de las ilusiones, pero también a la de las desilusiones. Suele dar consejos el viejo. También quien se tiene por sabio y avezado en la vida, creyendo que sus destinatarios le escucharán, y quizá algún día hasta le hagan caso. Los consejos están condenados, por principio, a no ser atendidos. Y en el supuesto de que sí lo sean, jamás serán reconocidos. He aquí el cariz ilusorio de todo consejo, siempre superfluo y vano.
Quien aconseja, anhela en el fondo que los demás no cometan los errores que, presumiblemente, él cometió, de lo cual poco tendría que presumir. O que otros lleven a cabo lo que no fue capaz de hacer. He aquí la faz desilusionada del consejo, su contrariedad.
El consejo, ese loco propósito, es hijo del engaño y el desengaño. En consecuencia, lo mejor que puede aconsejarse al hombre discreto y cabal es que se ahorre las exhortaciones y las recomendaciones. Y, si le son demandadas, que rehúse darlas bajo cualquier pretexto o evasiva. Y sin embargo…
En fechas de celebración de la escritura y del libro, en estos tiempos en que quien no escribe no es porque no sepa sino porque no quiere, en estos días, digo, regalo al escritor novel, no un volumen, ni siquiera una rosa, sino cinco consejos breves. Especialmente dedicados a quien ignore que ser novel significa «principiante» o que todo verdadero escritor nunca deja de serlo, pues siempre está principiando alguna página o poniendo título a un nuevo proyecto.

Consejos tengo…
1) No soñar con el Premio Nobel sin haber escrito previamente algunos miles de folios. Y, realizada la labor, lo mejor es que siga desistiendo de semejante empeño.
2) No lanzarse a componer una novela sin haber leído previamente unos cuantos cientos de narraciones, relatos, cuentos y ficciones varias (y haber escrito, algunas decenas). Ya sé que «novel» y «novela», arrancando de una misma raíz lingüística, comparten el mismo anhelo y apuntan a mismo horizonte. Mas resérvese la caminata para cuando uno ha aprendido a dar los primeros pasos.
3) Si lo suyo es la poesía, no desear en pocos meses ser Novalis, ni morir joven, ni querer descubrir la noche sin saber aprendido a vivir el día a día. La poesía no se practica ni ensaya. Aparece sin ser llamada. Se posee o no, como la gracia o un don.
4) Si no vale uno para la creación artística, siempre le quedará la recreación y la cogitación, que tampoco son poca cosa. El ensayo significa intento y tanteo perpetuos. Obra sin fin ni desenlace. Es un género literario —aunque, en rigor, no literatura— que precisa del aprendizaje y la resolución, del conocimiento y el estudio. Su reino no es el de la ficción sino el de la convicción. No tiene un argumento, pero sí precisa de argumentos. En España, el ensayo no vende, pero es el género elegante por excelencia.
5) Nulla dies sine linea. No dejes pasar, escritor novel, una jornada sin escribir una línea. O dos. Tampoco es preciso producir y archivar docenas de páginas diarias. Diría que tampoco conveniente. Sin la honradez que exige ver caer al suelo y barridas por el viento muchas hojas brotadas de la propia mente, antes de que crezca el árbol de la escritura, sin esa sencillez, no es posible hacer nada que valga la pena. Este quinto y último consejo proviene en origen de Plinio, quien, viejo y sabio, tampoco pudo precaverse del demonio del consejo.


Ofrezco aquí una versión de la columna que publiqué, bajo el título «Cinco consejos para un escritor novel», en el diario digital Factual.es (hoy desaparecido), justamente hace un año, el 23 de abril de 2010

martes, 19 de abril de 2011

BOLONIA: DOCTA, TORREADA Y PORTICADA

Sea resultado de una razón profunda, sea producto del todavía más insondable inconsciente, sea cosa de la mera casualidad, el caso es que este año viajero (2001) podría calificarse como el «año Carlos V», un soberano homenaje, bien es verdad, aunque celebrado con algo de retraso. Hablo de una vicisitud —el retraso/delay— que, en referencia a los viajes, resulta casi lamentablemente necesaria. Sea como fuere, recibí la primavera de camino a Gante, y la consagración tuvo lugar en Bruselas. Parte del verano lo paso en el norte de Italia: Verona, Mantua, Ferrara y, finalmente, Bolonia. Del nacimiento del emperador en la ciudad de Flandes a su coronación en la basílica de San Petronio, en pleno centro de la capital de Emilia-Romaña. Un itinerario muy emblemático, no se me negará.
Mas ¿hay que tener alguna razón especial, o siquiera vaga, para estar en Italia? ¿La hay para emprender cualquier viaje a lugares maravillosos?
La feliz circunstancia es que heme aquí en Bolonia, en razón del dichoso centenario del emperador Carlos o acaso por una irrefrenable pasión por la mortadela. ¡Qué más dará la causa final, si después de todo ni he llegado a entrar en San Petronio (la fachada sí la vi) ni probé el embutido típico boloñés (o quizá sí, quién sabe lo que era aquello que me dieron a comer en el avión de regreso a España)! Estar en Bolonia es lo que cuenta. ¿Por dónde empezar?
Los cuentos suelen contarse empezando por el principio y las visitas a las ciudades suelen arrancar tomando el centro como punto de partida. Una sabia costumbre que no iba a cambiar yo esta vez, sobre todo, al tener la fortuna (me refiero a la fortuna/suerte de encontrar habitación, pues yo debo atenerme a presupuestos moderados) de hospedarme en el hotel Orologio, situado en una calle adyacente a la Piazza Maggiore, corazón palpitante de la ciudad y prodigio de plaza, glorieta gloriosa por los cuatro costados. En este punto milagroso están los edificios más célebres de Bolonia; pero, ojo, ni se reduce aquí la nómina ni ello significa que sean los más sublimes. 

Palazzo Comunale

En el lado occidental de esta plaza mayor, se alza poderoso el Palazzo Comunale, también llamado Palazzo d´Accursio, que hoy alberga diversos museos y oficinas municipales. Este mes de agosto ha sido habilitado uno de sus patios de acceso como cineteca de la villa. ¡Bona fortuna, una altra volta! Durante los días que pasé en Bolonia tuve el inmenso placer de compartir con los boloñeses del post-ferragosto una refrescante reposición de películas de Federico Fellini, un siempre apetecible memoriale de uno de mis directores de cine favoritos.
A la izquierda de la plaza siguen todavía adosados —unidos por la espalda— el Palazzo di Re Enzo, mirando a la Via Rizzoli, y el Palazzo di Podestà, o Palacio del Alcalde, con un ojo puesto en la basílica de San Petronio y el otro en dirección al edificio más antiguo de esta gran explanada urbana, el Palazzo dei Notai, o Palacio de los Notarios, de 1278. Frente al Ayuntamiento, un edificio más moderno, el Palazzo dei Banchi, construido en 1565, buen año, aunque cualquiera lo es para albergar a los señores cambistas, venidos a la ciudad a hacer negocios, agitar las bolsas y hacer sonar el dulce sonido de las monedas de plata. Tilín, tilín. Y, por fin, entre el palacio comunal y el del rey Enzo, comparte gloria y localización nuclear la Piazza Neptuno, así denominada por acoger la fontana del dios de los océanos, valiosa en sí misma, pero muy necesaria en una ciudad que no rebosa de fuentes.
En Bolonia, la carencia de fontanas es compensada con una profusión de torres y un derroche de pórticos, dos auténticas enseñas de la ciudad, símbolos, respectivamente, de la masculinidad y la feminidad presentes. Que la ciudad de Pisa sea mundialmente proclamada por poseer una torre inclinada es cosa sorprendente, si comparamos ese hecho singular con la realidad plural de Bolonia en la materia, por haber llegado a contar más de 200 torres en la Edad Media, según afirma la tradición. Probablemente fueran algunas menos, pero ello no le quita importancia al hecho de que Bolonia merezca ser conocida y reconocida como ciudad torreada, selva de atalayas y plétora de faros que dejan también a Alejandría en precario.
De las 200 torres, o las que hubiese, la mayoría cayeron para no volver a levantarse, y las que quedan, unas 60, se tienen en pie como pueden, unas decapitadas y otras inclinadísimas. De cualquier modo, siguen imponiendo mucho respeto, permitiéndonos imaginar el esplendor en la piedra de los tiempos en que las torres en Bolonia crecían poderosas cual jardines colgantes de Babilonia.
Allí donde arranca la artería principal de la villa, la Via Rizzoli, que en dirección a la Porta de San Felice se bifurca en Via Ugo Bassi y en Via San Felice, allí, justamente, montan guardia todavía hoy la torre Garisenda, que es la más pequeña (48,16 metros) y la torre Asinelli, la mayor (97,60 metros); en suma, I Torri Pendenti, o bien, simplemente Due Torri. Que no siempre lo más grande tiene que ser por fuerza más poético que lo menos grande lo demuestra que el Dante dedicó uno de sus versos a la «pequeña» Garisenda y no a la hermana mayor Asinelli, en:

Qual pare a riguardar la Carisenda
sotto 'l chinato, quando un nuvol vada
sovr'essa si`, ched ella incontro penda;
Divina Comedia (Inferno, XXI)

Via Marsala

Si acaso merezca este cronista una cariñosa amonestación por el empleo de la expresión «Bolonia torreada» —por exagerada y cacofónica—, no está dispuesto, en cambio, a aceptarla al afirmar que Bolonia debería conocerse mundialmente como «Bolonia porticada». Bolonia es la ciudad con más pórticos del mundo, como mínimo… Unidos en cordón formarían una gigantesca galería de 35 kilómetros de largo. No satisfecha con enlazar calles con plazas y calles entre sí en el casco urbano, la pasión boloñesa por esta cubierta arquitectónica le llevó a construir una lombriz porticada de 4 kilómetros de largo, que conecta, sin apenas discontinuidad, un extremo de la ciudad, la iglesia de los Alemanes, junto a la Piazza di Porta Maggiore, con la Chiesa di Madonna di san Luca, ya en la periferia.
Kilómetro arriba, kilómetro abajo, los pórticos constituyen una realidad presente y perceptible que marca el ritmo de las andanzas por Bolonia, una ciudad, que a diferencia de otras monumentales urbes italianas, apenas disfruta de calles peatonales, pues no las necesita, o bien todas lo son, según se mire el asunto. Con todo, el resultado urbanístico, independientemente de la belleza de la mayoría de los pórticos, ofrece efectos desiguales.
Por un lado, los pórticos permiten pasear tranquilamente por toda la ciudad, estar a cubierto del sol en verano y de la lluvia y la nieve en invierno. Pero, por otro lado, las bóvedas extendidas limitan grandemente la perspectiva visual del entorno, exigiendo, además, tener que familiarizarse mucho con estos pasadizos para no confundir las calles. Porque no es extraordinario llegar a confundir calle y pórtico. Y, finalmente, los pórticos componen unas inmensas cajas de resonancia, de tal (mala) suerte que el ruido del tráfico rodado se amplifica, resultando en ocasiones bastante molesto. Lo cierto es que Bolonia sin pórticos sería menos gloriosa; quiero decir: que no sería lo que es.
Torre Asinelli
Pero volvamos a las torres, los mojones de Bolonia, y a su estratégica ubicación en la villa. Como haces de luz lanzados desde un faro, de las dos inmensas columnas parten cinco ejes radiales que iluminan el área este de la ciudad.
La Via Zamboni nos traslada hasta el Teatro Comunale, la Pinacoteca Nacional y la Università; la Via San Vitale, con la Chiesa di Santi Vitale e Agricola en su primera parte del recorrido.
La Strada Maggiore, desde la que contemplamos Santa Maria dei Servi, una de las más hermosas iglesias de Bolonia, con una admirable galería porticada rematada en patio muy equilibrado, y enfrente el Palazzo Davia Bargellini, conocido también como «Palacio de los gigantes» por la presencia imponente de dos telamones o atlantes con fuerza suficiente para sostener el edificio y lo que haga falta.
La Via Santo Stefano, calle de ensueño, nos transporta a la recreación del Santo Sepulcro de Jerusalén, un conjunto glorioso, un auténtico arcano, que ensambla cuatro iglesias a través de pórticos, capillas, pasajes y claustros, que diríanse surgidos de la noche de los tiempos. Algunas de estas piedras preciosas, las más antiguas, se remontan al siglo V. Hablan de fervor piadoso y cruzado, según atestiguan las placas que adornan el claustro benedictino, rindiendo tributo a los caballeros caídos en las Cruzadas y las guerras contra el moro, allá en los Santos Lugares.
En este punto, ante esta visión, me venía a la mente otro distintivo de esta ciudad de tanta memoria, el Sagrario a los partisanos caídos, homenaje epigráfico y fotográfico de la víctimas locales del nazismo y del terrorismo, instalado en la fachada del Ayuntamiento que da a la Piazza Neptuno. Y es que sea en lugar santo o paisano, Bolonia rinde tributo a sus muertos con todo boato.
Y, finalmente, en el quinto brazo de la estrella boloñesa, la Via Castiglione que conduce a la Porta Castiglione en el límite de la ciudad monumental.
No es mi deseo volver al principio, pero sí detenerme en una referencia citada antes, que no puedo dejar sin comentario. Me refiero a la Universidad, y por extensión, a la faceta intelectual de la villa. Bolonia, llamada Bologna la dotta, es una ciudad moderna y de gran vitalidad, pero además, o precisamente por ello, un núcleo de efervescencia cultural e intelectual. Para tratarse de una ciudad de casi medio millón de habitantes (que, ciertamente, residen en su inmensa mayoría allende las lindes de la ciudad antigua, en la «gran Bolonia»), más de una cuarta parte está directamente vinculada a su vida universitaria y cultural. Bolonia cuenta con más de 200 bibliotecas, más de 40 museos, 50 cines y 24 teatros, decenas de librerías, de las que casi 40 están especializadas en libros y grabados antiguos, muchas de ellas abiertas hasta las doce de la noche (circunstancia que también pude advertir en Ferrara ¡en el mes de agosto!).

Palazzo dei Mercanti

Miles de estudiantes nacionales y extranjeros pululan por la universidad más antigua de Europa (su fecha de nacimiento data del año 1088). Hasta el presente ha continuado la misma  tradición que la fundó y la hizo célebre: el ser lugar de acogida de estudiantes de todas las partes de Europa y del orbe. Muchos españoles la escogieron como lugar de estudio e investigación, según lo prueban actas y archivos, así como el flamante Colegio de España situado en la calle de mismo nombre (si bien, en italiano), construido por iniciativa del cardenal Gil de Albornoz en 1364. Esta institución —que  todavía conserva privilegios de embajada cultural, al seguir manteniendo el estatuto diplomático y jurídico de territorio español— impulsó la cultura española desde antes incluso de que existiese formalmente como nación. Aquí se alojó Antonio de Nebrija, donde comenzó a redactar una gramática de la lengua española que unificase los usos y formas de la antigua lengua romance. Era preciso, pensaba el sabio gramático, unificar las normas lingüísticas, así como el entendimiento entre los hablantes, por entonces bastante incongruente, como pudo comprobar oyendo hablar a sus vecinos de residencia.
La sede actual de la universidad boloñesa está situada en el Palazzo Boggi, asiento del rectorado y de varios museos universitarios, que han debido extender sus espacios en edificios adyacentes. Aquí fueron trasladadas las aulas y las oficinas universitarias a comienzos del siglo XIX desde su ubicación clásica, el incomparable Palazzo del Archiginnasio, construido en 1562 y situado en un magno edificio frente a un costado de San Petronio. De una sola planta, luce un primoroso y elegante (¿lo adivinan?)  soportal, el Portico del Paviglione, corredor donde encontrar la entrada al edificio.
Chiesa St. Francesco, Campanile
El palacio fue construido con el fin de hospedar en un solo lugar las enseñanzas de los Legistas (derecho canónico y civil) y de los Artistas (filosofía, medicina, matemática), que hasta entonces habían desarrollado su actividad en lugares diferentes de la ciudad. Los estudiantes recibían las primeras disciplinas en la Sala dello Stabat Mater, extraordinaria aula magna tachonada en sus muros por cientos de escudos heráldicos de los estudiantes más nobles que pasaron por el lugar (y son miles los blasones, si sumamos a éstos los que decoran el patio interior y las escaleras de acceso a las aulas).
Las lecciones para los «Artistas» eran impartidas en la sala de lectura de la biblioteca, en la actualidad la Biblioteca dell´Archiginnasio, uno de los fondos bibliográficos más importantes del mundo. Las enseñanzas relacionadas con la anatomía humana tenían como imponente escenario el Teatro Anatòmico, impresionante sala revestida hasta el techo de maderas nobles. En la tribuna de la cátedra, dos escuálidas figuras sostienen la capota; son los «desollados». En la sala, de libre acceso, pude contemplar una serie de fotografías que mostraban los efectos de los bombardeos que, durante la XX Guerra Mundial, hicieron añicos este venerable ámbito de saber. La voluntad y la paciencia boloñesas lograron que fuese reconstruida tal como estaba originalmente.
Visité este extraordinario palacio el mismo día de mi partida. A la salida, volví a pasear por la próxima Piazza Maggiore hasta alcanzar la Via Rizzoli, desde donde pude comprobar que la Asinelli y la Garisenda permanecían todavía más o menos enhiestas. ¡Qué milagro! Finalmente, eché un último vistazo, el de la despedida, a los pórticos de Bolonia. Gloriosos pórticos.

Casa Seracchioli

Verano 2001

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miércoles, 13 de abril de 2011

A MANTUA LE QUEDA MANTEGNA


 A Mantua le queda Mantegna. También le queda Virgilio, nacido en un villorio muy próximo. Esta segunda vicisitud, sin embargo, le queda a la ciudad un poco más lejos. Porque, francamente, en Mantua, del pasado romano, se conserva bastante poco.
En Mantua se mantiene, más que nada, la memoria del Renacimiento, de la mano de la poderosa familia Gonzaga. Proveniente de haciendas agrícolas, afirmó su poder en la villa a comienzos del siglo XIV, y ya no lo soltó durante tres siglos. Sobre este suelo organiza la corte, y a fin de protegerse y darse a sí misma esplendor, levantan una ciudad a su medida. Al frente de la misma, cual dignos generales, el Palazzo Ducale —en realidad, un conjunto de edificios— y el Castello San Giorgio, fortaleza unida al gran palacio, concebida como refugio y vía de fuga, con salida a los lagos que circundan la ciudad.
Mantua, villa y corte, tuvo un gran pasado, noble y vistoso. Los Gonzaga llamaron al afamado arquitecto Alberti, para que construyera la basílica de Santa Andrea, y a un pintor exquisito, Andrea Mantegna, con la orden de decorar los muros de la ducal residencia. En la actualidad, Mantua es una apacible ciudad de provincias, que mantiene muy productiva la actividad agrícola y no poco contaminante, la industrial.
En verano, la villa lombarda queda vacía de residentes, especialmente a la hora del pranzo (de 12.30 a 17.00 p.m.). Sólo se ve vagar a unos pocos turistas y rodar algunas bicicletas. Pero, al atardecer, se llena de mosquitos, propagados por la combinación letal de calor ambiental y proximidad de los lagos, buscando succionar alimento, insaciablemente.
Mantua luce una estatua de Virgilio en la amplia Piazza Virgiliana. Hijo célebre del condado, adorado por sus coetáneos, lo contemplo estos días, solitario, desleído, casi derritiéndose al sol del mediodía. Pero, el hijo predilecto, aunque adoptivo de la ciudad, es Mantegna. Llegado de Padua, aquí se quedó y triunfó, un hecho que se lo quita nadie. A Mantua, por si llegan inviernos duros y tiempos aciagos, le sigue quedando Mantegna.
El centro de la ciudad constituye un pequeño islote limitado por las tres secciones del lago (Superiore, di Mezzo e Inferiore). En realidad, se trata del  río Mincio, afluente del Po, abierto a sus costados y al norte, más un canal del mismo río que, emergiendo a la superficie para desembocar en el Porto Catena, culebrea en un corto abrazo por el sur. Nos encontramos en una llanura baja, en el pasado, casi un entorno pantanoso. Más allá de esta franja, va ensanchando el espacio que anuncia la urbe. Atrás queda la antigua Mantova, tan sólo reconocible en el Palazzo del Te, grandiosa residencia campestre edificada por Giulio Romano con el objeto de dar abrigo y garantizar la necesaria reserva para los encuentros de Federico Gonzaga y la cortesana Isabella Boschetta. En sus tiempos, esta isla de amor material era materialmente una isla, unida a tierra por un puente, acaso también, como aquél de Venecia, el de los suspiros, aquí los del amante, tras el jadeo y jaleo del amor, de vuelta a palacio con la legítima esposa.
Los núcleos de mayor interés de lo que queda de Mantua están situados alrededor de tres plazas. En la Piazza Mantegna, la basílica de Sant’Andrea, construida por el gran arquitecto renacentista León Bautista Alberti, tiene un innegable valor artístico y no poco simbolismo religioso. Su interior atesora, desde el siglo XV, la sagrada reliquia de la sangre de Cristo, de la que no puedo dar fe ni mucha más información. Lindante a la plaza, otra más, la Erbe, con edificios renacentistas de valor. Destaca el Palazzo de la Ragione por su macizo fundamento, su nombre ilustrado avant la lettre y la torre del reloj. 

Y, por fin, llegamos a la gran plaza, la Piazza Sordello, lugar de concentración de piedras valiosas: el Duomo, al fondo de la misma, y el Palazzo Ducale en su extremo norte. El Duomo es un templo de estilo ecléctico y que no concita mucho interés. Esto no es la cercana Verona. Ni la más lejana Florencia… El magno palacio de los antiguos dueños de la ciudad delata un apreciable deterioro, en un estado de precaria conservación. La misma fachada, sobria y coronada de almenas, no augura grandes lujos ni maravillas en el interior. Atravesando varios patios interiores, bastante desangelados, llegamos a las puertas del castillo, cuyos salones y galerías semejan una continuación del palacio. 

Para encontrar el gran tesoro que acoge el entorno, como quien busca una veta de oro en la mina, hay que penetrar hasta las entrañas del cuerpo arquitectónico de  piedra, hasta los frescos pintados por Andrea Mantegna en la Camera degli Sposi. Unas pinturas de gran belleza, en las que el maestro renacentista logró combinar con gracia e inspiración, con intimismo lírico y exaltación épica, escenas de la vida privada de la corte y encuentros de carácter político y diplomáticos. Todo ello en dos paredes contiguas de la sala. Pero, ay, sólo dos paredes de las cuatro que componen la cámara nupcial.
Las imágenes de las reproducciones de los frescos que traía en la retina y la memoria, y habían estimulado mi interés por conocer el original, contenían el soberbio lado del lugar como si fuese un todo. Pero, ahora, en el lugar de los hechos, el todo quedaba ante mis ojos sólo en parte. Los otros dos muros de la habitación señorial, los orientados al este y sur, han quedado «en blanco», con restos de cal y algunos colgantes como que sirven de decoración.

Bien está, de todas formas. Nada puede tener todo. Mantua fue grande, y el que tuvo, retuvo. Aquí, Giuseppe Verdi ambientó, además, y para mayor gloria de la ciudad, la ópera Rigoletto. No está nada mal.
Después de todo, Mantua, la muy pícara,  se ha quedado con el arte de amar de Virgilio y con la habitación amatoria de Mantegna. Obras son amores en Mantua. Además de buenas razones para visitarla.


martes, 12 de abril de 2011

'GUERRA EN LA RED' de RICHARD A. CLARKE & ROBERT K. KNAKE


Richard A. Clarke & Robert K. Knake, Guerra en la Red. Los nuevos campos de batalla, traducción de Luis Alfonso Noriega, Ariel, Barcelona, 2011, 367 páginas.


Richard Alan Clarke (Boston, 1950) ha sido alto funcionario de la Administración norteamericana, donde ha ejercido como responsable de seguridad bajo cuatro presidencias de Estados Unidos de América (Ronald Reagan, George Bush, Bill Clinton y George W. Bush), a lo largo de 30 años, de 1973 a 2003. Bajo los respectivos mandatos, ha ocupado diferentes destinos en la Casa Blanca, el Departamento de Estado y el Pentágono, por lo general, relacionados con el ámbito de la inteligencia y la seguridad. Este flamante currículo hace del autor un probado experto en la materia de su especialidad, lo cual no es óbice para que deje a su paso notorias polémicas, tanto por lo se refiere a su gestión cuanto, especialmente, a su labor publicista.

De hecho, fue el encargado de la oficina antiterrorista de los Estados Unidos durante los atentados del 11 de septiembre de 2001. Experiencia tan traumática la verbalizó en el ensayo Contra los enemigos, publicado en España en 2004, texto que provocó un intenso debate. Clarke sostiene allí, a propósito de la lucha antiterrorista, que, por ejemplo, se exageró la participación de Al Qaeda y Osama bin Laden en los atentados del 11-S, razón por la cual se opuso a ciertas iniciativas contraterroristas impulsadas por la Administración de George W. Bush, como la intervención en Afganistán e Irak. Justamente, esta discrepancia provocó su salida del círculo de poder de la Casa Blanca en 2003.

De reciente publicación en EE UU, acaba de editarse en España su último libro, Guerra en red, que promete no menos polémica que la suscitada a raíz del anterior trabajo mencionado. A medio camino entre un volumen de memorias, un ensayo histórico y un relato periodístico, en el presente libro, Clarke hace públicas sus consideraciones sobre los peligros que acechan a la seguridad en Estados Unidos, denunciando la poca preocupación que, a su juicio, han prestado al asunto las respectivas administraciones en el poder. Aunque firmado en colaboración con Robert K. Knake, el libro está escrito en primera persona, lo que da una idea formal del grado de protagonismo del autor. Para algunos de sus críticos, en realidad, un afán de protagonismo, cuando no de exhibicionismo y presuntuosidad.

Internet fue concebida en la década de los 60 del siglo XX como vehículo de comunicación entre universidades, diseñada para ser utilizada por algunas pocas miles de personas, pero no para miles de millones de anónimos usuarios, desconocidos entre sí, y que no tienen por qué confiar unos en otros. Las redes sociales (como Facebook), de gran impacto en nuestros días, surgieron de modo bastante semejante. La actual empresa AT&T fue la primera compañía de telecomunicaciones que sacó fuera de los ámbitos originarios el uso de la nueva tecnología para navegar por la Red, extendiéndola a las corporaciones y el consumo privado en los domicilios. En el momento presente, raro es el uso de información y la gestión de cualquier tipo que no dependa de Internet. El ámbito humano de comunicación es, cada día más, ciberespacio.

El ciberespacio lo conforman todas las redes informáticas del mundo, conectadas y controladas entre sí. Comprende Internet, pero también las redes transaccionales a través de las cuales fluyen datos y dinero, negocios con valores y operaciones con tarjetas de crédito. La conexión conduce, por tanto, casi sin remedio a la interconexión. Hoy, por ejemplo, la mayoría de ascensores y fotocopiadoras de usos convencionales incorporan microordenadores conectados con terminales relacionadas con los servicios de fabricación y mantenimiento de los productos. Muchos de estas prestaciones vienen ya incluidas en las nuevas contrataciones de los mismos. No hay, en principio, mucho problema cuando las cosas funcionan como uno espera o desea. Sencillamente, regalas información a no sabes quién. En ocasiones, información sensible o relevante. Las trituradoras de papel en las oficinas, que destruyen documentos confidenciales o privados, pueden incluir parecidos dispositivos.  De fábrica o añadidos posteriormente por tampoco sabemos quién.

El dominio y la omnipotencia de la informatización en las sociedades conllevan determinados efectos que no pueden ignorarse. Un sencillo colapso o incidente paraliza abruptamente los protocolos básicos de actuación. Ante una ventanilla de las administraciones públicas o en una oficina de la empresa privada, si el sistema informático se bloquea o las interconexiones se colapsan, vuelva usted mañana. Esto por lo que tiene que ver con fallos circunstanciales no provocados intencionalmente. ¿Qué ocurre cuando tras la incidencia está la mano del cibercrimen o el ciberterrorismo? ¿Y qué decir de la «ciberguerra»?

¿Cómo definir la guerra en la red? Respuesta de Clarke: «aquellas acciones realizadas por un Estado-nación con el fin de penetrar los ordenadores o las redes de otra nación y el propósito de causar daños o perturbar su adecuado funcionamiento.» (pág. 23). No hablamos de ciencia-ficción. El primer capítulo del libro refiere casos reales acontecidos en los últimos años: las sospechas de que Israel ejecutara un asalto cibernético en una planta nuclear en Siria; otro, un ataque de Rusia sobre Georgia que bloqueó sus sistemas informáticos; uno más, en fin, proveniente de Corea del Norte que perturbó las operaciones en EE UU y en Corea del Sur. Hay sospechas de más hechos sucedidos, pero la mayoría no han sido hechos públicos.

A resultas de estas circunstancias, los conceptos mismos de «guerra» y «conflicto bélico» han sido trastornados. En nuestros días, el poderío militar de un Estado ya no depende básicamente del número de tropas o del armamento de que se disponga. De poco le serviría a una superpotencia, si Estados-nación pequeños (también, los denominados «canallas») o, simplemente, grupos organizados de «ciberguerreros», interfiriesen, por medio de ataques organizados, servicios básicos, como la red eléctrica del país. Esto es lo que se denomina «guerra asimétrica», que cambiaría radicalmente el actual equilibrio geoestratégico de defensa.

Sobre el diagnóstico del asunto no hay demasiada discusión, al margen de identificar la auténtica o exagerada gravedad del problema. La controversia gira sobre las medidas que deben tomarse a fin de reforzar la seguridad de las democracias. Estamos, en consecuencia, ante el clásico conflicto político e ideológico acerca de la prevalencia de la libertad o la seguridad. Richard Clarke patrocina que lo segundo prime sobre lo primero. Funcionario de profesión y vocación, al fin y a la postre, lamenta que Internet siga sin tener control gubernamental, defiende sin reservas una mayor intervención y regulación del Gobierno sobre las empresas privadas, a las que habría, a su juicio, que imponer protocolos de seguridad y actuación, no importa su dimensión ni su coste. La Administración, por tanto, tendría bajo control no sólo las propias áreas públicas que la Constitución le reconoce, sino hasta las privadas, con derecho a actuar en su gestión. Todo ello, siempre, en nombre de la seguridad nacional.

La propuesta de Clarke de constituir un Cibermando, que regule y coordine el resto de organismos responsables de temas de seguridad, a las órdenes de un «ciber-zar» (¿quién sería el designado para tal plenipotenciario ciberpuesto?) no ha tenido acogida en los gobiernos republicanos norteamericanos. Por lo que parece, incluso la actual administración demócrata, comandada por Barack Obama, advierte demasiadas intromisiones en el ámbito de la libre empresa, los derechos civiles y la privacidad como para admitir las advertencias del veterano de guerra (en la red). La prueba de que el autor no se ha rendido queda patente en el lanzamiento del presente volumen.


viernes, 8 de abril de 2011

«ABSOLUTA-MIENTE»


Cuando un político, para enfatizar su discurso, emplea el término «absolutamente», normalmente está mintiendo. Si usa muy a menudo la palabra «absolutamente», es que miente absolutamente.


miércoles, 6 de abril de 2011

VERANO EN VERONA




Hay una Verona real y una Verona de fábula. Cierto es que no refiero una característica singular, por tratarse de una circunstancia que concierne a prácticamente todas las ciudades del mundo, urbi et orbi. Aun así, tal vez en Verona esta distinción sea más apreciable que en otras. La Verona davvero hay que descubrirla por partes, por capas arqueológicas, según ha ido creciendo la historia y la hierba sobre el estrato fundacional. La Verona de leyenda aquí la llaman Julieta, dicen que hija natural de un noble Capuleto, aunque, en realidad, lo fue de la hidalga imaginación de William Shakespeare.
Los veroneses no son todos pintores, pero están encantados con la ciudad en que viven, un sentimiento que no juzgo, de ninguna manera, una exageración. Al atardecer, el canto se torna bel canto durante los meses estivales, cuando da comienzo la temporada operística. El magno festival musical tiene lugar en  el privilegiado anfiteatro de la Arena, otro tótem de la villa, que solapa en muchos otros encantos urbanos, un árbol que a menudo no deja ver el bosque. Aunque, nada hay que temer. Verona, en verano, se torna un bosque muy animado.
Los afortunados que han conseguido entradas para el circo reconvertido en teatro, vestidos con sus mejores galas, hacen el paseo triunfal por la Piazza Bra hasta alcanzar la Arena, donde tendrá lugar, a la luz de la luna, la velada operística. Il Trovatore, Rigoletto o I Puritani suenan triunfales cada verano en el coso de Verona. Este año toca Aida de Verdi. Los menos afortunados, pero no por ello gente amargada, sentados en las terrazas que alegran la plaza mayor, se consuelan contemplando el cortejo, mientras paladean un helado de tutti fruti. Unos y otros —y todos los demás— mantienen vívidas conversaciones, sean soto voce (alabando, en la grada de la Arena, un do de pecho del barítono o un trino de la soprano) o viva voce (en la playa empedrada, a través del telefonino o desde un extremo al otro de la explanada). 



La obertura de la ópera eleva al cielo estrellado sus primeros compases imponiendo el silencio en el teatro al aire libre. Pero lo que es en la plaza pública, el verdadero festival no ha esperado la señal del director de orquesta para comenzar la actuación. Allegro, ma troppo, davvero. Hace horas que el público ha tomado el escenario de la Piazza Bra. En un ángulo, al norte, los coros de la parroquia compiten con las arias populares. En el centro, mezzo espontáneas suenan como contraltos. En el sur, no hay conversaciones a dos, hay duetos, aunque, en realidad, en este espacio libre todo el mundo participa. En las dos áreas rumorosas, teatro y foro, se escenifican funciones en paralelo: en una, el auditorio escucha y no habla; en la otra, la concurrencia habla y no escucha. Pero, todos cantan.


Los visitantes, en su mayoría, limitan su agenda a recorrer el perímetro urbano al trote: visita a la casa de Julieta, la cual no existe ni existió davvero, y dos vueltas matutinas al ruedo, en el circo romano-veronés, que si es real, aunque ya no es lo que era. Si hay tiempo, antes de volver al autobús, atraviesan el centro urbano al galope, como queriendo batir un récord. En la Piazza delle Erbe, a escasos metros de la casa-museo de cerámica de Julieta, al comprobar que no acude Romeo, se impacientan mucho, mostrándose dispuestos para lo siguiente: «¿Y ahora qué?». Falta rastrear algún mercadillo. Pocos turistas reparan, sin embargo, en las muchas y preciosas gemas que acoge la ciudad y que como mínimo exige pararse unos minutos ante ellas.
De Verona sorprende su situación geográfica: una lengua de tierra circundada por el río Adige, que le hace recogerse, serpenteando, en un doble meandro. La Portoni di Bra, un conjunto de arcos almenados, constituye un perfecto atrio o portal desde donde penetrar en la ciudad, tomando, luego, la Piazza Bra como gran zaguán de la ciudad antigua. Para conseguir una perspectiva más amplia —que en las dimensiones ciudadanas en las que nos situamos no puede esperarse que resulte enorme—, la Porta Nuova nos da paso a tomar la medida de la villa siguiendo el lindero que rodea las murallas medievales.
A vista de pájaro, Verona se me antoja un corazón, o una gran V: la V de Verona. Esta disposición urbanística proviene del primer asentamiento romano. La ciudad «romana» de Verona duerme su larga noche de la historia cubierta por pavimentos yuxtapuestos, manteniéndose prácticamente íntegra. El trazado urbano posterior, el que hoy contemplamos, no se desvía mucho de aquél.


En algunos lugares, los restos romanos saltan a la vista. Es el caso del grandioso circo de la Arena, construcción del siglo I a. C. de imponentes proporciones y muy bien conservado, a pesar de haber sido zarandeado por terremotos y golpeado de mil formas por el paso de los hunos y de los otros. Sus cuarenta y cuatro gradas pueden acoger a más de veinte mil espectadores. Atravesando el Ponte Romano, también llamado Ponte Pietra, completamente reconstruido, se accede al Teatro Romano erigido junto al río, en la falda de la colina que preside el Castel San Pietro, hoy vecino del Museo Arqueológico. Otro brote de la ciudad romana que sigue en pie es la Porta dei Borsari. En la actualidad, enlaza el Corso dei Borsari y el Corso Cavour.
En buen estado continúa, igualmente, junto al Castelvecchio, el arco de los Gavi, de la época de Augusto. La mayor parte de la antigua ciudad romana sigue allá abajo, oculta o entrevista. En no pocas calles y plazas podemos asomarnos al pasado a través de observatorios en el suelo que permiten divisar el vientre materno, el sedimento y el vestigio de Verona. En algunos puntos de la via Leoni y de la Piazza dei Signori, las antiguas calzadas romanas se perciben muy vivamente.
El pasado medieval goza, como no podía ser menos, de notable lozanía. En dirección al Ponte Pietra, antes de alcanzar la Piazza San Anastasia, destaca, cual cuerpo incorrupto que debe reverenciarse, la via Sottoriva, una estrecha callejuela que transcurre paralela al río y al Lungadige Donatelli, o paseo y mirador que sube desde el Ponte Nuovo hasta el Ponte Pietra. Muchos viandantes, atraídos por el Ponte se saltan la via. Error. La via Sottoriva luce una belleza de muchacha galana y tímida, habla poco, guardando grandes encantos que hay que descubrir. Como esta calle tan femenina, de beldad, hay muchas otras en Verona, davvero.

Antigua Roma, Medioevo y Renacimiento se abrazan, como tres gracias, en Verona, compitiendo en nobleza y preciosidad. Esta síntesis la vemos representada en la Madonna Verona, soberbia dama encaramada sobre una fuente del siglo XIV que ocupa el centro de la Piazza delle Erbe, que es lo mismo que decir la entraña de la ciudad. Al torso de la graciosa estatua romana le fueron añadidos posteriormente los brazos y la cabeza, según el gusto de las épocas correspondientes. Radiante y húmeda, la Madonna, alegoría de Verona, presencia presidencial de la villa, exhibe el secreto de la juventud rodeada de bellos frescos pintados sobre las fachadas de los edificios regios que la circundan. Y ahí está ella, tan fresca: cuerpo romano con extremidades y testa ortopédicas, pagana y cristiana, manteniendo el tipo y el ritmo de la villa veronesa en plaza medieval, montada, a su vez, sobre el antiguo foro, rodeado éste de edificios y palacios construidos en los siglos XI y XII y remodelados en el XV y el XVI. Que las épocas y los estilos pueden convivir armoniosamente lo demuestra Verona sobremanera, unos montando sobre los otros
En un extremo de la Piazza delle Erbe sigue en tensión el arco de la Costilla de Ballena, invitándonos a entrar a la Piazza dei Signori. Pasamos entonces a un mercado bullicioso, antes de coles y hoy de baratijas, a una señora plaza, por tanto, con todas las de la ley. Un espacio luminoso donde compiten, en elegancia y bravura, palacios civiles, tan ilustres como el Palazzo del Comune, actual tribunal de justicia, y el Palazzo del Capitano, o de los Tribunales.
No lejos de donde nos encontramos está domiciliado el Palazzo degli Scaligeri, vivienda de la familia más importante de la villa, que la gobernó durante más de un siglo, dejando grabadas en esta piel de piedra sobre piedra sus huellas más reconocibles y memorables. Entre estas distinguidas paredes vivieron y murieron señores muy principales, quienes al objeto de dejar recuerdo en el mundo y en el más allá de sus pasos no se conformaron con cualquier cosa. Para darse a la gloria de Dios ordenaron recibir sepultura bajo las Arche Scaligeri, conjunto funerario monumental situado entre la plaza  y la iglesia de Santa Maria la Antica.
Sobre una de las entradas de la iglesia hay una copia de la estatua ecuestre de Cangrande I, este gran patricio de perpetua sonrisa, entre bobalicona y estúpida. La pieza original puede verse en el Castelvecchio, castillo que mandó construir el Gran Can en la ribera del río, para vivir a resguardo de sus súbditos. ¿De qué se reía este caballero? Sin duda, de ellos, de sus vasallos, quienes debieron mostrarle serios gestos de hostilidad a juzgar por el hecho de que buscase  refugio en semejante fortaleza, a prueba de motines y sublevaciones. Que allí se sentía seguro, lo delata la sonrisa de tunante que ofrece la imagen de piedra. El castillo es majestuoso, no tanto como pueda serlo el de los Sforza en Milán, pero sí bastante imponente. De su interior arranca el Ponte Scaligero— llamado así porque por estos pagos prácticamente todo pertenecía a la poderosa familia—, el cual servía de vía de escape para sus moradores, cuando eran amenazados, no por las fuerzas extranjeras, sino las locales. 


Pasando a la otra orilla del río, el paisaje se torna más calmado y recoleto. Volviendo a cruzar el puente, en dirección al noroeste por el Ponte Risorgimento, llegamos a la bellísima basílica románica de San Zeno Maggiore, edificada en honor al patrón de la ciudad, San Zenón. He aquí, de nuevo, davvero, el milagro sincrético de Verona, la reunión amistosa de estilos y edades, bizantino, otomano y románico, como si no pasaran los siglos en esta villa intemporal. En el interior de la basílica, sobre el altar mayor, hay que quitarse el sombrero: el tríptico de Mantegna, Virgen con niño.


Grande artista fue, en verdad, Mantegna, aunque para confirmar la apreciación justo será ver su obra en la ciudad en que plasmó las mejores obras, y donde murió, en Mantova, o sea, Mantua. Hacia allá nos dirigimos.

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