martes, 5 de abril de 2011

«MAL CONSENTIDO» de AURELIO ARTETA




Aurelio Arteta, Mal consentido. La complicidad del espectador indiferente, Alianza Editorial, Madrid, 2010, 319 páginas

El primer juicio que merece ser señalado a propósito del último libro de Aurelio Arteta, Mal consentido, es el que tiene que ver con su valentía, sin paliativos ni excusas de ningún tipo. También con la franqueza de su discurso, sin evasivas ni huidas hacia delante o hacia atrás. Porque valeroso y esforzado supone, para empezar, haberse arriesgado a dar a conocer un ensayo de filosofía al público español, tan poco proclive a estos temas. Un estudio de investigación, para mayor audacia, que entra directamente en materia de moralidad (individual y pública), y que, para mayor abundamiento, no oculta un afán moralizador (más que moralista). Un texto, en fin, que no sólo hace pensar, sino que reprueba y denuncia las conductas acomodaticias y cobardes que afectan a una amplia sección de la población. Si no es esto valor, sigamos leyendo.
Aurelio Arteta, curtido en la batalla de las ideas, no es la primera vez que acomete una empresa intelectual y un desafío moral de este fuste. Catedrático de Filosofía Moral y Política en la Universidad del País Vasco, ha dedicado buena parte de su trabajo investigador y docente a la reflexión sobre la naturaleza y consecuencias del mal, sin desatender las raíces morales y políticas del problema ni tampoco las materias adyacentes o próximas al mismo. A este respecto es esencial recordar que entre sus obras publicadas destacan La compasión. Apología de una virtud bajo sospecha (1996) y La virtud en la mirada. Ensayo sobre la admiración moral (2002), dos notables trabajos de discernimiento racional y «educación sentimental» que están en la base del libro que ahora nos ocupa.
Preocupa a Aurelio Arteta identificar el mal cometido y el mal padecido, pero no menos que el mal consentido. Sin éste, aquéllos no prosperan. En la fenomenología del mal actúan un agente y un paciente. Pero en la escena del drama humano participa un tercer elemento, sin el cual, la trama tendría otro recorrido y destino. Nos referimos a la figura del espectador indiferente, quien, fundiéndose en la masa, conforma el público, en general (no siempre respetable público). Aquel que contempla el horror, el dolor ajeno, sin inmutarse, sin actuar, es, lo sepa o no, responsable también del mal. Por omisión. Desde un punto de vista moral, social y público, el espectador indiferente es cómplice del padecimiento ajeno en la medida en que llega a convertirse en un requisito necesario, y a menudo hasta suficiente, del daño causado: « ¿O es que sin el consentimiento de tantos iba a tener lugar tanto mal?» (pág. 14).
El mal consentido representa la antítesis de la compasión. La tolerancia abstracta, el relativismo y el «nihilismo ambiental» se han apoderado de las sociedades hasta el punto de ahogar el sentimiento compasivo en los individuos. Mientras tanto, crece el descrédito del heroísmo y el espíritu del sacrificio, valores hoy en desuso. La retirada individual ante la responsabilidad y la dimisión del papel de ciudadano son las necesarias e inmediatas consecuencias de esta situación.
Así pues, cuando la piedad y la admiración moral declinan, el mal encuentra el camino allanado para poder expandirse sin freno alguno. La insensibilidad pública posibilita la práctica impunidad del criminal, quien merece pareja consideración social y moral que una víctima (palabra maldita) o un ser virtuoso (otro término caducado). Aurelio Arteta tenía, pues, perfectamente labrado el terreno para llegar a la consumación del trabajo presente.
 La distracción constituye, en rigor, la negación de la acción. La sociedad, narcotizada por el pan y circo, simplemente, no quiere problemas, quiere que le dejen en paz. Educada para comportarse como ciudadanía reclamante de derechos, es refractaria a los deberes. Resuelta en recibir ayudas, se muestra remisa en darlas a los demás. En este panorama, cuando ruge la marabunta, la gente suele mirar para otro lado y exclamar: «Yo no he hecho nada». Desde el momento en que es persuadida de que la paz y la libertad son gratuitas y negociables, la sociedad civil deja de serlo, para volverse masa, sencillamente asustadiza, consentidamente maleable. 


Los prejuicios ordinarios y las excusas al uso —junto a la crisis de valores anteriormente mencionada— arman un prontuario de pretextos que funciona en las comunidades en retirada como un botiquín de emergencia. Con excusas, el espectador aspira a sobrevivir, sin más, protegiéndose al mismo tiempo de la mala conciencia: «Todos habrían hecho lo mismo»; «Si no lo hago (o lo consiento) yo, lo hará (o consentirá) otro»; «Todos lo hacen»; «La vida es corta»; «Mi contribución no sirve de nada»; «Me limito a mi trabajo y lo que es de mi competencia»; «Todo esto es muy complejo». Todo vale, en efecto, para no verse ni sentirse concernido con la «mala suerte» de las víctimas. Si el espectador impasible es señalado con el dedo, acusado de cobardía, la indiferencia, entonces, se torna ira e indignación: «¡y quién eres tú para juzgar a nadie!»
En la abierta y cruda exposición de este asunto tan escabroso, Aurelio Arteta tiene presente Auschwitz, el Gulag y los grandes horrores sufridos a lo largo de la historia. Ahora bien — según reconoce en las primeras páginas del volumen—, es la circunstancia de vivir y trabajar en el País Vasco el principal inspirador de su indagación. No hay en ese punto contradicción ni incompatibilidad, porque la cuestión planteada afecta a la condición humana, no a una comunidad en particular. Sucede que en el centro del huracán, siente uno más intensamente la violencia del viento.
El terrorismo representa hoy en el mundo contemporáneo la máxima expresión del mal, causa de muerte, dolor y horror para millones de personas. Un mal que en España sigue activo, condicionando la vida y la libertad de los ciudadanos, dividiendo a la sociedad y viciando la convivencia política. La rotunda condena del terror y su derrota no concitan unanimidad en la población ni en los poderes públicos. Sobre el particular todavía existen muchas reservas y múltiples matices que hacer. Mas, sólo desde un sectarismo social sin escrúpulos, un derrumbe moral sin remedio y una corrupción política de vocación ultra-schmittiana puede sostenerse que hay un terror «amigo» y un terror «enemigo», un terror «de izquierdas» y un terror «de derechas». Sólo desde una mentalidad cómplice puede justificarse lo injustificable, excusar lo inexcusable y consentir (determinado) mal.
Llegados a este punto, resulta muy oportuno referir la siguiente sentencia de Albert Camus, citada por Arteta, y que resume, con gran precisión, el admirable propósito que guía el último ensayo del filósofo español: «Pues usted acepta silenciar un terror para combatir mejor otro. Y algunos de nosotros no queremos silenciar nada.» (pág. 133).

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