domingo, 15 de mayo de 2011

¿INDIGNAOS O INDIGNADOS?


Ante el indiscutible éxito editorial del libro ¡Indignaos!, de Stéphane Hessel, algunos han mostrado su desconcierto a la vista del hecho de que un ensayo, género poco apreciado por el lector español, haya vendido, de momento, más de 200.000 ejemplares en nuestro país (muchos más en Francia y otros países del orbe). Total, se dirá, a propósito de un texto que sólo preconiza la indignación y la rebeldía, así sin más, ni más.  

Un panfleto que sentencia la «dictadura de los mercados» (portentoso oxímoron) y exige más regulación política en la vida, la libertad y la propiedad de los individuos (cuiden la cartera y renueven el pasaporte). Un librito con «Introducción» de José Luis Sampedro, otra vieja gloria de la revolución perdida, aunque de permanente reclamación.
Una soflama, en suma, sin análisis serios ni propuestas fundadas ni alternativas argumentadas que ofrecer, que es un éxito de ventas. ¡¿Cómo es posible?! Calma, no se me subleve, querido lector. ¿Acaso creía que indignarse es algo más que eso…?


A la vista de la reactivación de esta pasión desaforada, o sea, la indignación (curiosamente otra vez, en las calles, unos días antes de unas elecciones en España...), desempolvo de la hemeroteca, para quien le pueda interesar, un artículo que escribí para Libertad Digital, titulado «Santa cólera y justa indignación» y publicado el 1 de febrero de 2005. Ofrezco en esta ocasión una versión revisada y reducida del mismo.

«Pese a que la cólera y la indignación componen, en compañía de otros vocablos enérgicos, una galaxia de pasiones del alma altamente inflamable y muy ruidosa, o quizás precisamente por ello, es habitual distinguir a estas emociones desatadas con unos adjetivos muy solemnes y cualificados. Desde Aristóteles, es costumbre interpretar la indignación como una honorable descarga de espíritu justiciero (la “justa indignación”). La cólera se considera, asimismo, como una exaltación propia de dioses y héroes (la “cólera de Aquiles”).
De la irrupción de estas turbaciones es preciso precaverse por lo que conllevan de actuación y maquillaje, así como de quienes se sirven de ellas con fines espurios.


Una muestra más de estas virtualidades apasionadas ha quedado confirmada en la reciente manifestación convocada por la Asociación Víctimas del Terrorismo en la que algunos árboles no han dejado ver el bosque y unos cuantos han querido sacudirlos a fin de recoger sus frutos. O hacer como que son zarandeados con similar propósito. Curiosamente, advertimos esta actitud hipócrita en personas a quienes les irrita e indigna sobremanera que otros hagan lo propio, aunque en dirección contraria.
De este modo, la ira retrocede, disminuye y pierde valor en el momento en que los humillados y ofendidos pertenecen a una parroquia compuesta por fieles, o infieles, con los que uno no comulga en absoluto. No hay que extrañarse demasiado por este fenómeno de sectarismo y travestismo político y social, puesto que no evidencia una anomalía de la fenomenología de la cólera y la indignación, sino la exacta definición de su sentido y significación.
Es característico de ambas pasiones —cólera, indignación— lo selectivo y partidista de su empleo. Asociada comúnmente a la idea distributiva de la justicia (y no, por ejemplo, la conmutativa) se da a entender que quien expresa cólera e indignación ante una determinada acción o situación ya tiene inmediatamente asegurada la legitimación, quedando su reivindicación sólidamente blindada.
No hay, pues, razones para indignarse. Ocurre que uno ya tiene razón por el hecho de indignarse. Si rojo de ira y vibrante de cólera expone una denuncia o queja, por algo será, algún motivo tendrá… No es insólito escuchar esto. Suceden, no obstante, cosas más serias: aquel que se refugia tras la fama y la flama de estas emociones encendidas, no suele reconocer en el otro el derecho a esgrimirlas.
En consecuencia, hay quienes tienen derecho a indignarse y montar en cólera a la menor ocasión, persuadidos de que su causa es incuestionablemente justa, hasta el punto de que, de hecho y derecho, el paradigma de la justicia les pertenece. Y hay, en el otro lado, a quienes no se les reconoce el derecho de disfrutar de semejante don. He aquí una distinción, por lo demás, inapelable y que salta a la vista.

Fernando Savater, días después de la citada manifestación ciudadana en contra de la re-legalización de Batasuna (lo contrario de relegarlo a la ilegalidad)y de cualquier clase de entendimiento y negociación con el terrorismo, y en referencia a ciertos participantes en el acto que presuntamente se insolentaron contra la autoridad, de lo militar, por supuesto, escribe indignado:

Está meridianamente claro que el radicalismo obtuso de ese grupo, fuera más o menos numeroso, no expresaba ninguna santa cólera, sino sólo el pataleo intransigente de quienes siempre están deseando rebasar y pervertir los cauces de expresión democráticos en nombre de las supuestas urgencias incontenibles del pueblo ultrajado.” (Fernando Savater, “La orejas del lobo”, El País, 27/1/2005). 
 
Por lo visto y leído, existen energúmenos de distintas clases. Por una parte, los que se cabrean y agitan legítimamente porque les mueve la cólera santa, pero laica, y tienen todo “meridianamente claro”. Por otra parte, los “obtusos”, los privados de cólera, sea santa o laica, que no tienen derecho al pataleo ni pueden sentirse “pueblo ultrajado”.
En el especial que publicó El País (siempre, ay, El País) a finales de la pasada centuria, “21 respuestas a las preguntas del siglo XXI”, Savater se ocupaba del interrogante “¿Qué será de la ética?”. Allí afirma lo siguiente: “no creo que la indignación moral pueda suplir en modo alguno la reflexión política. Es más, puede obstaculizarla en lugar de purificarla y favorecerla.”
Con tales palabras, diríase que el autor abogaba por la adopción en la vida pública de una actitud medida y equilibrada, alejada, por tanto, de la némesis, y distante de aquellos dinámicos filósofos que dicen “entender la política como traducción práctica de la indignación moral” (verbigracia, Reyes Mate). ¿Será, será, que en esta ocasión nuestro autor ha abandonado la serena reflexión y se ha dejado llevar por la santa indignación, iluminado por la ciega justicia…? ¿O acaso juega a la equidistancia?
Aún hay más. Pues, colmados estamos de ejemplos muy poco ejemplares. Hastiados, también, de asistir a la exhibición diaria de las ocurrencias de los intelectuales, esos “portavoces de la indignación informada” (Peter Sloterdijk, El desprecio de las masas). Saciados, asimismo, de asistir a una inagotable profesionalización de la indignación, también conocida como “indignación del oficio” (David Gistau,“Los indignados”, La Razón, 30/8/2004). […]
Algunos catedráticos de Ciencia Política no se quedan mudos tampoco. Vicenç Navarro se refirió no hace muchos años (8/1/2003) en El País (siempre, ay, El País) a la violencia practicada por el bando de la República en 1936 como un caso excepcional de “violación de los derechos humanos”, aunque puntualizó a continuación que “por lo general tales actos fueron espontáneos, como resultado de la indignación popular por el golpe militar de 1936 y en respuesta a las brutalidades realizadas por el bando franquista”.
Tampoco echamos en falta la inevitable fundamentación filosófica de la cosa. El teórico marxista Ernst Bloch distinguió en los años 70 entre el “odio de razas” y el “odio de clases”. El primero, representado por Hitler, sería condenable, mientras que el segundo, excusable y aun ensalzable: “tiene una fundamentación desde Espartaco hasta Marx y sus motivos son en parte elevados”.
Ocurre que “la ira”, añade, “tiene motivos superiores […], es una fuerza que ha llevado al asalto a la Bastilla, a la derrota de Swing-Uri, a la indignación por dignidad humana”.
Hoy, los profesionales de la indignación todavía hacen gala de una osadía sin freno. José Saramago al cumplir los 80 años, tras ser agasajado en un acto en Brasil, declara en el momento de los brindis: “En los años que me restan, habrá más libros y, sobre todo, más indignación”. Amén. 


“Santa”, “justa” y da esplendor. A más de uno la indignación, “su misma bella indignación”, escribe irónico Nietzsche, “le sienta bien, el injuriar es un placer para todo pobre diablo: es una pequeña embriaguez de poderío”. (“Incursiones de un intempestivo”, El ocaso de los ídolos).»

2 comentarios:

  1. ¿Está mal el nombre del título?
    Creo que debería ser "Indignados", que es el imperativo Indignad+os.
    ¿Alguién puede aportar alguna certeza?

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  2. Mucha cita y poca chicha. Y no sé como alguien puede dar crédito a los exabruptos de Fernando Savater (alias "La voz de su amo"), el antiguo clerófobo hoy convertido en sumo pontífice del establishment. ahora bien, el artículo está trabajado, tanto como cargado de inmovilismo.

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