lunes, 28 de noviembre de 2011

UN INDULTO QUE ES UN INSULTO


El indulto al consejero delegado del Banco Santander, Alfredo Sáenz, emanado del último Consejo de Ministros del Gobierno Zapatero, es un insulto a la Nación española. 

Cuando todavía sigo perplejo (y con la mosca detrás de la oreja) por la aparente tranquilidad con la que el PSOE ha asumido la derrota electoral, me preguntaba qué última barbaridad preparaba el Ejecutivo saliente. ¡Adiós y hasta nunca...!

Resulta que no ha sido la orden de demoler el Valle de los Caídos, subvencionar la eutanasia con deuda perpetua, suprimir impuestos y tasas en la construcción de nuevas mezquitas en España o cosas así. Ha resultado ser que, aprovechando que la prima de riesgo soberana y la deuda soberana pasan por La Moncloa y La Zarzuela, han decidido saldar una deuda privada. Cuando la mayoría de españoles tiene que apretarse el cinturón, otros no se sueltan los rojos tirantes...
El próximo día 9 de diciembre, Zapatero acudirá, ¡en calidad de Presidente del Gobierno español!, a una nueva Cumbre europea con el propósito de convencer a los presentes de que nuestro país es muy serio. Porque aquí pagamos las deudas... 

Será, sin duda, muy convincente. Eso será el día 9 de diciembre, cuando el país esté toda la semana de Puente, demostrando así a Europa y al mundo entero, con hechos no con palabras, por qué deben confiar e invertir en España.

La publicidad del Banco Santander proclama en estos últimos tiempos que la sostenibilidad ―o sea, la Economía Sostenible Z.P.― le parece una buena idea. Veremos ahora si la entidad, tan poco sostenible ella misma, ha cambiado de idea, de chaqueta o de tirantes. 


En una anterior entrada escribía aquí sobre este mismo tema en un post titulado La España de Garzón, Botín y otros ejemplares.

domingo, 27 de noviembre de 2011

¡HARPO HABLA…! DEL HOTEL ALGONQUIN DE NUEVA YORK



«El Algonquin era un lugar excéntrico. Yo no podía entenderlo del todo.
Obviamente, no era un hotel de cómicos, porque nadie en el vestíbulo es­taba jugando pinacle a dos manos ni leyendo Billboard. No tenía el olor de los hoteles de viajantes, y no tenía los decorados cursis de una trampa para turistas. Si no era nada de esto, tenía que ser una fachada, una puesta en es­cena para ocultar algo. Pero qué ocultaba el Algonquin tras su fachada, tam­poco podía adivinarlo.
Cuando pregunté por la habitación del señor Woollcott, el hombre de la recepción me miró con curiosidad. Yo pensé: Ay, Dios, me va a pedir la contraseña. Pero seguramente decidió que yo era de fiar. Me dio el número de una suite del segundo piso.
Cuando llegué al apartamento me sentí mucho mejor. Sólo había ocho tipos jugando a las cartas en una habitación llena de humo y sembrada de ceniceros, tazas de café, chaquetas y corbatas abandonadas y montones de fichas de póker.
Woollcott, ahora en mangas de camisa como los demás, dejó sus cartas, se levantó de un salto y me tomó por el brazo.
—Harpo —dijo—, te presento al Club Literario y Escalera Incompleta Ta­natopsis. Harpo, Tanatopsis. Tanatopsis, Harpo.
¿Tanatopsis? ¿Qué era eso? ¿Un grupo de conspiradores griegos? Los tipos de la mesa parecían bastante simpáticos. Sonrieron y dijeron cosas corteses. Yo dije:
—Terminen la mano, por favor —y se pusieron todavía más simpáticos. Cuando acabaron la mano, Woollcott me los presentó uno por uno.
Sólo un nombre me sonaba de algo: Frank Adams, «F.P.A.», el famoso co­lumnista de La torre de mando. Groucho y yo habíamos enviado colabora­ciones a La torre de mando desde hacía años y habíamos logrado que se pu­blicaran algunas. Nunca me imaginé que le estrecharía la mano al Guardián de la Torre en persona. En cuanto al resto de los jugadores, sólo recordarlos como un montón de tipos llamados «Benson», que era a lo que sonaba uno de los nombres. Tengo una memoria desastrosa para los nombres. […]

La tertulia del Algonquin se desarrollaba en el primer piso con frecuencia en una mesa redonda situada en un rincón del comedor. Años más tarde, cuando todo el mundo se puso nostálgico por los años veinte, esa mesa llegó a ser conocida como la Mesa Redonda, y se escribía sobre la gente diciendo que habían sido «Miembros» de la Mesa Redonda del Algonquin.
El Club Tanatopsis tenía en efecto miembros oficiales, pero no así lo reunión del primer piso. No era más que una larga perorata, con gente que entraba y salía, comía, discutía, cotilleaba, contaba chistes, hablaba de negocios y sufría inspiraciones geniales. Junto al resto de los jugadores del se­gundo piso —Woollcott, Adams, Benckley, Broun, Swope, Kaufman, Connelly y Ross—, me pasé muchas horas en la Mesa Redonda. No se podía sa­ber quién más aparecería: había asiduos, como Deems Taylor, Donald Ogden Stewart, Peggy Woods, Jane Grant y Dorothy Parker, y descarriados como Helen Hayes, Charlie MacArthur, Edna Ferber, Bernard Baruch, Ring Lardner, Otto H. Kahn y Will Rogers.
Woollcott almorzaba en el Algonquin todos los días. A través de él conocí a cuatro mujeres extraordinarias, que estarían muy cerca de mí durante el resto de la década: la actriz Ruth Gordon, Neysa McMein, pintora e ilus­tradora, Alice Duer Miller, la novelista, y la brillante esposa de George S. Kaufman, Beatrice. […]
El Algonquin era refugio de los más brillantes autores, editores, críticos, columnistas, artistas, financieros, compositores y actores del momento. Aquél rincón del comedor era un semillero de narradores y conversadores. Pero, hasta que yo aparecí, no había ningún oyente de tiempo completo en toda aquella población. No me habrían acogido más cálidamente si hubiera estado en mi mano levantar la Prohibición.»
Harpo Marx, ¡Harpo habla!, Montesinos, Barcelona, 1988 (edición original 1961), págs, 139-142.




Por alusiones y menciones, añadiré algo sobre el célebre Woollcott, citado por Harpo en su autobiografía, y, como podemos leer, fue la persona que le introdujo en el Club.

Tomo de Wikipedia la siguiente referencia del personaje:
«Alexander Humphreys Woollcott (19 de enero de 1887-23 de enero de 1943) era un crítico teatral y comentarista estadounidense de la revista The New Yorker, y miembro de la Mesa Redonda del Algonquin.
Woollcott sirvió de inspiración para Sheridan Whiteside, personaje principal del obra El hombre que vino a cenar, de George S. Kaufman y Moss Hart1 , y para el no menos desagradable personaje Waldo Lydecker en la clásica película Laura. Woollcott afirmaba también que Rex Stout se inspiró en él para crear a su brillante detective Nero Wolfe, pero Stout lo negó.
Woollcott escribió la crítica del debut de Los Hermanos Marx en Broadway, I’ll Say She Is, y se convirtió en pieza fundamental en el renacimiento de la carrera del grupo cómico. Comenzó una larga y estrecha amistad con uno de sus componentes, Harpo Marx. Uno de los hijos adoptados de Harpo se llamó Alexander en homenaje al crítico.
Personaje polémico y demoledor crítico teatral, fue una de las personas más influyentes del panorama artístico en la primera mitad del siglo XX.»



Harpo rodeado de Art Samuels, Charlie MacArthur, Dorothy Parker y Aleck Woollcott









Harpo, haciendo honor a su papel en los Hermanos Marx, participaba poco en la tertulia y solía tener la boca cerrada. Lo que realmente adoraba era jugar a las cartas. Lo mismo que su hermano Chico, lo cual les acarreó sobrellevar severas deudas económicas durante muchos años. Groucho tuvo más de una vez que sacarles del apuro. Y eso que Groucho era muy mirado (vulgo, tacaño) en todo lo referente a los temas pecuniarios. Alguna película de la hermandad tuvo que hacerse, a toda prisa, para cubrir las deudas de los hermanos aficionados a los juegos de manos. Pero esa... es otra historia.


viernes, 25 de noviembre de 2011

LA REVOLUCIÓN FRANCESA SEGÚN THOMAS CARLYLE




Fuego y cenizas. La Revolución francesa según Thomas Carlyle, prólogo y antología de Ruth Scurr, traducción y apéndices de Vicente Campos, Ariel, Barcelona, 2011, 214 páginas

Probablemente, no haya mucha discusión a la hora de caracterizar la Revolución Francesa como el «gran relato» histórico par excellence. Hito entre los hitos de todos los tiempos, ha llegado a convertirse sin grandes dificultades en un mito grandioso, en un suceso intocable, fuente de donde nace la Modernidad, piedra sagrada de la religión laica, fundamento canonizado de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, materialización histórica de los ideales de Libertad, Igualdad y Fraternidad. En no pocos casos, los hechos devenidos en 1789 han adquirido el rango de epopeya, de hazaña, de epítome de El Acontecimiento.

Aunque la llama revolucionaria encendió Francia y cortó de raíz la estructura del Estado y la sociedad vigentes hasta entonces, los ecos y las deflagraciones que provocó apuntaban a la Historia Universal. El Siglo de las Luces, la Revolución, tenía vocación global, anhelo de totalidad, y, tal vez también, sembró la semilla de totalitarismo. El sueño de Rousseau (más que de Diderot) lo hicieron realidad Danton y Robespierre, en primera instancia. Napoleón Bonaparte, en un segundo acto, llevó la voz del pueblo francés más allá de las fronteras galas. Por la fuerza de las armas y la seducción que proporciona la épica revolucionaria, las tropas napoleónicas tenían paso franco por doquier, en pos de la conquista del mundo y la derrota de la Tradición y el Antiguo Régimen.

Hoy, Francia, nación moderna y occidental, conserva todavía la música y ¡la letra! de la Marsellesa como himno nacional, un canto que emociona a propios y extraños. El 14 de julio es la Fiesta nacional francesa, conmemoración y celebración de la toma de la Bastilla. La enseña tricolor mantiene vivo el orgullo y el patriotismo de un pueblo que cambió el mundo.

Todo cambió para que todo siguiese igual en materia de apreciación y valoración de esta gesta. La interpretación jacobina, revolucionaria, de los hechos de aquellos años de «fuego y cenizas» apenas ha tenido réplica. El revisionismo o el directo rechazo de los mismos tardaron en hacerse patentes, con la notoria excepción de Edmund Burke quien en 1790 escribe sus Reflexiones sobre la Revolución en Francia, donde, sin reservas ni excusas, juzga innecesario y condenable el sentido cruento de su desarrollo. Incluso el pensador de inclinación liberal, Alexis de Tocqueville, abordó con suma elegancia la cuestión en su célebre El Antiguo Régimen y la Revolución (1856).

Uno de los textos más valiosos relativos al fin de la Monarquía y el establecimiento de la República en Francia salió del intelecto y la mano de Thomas Carlyle, sobre el que acaba de publicarse en nuestro país una antología a cargo de Ruth Scurr.


Thomas Carlyle (Ecclefechan, Escocia, 1795 – Londres, 1881) fue uno de los más eminentes escritores victorianos. Con una sólida formación intelectual y cultural, que transita desde la teología a las matemáticas, Carlyle brilla en los estudios históricos y, sobre todo, en el ensayismo. No por casualidad, compartió amistad e intereses filosóficos con Ralph Waldo Emerson y John Stuart Mill, entre otros maestros en este género literario. Es autor de Sartor Resartus, una obra de carácter autobiográfica, Los héroes y El cartismo. Aunque su obra más celebrada es, justamente, Historia de la Revolución Francesa.

Ruth Scurr es directora de Estudios de Política y Asuntos Internacionales en el Gonville y Caius College, en Cambridge, donde ejerce, asimismo, como profesora de Política.

En 1834, un Carlyle con grandes apuros económicos y serios problemas personales, concibe la idea de narrar aquellos episodios nacionales datados en los días que reinaba en Francia Luis XVI. Lo que había sido planeado para cubrir una monografía a publicar en un solo volumen, pronto adquiere caracteres mayúsculos. El trabajo se extiende a lo largo de tres tomos, titulados, respectivamente, La Bastilla, La Constitución y La Guillotina. Hasta 1837, la concienzuda y apasionada labor absorbe las energías del escritor. Su misma composición no estuvo tampoco exenta de peripecias.

John Stuart Mill, quién a la sazón animó el inicio de la empresa narrativa de Carlyle, recibe de éste el manuscrito (único ejemplar) del primer volumen de la obra para su examen y evaluación. Pocos días más tarde, el autor de Sobre la libertad anuncia consternado a su amigo que uno de sus sirvientes había arrojado al fuego el pliego de hojas prestadas, tomándolas por material desechable. La desolación de Carlyle roza la desesperación. Pero, finalmente, se recompone física y psicológicamente del terrible accidente como paso previo para la reconstrucción del poema sobre la Revolución en Francia.

Porque, en efecto, de gran poema en prosa, de canto poético (no necesariamente apologético) debe entenderse la disertación carlyiana. Desde la más pura y estricta apostura romántica, el autor deja al margen el análisis y la crítica de los hechos. En palabras de la responsable de la presente edición antológica: «Lo que interesa a Carlyle es la gama completa de las emociones humanas en la Revolución, desde el clamor histérico de aquellos que tocan a rebato a la alegre despreocupación de los que no participan en nada. Siempre está planteando la cuestión: ¿cómo era estar allí?» (pág. 19).

Ahora bien, acaso la más precisa descripción del estilo de Carlyle tiene la firma nada menos que de Miguel de Unamuno, traductor de la primera edición española de la obra. Hace casi un siglo, Unamuno vertió al castellano, en versión íntegra, La historia de la Revolución Francesa de Thomas Carlyle, por iniciativa y propuesta de Lázaro Galdeano. Un tarea iniciada en 1900, y a la que dedicó casi dos años de concentración y esfuerzo.

En carta a Juan Arzadún, el Rector de Salamanca escribe lo que sigue en diciembre de 1900:

«Arma [Carlyle] su tinglado, se adelanta, suelta un discurso, con muchas interjecciones y admiraciones y puntos suspensivos y mucho de “y ahora van a ver ustedes, señores, etc.”; descorre la cortina, saca sus muñecos, les hace hablar, accionar y hablar. Les increpa, les anima, traba diálogos con ellos, les dice: ¡ya te profeticé yo, Petion, cómo habías de acabar” “Pero, ¿qué haces, cetrino Incorruptible? (Robespierre). Les pone motes, habla en primera persona, se mete en el escenario entre sus muñecos, interrumpe la representación para soltar un discurso, y añade: “pero volvamos a nuestro cuento”. Y todo esto entre un relámpago de metáforas, de ingeniosidades y descripciones... (Danton yendo a la guillotina. La Insurrección de las mujeres, la Fiesta del Ser Supremo), que chorrean en vida. Figúrate un Victor Hugo puritano y sin brida en la fantasía. Es un asombro de imaginación, ese Maese Pedro».

Sea bienvenido, pues, este resumen de la colosal pieza histórica y literaria de Carlyle. Aunque, tras leerla, tenga uno la sensación de haber quedado con hambre de lectura. Con ganas de disfrutar del festín completo de esta tragedia de «fuego y cenizas», de ruido y de furia, de patriotismo, republicanismo y sanculotismo, narrada por un escritor no menos colosal, esto es, a la altura de las circunstancias. Ojalá algún editor español se decida pronto a reeditar al completo este texto inmortal, descatalogado desde hace décadas en España



jueves, 17 de noviembre de 2011

EN EL HOTEL ALGONQUIN DE NUEVA YORK



«Entre 1907 y 1946, Frank Case, que amaba a los escritores, los acogió en su hotel concediendo y prorrogando créditos a quienes le agradaban. La iniciativa de "la Mesa Redonda del Algonquin" se debe a él. Desde 1920, y durante veinte años, unas treinta personas se reunieron a comer en la Pergola Room (convertida en la Oak Room) y después en la Rose Room, para intercambiar opiniones y convicciones literarias. Los miembros fundadores, todos ellos críticos, periodistas y editores, influyeron en el estilo de la literatura americana contemporánea: Aleck Woollcott, Heywood Bron, Frankn Asams, John Pter Tooley, Robert Benchley, George Kaufmann, Marc Connely, Robert Sherwood, Harold Ross y Dorothy Parker.







Pronto establecieron lazos con el mundo del cine, con la presencia, entre otros, de Preston Sturges, muerto en el hotel en 1959, de Herman Mankiewicz o de Harpo Marx. Todos tenían en común fuertes personalidades (humor, acidez, malignidad, fobias, hipocondría, frustraciones), y se mostraban especialmente tolerantes con este conjunto de patologías. Cabría hablar de una terapia de grupo oficiosa. Edmund Wilson, alcoholizado entre dos hospitalizaciones por depresión, reinaba en un sillón del vestíbulo, pidiendo un martinidoble, y manteniendo, a pesar de todo, brillantes y muy coherentes conversaciones hasta el momento en que notaba que era hora de irse. Harold Ross, el legendario editor del The New Yorker, reconoció haber creado virtualmente la revista en el hotel, y por eso en cada habitación hay un ejemplar. 


El “Gonk” es una institución. Una institución que albergó durante mucho tiempo a un huésped convertido a su vez en verdadera institución: un gato llamado Hamlet, que recorría día y noche el hotel, durmiendo preferentemente en los almacenes del quiosco. Se convirtió en protagonista de un libro de Val Schaffner: El gato algonquino

Nathalie de Saint Phalle, Hoteles literarios


Cuando voy a Nueva York, menos veces de las que desearía, me hospedo en el hotel Algonquin (59 West, 44th Street). Me gustan los «hoteles literarios». Frente a los hoteles «con encanto», yo prefiero los hoteles con historia, en los que el paso del tiempo, y de personajes relevantes de la literatura y el pensamiento, el cine y el espectáculo, han dejado huella. No creo materialmente en los fantasmas, ni les temo. Pero adoro las historias de fantasmas y los espacios fantasmagóricos. Reconozco que he sentido la presencia de algunos de esos espectros durante mis estancias en algunos hoteles (cafés y bares) del mundo.



La última vez que estuve en el hotel Algonquin (año 2005), aprecié algo de deterioro en sus instalaciones y las habitaciones algo pequeñas (tuvieron que enseñarme varias antes de decidirme por una: ¡no podía pagarme una suite!). Representa un gran placer desayunar todas las mañanas en el mítico Oak Room, leer los periódicos en el vestíbulo. Tomarse un cocktail en el bar del hotel, antes de asistir a un buen musical (los teatros de Broadway y el Radio City Music Hall están a dos pasos del Algonquin). Oler el perfume del barniz que despiden sus maderas nobles.



Como se ha mencionado, Harpo Marx frecuentó mucho el Algonquin. Pero esa es historia para otro día…



Continuará...

miércoles, 16 de noviembre de 2011

ESPAÑA, UNA NACIÓN ARRUINADA CON ACERAS RELUCIENTES





En mi calle ya se han ha perdido las elecciones, antes de llegar a la fecha del 20-N.

A pocos días de las elecciones generales, la estela del rayo del Plan E, que no cesa ni dimite, ha fulminado la calle en donde resido, donde procuro vivir, donde intento trabajar. Mientras los políticos discuten si España necesita más austeridad o más gasto público, mi calle está patas arriba, las aceras revolucionadas, el asfalto apuñalado, la atmósfera trastornada, las zanjas abiertas, las farolas fuera de sitio. El polvo y el ruido, el despilfarro y los escombros, que invaden la calle parecen simbolizar la amarga circunstancia de España. El plan de «reurbanización» aquí conjurado ha sido concebido y ordenado, no por una institución política gobernada por el Partido Socialista, sino por el Partido Popular. ¿Y, entonces, todo esto para qué? ¡Qué poca urbanidad! ¡Qué desconsuelo!

No sé qué partido político ganará las elecciones. Pero, lo seguro es que muchos meses después del 20-N, mi calle, en la que procuro sobrevivir a la crisis, no será mi calle. El paso está obstaculizado, no hay libre acceso ni libre circulación, el presupuesto de medio millón de euros que cuesta esta broma pesada habrá que pagarlo con más deuda pública, más impuestos y más tasas. Aquí, a la vista está, han ganado las aceras rebeldes y los bordes, las zanjas indignadas y los bordillos, el gasto innecesario y la piqueta, el ruido y el cascote, el derribo y la ruina. Miro por la ventana y me parece ver el presente y el destino de España.

Crisis, ¿qué crisis? ¿Salida de la crisis? Pero, ¿dónde está la salida? Mi calle, que nunca ha sido mía sino del Gobierno de turno, es un cul de sac. ¿Igual que España?

Si España no es Grecia, entonces ¿qué es España? Muy simple: una nación arruinada con aceras relucientes.


miércoles, 9 de noviembre de 2011

LA COARTADA ANTIFASCISTA EN LA IZQUIERDA POLÍTICA


«Por lo demás, sucedió lo que tenía que suceder. Era inevitable que las dos mayores empresas en el campo de la negociación política de la ira  [social-comunismo y nazi-fascismo] alguna vez tuvieran que identificarse mutuamente como competencia. [...] En efecto, las directivas de Stalin contra los movimientos radicales de derechas en Europa partieron de imposiciones irresistiblemente morales. Mientras el caudillo de los bolcheviques se presentaba al mundo como garante de la resistencia contra la Alemania nazi, a los enemigos de Hitler cualquier color político que fueran se les proponía el antifascismo como la única opción moralmente defendible de la época, inmunizando de esta manera la Unión Soviética contra los críticos de dentro y de fuera. Éstos tenían que temer ser denunciados como profascistas tan pronto como elevaran el mínimo reproche contra la política de Stalin. [...]

La amarga ironía de la historia se descubrió sólo cuando el heroísmo y la disponinilidad al sufrimiento del pueblo ruso y de sus pueblos aliados fueron puestos, una vez ganada la guerra, en la cuenta del antifascismo. [...]

La ingeniosa auto-representación del fascismo de izquierdas como antifascismo fue, en todo el ámbito de influneica del estalinismo y, más allá, de la nueva izquierda, el juego lingüístico predominante de la época de posguerra, con efectos a tan largo plazo que en las disidentes subculturas del oeste, sobre todo en Francia e Italia, se pueden seguir hasta en la actualidad. No se dice nada exagerado si se designa la huida de la izquierda radical al "antifascismo" como la maniobra más exitosa desde el punto de vista de la política lingüística del siglo XX. Se sobreentiende de estas premisas que fuera y siguiera siendo fuente se bienvenidas confusiones. [...]

La razón por la que la izquierda necesitaba esta condescendencia se puede aducir sin mayor dilación. En vista del terrible balance del estalinismo, ésta tenía que retocar, disculpar y relativizar un exceso de faltas, de omisiones e ilusiones. Los compañeros de viaje bienintencionados sabían lo que querían saber... y sabían aquello de lo que en el momento crítico no habían oído nada (Sartre, por ejemplo, conocía los diez millones de prisioneros en los campos soviéticos y calló para no salir del frente antifascista). [...]

No se puede afirmar que la extrema izquierda de Europa después de la Segunda Guerra Mundial se haya contenido. En el profundo sentimiento de sí misma escaló alturas vertiginosas de liberalidad. En la medida en que sin cesar sacaba a relucir su antifascismo, reclamaba junto con la legitimidad histórica básica —la de haber pretendido hacer algo grandioso— el derecho a continuar allí donde habían quedado los revolucionarios de la época anterior a Stalin. Se inventó una elevada matemática moral según la cual tienen que pasar como inocente quien puede demostrar que otro ha sido más criminal que él mismo. Gracias a semejantes cáculos, Hitler avanzó hasta constituirse para muchos en salvador de la conciencia. [...]

La inteligente distribución de la vergüenza no ha fracasado en su eficacia. En efecto, se llegó hasta el punto de denunciar toda la crítica al comunismo como anticomunismo y éste como una continuación del fascismo con medios liberales. Cuando, desde 1945, ya no se daban abiertamente ex fascistas, no faltaron todavía paleo-estalinistas, ex comunistas, comunistas alternativos e inocentes radicales del ala extrema que llevaban la cabeza tan alta como si los delitos de Lenin, Stalin, Mao, Ceaucescu, Pol Pot y otros líderes comunistas se hubieran cometido en el planeta Plutón.»

Peter Sloterdijk, Ira y tiempo (fragmentos)

martes, 8 de noviembre de 2011

¿QUÉ ES EL «NEOLIBERALISMO»?





Manfred B. Steger y Ravi K. Roy, Neoliberalismo. Una breve introducción, Paloma Tejada Caller, Alianza, Madrid, 2011, 239 páginas

El prefijo «neo», aplicado, en particular, a conceptos pertenecientes a la teoría política resulta notoriamente ambiguo, provoca malentendidos varios y crea no pocas confusiones teóricas y prácticas entre la opinión pública; unos desórdenes intelectuales e interpretativos no siempre imprevistos o no calculados de antemano, todo sea dicho. Sucede esta circunstancia con el término «neoliberalismo». También con otros de la misma «familia conceptual», verbigracia, «neoconservador», a menudo simplificado con la fórmula «neocon».

«Neo» significa «nuevo». Al emplear, pues, ordinariamente, la categoría «neoliberalismo», ¿se pretende indicar con ello la presencia de un «nuevo liberalismo»? ¿Se apunta a quienes hoy, en el momento presente, defienden el libremercado, la propiedad privada y la menor intervención posible del Estado en la sociedad, unos principios fundados hace varios siglos e identificados como fundamentos del liberalismo? Por lo corriente, no ocurre así. Y los autores del libro que aquí reseñamos no son una excepción en dicha actitud. Con el uso (y abuso) de determinados conceptos no se preocupa tanto la denotación cuanto la connotación. En vez de aportar con ellos información, el objetivo sería crear un sentimiento y una emoción asociados a su mera mención. Y no neutros, sino de rechazo. Como dirían los clásicos de la filosofía, no nos hallamos ante juicios de hecho, sino ante juicios de valor. ¿Por qué no se oye hablar de «neosocialismo» o «neocomunismo»?

El manual firmado por Steger y Roy es, en consecuencia, y dicho con rigor, un ensayo panfletario, un libelo, contra una teoría económica, un pensamiento filosófico y una concepción de la vida y el mundo que se pretende, no criticar (mediante análisis y argumentos), sino desacreditar (a través de eslóganes y tópicos). Es muy indicativo que los seguidores de la corriente de ideas objeto de la diatriba no suelen aceptar el calificativo que presuntamente los define, por no verse reflejados en el mismo. Los propios autores del libro refieren la reunión de sorprendentes ―y a menudo hasta incompatibles ― nombres y personajes que poco tienen que ver entre sí. Una reunión que ellos mismos patrocinan, explicando dicha discordancia a las presuntas contradicciones internas de los señalados: desde Bill Clinton a Ronald Reagan o George W. Bush, de Margaret Thacher a Tony Blair, por citar sólo a dirigentes políticos muy conocidos.

Otra señal que revela la tendenciosa motivación del libro la indica el hecho de sobredimensionar (hasta el absurdo) la importancia del «acusado», a fin de que la condena que reciba sea mayor. De tal modo, se denuncia la presencia «omnipotente» y global de unos principios económicos (los «neoliberales»), en realidad, desoídos por las autoridades políticas y económicas del planeta desde, al menos, la Segunda Guerra Mundial y la célebre reunión de Bretton Woods, momento en que se decide la desaparición del patrón oro, la creación del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional con el fin de dejar los mercados estrechamente regulados e intervenidos por los Gobiernos

Todo ello no impide que al mismo tiempo, y sin pretender contravenir las normas de la lógica y la precisión analítica, los autores del libro aspiren a compaginar el término de marras con sus más clásicos opuestos: «Por eso no resulta disparatado considerar el neoliberalismo como una ideología marcadamente economicista, hasta cierto punto próximo [sic] en ello al marxismo, puesto que sitúa la producción y el intercambio de bienes materiales en lugar primordial de la experiencia colectiva.» (págs. 30 y 31). Friedrich von Hayek y Karl Marx se removerían en sus tumbas al leer semejante aserto. Seguramente, y por el contrario, John Maynard Keynes y muchos partidarios de la socialdemocracia, no se mostrasen sorprendidos, sino muy complacidos.

Manfred B. Steger es Profesor de Global Studies y Director del Globalism Research Centre en la Royal Melbourne Institute of Technology, así como Senior Research Fellow en la Globalization Research Center de la University de Hawai'i-Manoa.

Ravi K. Roy es lector en la Global Studies de la Royal Melbourne Institute of Technology.



viernes, 4 de noviembre de 2011

EL NUEVO COLOSO DE NUEVA YORK: LA ESTATUA DE LA LIBERTAD CUMPLE 125 AÑOS





El 28 de octubre de 1886 fue inaugurada la Estatua de la Libertad en la ciudad de Nueva York. Sobre la isla de la Libertad, próxima a la isla de Ellis, el monumento representa la puerta de entrada al nuevo mundo, simbolizado por Estados Unidos de América: el mundo de la libertad para los individuos venidos de todas las partes del mundo.

Construida bajo la dirección de Frédéric Auguste Bartholdi, a partir de un diseño original del ingeniero Gustave Eiffel, los gastos corrieron a cuenta del Gobierno francés de la época, el cual entregó a Estados Unidos el presente en señal de amistad entre ambas naciones. Eran otros tiempos.

En el año 1903, fue colocada una placa de bronce que incluye el final de un poema escrito por Emma Lazarus. Los versos, todavía hoy, conmueven el alma de toda persona amante de la libertad. Y siguen teniendo igual valor.



EL NUEVO COLOSO

No como el mítico gigante griego de bronce,
De miembros conquistadores a horcajadas de tierra a tierra;
Aquí en nuestras puertas del ocaso bañadas por el mar se erguirá.
Una poderosa mujer con una antorcha cuya llama
Es el relámpago aprisionado, y su nombre.
Madre de los Desterrados. Desde el faro de su mano
Brilla la bienvenida para todo el mundo; sus templados ojos dominan
Las ciudades gemelas que enmarcan el puerto de aéreos puentes
«¡Guardaos, tierras antiguas, vuestra pompa legendaria!» grita ella.
«¡Dadme a vuestros rendidos, a vuestros pobres
Vuestras masas hacinadas anhelando respirar en libertad
El desamparado desecho de vuestras rebosantes playas
Enviadme a estos, los desamparados, sacudidos por las tempestades a mí
¡Yo elevo mi faro detrás de la puerta dorada!»


THE NEW COLOSSUS

Not like the brazen giant of Greek fame,
With conquering limbs astride from land to land;
Here at our sea-washed, sunset gates shall stand
A mighty woman with a torch, whose flame
Is the imprisoned lightning, and her name
Mother of Exiles. From her beacon-hand
Glows world-wide welcome; her mild eyes command
The air-bridged harbor that twin cities frame.
«Keep, ancient lands, your storied pomp!» cries she
With silent lips. «Give me your tired, your poor,
Your huddled masses yearning to breathe free,
The wretched refuse of your teeming shore.
Send these, the homeless, tempest-tossed to me,
I lift my lamp beside the golden door!»


Emma Lazarus
The New Colossus (1883)