viernes, 27 de abril de 2012

LA EMPATÍA, COLESTEROL SOCIAL

Reportaje en el diario LA VANGUARDIA, publicado el pasado 14 de abril de 2012, en el suplemento de fin de semana, ES, donde se analiza el fenómeno de la empatía social y que cuenta con mi participación.

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Entrevista completa en LA VANGUARDIA 

— Se habla de la empatía como cemento o pegamento social ¿Lo es? ¿Por qué?

Las expresiones «cemento social» y «pegamento social» apuntan a una significación de la solidaridad empática demasiado fuerte, a mi juicio. Una sobredimensionada exaltación de lo solidario puede producir la solidificación de la sociedad, dificultando que fluya libremente en ella la acción humana individual. En este sentido, aceptando dicho juego lingüístico, igualmente podría hablarse de la empatía como «colesterol social».

— Dimensión social de la empatía: ¿a qué ámbitos (convivencia, moralidad-ética, integración, respeto, buenos modales, etcétera), afecta y cómo?

«Empatía» es un concepto utilizado preferentemente por la psicología social. En filosofía, se emplea más «simpatía». Se trata de un término cercano al de «compasión», es decir, la capacidad de compartir determinada experiencia —penosa o dolorosa, particularmente— con otros. Ahora bien, acompañar al otro en la desdicha, no tiene por qué comportar el ponerse en su lugar; un tópico éste empleado profusa e indiscriminadamente, cuando es altamente controvertible, tanto en la forma (la misma equivocidad del enunciado) como en el fondo (la significación del enunciado, tomada literalmente, puede llevar al absurdo).

La voz «respeto» era entendida en origen (en la etimología) como «poner a las personas y a las cosas en su sitio». Fomentar una adecuada educación social consiste en enseñar a que cada cual desempeñe un papel productivo y beneficioso en la misma, a hacerlo lo mejor posible. Para este fin, es asunto principal el desempeño de las propias acciones y obligaciones. En cualquier caso, la practicidad de la empatía sólo tendría sentido y aplicación en un ámbito reducido de los individuos (familia, amigos, pequeña comunidad), pues concebido en un sentido universal, ilimitado, se me antoja un propósito irreal e ilusorio. El prójimo real y efectivo, bien entendido, es el próximo.

— ¿Vivimos en una sociedad empática? ¿Somos más o menos empáticos que en otras épocas? ¿En qué podemos observarlo?

En sociedad, a los demás, a nuestros conciudadanos, es preciso atenderlos y comprenderlos, pero no necesariamente protegerlos ni «subvencionarlos» en el campo anímico y afectivo. Tal proceder supondría tratarles como menores de edad, lo cual significaría tenerles muy poco respeto… La empatía, lo mismo que la compasión o la piedad, poseen un fuerte componente instintivo. Está en la naturaleza humana el sentir con los demás, pero no el sentir por ellos o en lugar de ellos. Decimos, en expresión muy precisa, «le acompaño en el sentimiento» cuando queremos participar en el duelo de otra persona; en ese caso, el sentir profundo del otro no tiene por qué interiorizarse.

No sabría ponderar la empatía a través de los siglos. Hablamos de un tema vinculado más a la esencia del ser humano que a conductas determinadas según una época concreta. Otra cuestión es que, por motivos ideológicos, quiera inculcarse en la población una «conciencia empática»; por ejemplo, al objeto de compensar y/o reparar los presuntos efectos nocivos del comportamiento «egoísta» de los individuos.

— ¿Por qué, en su caso, considera la empatía como una apología de la irresponsabilidad? 

La apoteosis de la «empatía social» implica diluir la responsabilidad individual en un magma de indeterminación y confusión. Los atributos principales de la ética son la libertad y la responsabilidad. Pues bien, ambas son personales e intransferibles.

Muchas personas, preocupadas en exceso por los demás, se ocupan poco de sí mismas. He aquí un auténtico problema social. La solicitud para con los demás, la presunta defensa en su nombre de los derechos de otros sirve muchas veces de pretexto para hacer dejación de los propios deberes y responsabilidades. He aquí un serio problema político (pensemos, verbigracia, en la corrupción). Según reza una vieja máxima, que conserva toda su fuerza y actualidad, hay que practicar con el ejemplo.


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Fernando R. Genovés (Valencia, 1955) es escritor y ensayista. Doctor en Filosofía, es autor del ensayo La ilusión de la empatía. Ponerse en el lugar del otro y demás imposturas morales (2013)


lunes, 23 de abril de 2012

CÓMO LIBRARSE DE LOS LIBROS


 
Las letras impresas en papel, o en cualquier otro soporte material, se nos antojan a veces, más que ojos que escrutan al lector, agujeros negros que lo atraen, atrapan y engullen en un fondo abismal del que no siempre ha salido bien librado.
Sea como sea, en la historia del hombre —en la occidental, para ser más precisos— el cosmos tipográfico no nos ha quitado la vista de encima. De dicha mirada omnímoda podría decirse lo que Søren Kierkegaard de la culpa, que tiene sobre los ojos del espíritu el poder que ejerce la mirada de la serpiente: una fascinación que hechiza al tiempo que ofusca.
Ocurre, en efecto, que si rastreamos la experiencia del «lecto-escritor» a través de su contacto con los legajos y expedientes de todo tipo (gráfico) a lo largo de los siglos, constatamos un escenario con tantas luces como sombras. Por una parte, en el archivo enciclopédico se ha querido percibir la realización de la utopía del saber y la emancipación de los hombres, la plena consumación del proceso/progreso civilizatorio librario. Detrás de este sueño palpita el espíritu del Iluminismo y la bibliolatría. Pero, por otra parte, no han faltado señales «reactivas», de rebeldía crítica, de desobediencia, y aun de cierta resistencia iconoclasta, ante tanta espesura y hojarasca que, después de todo, no dejan ver el bosque originario que alberga la verdad profunda de las cosas. He aquí, en esencia, el discurso hetero-doxo del biblioclasmo.
De la masa vegetal que produce el papel se ha llegado a la masa literaria, a la logomasa. O por decirlo con otras palabras: el libro, nacido con vocación de instruir y liberar, y como tal celebrado hasta la glorificación y el ditirambo, así como la biblioteca, concebida como espacio de recogimiento material y espiritual del hombre, acaso hayan llegado a ofrecer lo contrario de lo presumido, hasta el punto de erigirse en poderosos obstáculos y frenos para la realización personal de los individuos.
Walter Benjamin ya advirtió en su día de la lógica de la reproducibilidad técnica infinita (aunque sin finalidad) que termina dominando todo y sometiéndolo a su dictado. Hoy, hemos llegado al imperio de la «xerocopia», donde desaparece la magia de la inicial edición y estampación; diríase que tanta impresión ya no impresiona, sino que aturde, confunde y aburre. En nuestros días, arrolla el renovado pergamino del «hipertexto», ese inacabable e invisible (inabarcable) receptáculo letrístico en el que no rige la extensión natural del espacio sino el plano intensional, casi sobrenatural, del tiempo ocupado en la búsqueda y localización de datos. En el ciberespacio, pero también en las modernísimas bibliotecas y «libródromos» (Mario Vargas Llosa), ni siquiera se hojean libros, simplemente se ojea y se echa un vistazo en derredor. No se lee, se consulta. […]
Las bibliotecas se van convirtiendo cada día más en bibliotafios, inmensos e impersonales edificios que simulan sepulcros de memoria tipográfica, pétreas y laberínticas pirámides que acogen el legado de los muertos. A costa de «abstractalizarse», estas descomunales sepulturas corren el riesgo de sumarse, junto a aeropuertos, cárceles y centros comerciales, a la lista de los «no lugares» (Marc Augé), paradójicamente, espacios de anonimato. Junto con las bibliotecas virtuales, las bibliotecas físicas amenazan con perder pie y disolverse en un espacio aéreo, en una suerte de «grafósfera» evanescente y parpadeante. En estos ámbitos públicos, pero también en los privados de las atestadas guaridas de recolectores y lectores compulsivos —quienes ebrios de saber, leen para olvidar— no tiene sitio el lector metabolizante, el lector que vive la lectura como ejercicio somático y único.

¿Es posible deslegitimar la hybris del ámbito tipográfico, denunciar la expansión ilimitada de lo escrito, sin pasar por un inquisidor, un bibliocida, un fahrenheit, un incinerador o un mero provocador intelectual posmoderno a la moda? El principal agente que aviva la flama destructora del libro no es otro que el propio entramado establecido por la cultura: ella es la que tapia las librerías y las convierte en inmensas cavidades de la repetición y lo superfluo, en imponentes bibliotecas públicas (nacionales) de puertas y ventanas abiertas, por las que penetra el oxígeno que acelera la combustión.
Se impone, entonces, la desmitificación de que todo está en los libros, superstición tan hueca como la que sostiene que «todo está en Internet». La presente conmemoración de las andanzas del Quijote permite recordar la historia con especial relieve: el ama y la sobrina del hidalgo caballero descomponen la ratonera de su señor a fin de despejar el seso y hacer que despierte su alma sojuzgada y enloquecida por la lectura apremiante y obsesiva. Sólo de esta forma es capaz de descubrirse a sí mismo y salir al mundo exterior para tenérselas directa y personalmente con lo real, y conocer de primera mano la aventura de la vida.

El presente texto es una adaptación de la reseña, titulada «El libro entre los muertos», del libro de Fernando R. de la Flor, Biblioclasmo. Una historia perversa de la literatura, que escribí para Blanco y Negro Cultural, suplemento cultural del diario ABC, Madrid, nº 689, 2 de abril de 2005, p. 18.

viernes, 20 de abril de 2012

PASEO POR EL TRASTÉVERE (ROMA)


El nombre «Trastévere» proviene del latín, de dos voces antañonas «trans» y «Tiberis». Como resultado tenemos: «lo que está más allá del Tíber». El Tevere, río que segmenta Roma, aunque no la divide por dos, acoge el rumor de los años transcurridos y aquí sedimentados. Teveresuena, en efecto, a Tiberio y a la Roma imperial. Aunque yo el eco de su voz lo siento más como una llamada, una invocación a regresar a este punto que atrae como una fuerza magnética. Te veré en Roma…

El barrio del Trastévere desciende de un rancio linaje que se remonta a la antigua Roma, siendo su más fiel sucesor. Este espacio de la memoria merece ser reconocido, por derecho propio, como el principal heredero de la Roma más profunda. 

Paseo por estas callejuelas y plazas de remoto basamento y me siento transportar, no más allá del Tíber, sino más allá de tiempo y el espacio. En el Trastévere percibo el pasado de Roma, unido al presente por una maroma, por un largo y fuerte cabo que lo fija a tierra firme, a puerto, impidiendo que se pierda en la noche oscura. 

Aquí está el estómago de Roma. El gran mercado central de la villa que expone sin reparo las vísceras y las interioridades de unos hombres siempre arrojados y unas mujeres permanentemente desembarazadas. El Trastévere es la teta que alimenta el cuerpo y el espíritu de una ciudad insaciable e inagotable. ¡Mama Roma!

Paseo por el Trastévere y juzgo impreciso el término «pasear» para expresar las sensaciones que experimento. Cuando penetro y recorro sin prisas este lugar me siento, sencillamente, «trasteverar».

















martes, 10 de abril de 2012

«EL ESNOBISMO DE LAS GOLONDRINAS» de MAURICO WIESENTHAL


[Entre otras muchas obras, es autor de] El esnobismo de las golondrinas (Edhasa, 2007), dedicada a los lugares “sagrados” de la cultura europea que forman parte de sus recuerdos y de su vida. Una vez más encontramos en este libro al mismo “narrador literario” que nos guió a través de las vidas de los grandes personajes de nuestra cultura, pero en este caso nos acompaña por los rincones más bellos y apasionantes de Europa. Bajo la imagen de Lord Snoblington —poeta idealista y romántico, coleccionista y snob, viajero y sentimental— Wiesenthal nos lleva desde París hasta Roma, desde Brujas a Estocolmo, Sevilla, Londres, Venecia o Estambul. 


«Nacido en Barcelona (1943), es uno de los autores más originales, versátiles y prolíficos del panorama literario español. Cultiva todos los géneros, desde la Novela (Luz de Vísperas, Edhasa 2008), la narrativa biográfica (Libro de Réquiems, Edhasa 2004), la literatura de viajes (El esnobismo de las golondrinas, Edhasa, 2007) y la Poesía; así como la Historia y el Ensayo (Imagen de España, Salvat). Viajero incansable, ha seguido a lo largo de su vida el rastro de algunas de las figuras más significativas de la cultura occidental: Goethe en Weimar, Mozart en Salzburgo y Viena, Nietzsche en Sils-María, Tolstoi en Iásnaia Poliana, Byron en Venecia, Keats en Roma, etc.

 Su mirada es siempre original y diferente; porque ve los objetos, los lugares y las personas a la luz de una cultura humanista que está impregnada por un sentimiento poético que lo convierte todo en leyenda y literatura. Y, con un humor fino y delicioso, nos hace revivir también los tiempos dorados del Queen Elizabeth, de la dolce vita romana, de las horas crepusculares y decadentes de Venecia o del Orient-Express; sin olvidar esos cafés y santuarios literarios de Europa (el Florian de Venecia, el Procope de París, el Greco de Roma, el Berns de Estocolmo, el Pierre Loti de Estambul, el Vlissinghe de Brujas) a los que dedica tantas y tan evocadoras páginas.»

Texto extraído de la página web personal del autor.


El esnobismo de las golondrinas de Mauricio Wiesenthal es algo más que un excelente libro de viajes. Se trata de un libro ejemplar sobre el género. De lectura imprescindible para los buenos aficionados a los viajes y a la buena literatura.

Selecciono a continuación algunos luminosos fragmentos contenidos en esta obra tan singular:

«Este libro para amantes de los viajes no es una guía de monumentos y catedrales. Trata, por el contrario, de los cafés y mercados, tertulias y fuentes, artesanos y artistas, sombreros y carreras de caballos, maletas y hoteles, melones y sabios, princesas y costureras, islas y antiguas ciudades.»

«Por eso lo he titulado El esnobismo de las golondrinas; es decir, pasar la primavera en París y el invierno en Marrakech.»

«No se trata tanto de viajar, como de irse. Ser libre es saber huir de los que quieren cazarnos.»

«[…] la vida es una lucha continua entre el orden y el desorden, un viaje de ida y vuelta.»

«Y en El esnobismo de las golondrinas he querido convertir  los viajes en protagonistas, porque creo que algunos lugares tienen un alma y que todos los caminos, cuando se andan con libertad y con valentía, son vías de iniciación.»



martes, 3 de abril de 2012

LA INDIGNACIÓN A ESCENA


Aquel que se muestra indignado por algo o contra algo ya cree tener razón por principio: por el simple hecho de expresarlo públicamente y a voz en cuello. Porque, digámoslo ya, la indignación no es otra cosa que la escenificación de la insatisfacción y el descontento, estén o no justificados; la dramatización de la ira, sea fundada o adornada. No hay razón (ética, racional ni práctica) que justifique la indignación, según tendremos oportunidad de demostrar a lo largo del presente ensayo. Sin embargo, para la opinión ordinaria, para el vulgo raciocinio, el indignado debe tener razón, porque si no, no se pondría así... Al que no le importe saber si la rabia o la ira publicitadas son sinceras o postizas, pensará, sin remedio, que el indignado no se altera ni trastorna por nada. Si se muestra tan indignado, tan descompuesto, por algo será… 

La indignación, además de otros vicios o defectos, dota de energía y sugestión empática las técnicas de la representación de cara a la galería. En la escena, la indignación se juega la credibilidad. No por la consistencia en que pueda estar basada, sino en el habilidad que tenga para hacer verosímil al espectador (al público, en general) el contenido del papel que interpreta. Por medio de la indignación la reclamación se torna al instante en declamación. Uno puede estar cabreado o enojado en privado. Pero la indignación precisa necesariamente del auditorio y la concurrencia, de la publicidad. No hay indignación sin concurso público. Nadie se indigna sino de cara a los demás.
  

El indignado es un descontento profesional, un activista de la insatisfacción. Un oficiante de la queja y la lamentación. Por el contrario, quien está dispuesto a reconocer que el mundo, el orden de la naturaleza y la vida, están bien, a pesar de todo; aquel que sostiene que las cosas le van bien, que se siente contento consigo mismo y conforme con la realidad; aquel que expresa las opiniones y las críticas, las censuras y las desaprobaciones concretas sin revelar indignación, sin hacer escenas, de manera civilizada, democrática, pacífica, ordenada; quien entiende que la insatisfacción circunstancial no lleva necesariamente al descontento general; ese sujeto... es irremisiblemente tenido por conformista, conservador, alienado, soberbio, arrogante, un reaccionario, un burgués, un inmoral. 


Fragmento de la Introducción de mi libro

La indignación a escena. 
De pasión moral a la agitación política

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