jueves, 27 de septiembre de 2012

¿DEMOCRACIA O REVOLUCIÓN?




El radicalismo inunda la arena política en el momento en que las posturas en liza tienden al extremismo, ciegan el pluralismo, tensan la convivencia hasta el límite y recortan las posibilidades de entendimiento y acuerdo entre los adversarios.

En estrictos términos de filosofía política esta situación conduce al choque teórico y práctico entre dos conceptos cruciales: democracia y/o revolución. El solo hecho de que tengamos ahora que volver sobre este viejo asunto, presumiblemente superado y pasado a mejor vida, ya es indicativo de las profundas anomalías que intoxican nuestro tiempo, desde hace décadas, desde que con la ruina y colapso del socialismo real, y tras unos breves instantes de conmoción, se inició su reconstrucción de la mano de los nostálgicos del antiguo régimen comunista. Hoy algunos les llaman «luchadores» (de la lucha final) y «héroes de la resistencia» (en pie famélica legión), o se autodenominan como tales. Pero yo los encuadro (es difícil centrarlos) dentro de esa rentrée o resurrección en la insurrección de los parias de la Tierra que en otro lugar he identificado con la fórmula «La revancha de Lenin». Sea como fuere, hoy como ayer, debemos afrontar nuevos desafíos a la libertad.

En el año 1952, dicta Raymond Aron su célebre curso sobre teoría política y democracia en la École Nationale d´Administration de París, uno de cuyos episodios más valiosos gira sobre el conflicto entre los conceptos anteriormente confrontados. Porque, en efecto, Aron no duda en recalcar la contraposición sustancial que presentan las categorías de democracia y revolución, dejando en un segundo plano accidental las circunstancias históricas que hayan podido forzar su aproximación, en todo caso siempre puntual y transitoria. 


La democracia moderna se expresa básicamente en dos formulaciones: pluralidad de partidos y procedimiento electoral; es decir, aceptación del otro y admisión de las reglas de juego en un proceso que requiere tiempo y compromisos. La democracia define en este horizonte una nítida vocación pactista y reformista.  

La revolución, en cambio, implica la negativa a aceptar al otro en tanto que piensa distinto de uno (o sencillamente es distinto) y la ruptura de la legalidad para someterse a un proceso de violencia con vistas a la toma del poder.

Los tiempos y las circunstancias cambian, pero las esencias, donde las haya, permanecen. Partidos revolucionarios son hoy (siguen siéndolo) el partido comunista, que dice encarnar al Proletariado, y los nacionalistas, que están empeñados en materializar en cada terruño el espíritu del Pueblo. Y lo es, asimismo, el partido socialista cuando, desde postulados de la nueva/vieja izquierda, se erige en portavoz de la Opinión Pública, de la Calle y la Gente. Un mismo impulso totalitario se oculta, en todos estos casos, aunque a nadie engaña ya en sus manifestaciones presentes (tan poco contemporáneas ellas). 


Afirman representar la «totalidad» o la «voluntad general», aunque pasan por encima (o adelantan por la izquierda) del significado preciso que identifica a la democracia representativa; intentan sacar materialmente del juego político al «otro político»; y se niegan a discutir aquello que consideran innegociable: su derecho a estar al mando de la sociedad, declarada patrimonio nacional (o nacionalizada). La negación fáctica del real pluralismo político y la prisa por tomar el poder los delata sin remedio. […]

Sépase que en España tal cosa —un golpe de Estado civil coincidente con una cita electoral— tuvo lugar en los primeros meses de 2004, y que sus promotores y comparsas no han respondido de ello todavía. Ni se han enmendado. ¿No es esto bastante para un tiempo de radicalismo?


A la CNN + sólo le faltó hablar de concentración «pacífica»

Estos extractos corresponden a un artículo que, bajo el título de «Tiempo de radicalismo», publiqué ¡el 24 de Octubre de 2003! en el diario Libertad Digital. He introducido en la presente edición algunos pequeños cambios de carácter gramatical y de estilo. En cuanto al contenido del mismo, como puede comprobarse, en España alargamos mucho los tiempos…

domingo, 23 de septiembre de 2012

ULISES DESATADO




El año 1979, el filósofo Jon Elster, noruego de origen pero establecido e incorporado al ámbito académico norteamericano desde los mismos años 70, publicaba uno de sus libros más celebrados, Ulises y las Sirenas. En él iniciaba una prometedora exploración e interpretación de los mecanismos humanos de la racionalidad —sus grados y diferencias con la conducta animal—, los cuales eran ordenados en una jerarquía epistémica que iba desde la racionalidad perfecta hasta la cruda irracionalidad. 

En mitad de la gradación situaba a la «racionalidad imperfecta», o comportamiento afectado de flaqueza de voluntad: debilidad del querer que tiende a infrautilizar la capacidad racional del hombre, pretendiendo, por ejemplo, proyectar fines y preferencias de modo indirecto o diferido, a través de los demás sujetos y de estrategias ad hoc. Esta clase de racionalidad devaluada quedaba allí ingeniosamente ejemplificada por el episodio homérico de Ulises atándose a sí mismo al mástil del navío por temor a ser seducido por la melodía de las Sirenas.
 
Más de veinte años después, tras una obra rica en crecimiento y permanente puesta al día, siempre bajo la dirección controlada de la teoría de la elección racional, Elster recupera de nuevo el argumento nuclear de aquel texto con el fin de explicar mejor cómo y por qué la gente se ata y se restringe a sí misma en sus acciones. Transcurrido este tiempo, más allá de la incorporación de cambios descriptivos a la temática desplegada, Elster emprende en Ulises desatado una profunda revisión normativa de la misma. Lo que en un primer instante fue interpretado como una imperfección, y aun una anomalía, del comportamiento humano —el compromiso previo y la restricción—, en el momento presente de la investigación es visto como un repertorio de herramientas y estrategias de la acción, que si bien no exigen la dimisión de la racionalidad efectiva, sí la acompañan para adiestrarla y permitir así que nave y capitán lleguen a buen puerto. 

Elster, pues, desata a Ulises porque comprende finalmente la decisión de éste. Es más, lo desculpabiliza y lo rehabilita para la acción racional: a pesar de que no siempre somos racionales, y en no pocas ocasiones nos conducimos como seres irracionales sin más, dejándonos arrastrar por  tentaciones, pasiones, deseos compulsivos, cambios bruscos de preferencias e inconsistencias varias, «podemos saber que somos irracionales, podemos utilizar estrategias de precompromiso para protegernos». Es decir, queremos y elegimos ser racionales, después de todo.

Una teoría de las restricciones

Elster se confiesa convencido de la indeterminación de la propia teoría de la elección racional, hasta el punto de que más que persistir en el esfuerzo de levantar una teoría de la racionalidad, ahora habla explícitamente de avalar con exámenes y pruebas una teoría de las restricciones en los más diferentes campos. La firmeza de la disposición y la variedad de las áreas estudiadas hacen especialmente atractiva la lectura del nuevo trabajo de Elster. 

Desde la exploración de tipos de fundamentalismo religioso —la secta amish y su déficit de modernización—, del comportamiento adictivo —estrategias de autorrestricción para frenar el hábito del tabaco, el alcohol, el juego—, de las instituciones políticas —las constituciones políticas elaboradas para vincularse los ciudadanos consigo mismos y con los demás—, hasta el análisis de la creatividad y las restricciones en las artes —los probables beneficios de las películas en blanco y negro y silente frente al cine en color y sonoro, de la narración corta frente a la novela, la improvisación en la música jazz, etcétera—, el libro recorre una larga lista de situaciones y actuaciones humanas que muestra, casi diría que demuestra, que a menudo menos es más. O lo que es lo mismo, que muchas veces se revela más provechoso el tener menos opciones, al objeto de actuar mejor, que el disponer de la abundancia, lo que vendría a significar a fortiori, tener en exceso, o sea, de más.



Bajo el título de «Cuando menos es más» escribí la reseña del libro Ulises desatado. Estudios sobre racionalidad, precompromiso y restricciones de Jon Elster (Gedisa. Barcelona, 2002). Fue publicada en Blanco y Negro Cultural, Suplemento cultural del diario ABC, Madrid, nº 608, el 20 de septiembre de 2003. Ahora la reproduzco en Los viajes de Genovés porque de viajes y viajeros va la cosa, después de todo.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

LA LIBERTAD, LO PRIMERO Y PRINCIPAL


 

La revista digital FronteraD me propuso hace unos meses participar en una sección especial de la publicación títulada «¿Qué hacer?», en la que se pide a los colaboradores una reflexión sobre una inquietante y actual cuestión: Cómo cambiar el curso de las cosas. He aquí mi contribución:

No escribo el título de este breve artículo en inglés por darme importancia. Ni para demostrar dominio en lenguas modernas, que no es caso, ni siquiera en las antiguas, también denominadas «muertas». Tampoco para epatar; de ser así, hubiese recurrido al francés, si tuviese competencia para ello. De hecho, ya ven ustedes, he pasado de inmediato al español, mi lengua propia, porque escribo en España y desde España. ¡Qué valor! Lo que deseo expresar aquí es un ramillete de ideas y creencias vívidas que incumben al mundo entero, global, interconectado. A ver si me entienden desde el principio. A ver si me explico.

Todos necesitan amor, ya lo dice la célebre canción sesentera, música de escarabajo. Lo que hoy no se escucha tanto es que todos, y en todas partes, necesitamos libertad, más libertad. Amor también, claro está, pero no confundamos el ámbito de lo público y lo privado, ni el amor con los amores y otros primores. ¿Ya hemos pasado la fiebre de Mayo del 68? ¿Hemos crecido desde entonces? Dejemos, en consecuencia, de llamar a papá Estado (moderno dios pagano) para que nos asista permanentemente y en todo. ¿Hemos experimentado la metamorfosis como un paso hacia algo mejor, hacia una más plena humanidad, hacia una mayor realización personal? En cualquier caso, ¿qué hacer para conseguirlo? 

Para empezar, no dejemos que el bosque del principio del placer nos impida ver el árbol del principio de la realidad. Porque mucho hay de lo primero y muy poco de lo segundo en la actitud mostrada por una gran parte de la población que se indigna ante cualquier recorte del gasto público y la menor merma en el «Estado del Bienestar» o gratis total. Lo quiero todo y ya, porque me gusta… He aquí el prontuario, básico y elemental, de una sociedad que exige «crecimiento», pero cuyos miembros no maduran.

¿Es eso lo que nos pasa? ¿Libertad, ahora y ya está? No sólo. Libertad, siempre. Ahora todavía más que nunca: cuando vivimos malos tiempos para la economía de libre mercado, cuando crece el miedo a la libertad, cuando el canto de sirena de los Gobiernos (de todos los países, unidos) arrastra a millones de individuos al empobrecimiento y la dependencia del Otro, cuando el fantasma del intervencionismo, el proteccionismo y el estatismo recorre… el planeta. 

La realidad es lo que hay, y nada más. A menos que queramos ir más allá… ¿Qué es la vida? Es todo lo que nos pasa, responde José Ortega y Gasset. ¿Y la libertad? La libertad no consiste en decidir lo que hay o lo que nos pasa. El primer principio de la libertad es poder decidir qué hacer ante lo que hay y nos pasa. Y lo que nos pasa es, en pocas palabras, un suceso. Sucede que al individuo se le está coartando cada día más el poder de decisión. En una situación en la que prima la Política por encima de todo lo demás, tenemos, ciertamente —al menos, en bastantes naciones— la posibilidad de elegir a nuestros gobernantes. Pero, con la opción del voto no acaba todo. Sucede que elegimos políticos para acabar siendo suyos, para que elijan por nosotros en lo realmente importante: la vida de cada cual, la propiedad privada, el despliegue de la libertad.

Es tal la influencia y el peso de la Política sobre la sociedad que las prácticas y usos característicos de aquélla han llegado a contaminar a ésta, sin remedio, con resultados fatales. La gente habla, por lo general, como los políticos, quienes no paran de parlotear. Muchas empresas privadas (valga la redundancia) aprehenden maneras y modos propios de los «aparatos del Estado»; no sólo anhelan vivir de la subvención, sino que imitan directamente los hábitos y las estrategias de actuación estatistas. Crecen por doquier los gestores que se ponen en el lugar de los propietarios, mientras los empresarios, por si esto fuera poco, arrastran mala prensa y mala imagen entre la opinión pública. El efecto es inevitable: unos pocos (aunque siempre demasiados) se consideran dueños de los individuos, de sus bienes y propiedades, de sus disposiciones y decisiones, de su libre voluntad.

Mientras tanto, muchos no saben lo que les pasa. Y eso es lo que nos pasa. Acaso no todos quieran libertad ni más libertad. Con todo, hay algo indubitable: lo que todos necesitan es libertad.