miércoles, 9 de septiembre de 2015

DE HUELLAS Y ESTELAS



La propia insatisfacción lleva a comportarnos de las más curiosas maneras. Somos espectadores de nuestros actos: a veces, como agentes y, en ocasiones, como pacientes. Hacemos y padecemos todos nuestros momentos. Pero, ay, acabamos por sentirnos insatisfechos, porque sentirse satisfechos supone anunciar de alguna manera nuestro acabamiento.

El hombre brota en el mundo, hace su recorrido vital y no termina de hacerse. Termina siendo un ente inacabado entre muchos otros, sin completar del todo, que brilla fugazmente pero que ansía dejar una estela.

Hay huellas y hay estelas.

Las huellas son terrosas, de mayor o menor profundidad, más o menos extensas y de múltiples formas. Todas, no obstante, se hunden en la tierra, penetran el suelo, se estratifican y  pasan definitivamente a formar parte del sueño de la materia.

Las estelas, por el contrario, son sendas luminosas que se proyectan al cielo estrellado, aunque no deba confundirse con las estrellas. No profundizan, se elevan. Estelas hay de mayor o menor longitud y fulgor, pero siempre caminan en dirección astral. Aspiran a ascender hacia la cumbre cenital y disponer allí de la visión celeste. Suben y suben, pero no se borran, sino que van difuminando sus restos con sincopados ocultamientos que anuncian calladamente futuras reapariciones. Tampoco desaparecen del mapa, siembra espacial, esquirlas de desprendimiento corpóreo. Y es que las huellas o estelas son presencias muy terrenales.




Fragmento introductorio (revisado y actualizado) del capítulo VI «El tenue destello de la fama», incluido en mi libro Razones parala ética. Ensayos de ética autónoma y humanismo racional (Edicions Alfons El Magnànim – IVEI, Valencia, 1996).