La fuerza de
la memoria y la vivacidad de las imágenes conforman el gran poder creativo del
arte y la literatura. Por decirlo así, en pocas palabras, cabría argüir que la
memoria les provee de la materia con la que operan, mientras que la imaginación
les proporciona la forma con la que convierten el contenido bruto en una
experiencia estética, o sea, en un objeto, literalmente, conformado en términos
artísticos. Sucede de esta manera un hecho prodigioso, aunque nada anormal, que
modela nuestras sensaciones: el arte y
la literatura logran captar la belleza que se guarda tras los hechos más
dramáticos y terribles. No por mera pose, sino merced a una tremenda
intuición, es por lo que escribió R. M.
Rilke este famoso adagio: «Lo bello es el comienzo de lo terrible que
todavía podemos soportar.»
Cuando un
recuerdo se siente como demasiado doloroso o se encuentra demasiado próximo en
la existencia de los individuos, a menudo ni siquiera se permite su exposición
o narración. Simplemente se oculta en el fondo del alma, se eleva a la
categoría de tabú o se convierte en materia reservada.
En su vívido
ensayo Sobre la historia general de la destrucción (1999) *, el escritor
alemán W. G. Sebald (1944-2001)
lleva a cabo una penetrante investigación de naturaleza literaria que se
convierte de inmediato en una implacable
aproximación al interior del corazón de los alemanes que asisten al final de la
II Guerra Mundial, muchos de los cuales se quedaron materialmente
enmudecidos, ciegos y sordos ante la descomunal tragedia que se había cernido a
su alrededor. El pueblo alemán no sólo favoreció –y aun en una gran parte
participó en– el ascenso del nazismo y la perpetración de una de las mayores
atrocidades jamás urdidas por la especie humana: el Holocausto judío; tampoco
supo o quiso darse cuenta de lo que había ocurrido.
Cuando, a
partir de 1942, las ciudades alemanas fueron sistemáticamente bombardeadas por
la aviación aliada —hasta hacer de ellas una sombra oscura, como la ceniza y el
abismo, de lo que fueron— da la impresión de que todos sus habitantes hubiesen
desaparecido tras el paso de los fulminantes raids. Cientos de miles de civiles perecieron reventados,
carbonizados y mineralizados por el efecto de las bombas explosivas e
incendiarias. Otro número incontable de ellos, con las mentes rotas,
conservaron el cuerpo, pero perdieron la consciencia y se extraviaron en el
túnel de la demencia. La dimensión de la destrucción y el desastre acaecidos
fue, en verdad, de proporciones inmensas y a toda la población germana afectó
de una manera u otra. Pero, lo
verdaderamente extraordinario es que, habiendo sobrevivientes, nadie viviera
para contarlo.
En unas
conferencias celebradas en 1997 en Zúrich, que sirven de punto de partida a
este libro, Sebald se pregunta por el
motivo de esta amnesia, la cual, de entrada, ya implica la directa omisión
de un pasado que se quiere así borrar sin reservas. Con las casas y los
edificios abatidos por los bombardeos, el alma de los alemanes también se les
cayó a los pies. No se trata sólo de que
la mayoría no llegase a comprender lo que había ocurrido y por qué. Es que ni
siquiera se mostraron dispuestos a describirlo y relatarlo.
Los
cronistas y los literatos se secaron, y sólo unos pocos, muy pocos, fueron
capaces de sobreponerse a la adversidad y dar cuenta de lo que allí tuvo lugar,
antes, durante y después del desastre y la destrucción. Este silencio de
quienes son –o deben ser– por profesión y vocación los artífices de la palabra
movía a la primera interrogación: ¿por
qué tan pocos escritores alemanes se atrevieron a narrar el paisaje y las
consecuencias de la batalla? Pero, había, otras, acaso demasiadas,
preguntas: ¿por qué hubo tantos alemanes que quisieron pasar de largo sobre su
propia historia, que necesitaron pasar página a la mayor velocidad de sí mismos
y no hacerse cargo de todo lo que les había pasado? ¿Por qué para muchos
todavía volver la vista atrás se experimenta como una vuelta atrás? ¿Por qué no
se sienten plenamente culpables de la gran infamia cometida, pero tampoco
quieren percibirse como víctimas? Cuando la tormenta pasó, se enterraron a los
muertos y se buscó a los desaparecidos. A todos ellos se les quiso identificar.
Pero, ¿por qué los supervivientes no
quisieron ser identificados y, como antes, como cuando todo empezó, miraron
para otro lado? ¿Han recobrado ya la moral de la mirada y el sentido de la
perspectiva?
Ahora, entonces, en la hora de la
derrota, los ojos de los vencidos apuntan a sus pies y no descubren más que los
zapatos alemanes rotos. Tuvo que ir Victor Gollancz,
el otoño de 1946, desde el Reino Unido hasta la zona descalzada, de Hamburgo,
Dusseldorf y la cuenca del Ruhr, bajo administración inglesa, con la misión de
realizar unos reportajes periodísticos, para que tengamos noticia acerca de la
miseria de las condiciones de vida de los alemanes de entonces; por ejemplo, de
cómo la mayoría iba medio descalza, con los zapatos quebrantados. This
Misery of Boots se titula el libro que escribe al efecto, ilustrado con
unas significativas imágenes de los calzados de los alemanes que ponen
literalmente al descubierto sus vergüenzas.
W. G. Sebald barrunta algunas
respuestas –o líneas de respuesta– que aportan algo de luz a estas
interpelaciones sobre el silencio de los vencidos. Dos circunstancias, en este sentido,
llaman poderosamente la atención.
Primera circunstancia: resulta muy sospechoso que los
alemanes sin techo, desposeídos de sus viviendas y de su orgullo nacional,
pasen con tanta celeridad de la
destrucción a la reconstrucción. He aquí una de las claves de la
investigación que sigue Sebald en su ensayo, y que, por lo demás, constituye el
armazón del conjunto de su obra literaria, la cual brota del reconocimiento de
una constatación: las cosas, cuando se
construyen y reconstruyen con demasiada celeridad, apenas dejan tiempo para la
creación de memoria.
Ocurre con
el paisaje natural, en el que, como consecuencia del empuje de la tecnología y
de la ingeniería genética, las especies nacen y mueren, pero más que
reproducirse, se transforman en otras completamente nuevas y pseudomutantes,
siguiendo más unas leyes de frenética experimentación que de estricta
evolución. La perspectiva de ratones luminosos y de sandías cuadradas, según
confiesa Sebald, le producen verdadera consternación. Pero, el efecto de esta
celeridad reconstructiva en el paisaje urbano, que aspira a borrar las huellas
y a cubrir con barro la senda de la experiencia, se advierte con mayor
inquietud.
Sólo la Royal Aire Force arrojó un millón de
bombas sobre el territorio alemán; de las 131 ciudades bombardeadas, algunas
quedaron casi totalmente destruidas; unos 600.000 civiles forman la siniestra
nómina de víctimas de la guerra aérea; tres millones y medio de viviendas
fueron devastadas; al terminar la guerra había siete millones y medio personas
sin hogar; a cada habitante de Colonia le correspondieron 31, 4 metros cúbicos
de escombros, y a los de Dresde 42, 8: «pero qué significaba realmente todo
ello, no lo sabemos.» (pp. 13 y 14).
Este paisaje lunar reinó a lo largo
de tres años en Alemania y fue reconstruido de nuevo en apenas un lustro. Tamaña precipitación revela la
voluntad de poner en orden todo aquel páramo fantasmal sin dar tiempo a
recapacitar sobre sus causas. Sobre los escombros crecían de prisa la hierba y
los matojos, y como éstos llevaban a las raíces, había que rebanarlos y aplanar
la superficie.
Así pues, la
destrucción total no parece el horroroso final de una aberración colectiva,
sino, por decirlo así, el primer peldaño de una eficaz reconstrucción. (pp. 15
y 16).
Segunda circunstancia: sólo desde la lejanía se ha podido
llegar a divisar y referir alguna sombra de aquel desastre que se encontraba
ante sus mismas narices.
Sebald no es
historiador, ni pretende trazar un relato sociológico y político de la
situación, y menos todavía una evaluación moral de los hechos. Sebald es un
narrador, un escritor que se vale del mejor instrumento del oficio: su
capacidad para contar lo que ha sucedido y describir imágenes con las que poner
de relieve el significado profundo de lo que pasa ante nuestros ojos y no se
ve, o se ha visto a medias. Para ello se vale de su feraz escritura así como de
testimonios prestados por otros escritores, de aquellos pocos que, como Heinrich Böll, Hermann Kasack, Hans Erich
Nossack y Peter de Mendaelssohn,
sí tuvieron el valor de escribir sobre la destrucción. Asimismo, se sirve de
documentos gráficos, de fotografías en blanco y negro –«con un tratamiento deliberadamente
low tech»– que se integran en el
texto, sin aportarle color, pero sí relieve y gran fuerza expresiva. Con palabras y fotos se escribe todo un
texto testimonial como éste que comentamos, vívido y sincero, negro sobre
blanco.
La mano del
escritor es fijada y dirigida por su particular mirada. En realidad, el escritor ve cuando los demás sólo miran o miran de
soslayo. A menudo, sólo miran y ven quienes vienen de fuera.
Stig Dagerman, que en el otoño de 1946 informaba
desde Alemania para la revista Expressen,
escribe desde Hamburgo que viajando en tren, a velocidad normal, estuvo
contemplando durante un cuarto de hora un paisaje lunar entre Haselbrook y
Landwehr, y no vio un solo ser humano en aquella inmensa zona incontrolada,
quizá el campo de ruinas más horrible de toda Europa. El tren, escribe
Dagerman, como todos los trenes de Alemania, estaba muy lleno, pero nadie
miraba afuera. Y a él lo reconocieron como extranjero porque lo hacía. (pp. 39
y 40).
Hay más
imágenes representadas en el libro que valen como millones de palabras y miles
de tratados. Por ejemplo, esta que sigue: «Nossack cuenta cómo, al volver a
Hamburgo unos días después del ataque, vio a una mujer que en una casa, que se
alzaba sola e intacta en medio del desierto de escombros: estaba limpiando las
ventanas.» (p. 51)
Hay, en
suma, bastantes ejemplos de imágenes pintadas con gran intensidad, que hablan
por sí solas, tanto como para llenar el profundo vacío silencioso de los que
callan. Para mostrar la devastación general: «Ratas y moscas dominaban la
ciudad. [...], escribe Nossack» (pp. 45 y 46). Para subrayar la necesidad
anormal de volver a la regularidad y la costumbre como si nada hubiera pasado:
«Un observador inglés recuerda una función de ópera en la misma ciudad, inmediatamente
después del armisticio.» (p. 53). Para pintar una ciudad donde los edificios
han sido derribados y se extiende una fantasmal planicie: «El sol pesa sobre la
ciudad, porque apenas hay sombra.» (p. 75).
W. G. Sebald, nacido en Alemania, vivió buena parte de su vida en Inglaterra, donde falleció, y aunque escribe en alemán, su acercamiento a la realidad
alemana se realiza igualmente desde la distancia y desde la consciencia
transterrada. A menudo, permanecer en el lugar de la tragedia fuerza el silencio de los corderos, para así no
hablar de los lobos o, tal vez, porque ellos han sido lobos también. De
hecho, la idea de componer un ensayo sobre la destrucción, la toma prestada de Solly Zuckerman, uno de los estrategas
ingleses que participó en el plan ofensivo contra Alemania. Tras su estancia en
suelo germano, hondamente impresionado por lo que allí había visto, y de vuelta
a Londres, Lord Zuckerman transmite
a Cyril Connolly, entonces director
de la revista Horizon, su intención
de escribir un reportaje que llevaría el título de «Sobre la historia natural
de la reconstrucción». Transcurridos unos años, Sebald pregunta a Zuckerman
acerca del proyecto. Zuckerman dice haberlo dejado en el tintero, pero que no
había olvidado la experiencia que lo sostenía: todavía conservaba en su mente
la imagen de la negra catedral de Colonia punteando «un desierto de piedra» y
«un dedo cortado, que había encontrado en una escombrera.» (p. 41).
* Traducción
española de Miguel Sáenz en Anagrama, Barcelona, 2003.
Primera
parte del artículo «De la destrucción y la reconstrucción», publicado en la
revista El Catoblepas, nº, 24,
febrero 2004, página 7.
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