jueves, 18 de mayo de 2017

W. G. SEBALD Y LA RECONSTRUCCIÓN


La fuerza de la memoria y la vivacidad de las imágenes conforman el gran poder creativo del arte y la literatura. Por decirlo así, en pocas palabras, cabría argüir que la memoria les provee de la materia con la que operan, mientras que la imaginación les proporciona la forma con la que convierten el contenido bruto en una experiencia estética, o sea, en un objeto, literalmente, conformado en términos artísticos. Sucede de esta manera un hecho prodigioso, aunque nada anormal, que modela nuestras sensaciones: el arte y la literatura logran captar la belleza que se guarda tras los hechos más dramáticos y terribles. No por mera pose, sino merced a una tremenda intuición, es por lo que escribió R. M. Rilke este famoso adagio: «Lo bello es el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar.»

Cuando un recuerdo se siente como demasiado doloroso o se encuentra demasiado próximo en la existencia de los individuos, a menudo ni siquiera se permite su exposición o narración. Simplemente se oculta en el fondo del alma, se eleva a la categoría de tabú o se convierte en materia reservada.

En su vívido ensayo Sobre la historia general de la destrucción (1999) *, el escritor alemán W. G. Sebald (1944-2001) lleva a cabo una penetrante investigación de naturaleza literaria que se convierte de inmediato en una implacable aproximación al interior del corazón de los alemanes que asisten al final de la II Guerra Mundial, muchos de los cuales se quedaron materialmente enmudecidos, ciegos y sordos ante la descomunal tragedia que se había cernido a su alrededor. El pueblo alemán no sólo favoreció –y aun en una gran parte participó en– el ascenso del nazismo y la perpetración de una de las mayores atrocidades jamás urdidas por la especie humana: el Holocausto judío; tampoco supo o quiso darse cuenta de lo que había ocurrido.

Cuando, a partir de 1942, las ciudades alemanas fueron sistemáticamente bombardeadas por la aviación aliada —hasta hacer de ellas una sombra oscura, como la ceniza y el abismo, de lo que fueron— da la impresión de que todos sus habitantes hubiesen desaparecido tras el paso de los fulminantes raids. Cientos de miles de civiles perecieron reventados, carbonizados y mineralizados por el efecto de las bombas explosivas e incendiarias. Otro número incontable de ellos, con las mentes rotas, conservaron el cuerpo, pero perdieron la consciencia y se extraviaron en el túnel de la demencia. La dimensión de la destrucción y el desastre acaecidos fue, en verdad, de proporciones inmensas y a toda la población germana afectó de una manera u otra. Pero, lo verdaderamente extraordinario es que, habiendo sobrevivientes, nadie viviera para contarlo.

En unas conferencias celebradas en 1997 en Zúrich, que sirven de punto de partida a este libro, Sebald se pregunta por el motivo de esta amnesia, la cual, de entrada, ya implica la directa omisión de un pasado que se quiere así borrar sin reservas. Con las casas y los edificios abatidos por los bombardeos, el alma de los alemanes también se les cayó a los pies. No se trata sólo de que la mayoría no llegase a comprender lo que había ocurrido y por qué. Es que ni siquiera se mostraron dispuestos a describirlo y relatarlo.

Los cronistas y los literatos se secaron, y sólo unos pocos, muy pocos, fueron capaces de sobreponerse a la adversidad y dar cuenta de lo que allí tuvo lugar, antes, durante y después del desastre y la destrucción. Este silencio de quienes son –o deben ser– por profesión y vocación los artífices de la palabra movía a la primera interrogación: ¿por qué tan pocos escritores alemanes se atrevieron a narrar el paisaje y las consecuencias de la batalla? Pero, había, otras, acaso demasiadas, preguntas: ¿por qué hubo tantos alemanes que quisieron pasar de largo sobre su propia historia, que necesitaron pasar página a la mayor velocidad de sí mismos y no hacerse cargo de todo lo que les había pasado? ¿Por qué para muchos todavía volver la vista atrás se experimenta como una vuelta atrás? ¿Por qué no se sienten plenamente culpables de la gran infamia cometida, pero tampoco quieren percibirse como víctimas? Cuando la tormenta pasó, se enterraron a los muertos y se buscó a los desaparecidos. A todos ellos se les quiso identificar. Pero, ¿por qué los supervivientes no quisieron ser identificados y, como antes, como cuando todo empezó, miraron para otro lado? ¿Han recobrado ya la moral de la mirada y el sentido de la perspectiva?

Ahora, entonces, en la hora de la derrota, los ojos de los vencidos apuntan a sus pies y no descubren más que los zapatos alemanes rotos. Tuvo que ir Victor Gollancz, el otoño de 1946, desde el Reino Unido hasta la zona descalzada, de Hamburgo, Dusseldorf y la cuenca del Ruhr, bajo administración inglesa, con la misión de realizar unos reportajes periodísticos, para que tengamos noticia acerca de la miseria de las condiciones de vida de los alemanes de entonces; por ejemplo, de cómo la mayoría iba medio descalza, con los zapatos quebrantados. This Misery of Boots se titula el libro que escribe al efecto, ilustrado con unas significativas imágenes de los calzados de los alemanes que ponen literalmente al descubierto sus vergüenzas.


W. G. Sebald barrunta algunas respuestas –o líneas de respuesta– que aportan algo de luz a estas interpelaciones sobre el silencio de los vencidos. Dos circunstancias, en este sentido, llaman poderosamente la atención.

Primera circunstancia: resulta muy sospechoso que los alemanes sin techo, desposeídos de sus viviendas y de su orgullo nacional, pasen con tanta celeridad de la destrucción a la reconstrucción. He aquí una de las claves de la investigación que sigue Sebald en su ensayo, y que, por lo demás, constituye el armazón del conjunto de su obra literaria, la cual brota del reconocimiento de una constatación: las cosas, cuando se construyen y reconstruyen con demasiada celeridad, apenas dejan tiempo para la creación de memoria.

Ocurre con el paisaje natural, en el que, como consecuencia del empuje de la tecnología y de la ingeniería genética, las especies nacen y mueren, pero más que reproducirse, se transforman en otras completamente nuevas y pseudomutantes, siguiendo más unas leyes de frenética experimentación que de estricta evolución. La perspectiva de ratones luminosos y de sandías cuadradas, según confiesa Sebald, le producen verdadera consternación. Pero, el efecto de esta celeridad reconstructiva en el paisaje urbano, que aspira a borrar las huellas y a cubrir con barro la senda de la experiencia, se advierte con mayor inquietud.
Sólo la Royal Aire Force arrojó un millón de bombas sobre el territorio alemán; de las 131 ciudades bombardeadas, algunas quedaron casi totalmente destruidas; unos 600.000 civiles forman la siniestra nómina de víctimas de la guerra aérea; tres millones y medio de viviendas fueron devastadas; al terminar la guerra había siete millones y medio personas sin hogar; a cada habitante de Colonia le correspondieron 31, 4 metros cúbicos de escombros, y a los de Dresde 42, 8: «pero qué significaba realmente todo ello, no lo sabemos.» (pp. 13 y 14).

Este paisaje lunar reinó a lo largo de tres años en Alemania y fue reconstruido de nuevo en apenas un lustro. Tamaña precipitación revela la voluntad de poner en orden todo aquel páramo fantasmal sin dar tiempo a recapacitar sobre sus causas. Sobre los escombros crecían de prisa la hierba y los matojos, y como éstos llevaban a las raíces, había que rebanarlos y aplanar la superficie.

Así pues, la destrucción total no parece el horroroso final de una aberración colectiva, sino, por decirlo así, el primer peldaño de una eficaz reconstrucción. (pp. 15 y 16).

Segunda circunstancia: sólo desde la lejanía se ha podido llegar a divisar y referir alguna sombra de aquel desastre que se encontraba ante sus mismas narices.
Sebald no es historiador, ni pretende trazar un relato sociológico y político de la situación, y menos todavía una evaluación moral de los hechos. Sebald es un narrador, un escritor que se vale del mejor instrumento del oficio: su capacidad para contar lo que ha sucedido y describir imágenes con las que poner de relieve el significado profundo de lo que pasa ante nuestros ojos y no se ve, o se ha visto a medias. Para ello se vale de su feraz escritura así como de testimonios prestados por otros escritores, de aquellos pocos que, como Heinrich Böll, Hermann Kasack, Hans Erich Nossack y Peter de Mendaelssohn, sí tuvieron el valor de escribir sobre la destrucción. Asimismo, se sirve de documentos gráficos, de fotografías en blanco y negro –«con un tratamiento deliberadamente low tech»– que se integran en el texto, sin aportarle color, pero sí relieve y gran fuerza expresiva. Con palabras y fotos se escribe todo un texto testimonial como éste que comentamos, vívido y sincero, negro sobre blanco.


La mano del escritor es fijada y dirigida por su particular mirada. En realidad, el escritor ve cuando los demás sólo miran o miran de soslayo. A menudo, sólo miran y ven quienes vienen de fuera.

Stig Dagerman, que en el otoño de 1946 informaba desde Alemania para la revista Expressen, escribe desde Hamburgo que viajando en tren, a velocidad normal, estuvo contemplando durante un cuarto de hora un paisaje lunar entre Haselbrook y Landwehr, y no vio un solo ser humano en aquella inmensa zona incontrolada, quizá el campo de ruinas más horrible de toda Europa. El tren, escribe Dagerman, como todos los trenes de Alemania, estaba muy lleno, pero nadie miraba afuera. Y a él lo reconocieron como extranjero porque lo hacía. (pp. 39 y 40).

Hay más imágenes representadas en el libro que valen como millones de palabras y miles de tratados. Por ejemplo, esta que sigue: «Nossack cuenta cómo, al volver a Hamburgo unos días después del ataque, vio a una mujer que en una casa, que se alzaba sola e intacta en medio del desierto de escombros: estaba limpiando las ventanas.» (p. 51)

Hay, en suma, bastantes ejemplos de imágenes pintadas con gran intensidad, que hablan por sí solas, tanto como para llenar el profundo vacío silencioso de los que callan. Para mostrar la devastación general: «Ratas y moscas dominaban la ciudad. [...], escribe Nossack» (pp. 45 y 46). Para subrayar la necesidad anormal de volver a la regularidad y la costumbre como si nada hubiera pasado: «Un observador inglés recuerda una función de ópera en la misma ciudad, inmediatamente después del armisticio.» (p. 53). Para pintar una ciudad donde los edificios han sido derribados y se extiende una fantasmal planicie: «El sol pesa sobre la ciudad, porque apenas hay sombra.» (p. 75).


W. G. Sebald, nacido en Alemania, vivió buena parte de su vida en Inglaterra, donde falleció, y aunque escribe en alemán, su acercamiento a la realidad alemana se realiza igualmente desde la distancia y desde la consciencia transterrada. A menudo, permanecer en el lugar de la tragedia fuerza el silencio de los corderos, para así no hablar de los lobos o, tal vez, porque ellos han sido lobos también. De hecho, la idea de componer un ensayo sobre la destrucción, la toma prestada de Solly Zuckerman, uno de los estrategas ingleses que participó en el plan ofensivo contra Alemania. Tras su estancia en suelo germano, hondamente impresionado por lo que allí había visto, y de vuelta a Londres, Lord Zuckerman transmite a Cyril Connolly, entonces director de la revista Horizon, su intención de escribir un reportaje que llevaría el título de «Sobre la historia natural de la reconstrucción». Transcurridos unos años, Sebald pregunta a Zuckerman acerca del proyecto. Zuckerman dice haberlo dejado en el tintero, pero que no había olvidado la experiencia que lo sostenía: todavía conservaba en su mente la imagen de la negra catedral de Colonia punteando «un desierto de piedra» y «un dedo cortado, que había encontrado en una escombrera.» (p. 41).

* Traducción española de Miguel Sáenz en Anagrama, Barcelona, 2003.

Primera parte del artículo «De la destrucción y la reconstrucción», publicado en la revista El Catoblepas, nº, 24, febrero 2004, página 7. 


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