martes, 17 de octubre de 2017

RESENTIMIENTO Y CALAMIDAD


Ante el infortunio y la catástrofe, el comportamiento de los individuos se inclina, generalmente, por dos actitudes1) sobreponerse a la tragedia merced a la acción y la reconstrucción, o 2) encaramarse a la pila de escombros y cadáveres al objeto de ganar una altitud que de natural les es negada. Los resentidos, de la segunda división, no tienen otra forma de dañar al virtuoso y discreto, en primer lugar, que mordisquearle las pantorrillas hasta conseguir que se agache para darse un masaje en las partes afectadas. Y entonces…

Para sacar partido, cuentan los miserables con la eventualidad de contingencias funestas, siniestros y adversidades, sea un acto criminal, una catástrofe o una calamidad natural, que tanto desencadena desgracias como desata las furias.

¿El destino, la fortuna, el devenir de las cosas? Palabras, palabras, palabras. El resentido maldice la Vida (también el Sistema y el Orden establecido) cuando algo no va como a él le gusta o conviene. Truena contra la existencia real para imponer lo realmente existente (“esto es lo que hay”).

De los aprendices de Filosofía que quieren ir demasiado deprisa en sus estudios y quemar etapas, decía Platón en la República que poco consiguen de provecho intelectual, aunque, eso sí, “disfrutan como cachorros dando tirones y mordiscos con su argumentación a todos los que se le acercan”. De modo análogo, diría por mi parte, el resentido sólo experimenta felicidad cuando festeja la malaventura de otros; el sabor de la sangre y el olor a muerte le da vida y energía para seguir tirando.

Aquí huele a quemado. Bajo el fuego cruzado del odio y la malicia, a ver quién no asiente ante la obviedad, presuntamente inocente, de que “se podría haber hecho más y mejor las cosas”. Pero, ojo, que a continuación se enciende la mecha, haciendo que se extiendan las llamas y salten las chispas, que irrumpan las hogueras, los juicios sumarísimos, las inquisiciones, las cortinas de humo...

domingo, 15 de octubre de 2017

OPINIÓN PÚBLICA, ¡QUÉ PEREZA!


Para bien o para mal, las sociedades modernas, hoy contemporáneamente democráticas, tan abiertas y tal, tienden a constituirse por su propia naturaleza y evolución en artefactos dominados por la vox populi, por la opinión pública. Aun siendo caprichosa, voluptuosa y voluble, a la opinión pública hay que tomarla en serio, lo cual no significa someterse siempre a sus caprichos. Entre otras razones porque, ente ficticio y sublimador donde los haya, no siempre queda claro lo que quiere y vocea.

El público, por cuyo advenimiento la práctica del poder social y la dominación política se han sometido efectivamente al mandato democrático de la publicidad, es un producto de la comunicación o, por mejor decirlo, de la necesidad de comunicación. Se constituye en el momento en que la información y el juicio de los agentes sociales adquieren publicidad, y cada vez más notoriedad e influencia, es decir, en el momento en que se dan a conocer sin barreras; cuando se hacen plenamente públicos, pues.

¿No se reducirá toda la ética y política de la vox populi, la sociología de la publicidad y lo público, toda esta disertación sobre la opinión pública, a una sencilla comprensión de la vagancia y la pereza de los hombres lentos y lánguidos, quienes para no complicarse la vida se dejan traer y llevar, contar y calcular, con un resultado que, finalmente, acaba beneficiando a los más desvergonzadamente rápidos con la calculadora?

Una sociedad que se deja llevar por las apariencias, que opina a bote pronto, que vota según impulsos primarios y da más importancia a la ficticia "opinión pública" que a su real, propio y privado criterio, o al que enuncian algunos pocos hombres discretos, esa sociedad acaba reduciéndose a un conglomerado manifiesto de mucha opinión difusa y un "conocimiento inútil" (Jean François Revel).

Una sociedad, en fin, condenada al fracaso y a la decadencia:

"Y si con razón se dice del perezoso que mata el tiempo, una sociedad que cifra su salvación en la opinión pública, es decir, en la pereza privada, no puede sino preocupar seriamente. Creo que tiene que ser borrada de la verdadera historia de la emancipación de la vida."

(Friedrich Nietzsche, 'Schopenhauer como educador', Tercera intempestiva)

martes, 10 de octubre de 2017

VICTIMISMO


El victimismo puede conceptualizarse como la versión afligida y lastimosa del relativismo cultural: el relativismo que se abate a sí mismo.

Se trata de una actitud que renuncia sin más a la acción de hacerse entender, lo que significa a fin de cuentas no querer entender. Gime por lo que cree ser, quejándose por aquello que no le dejan ser. Infantilismo y melancolía, en suma. He aquí la historia de los pueblos que, como Cataluña, viven (sin vivir en ellos…) en «un quejido casi incesante» (José Ortega y Gasset, Primer discurso en las Cortes Constituyentes, 1932). Y añade el filósofo español:«ese pueblo que quiere ser precisamente lo que no puede ser, pequeña isla de humanidad arisca, reclusa en sí misma; ese pueblo que está aquejado por tan terrible destino, claro es que vive, casi siempre, preocupado y como obseso por el problema de su soberanía, es decir, de quien le manda o con quien manda él conjuntamente.»

¿Qué es el victimismo? Descontento perpetuo, manía persecutoria, lamentación inagotable; quejido sin fin, en fin.

El victimista no ofrece razones, tan sólo emite vibraciones sentimentales, convulsiones emocionales, que ni él mismo llega a comprender. Hay mucho de patético, además de infantil y melancólico, en ese penar vocacional, en la inclinación hacia la autodestrucción en que sucumbe toda pasión (pathos) por perpetuo lamento y la contumaz jeremiada.

domingo, 8 de octubre de 2017

HABLAR SIN DECIR


Debemos a José Ortega y Gasset, entre otras tantas enseñanzas luminosas, una importante distinción entre el hablar y el decir. Lo expone, por ejemplo, en El hombre y la gente (1957), ensayo materialmente inacabado (¿qué ensayo verdadero no queda irremediablemente inconcluso?), pero pletórico de buenas ideas.
Hablar, lo que se dice hablar, es actividad corriente y moliente, una operación que actúa de fuera a dentro de la persona, y basta con aprenderla, como una destreza o habilidad más, para poder andar por la vida entre semejantes sin perderse del todo. El hablar no significa gran cosa. Algo, todo lo más, que hay que procurar dominar, para así poder decir frases y conllevarse con los otros.
Decir, para entendernos, representa un ejercicio distinto y superior: es una operación que arranca desde el individuo y se proyecta hacia los demás. El hablar es cosa nuestra, pero el decir, inicialmente, es sólo mío, de cada uno.



Hablamos, corrientemente, para salir del paso. Nos oímos y, acaso también, nos escuchamos. Pero de comprensión andamos muy escasos. Comúnmente porque vamos por el mundo demasiado deprisa, sin pararnos a pensar qué es lo que pasa. Se ha dicho con razón que la reflexión filosófica consiste básicamente en pensar las cosas, por lo menos, dos veces. Y en hacerse preguntas. ¿Acerca de qué?
Cualquier motivo, en ocasión cualquiera, sea el vuelo del búho o el arte de tocar la flauta, contiene una provechosa oportunidad de meditación razonada, si en el acto de escribir aspira uno a decir cosas con sentido y personalidad. ¿Qué objeto tiene el ensayo sino éste?
Hablando no se entiende la gente, necesariamente. Paragonando el célebre aserto orteguiano, diríase que en el hablar estamos, pero en el decir somos propiamente humanos, principalmente, si pensamos lo que decimos. 

Si nos encontramos para hablar porque «tenemos que hablar», entonces da la impresión de que la situación resulta un tanto forzada. Y así es difícil, y, sobre todo, literalmente insignificante, entenderse.
Cuando hablamos unos con otros, ocurre, corrientemente, que no hablamos de lo mismo.