Debemos
a José Ortega y Gasset, entre otras
tantas enseñanzas luminosas, una importante distinción entre el hablar y el
decir. Lo expone, por ejemplo, en El hombre y la gente (1957), ensayo
materialmente inacabado (¿qué ensayo verdadero no queda irremediablemente
inconcluso?), pero pletórico de buenas ideas.
Hablar, lo que se
dice hablar, es actividad corriente y moliente, una operación que actúa de fuera a dentro de la persona, y basta
con aprenderla, como una destreza o habilidad más, para poder andar por la vida
entre semejantes sin perderse del todo. El hablar no significa gran
cosa. Algo, todo lo más, que hay que procurar dominar, para así poder decir
frases y conllevarse con los otros.
Decir, para
entendernos, representa un ejercicio distinto y superior: es una operación que arranca desde el individuo y se proyecta
hacia los demás. El hablar es cosa nuestra, pero el decir, inicialmente, es
sólo mío, de cada uno.
Hablamos,
corrientemente, para salir del paso. Nos oímos y, acaso también, nos
escuchamos. Pero de comprensión andamos muy escasos. Comúnmente porque
vamos por el mundo demasiado deprisa, sin pararnos a pensar qué es lo que pasa.
Se ha dicho con razón que la reflexión
filosófica consiste básicamente en pensar las cosas, por lo menos, dos veces.
Y en hacerse preguntas. ¿Acerca de qué?
Cualquier
motivo, en ocasión cualquiera, sea el vuelo del búho o el arte de tocar la
flauta, contiene una provechosa oportunidad de meditación razonada, si en el
acto de escribir aspira uno a decir
cosas con sentido y personalidad. ¿Qué objeto tiene el ensayo sino éste?
Hablando no se entiende la gente,
necesariamente. Paragonando el célebre aserto
orteguiano, diríase que en el hablar estamos,
pero en el decir somos propiamente
humanos, principalmente, si pensamos lo que decimos.
Si nos encontramos para hablar porque «tenemos que hablar», entonces da la impresión de que la situación resulta un tanto forzada. Y así es difícil, y, sobre todo, literalmente insignificante, entenderse.
Si nos encontramos para hablar porque «tenemos que hablar», entonces da la impresión de que la situación resulta un tanto forzada. Y así es difícil, y, sobre todo, literalmente insignificante, entenderse.
Cuando hablamos unos con otros, ocurre, corrientemente,
que no hablamos de lo mismo.
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