El victimismo puede
conceptualizarse como la versión afligida y lastimosa del relativismo cultural:
el relativismo que se abate a sí mismo.
Se trata de una actitud que renuncia sin más a la acción de
hacerse entender, lo que significa a fin de cuentas no querer entender. Gime por lo que cree ser, quejándose por aquello que no le dejan ser. Infantilismo y melancolía, en suma. He aquí la historia de los
pueblos que, como Cataluña, viven (sin vivir en ellos…) en «un quejido casi
incesante» (José Ortega y Gasset, Primer discurso en las Cortes
Constituyentes, 1932). Y
añade el filósofo español:«ese pueblo que quiere ser precisamente
lo que no puede ser, pequeña isla de humanidad arisca, reclusa en sí misma; ese
pueblo que está aquejado por tan terrible destino, claro es que vive, casi
siempre, preocupado y como obseso por el problema de su soberanía, es decir, de
quien le manda o con quien manda él conjuntamente.»
¿Qué es el
victimismo? Descontento perpetuo, manía persecutoria, lamentación inagotable;
quejido sin fin, en fin.
El victimista no ofrece razones, tan sólo emite vibraciones
sentimentales, convulsiones emocionales, que ni él mismo llega a comprender.
Hay mucho de patético, además de infantil y melancólico, en ese penar vocacional, en la inclinación hacia la autodestrucción en
que sucumbe toda pasión (pathos) por
perpetuo lamento y la contumaz jeremiada.
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