domingo, 29 de septiembre de 2019

LA GENERALA


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Mujeres de armas tomar. Dícese de especies del género femenino que son guerreras, batalladoras y luchadoras, que atacan y contraatacan, no se rinden nunca y agotan a cualquiera. Haberlas, haylas, y no pocas juntas, sino revueltas, casi siempre. 

Es cosa curiosa que su incorporación a filas, a la carrera militar, llegase tan tarde (si observamos el fenómeno con mirada histórica), cuando la puntualidad, la puntería y la observancia de las ordenanzas han sido pilares de los ejércitos.

Los tiempos están cambiando, ya lo cantó Bob Dylan. En realidad ontológica, todo es cambio. Ya lo sentenció el filósofo Heráclito de Éfeso, que aun sin tener el Premio Nobel de Literatura merece leerse sus cogitaciones. En el campo de Marte y en cualquier parte, las cosas cambian a su manera, no siempre de cualquier manera. Normalmente, a la moda moderna, que es la que se lleva, no moderada, que suena a modosa. Todo ello sin perder de vista la diversidad de nubosidad variable, la tolerante elasticidad y la interpretación sin fronteras. Ya veremos cómo encaja todo esto con la disciplina castrense, la uniformidad uniformada y la fiel infantería.

El progreso va de modernizar las instituciones, incluso algunas tan trajinadas como la militar. Pero para eso es progreso. O, al menos, de cambiar las apariencias, renovar la fachada, para así cuadrar (¡cuádrese, recluta!) con el desfile de lo cívico y la pasarela (que no parada) de lo social. A casa vieja, puerta nueva. El edificio de la comandancia y la capitanía general ascienden de abajo arriba, desde el mandato de cabo furriel al generalato.

 Generala, pues. Nada de qué asombrarse. En los viejos tiempos, o sea, en la época del Generalísimo, decíase “generala” para nombrar a la mujer de general, sin excepción, un varón, noble o plebeyo

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Ha sido tal la llamada general a formar la tropa, que, según el parte de novedades, ya tenemos nombramientos de generala. Una señora al mando superior, prietas las filas, ¡a formar! Y mucho ojo con el lenguaje cuartelero. No significa esto una conmoción en la profesión armada; todo es cuestión de acostumbrarse. No se trata, pues, de llevarse a las manos a la cabeza y gritar “¡A mí, la Legión”!

Mirado atentamente el proceso, la verdad es que el ascenso por consenso ha tardado en llegar, bastante más que otras promociones de protección oficial. Era patente desde hacía siglos que los acantonamientos y los campamentos estaban hechos un desastre, unos reductos desorganizados como piso de soltero, poco pulidos y aseados, por no hablar de los aseos, que en la jerga castrense suelen denominarse “letrinas”. No se les conoce por ese nombre por amor a las letras ni por aquello de vivir a campo abierto e ir de maniobras, aunque el término no sea ajeno a la etimología. “Letrina” viene de la voz latina “latrina” que significa “retrete”; no sé lo que suena (ni huele) peor.

Ya saben, me refiero a ese espacio retraído, no por acoger a los tipos tímidos, sino por lugar reservado, el “escusado” o el “lavabo”, que dirían los cursis y los finolis, como si la cosa no fuese con ellos. Menos mal que en guarnición se denomina a ello “letrina”, no “retrete”, y no le afecta el síndrome del nombramiento, como le pasó al general. En caso contrario, ahora que manda la generala —corrección política, inclusive—, para cambiar la imagen de la guerra y el talle de la guerrera, “retrete” pasaría a titularse “retreta”, lo cual provocaría un lío fenomenal. Lo digo por los toques de corneta y el lenguaje trompetero, tan afectado como las modificaciones y modas del habla. Hasta nueva orden de la superioridad, “retreta” es la melodía que informa del fin de la jornada militar, función que cumplía la sirena en las fábricas. Pero, no deseo ponerme nostálgico.

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Generala, pues. Nada de qué asombrarse. En los viejos tiempos, o sea, en la época del Generalísimo, decíase “generala” para nombrar a la mujer de general, sin excepción, un varón, noble o plebeyo. Porque, penetrando en el túnel del tiempo, el rango de alta oficialidad estaba reservado a personas con linaje aristocrático, por ejemplo, al barón, raramente, a la baronesa.

No hay soldado sin soldada, todo sea dicho sin ánimo de lucro, pues quien más, quien menos, recibe la paga. Y los efectos que reportará a la ciudadanía serán inmensos; a medio y largo plazo, eso sí. Se dará paso ligero a la revolución lingüística, pero suprimido el pase pernocta. La cantina ganará al bar. Dejar de llamar “novia” al fusil. La juventud ya no irá al frente, que es una afrenta. La Brigada y la División, la misión de paz y la retirada, tendrán más mando en plaza que el ataque y el contraataque. Para identificarse, entre sombras, seguirá usándose la contraseña.

En caso de reposición del servicio militar obligatorio, la cartilla militar volverá, probablemente, a recibir el nombramiento de “la Blanca”, aunque la superioridad ha elevado este asunto, para su detallado estudio, a departamentos universitarios de Estudios Culturales y de Género, no vayan a ofenderse las razas humanas de diferente color y los sexos variados.

Y ahora rompan filas. Que lo manda la generala.  



jueves, 26 de septiembre de 2019

VAGOS Y MALEANTES EN LA CIUDAD SIN LEY (y 4)


De familias, bandas y comunas

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El gran canon que estableció la épica de la maldad y la lírica de la ambigüedad quedó ejemplarizado y consolidado en la novela A sangre fría (In Cold Blood, 1965) de Truman Capote, título de culto venerado todavía en nuestros días como obra comprometida y precursora del “periodismo de investigación”, del “nuevo periodismo”. Dícese que Capote, con la ayuda de Harper Lee, autora de Matar a un ruiseñor (To Kill a Mockingbird, 1960), realizaron un minucioso trabajo de documentación sobre el terreno antes de redactar el manuscrito del relato llevado a la imprenta; una labor, por cierto, en la que Capote puso la fama y Lee, la lana. En todo momento, quedaba claro que la intención de Capote no era firmar un obra de ficción, sino un documento social, un manifiesto victimista: empatizar con el criminal e ignorar a la víctima. Porque, en sentido estricto, la víctima de verité sería el criminal, no como antes, ustedes ya me entienden.
El propósito consistía en llevar a cabo un profundo estudio sobre la personalidad de dos ex presidiarios que en 1959 irrumpieron durante la noche en una casa rural en Kansas, propiedad de los Clutter, y asesinaron a sangre fría a toda la familia: Herbert Clutter, el padre, Bonnie, la madre, y sus hijos Nancy, de 16 años y Kenyon, de 15. En la narración (lo mismo que en la película realizada por Richard Brooks sobre la misma: A sangre fría [In Cold Blood, 1967]), los protagonistas son los criminales Richard "Dick" Hickock y Perry Edward Smith "Perry", especialmente, el segundo, individuo que a Capote interesó conocer a fondo, llegando a entrevistarle varias veces en prisión. Intercedió por su causa, aunque sin llegar hasta el final en la mediación: abandonó el caso cuando advirtió que la condena a muerte, por ahorcamiento, favorecía el final de su relato. Hay que ser compasivo, solidario y empático, pero todo tiene un límite.
El resto es silencio de las víctimas y éxito del subgénero Todo lo que desea saber sobre el criminal de turno desde una perspectiva social. Se cuentan por millares las producciones literarias, cinematográficas y televisivas centradas en el estudio (avalado por expertos psiquiatras, psicólogos y periodistas de investigación) de las mentes criminales, psycho y serial killers, psicópatas, maleantes y gente de malvivir. Sus protagonistas llenan las portadas de libros, periódicos y revistas, la entradilla en los programas de televisión, su vida y obra interesan sobremanera al gran público, no tanto las víctimas, que constituyen un tema muy triste y deprimente, menos fascinante e interesante, sin duda, que las hazañas de los malhechores.  

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Bonnie Parker y Clyde Barrow lideraron una banda de criminales que durante los años 30 cometieron graves delitos y asesinatos en el sur de los Estados Unidos. Sus correrías, que se prolongaron casi dos años, terminaron en una carretera de Luisiana, año 1934, en que ambos fueron abatidos a tiros, dentro del coche que conducían, por una patrulla policial que les pisaba los talones, comandada por el legendario y veterano Texas Ranger, capitán Frank HammerSin embargo, lo que ha pasado a la historia es la leyenda de Bonnie y Clyde. He aquí la cuestión.
Ya en sus tiempos de bandidaje se convirtieron en un icono, una pareja popular de atracadores de bancos que, según corría la voz en las calles y las emisoras de radio, robaban a los ricos por la cosa de los pobres. Provocaron la curiosidad —en ocasiones, con una pizca de picante admiración— entre los vecinos y la prensa les reservaba las portadas, informando al minuto sobre sus atracos y diabluras, callando a menudo los asesinatos de agentes de policía, a sangre fría. Eran los años de la Gran Depresión.

 Decenas de miles de paisanos acudieron al entierro de los dos bandidos, se escribieron poemas, baladas y canciones en recuerdo suyo. Pocos años después de su muerte, el cine tomó la historia de Bonnie y Clyde como tema o inspiración de múltiples films, en las que los forajidos hacían el papel de héroes de película. En 1967, producida por Warner Bros, dirigida por Arthur Penn y protagonizada por dos estrellas de Hollywood, Warren Beatty (quien, asimismo, participó en la producción) y Faye Dunaway, se estrena la cinta  Bonnie and Clyde. Hoy, sigue calificada de clásico del cine, con ribetes de mito y glamour.


¿Será verdad que algo está cambiando, en la realidad y en la ficción, acerca del sentido y la sensibilidad, a propósito de vagos, maleantes y gente de malvivir? ¿O una golondrina no hace verano?

Curiosidad de curiosidades. La última película rodada, hasta la fecha, sobre la célebre pareja se sale de la tendencia dominante de épica criminal y adopta la perspectiva de los agentes del orden que consiguieron dar caza a Bonnie Parker y Clyde Barrow. Se trata de  The Highwaymen (Emboscada final, 2019), una cinta distribuida por Netflix y protagonizada por Kevin Costner (Mark Hammer) y Woody Harrelson (Maney Gault, miembro del grupo policial capitaneado por Hammer). La trayectoria y fin de los dos delincuentes no adquiere aquí un tinte hagiográfico y con filtros favorecedores, tampoco el trabajo de los Texas Rangers en acción: dos agentes próximos a la ancianidad empeñados en cumplir con su deber. Quizás algo esté cambiando, después de todo, en Hollywood, es decir, que esté volviendo a sus orígenes. Tal vez.
Precisamente, para la generación iniciada en el cine durante los años sesenta, he ahí la fecha del principio del cine, su partida de nacimiento, su punto de arranque. El cine silente y el cine clásico (el cine de verdad) ni saben de su existencia. ¿Cómo era Hollywood? Este 2019, mismo año del film mencionado en el párrafo anterior, se conmemora el cincuenta aniversario del suplicio y asesinato de Sharon Tate y cuatro invitados que la acompañaban en su casa de Los Ángeles, un aciago 8 de agosto de 1969, a manos de la banda liderada por Charles Manson, un tipejo también con mucha sangre fría. Para nombrar a la cuadrilla fachosa suele mantenerse la estúpida costumbre de emplear el sobrenombre que su cabecilla invento a propósito: “la familia”. Era aquella una época de comuna, concebida y entendida por sus patrocinadores como sustituto de la familia tradicional, en la teoría y en la práctica.
Personaje mundialmente conocido, sobre quien se han escrito y filmado hasta la saciedad/suciedad, Manson es pieza clave (material y simbólica) en Érase una vez… en Hollywood (2019), film dirigido por Quentin Tarantino. La crítica oficial cinematográficamente correcta lo ha recibido con tibieza, cuando no con franca desafección o poco disimulada decepción. No contiene, dice, tanta violencia, como es habitual en la filmografía del director norteamericano, y, además, dedica poco espacio y tiempo a Charles Manson…, y no le reserva el papel protagonista. No es, en fin, el Tarantino de antes...
¿Será verdad que algo está cambiando, en la realidad y en la ficción, acerca del sentido y la sensibilidad, a propósito de vagos, maleantes y gente de malvivir? ¿O una golondrina no hace verano?





↪ VAGOS Y MALEANTES EN LA CIUDAD SIN LEY (1) 

↪ VAGOS Y MALEANTES EN LA CIUDAD SIN LEY (2)

↪ VAGOS Y MALEANTES EN LA CIUDAD SIN LEY (3)


sábado, 21 de septiembre de 2019

VAGOS Y MALEANTES EN LA CIUDAD SIN LEY (3)


En la negra espalda y el abismo del tiempo 
(William Shakespeare, La tempestad)

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Desde la ética a la estética, desde la sociología a la patología, no es nueva la teoría y la práctica, la atracción y el interés, por el malo y por la maldad. Fernando Savater ha dejado escrito que lo bueno es lo virtuoso, pero lo malo constituye lo interesante. Uno es malo, aclara en sus libros sobre ética, porque es desgraciado, el pobre, y el articulista del diario El País pone como ejemplo el monstruo de Frankenstein

Constituye, asimismo, un clásico en cine y literatura la épica del antihéroe, la fascinación por el perdedor, los finales trágicos. Por consiguiente, hay que comprender y sentir piedad por el malo de la vida y de película. Como en botica, en el mundo hay de todo. Vale, pero, por lo general, los caballeros las prefieren rubias, aunque se casen con las morenas. En correspondencia, las muchachas se casan con el buen chico, pero se enamoran del canalla, quien las hace desgraciadas, aunque felices. Las cosas del querer. Mal de amores.
Comoquiera que la versión evangélica de la maldad (el que esté libre de pecado que tire la primera piedra) está pasada de moda, la religión laica que practica el “mundo de la cultura” (like a rolling stone) ofrece similar perspectiva comprensiva y absolutoria respecto al maleante. El héroe sería el criminal, no el polizonte, y la heroína, la femme fatale, no la esposa. ¿Y la víctima? Tumba al caído desconocido. 


la línea que separa lo bueno de lo malo, al virtuoso del maleante, es difusa; incluso, diríase, inexistente: un cliché creado por la mentalidad reaccionaria, la Conferencia Episcopal y los ejecutivos de Wall Street. 

Nada hay menos glamuroso que un marido en pantuflas leyendo el periódico o ante el televisor después de cenar, y si se describe en un relato o se muestra en un film es con intención de mofa o de “crítica social”, ya saben, la rutina de la vida burguesa o pequeño-burguesa, según los casos y los presupuestos económicos. La vida, como mundo del espectáculo, es puro teatro. El denominado “género familiar” es cosa de niños y los padres lo ven por acompañarles al cine y guardarles la chaquetita, que al salir a la calle hace frío. Pero, no es un género adulto. El cine “para adultos”… no es tolerado para menores. O no lo era.  


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Y entonces, llegaron los años sesenta. El despelote general y el destape integral, la psicodelia y el LSD, la comuna y la liberación sexual, la transgresión y la revolución permanente, la contracultura y todo patas arriba. Sustituyó a la década de los cincuenta, en la que ya apuntaba en el horizonte la new generation, rompiendo moldes, formada por muchachada rebelde, sin causa y sufriente, chicos malos y chicas descaradas. En la primera fase, todavía se mueven dentro del canon de los mayores, por ejemplo, en la vestimenta. Los chavales, de traje (entallado) y corbata (estrecha); las zagalas, con faldas almidonadas y rebequita sobre los hombros, y hairspray. Posteriormente, peinados con tupé, embutidos en blue jeans y cazadoras de cuero negro, o sea, grease
Los hijos de papá y mamá, a medida que avanzaban las décadas prodigiosas, dejaron de ser pijos, y los modelos de juventud quedaban simbolizados en mocerío respondón y con mucho brío, rebelión en las aulas y bandas juveniles con ganas de pelea. Pero, en el fondo, eran buenos chicos y muy sensibles. Desgraciados, sufrían mucho, porque los mayores no les comprendían ni se ponían en su lugar. Eran rebeldes porque el mundo les hizo así, porque nadie les trataba con amor.
El arquetipo de la pre-posmodernidad quedaba constituido: haz el amor y no la guerra; el feo y el malo llaman la atención y hasta resultan atractivos, mientras el guaperas bueno y el baby face siempre recordarán al repelente niño Vicente; la recatada y modosita, remite al colegio de monjas, al contrario de la liberada y deslenguada que de mayor quiere ser como Simone de Beauvoir, Janis Joplin o Gloria Grahame, no como Corín Tellado, Karina o Doris Day

          La abrumadora aceptación y uso del término “género negro” fue de gran ayuda en el afianzamiento y progreso del patrón contracultural. En el cine y la literatura, la etiqueta noir reemplazaba a los términos clásicos, “policiaco” o “thriller”, los cuales no recogía, por lo visto, el fondo social subyacente al hecho criminal.
En una obra policiaca carca, el criminal nunca gana, sino que tiene su merecido y el bueno, su recompensa: beso final a la chica. Los agentes del orden hacen de buenos, los gánsteres, atracadores y violentos, de malos. El noir introduce notables variantes, porque, según aseguran sus profetas, el fenómeno es más complejo de lo que uno cree, siempre más social que personal. Para empezar, la línea que separa lo bueno de lo malo, al virtuoso del maleante, es difusa; incluso, diríase, inexistente: un cliché creado por la mentalidad reaccionaria, la Conferencia Episcopal y los ejecutivos de Wall Street. 

El arte y ensayo debe mostrar una realidad distinta, en la que la violencia del delincuente no tenga menos relevancia que la corrupción política, el abuso de autoridad o la “brutalidad policial”. El maleante noir es un producto de la sociedad de clases, injusta y decadente, que divide a la gente en ricos y pobres, aquéllos alguna fechoría habrán hecho para llegar a ricos, mientras que a éstos no les queda otra opción que delinquir, siendo, por tanto, más justicieros (justicia social) que delincuentes.

Continuará...

↪ VAGOS Y MALEANTES EN LA CIUDAD SIN LEY (1)

↪ VAGOS Y MALEANTES EN LA CIUDAD SIN LEY (2)

VAGOS Y MALEANTES EN LA CIUDAD SIN LEY (y 4)

lunes, 16 de septiembre de 2019

VAGOS Y MALEANTES EN LA CIUDAD SIN LEY (2)


Lo bueno, lo feo y lo malo

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¿Que está mal visto hablar mal de los malos y los maleantes? ¿Y que yo tenga cuidado con lo que digo en esta era de repera, sometida a la tiranía de lo PC (lo Políticamente Correcto)? Pues no veas, ni esto leas, lector, porque a semejantes tipos voy a seguir el rastro todavía en los capítulos que quedan de este serial.
Aclaremos conceptos, y ustedes perdonen que me ponga pedante. No cabe  meter en el mismo saco al que saquea y al salteador de impuestos, por ejemplo. No me mezclen, se lo ruego, al pícaro y al travieso con el cínico y el bellaco. No confundir al desvergonzado con el sinvergüenza, al filibustero con el corsario, a quien “baja” libros o películas del Internet (es social y solidario, de compartir, ¿no?) con el bucanero. Distínganse la pendón y las pájaras de cuidado, las zorras pequeñas que echan a perder las viñas (Cantar de los cantares, 2: 15), que aún están verdes. Que no es lo mismo, en fin, pardillo que pillo, lo diga el jurado o la Jurado.
El charlatán de feria, el pícaro, el timador y el zángano no irán al cielo, bien es verdad, ni son un modelo de conducta moral. Pero, bribón y travieso fue Diógenes de Sinope, sabio griego de quien se cuenta esta leyenda: «Cuando pedía dinero a sus amigos, les decía que no mendigaba, sino que sencillamente reclamaba lo suyo.» He aquí un individuo cínico (del griego: Κυνικοί; del latín: Cynici), de la antigua escuela filosófica de los perros que ladran pero no muerden, sin paralelo con el actualísimo cinismo resentido y mezquino, descarado y resultón, que de moderno pasó a ser posmoderno de posteridad sin que se le moviera el flequillo. 

Diógenes, bendito sea, no reclamaba la redistribución de la riqueza ni una subvención ni una pensión, tampoco el igualitarismo, sino todo lo contrario. Se consideraba un desterrado y un cosmopolita, al tiempo que noble, un ser superior. En vez de un simple vagabundo, yo veo en él a un caballero andante, un flanêur de la antigua Atenas, un merodeador que deambula por las calles para enseñar al que no sabe. Marinero de agua dulce, duerme en un ánfora bajo las estrellas, en un rincón de la polis. Maestro de hombres, sin ser un sofista, simplemente exigía una retribución a cambio de sus enseñanzas a plena luz del sol (aparta, que me tapas la luz), un honorario, pues era pobre, pero hombre de honor. ¡Quién ha dicho que los pobres no tienen moral!
«A uno que le decía que “vivir es un mal”, Diógenes le responde: “No, eso es el mal vivir.”»



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Lo que de verdad es un mal es ser malo. También está mal hablar mal, que en estos tiempos malhablados significa ir desbocado, ser maldiciente o alérgico al diccionario. Esto que afirmo lo negarán, ciertamente, las malas lenguas, hasta atragantarse. Ocurre que, hoy, muy poco se expresa el hablante en estos términos, y, menos aún, sobre el propósito y, en especial, la acción de ser buenos en el horizonte de la vida humana. Semejante confesión —sobre todo, si está justificada y es sincera— causará la mofa de quienes la leyeren u oyeren. Burla es poco: conlleva el ridículo más colosal al bonachón que emplea lengua de serafín, algo irrisorio, una turbación de muy penosa convalecencia y dudosa recuperación y redención social.


A quienes no habiten en la realidad virtual ni en un planeta imaginario, les digo: en el mundo real, hay personas buenas y malas, como existe la bondad y la maldad

No sirve de eximente que algún poeta haya pisado ese jardín y todavía sea escuchado: “Soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”, escribe Antonio Machado. O filósofo, preguntándose a sí mismo: “¿Cuál es tu oficio? Ser bueno”, declara Marco Aurelio. ¿Que si sirve de eximente, digo? No sé, no sé. Tal vez, me temo, de agravante.

Suceden estas cosas portentosas porque, en general, las malas lenguas lenguaraces no perciben en “bueno” y “malo” un buen sentido de la palabra. Serían voces políticamente impronunciables, que huelen a incienso, saben a moralina y son vistas como rancias antigüedades. Mal hecho, porque tales términos contienen el significado más claro y distinto, más preciso y conciso, que exista en el lenguaje de la moral, y en general. 

¿Puede poner un ejemplo? Claro, con mucho gusto. 

Recuerden ustedes el célebre western El bueno, el feo y el malo (Il buono, il brutto, il cattivo, 1966), film dirigido por Sergio Leone, de título llano y pegadizo, rotundo y explícito, que todo el mundo comprende, y que salta a la vista. Hoy ya no se hacen películas así; de buenos y malos, digo. Y es que las cosas y las personas son ahora más complejas y más acomplejadas, componiendo en conjunto un panorama rebosante de sonidos farfulladores: a unos no se les entiende porque son inexpresivos; a otros, porque se muerden la lengua; a otros, los más, porque no saben lo que dicen o dicen lo primero que piensan, lo que no tiene perdón de Dios. 

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En este contexto de Babel babilónica, profusa de nombres impropios, de verbos conjugados con ánimo de juego fatuo, de adjetivos cruzados y participios sin principios, admira que, incluso en situaciones dramáticas, haya personas que llamen (a) las cosas por su nombre, las cosas como son, formulando enunciados en el filo de la justicia poética

     Caso Gabriel Cruz, también conocido como “Operación Nemo”. Septiembre de 2019. Se juzga en la Audiencia de Almería (España) el asesinato del menor Gabriel, asunto judicial repleto de elementos crueles y demenciales. En el banquillo de los acusados, Ana Julia Quezada, acusada confesa. En un momento de la vista, Patricia, la madre de Gabriel, mira a los ojos de la (presunta) criminal y le espeta en la cara estas tres palabras: "Eres rematadamente mala" (El Español, 10 de septiembre de 2019). “Rematadamente mala”. ¿Puede haber en estas palabras puras mayor lucidez y nitidez, fuerza expresiva, valor dramático, brillante significación?
A quienes no habiten en la realidad virtual ni en un planeta imaginario, les digo: en el mundo real, hay personas buenas y malas, como existe la bondad y la maldad. Añado: es preferible el bueno al malo y la bondad a la maldad. Y digo más: desgraciado aquel que esté de espaldas a estas verdades evidentes. No sé si me explico.



martes, 10 de septiembre de 2019

VAGOS Y MALEANTES EN LA CIUDAD SIN LEY (1)


El miedo cambia de bandido
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     En aquellos tiempos de la Segunda República, las Cortes españolas tuvieron a bien alumbrar la conocida como “Ley de vagos y maleantes”, a fin de poner en cintura, entre otros, a rufianes y proxenetas, mendigos profesionales, borrachos y toxicómanos habituales, así como a “extranjeros que quebrantaren una orden de expulsión del territorio nacional”, según rezaba el artículo 2 de la susodicha. Los correajes sobre el mono miliciano y el pistolón al cinto servían de uniforme para otros menesteres de clerecía y para salir de paseo con personas indeseables (ricos, famosos y gente de bien vivir), quienes, según dicta la justicia republicana, estaban de más. En 1970, mire usted por dónde, en pleno periodo de “régimen franquista”, fue derogada y sustituida por otra ordenanza de nombre menos poético y alarmista, aunque más reformista que la previa: “Ley sobre peligrosidad y rehabilitación social”. Finalmente, en 1995, la ley quedó anulada, ya no había en el horizonte graves peligros, acaso a la vista de que, con el Partido Socialista Obrero Español (la PSOE) en el Gobierno, “lo social” rehabilita (garantiza casa y menú del día) a quinquis y a todo quisqui en la “casa común” de la España del cambio que te cambio. Así pues, entre la rehabilitación y lo social, en combinación política, se impuso la corrección y la normalización de la norma normativa.


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     ¿Qué ha sido de aquellos vagos y maleantes de antaño? ¿Ya no hay o no quedan? No todos han podido instalarse en las instituciones dependientes del Gobierno. Les han cambiado el nombre o el significado de lo nombrado (oiga, sin señalar), que en la era posmoderna, en la que todo es Interpretación, cada cual toma las cosas según su particular percepción.
Por dar una pista, desde que los Ministerios de Gobernación y de la Guerra pasaron a denominarse “Ministerio de Interior” y “Ministerio de Defensa”, respectivamente, al maleante ni se le detiene ni encarcela, sino que se le hace un homenaje público, se le da la bienvenida y también suele recibir (hay que ser solidario y no egoísta) una “renta básica” para regenerarse, no estar en riesgo de exclusión (está más de moda la inclusión) y forme parte de la “realidad social”. Una rentita que si es de baja cuantía (básica en exceso, podría decirse), no le hará abandonar la actividad tunante callejera, siendo así que entre lo uno y lo otro (billetero y cartera) consigue unos ingresos decentes. En la era del Internet social (socialización digital de los datos personales, glasnost, etcétera) y de las redes sociales (donde se vive en las nubes), el perfil que adoptan los vagos y los maleantes les hace irreconocibles en la práctica, virtuales y desfigurados, multiplicados e indefinidos, o sea, vagos en sentido de “imprecisos”.


 El pillastre no asusta a nadie, ahora que triunfa lo supermoderno, lo laico y lo social, y, como digo, el miedo ha cambiado de bandido

     Érase esta vez el mileurismo, que viene a ser como el milenarismo de bolsillo y a corto plazo. El vago no trabaja porque no acepta ser explotado ni ser tratado como un esclavo, eso de ir a trabajar y estar a las órdenes de un jefe por un puñado de dólares. He aquí un vago que no es vagabundo, porque no se mueve del sofá ni se emancipa de los padres, aun cumplidos los cuarenta años. Al no someterse tampoco a la dictadura del antisocial salario y el laboral contrato (“¡Manos arriba, esto es un atraco!”), como el maleante, al borde de la exclusión social, recibe una ayuda social por parte del Gobierno, el Ayuntamiento o la Diputación provincial, o de todas ellas a la vez. Con eso y lo que le sisa al padre de su pensión, el muy poltrón va tirando. A esto le llama “emancipación social”. He aquí otro pillo, que no pasa el cepillo pidiendo limosna ni la caridad, por favor, porque quienes saben le han dicho que ahora tiene “derechos”, concedidos por la gracia del Estado todopoderoso, también conocido entre el gentío como “Estado del Bienestar”.
     El vagabundo de vocación no dispone, por lo general, de medios económicos, pero tiene mucho mundo y fines que alcanzar. Un vagabundo no es un mendigo. Por no tener, ni tiene abierta una cuenta corriente en el banco, difícil es entonces el recibir una transferencia con la parte alícuota de la redistribución de la riqueza general por parte del Gobierno, ese Robín Hood de moqueta y gabinete. Porque aquí hablo de vagos de Gobierno.


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     Al vago, al maleante y al que salta la valla ya no se les pilla ni incomoda ni priva de libertad. Las fuerzas de orden público protegen más lo público que el orden: lo que mande el señor ministro. Su función en nuestros días es la de proteger a humillados y ofendidos, a desvalidos y, en especial, a las mujeres; admira comprobar cómo pocas de ellas ven como una humillación y un ultraje ser tratadas, en bloque, como un colectivo de desamparadas. Hoy, el “sexo débil” se siente fuerte e inmune (lo siguiente es impune) a la violencia porque la autoridad (políticos, policías, jueces, procuradores de todas clases) le auxilia y está de su parte. Mañana, ya veremos. El miedo ha cambiado de bando, la vuelta de la tortilla, y ya afirmó Lenin: para hacer una tortilla hay que romper huevos. La violencia legítima (que, palabra de Max Weber, es monopolio del Estado) va contra los hombres que les dicen a las mujeres una palabra más alta que otra o les tocan un pelo. A continuación añaden éstas, para más inri, que aquéllos, los muy insensibles, no les hacen caso. Ah, pero, como es cosa sabida: La donne è mobile / qual piuma al vento/ Muta d'accento e di pensiero.
      Al criminal, al ladrón, al violador y al degenerado callejero se les regenera en dos tardes, matriculándolos (matrícula gratuita) en un cursillo de civismo, solidaridad, ideología de género y empatía (hay más cursillos que pillos) impartido por gente muy preparada, voluntaria y voluntariosa, orgullosa de concienciar al ingenuo y al infeliz. Sin olvidar las jornadas de conciliación familiar, de manera que el truhán (palabra dura, más lo es “ratero”) se conciencie sobre la no conveniencia de trabajar en el Metro, explorando el bolsillo ajeno, cuando le toca labores de colada y plancha en casa.
     Los anteriormente llamados “vagos, maleantes y gente de malvivir”, dedican su tiempo libre, que no es poco, a tareas con ánimo de lucro, locución muy fea y malsonante, pero, bueno, que pase, por esta vez, tratándose de afectados por el Sistema. Dicha restricción, sinónimo de solidaridad y generosidad, ha quedado para los organismos y asociaciones que antes les daban la sopa boba. Ya no, la caridad era cosa de antes, ya digo, de cuando mandaban los curas y las monjas, que adoctrinaban en abundancia, pero ahorrando en carne que echar al puchero. Ahora está la justicia social. En cualquier caso, no se confunda “concienciar” con “adoctrinar”, problema conceptual en los viejos tiempos, transformado de pronto en tema de sensibilidad social que se adquiere escuchando al comité de expertos en las asambleas populares o en esos cursillos de los que ya hemos hablado, donde asisten encantados quienes no tienen nada que hacer ni falta que les hace, a los que igual les da Juana que su hermana, ocho que ochenta, tan sólo van a echar la tarde, para no estar solos, hasta la hora de cenar, y así de paso hacen amigos.
     El pillastre no asusta a nadie, ahora que triunfa lo supermoderno, lo laico y lo social, y, como digo, el miedo ha cambiado de bandido. La gente ha comprendido que molestan los sermones evangélicos y el repicar de las campanas de la iglesia a la hora de la siesta, pero no la pobre gente y el necesitado, los parias de la Tierra, que bastante tienen con lo que tienen. El Padrenuestro pocos sabrán recitarlo, pero todos han aprendido en la escuela pública este refrán tan viejo, y a la vez tan moderno: “Del santo me espanto, del pillo no tanto”.

Continuará