lunes, 16 de septiembre de 2019

VAGOS Y MALEANTES EN LA CIUDAD SIN LEY (2)


Lo bueno, lo feo y lo malo

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¿Que está mal visto hablar mal de los malos y los maleantes? ¿Y que yo tenga cuidado con lo que digo en esta era de repera, sometida a la tiranía de lo PC (lo Políticamente Correcto)? Pues no veas, ni esto leas, lector, porque a semejantes tipos voy a seguir el rastro todavía en los capítulos que quedan de este serial.
Aclaremos conceptos, y ustedes perdonen que me ponga pedante. No cabe  meter en el mismo saco al que saquea y al salteador de impuestos, por ejemplo. No me mezclen, se lo ruego, al pícaro y al travieso con el cínico y el bellaco. No confundir al desvergonzado con el sinvergüenza, al filibustero con el corsario, a quien “baja” libros o películas del Internet (es social y solidario, de compartir, ¿no?) con el bucanero. Distínganse la pendón y las pájaras de cuidado, las zorras pequeñas que echan a perder las viñas (Cantar de los cantares, 2: 15), que aún están verdes. Que no es lo mismo, en fin, pardillo que pillo, lo diga el jurado o la Jurado.
El charlatán de feria, el pícaro, el timador y el zángano no irán al cielo, bien es verdad, ni son un modelo de conducta moral. Pero, bribón y travieso fue Diógenes de Sinope, sabio griego de quien se cuenta esta leyenda: «Cuando pedía dinero a sus amigos, les decía que no mendigaba, sino que sencillamente reclamaba lo suyo.» He aquí un individuo cínico (del griego: Κυνικοί; del latín: Cynici), de la antigua escuela filosófica de los perros que ladran pero no muerden, sin paralelo con el actualísimo cinismo resentido y mezquino, descarado y resultón, que de moderno pasó a ser posmoderno de posteridad sin que se le moviera el flequillo. 

Diógenes, bendito sea, no reclamaba la redistribución de la riqueza ni una subvención ni una pensión, tampoco el igualitarismo, sino todo lo contrario. Se consideraba un desterrado y un cosmopolita, al tiempo que noble, un ser superior. En vez de un simple vagabundo, yo veo en él a un caballero andante, un flanêur de la antigua Atenas, un merodeador que deambula por las calles para enseñar al que no sabe. Marinero de agua dulce, duerme en un ánfora bajo las estrellas, en un rincón de la polis. Maestro de hombres, sin ser un sofista, simplemente exigía una retribución a cambio de sus enseñanzas a plena luz del sol (aparta, que me tapas la luz), un honorario, pues era pobre, pero hombre de honor. ¡Quién ha dicho que los pobres no tienen moral!
«A uno que le decía que “vivir es un mal”, Diógenes le responde: “No, eso es el mal vivir.”»



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Lo que de verdad es un mal es ser malo. También está mal hablar mal, que en estos tiempos malhablados significa ir desbocado, ser maldiciente o alérgico al diccionario. Esto que afirmo lo negarán, ciertamente, las malas lenguas, hasta atragantarse. Ocurre que, hoy, muy poco se expresa el hablante en estos términos, y, menos aún, sobre el propósito y, en especial, la acción de ser buenos en el horizonte de la vida humana. Semejante confesión —sobre todo, si está justificada y es sincera— causará la mofa de quienes la leyeren u oyeren. Burla es poco: conlleva el ridículo más colosal al bonachón que emplea lengua de serafín, algo irrisorio, una turbación de muy penosa convalecencia y dudosa recuperación y redención social.


A quienes no habiten en la realidad virtual ni en un planeta imaginario, les digo: en el mundo real, hay personas buenas y malas, como existe la bondad y la maldad

No sirve de eximente que algún poeta haya pisado ese jardín y todavía sea escuchado: “Soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”, escribe Antonio Machado. O filósofo, preguntándose a sí mismo: “¿Cuál es tu oficio? Ser bueno”, declara Marco Aurelio. ¿Que si sirve de eximente, digo? No sé, no sé. Tal vez, me temo, de agravante.

Suceden estas cosas portentosas porque, en general, las malas lenguas lenguaraces no perciben en “bueno” y “malo” un buen sentido de la palabra. Serían voces políticamente impronunciables, que huelen a incienso, saben a moralina y son vistas como rancias antigüedades. Mal hecho, porque tales términos contienen el significado más claro y distinto, más preciso y conciso, que exista en el lenguaje de la moral, y en general. 

¿Puede poner un ejemplo? Claro, con mucho gusto. 

Recuerden ustedes el célebre western El bueno, el feo y el malo (Il buono, il brutto, il cattivo, 1966), film dirigido por Sergio Leone, de título llano y pegadizo, rotundo y explícito, que todo el mundo comprende, y que salta a la vista. Hoy ya no se hacen películas así; de buenos y malos, digo. Y es que las cosas y las personas son ahora más complejas y más acomplejadas, componiendo en conjunto un panorama rebosante de sonidos farfulladores: a unos no se les entiende porque son inexpresivos; a otros, porque se muerden la lengua; a otros, los más, porque no saben lo que dicen o dicen lo primero que piensan, lo que no tiene perdón de Dios. 

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En este contexto de Babel babilónica, profusa de nombres impropios, de verbos conjugados con ánimo de juego fatuo, de adjetivos cruzados y participios sin principios, admira que, incluso en situaciones dramáticas, haya personas que llamen (a) las cosas por su nombre, las cosas como son, formulando enunciados en el filo de la justicia poética

     Caso Gabriel Cruz, también conocido como “Operación Nemo”. Septiembre de 2019. Se juzga en la Audiencia de Almería (España) el asesinato del menor Gabriel, asunto judicial repleto de elementos crueles y demenciales. En el banquillo de los acusados, Ana Julia Quezada, acusada confesa. En un momento de la vista, Patricia, la madre de Gabriel, mira a los ojos de la (presunta) criminal y le espeta en la cara estas tres palabras: "Eres rematadamente mala" (El Español, 10 de septiembre de 2019). “Rematadamente mala”. ¿Puede haber en estas palabras puras mayor lucidez y nitidez, fuerza expresiva, valor dramático, brillante significación?
A quienes no habiten en la realidad virtual ni en un planeta imaginario, les digo: en el mundo real, hay personas buenas y malas, como existe la bondad y la maldad. Añado: es preferible el bueno al malo y la bondad a la maldad. Y digo más: desgraciado aquel que esté de espaldas a estas verdades evidentes. No sé si me explico.



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