miércoles, 22 de abril de 2020

CUADERNO DE UNA TORMENTA SECA (7). SOLEDADES SIN SOL


1
Vivo en soledad desde que esto empezó. Desde que fui confinado en mi propia casa, que ya no sé si es casa, jaula o calabozo. Esto no es bueno.
Y lo irónicamente cruel del caso es que me gusta la soledad, pero la buena, que es la elegida. He seguido la senda y la sabia admonición de Friedrich Nietzsche:

“— ¡elegid la soledad buena, la soledad libre, traviesa y ligera, la cual os otorga también derecho a continuar buenos en el buen sentido!”

En esa clase de soledad buena no me encuentro solo, sino que me hallo a mí mismo. Pero esto es distinto. Ni retiro interior ni ensimismamiento. Ni buena ni libre, no estoy ahora en soledad, sino en reclusión, como animal enjaulado, contra mi voluntad, bajo pena de prisión, si incumplo la orden del Gran Legislador.
Deseo poder salir de esta ratonera y volver a mi madriguera cuando yo quiera, allí donde me sienta libre.
Añoro la libertad de salir más que la libertad para salir. He aquí mi elección, mi noción de soledad buena, con o sin compañía. Hablo de la libertad de elegir si salgo o entro de mi casa, mi ciudad, mi país; o de lo que eran y, probablemente, ya no sean lo mismo nunca más. Hablo de mi derecho a elegir si voy o vuelvo, cómo y cuándo, y adónde, lo cual significa que nada ni nadie me lo impida por la fuerza, física o normativa.
La libertad para denota otro estado, otra situación. A diferencia de la anterior —libertad de—, esta no es consustancial al ser humano, sino otorgada, graciosamente (¡maldita la gracia…!). Y lo que se otorga por mandato, puede ser retirado por caprichosa y voluble ordenanza. Repudio, por tanto, el tener libertad para ir al supermercado o la farmacia, pero no a caminar, a la montaña, a saludar a las olas del viento. Esa no es libertad buena ni verdadera. Es libertad condicionada. 

Sí, lo veo venir: la gente, no acostumbrada a la libertad buena, saldrá aturdida, desorientada, desquiciada

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Nunca me han gusto las multitudes. Temo la colectividad, así como las medidas colectivas, que son como la talla única en las prendas de vestir, que se ajustan al cuerpo de cada cual a fuerza de estirarlas, forzarlas, deformarlas. Me mosqueo al escuchar el lema bronco del “Todos para uno y uno para todos”. Me aterra el colectivismo, que anula al individuo y acaba destruyéndolo, tras encerrarlo en un campo de concentración o gulag.

Otra muestra. El motivo (o excusa) del alargamiento insensato del confinamiento colectivo actual en España reside, según parece, en que las autoridades deben testar previamente a toda la población —sanos, enfermos y con mala pinta— para, según dicen, asegurarse de que no quede ningún agente contaminante ni cabo suelto, peligro o enfermo alguno, y todo esté controlado y vigilado, que no otra cosa es una dictadura.

Semejante plan de intervención colectivista parece propio de haber sido concebido por el Dr. Fu Manchú, el Dr. Mabuse o el Dr. No es No, y se me antoja que además de coercitivo y bárbaro, puede ser peor el remedio que la enfermedad. Aún hay algo más grave al respecto: la medida es exigida clamorosamente por la mayor parte de la población, obsesionada con el tema hasta el delirio, al entender que el tema se hubiese resuelto ya de haberse hecho el chequeo generalísimo desde un principio. Como se ha hecho en la República Popular de China, Corea del Sur y no sé cuántos países orientales más; culturas, estas sí, lejanas a la perspectiva individualista y respetuosa con la libertad, propias de la civilización occidental, al menos, cuando el capitalismo.

Puntualizo. No es que soliciten hacerse ellos el dichoso test (gratuito y rapidito) porque consideren que es su derecho recibir sin coste ni espera la realización de dicha prueba. Resulta que exigen que sea impuesta a todos los ciudadanos, lo quieran o no, sin prescripción médica individualizada, las veces que hagan falta, bajo amenaza de severas sanciones y castigos.


Soy de la opinión de que quien apoye este desatino debería hacer previamente un test psicológico (si tanta confianza depositan en los tests) que evalúe su grado de manía obsesiva y compulsiva, así como su nivel de agresividad y otras patologías. A continuación, y tomado el gusto al asunto, debería (es simple sugerencia, no exigencia, por mi parte) tomarse la temperatura de su colectivismo, que es a la política como el colesterol al sistema cardiovascular.

No hay que ir a Siberia para quedar congelado, solidificado, y percibir al aliento gélido de la gran colecta, el autoritarismo, la cola, la mascarada, la mentira, la cartilla de racionamiento, la deportación.

No sé qué hará el Gran Legislador para combinar (no digo “armonizar”) el plan colectivista con la “distancia social” que exigen los nuevos tiempos víricos. Algo se le ocurrirá a su enorme grupo de asesores reunidos, no compuesto sólo por la corte de palacio, sino por miles y miles de “grupos de expertos” e “intelectuales orgánicos”, de departamentos universitarios, consejos de administración de empresas, medios de comunicación, además de millones de voluntarios que aportan ideas y dan ánimos al Supremo Mandamás, desde la calle, los balcones de las viviendas y las redes socializadas del Internet del Gran Poder, pidiéndole que apriete más y más y más... Sea como fuere, será como para echarse a temblar.



3

Quienes siguen este Cuaderno saben que temo, sobre todo, el día después, que no será el final del confinamiento, el cual, según lo programado, no tendrá otro fin que la muerte, primero civil y luego... La muerte, como El Virus y la mascarilla, nos igualan a todos, y esto va de eso: de igualitarismo. El día después será la estampida general, como cuando la manada, el rebaño y las reses socializadas ven levantarse la valla y salen dando brincos. En este caso, que es social, serán saltos de alegría y ¡bravos! , celebrando la liberación, muchos bajo el “efecto Berlín del 45” o el “síndrome de Estocolmo”. He aquí unas enfermedades verdaderamente peligrosas y contagiosas. 

Sí, lo veo venir: la gente, no acostumbrada a la soledad y a la libertad buena, saldrá aturdida, desorientada, desquiciada. ¿La calle? ¿El mundo exterior? Un territorio hostil. Entonces, yo me quedaré en casa, no por agorafobia ni por decreto gubernamental, sino por gusto, libremente, porque quiero, en mi soledad buena.

Ah, y en compañía de la paloma. Hela aquí, con su mensaje venido desde lejos, acaso del pasado, que conservo en el presente muy cerca del corazón.


He dicho a menudo que la mayor desgracia de los hombres proviene de una sola cosa, que es el no saber permanecer tranquilamente en su recinto. Un hombre que tiene lo bastante para vivir, si supiese permanecer en casa con gusto, no saldría de ella para echarse a la mar o para sitiar una plaza.
Pascal

domingo, 19 de abril de 2020

CUADERNO DE UNA TORMENTA SECA (6). “CUANDO ‘ESTO’ ACABE”



Hace más de un mes que no veo el sol. Todos los días lo mismo: una masa gris pintando un horizonte incierto. Silencio exterior clamoroso, de cordero degollado, sólo roto por el ruido de sirenas de coches patrulla, tropas del Ejército, helicópteros de apocalipsis y aviones radar, filmando, todos unidos, a los pocos ciudadanos que se aventuran a salir a la vía pública (¡qué ironía!), para comprar una barra de pan, proeza que les cuesta mucho más que antes, cuando el capitalismo, tanto en el precio de la pieza como en controles policiales: “¿quién es?, ¿de dónde viene?, ¿adónde va?”
Me parece percibir, sin embargo, el rumor de una calle con mal humor, dividida, ay, entre quienes disfrutan de la fiesta nacional, en el tendido de sol que más calienta, esperando la hora de la verdad, la suerte de varas, y, de la otra parte, la mayoría, sentada a la sombra, congestionada entre suspiros de España y la ahogada esperanza: “ver la luz al final del túnel”, “esto no puede durar eternamente”; “cuando esto acabe”…
Tengo que escribir sobre esto, para no olvidarlo. Y si alguien lo lee algún día, sepa qué sucedió. Firmaré con seudónimo, por si acaso:



SUCEDIÓ UN DÍA
1
Esto que sucedió fue un ataque “Made in China”. Un ataque en forma de virus muy contagioso proveniente de la República Popular de China. No sabemos cuándo comenzó la expansión de la ponzoña, ni si fue engendrada en cocinas o en laboratorios, si casual o intencionada. El caso COVID-19 se extendió con la velocidad y la violencia de una inmensa nube radioactiva, con efectos devastadores, como ocurrió en Chernóbil, un aciago mes de abril de 1986, con la fuga de radiación de la central nuclear situada en la actual Ucrania, por entonces perteneciente a la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas).
Por convicción profunda y porque no favorece la racional comprensión de las cosas, no soy adicto a la conspiranoia, ni creo estar afectado de paranoia alguna, de momento. Pero, tampoco creo en las casualidades. Como sentenció el filósofo español Ortega y Gasset: no sabemos lo que nos pasa, y esto es lo que nos pasa. Esto que convulsiona hoy todo el planeta presenta múltiples enigmas, sospechosas concurrencias y reacciones, estas sí, reconocibles por su cariz totalitario, vinculado necesariamente con el agente vírico. Se han reunido el horror y el terror, aprovechando que el río Yangtsé pasa cerca de Wuhan (República Popular de China).
No extraña el alcance global del caso, porque vivimos en la era de la globalización, donde un estornudo en Sídney produce una cadena de resfriados en Nueva York; algo así como el efecto mariposa. Lo que sí parece claro en todo este turbio asunto es la respuesta desmedida y desproporcionada (casi diría próxima al reflejo condicionado), la sobreactuación general, habidas. Lo cual alimenta dudas y desconfianzas respecto a la actuación aparatosa y ruidosa llevada a cabo por los Gobiernos, en términos generales, que en lugar de frenar o aminorar la histeria colectiva, la promueven. Por algo será.
En esta ocasión, la epidemia ha dañado todo el planeta, adquiriendo así carácter de pandemia; tampoco sabemos, a día de hoy, si sólo por efecto de contagio físico entre personas o merced a una feroz ofensiva mediática y política. De países sometidos a regímenes comunistas es imposible conocer la verdad, como en los dos desastres citados. Y en los supremos grupos o clubs de poder y en las logias se impone la regla sagrada del secreto. Sin embargo, o tal vez, a causa de ello, la información emitida por los aparatos de propaganda orientales ha sido reproducida casi literalmente, sin reservas ni medidas de precaución y prevención que eviten transmitir datos contaminados (y contaminantes), por los medios de comunicación de masas, sin apenas excepción. Aunque en el mundo entero haya sido declarado, de hecho, el “estado de alarma”. Con apreciables diferencias en cuanto a grado de fuerza, dureza y prolongación del mismo.
Las diferencias derivan de varias circunstancias: según el impacto del COVID-19 en las diversas áreas geográficas y dependiendo del grado de libertad y de garantías democráticas en cada una de ellas. Ambas circunstancias están estrechamente ligadas. En cualquier caso, el resultado, interactivo y conexo en la aldea global, es que se ha inflado un globo (¿sonda?) descomunal cuyo desinflado resulta complejo: si pausado (apretando con los dedos la boca de la gran bola), muy estridente; si fulminante (pinchando su fina capa y haciéndola estallar), propenso a producir una sacudida fabulosa, por inverosímil, tras tanto ruido (en el sentido semiótico), y por estruendoso, como cuando salta la tapa de una olla a presión.

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Pero, ¿qué ha pasado, en realidad? El “Estado de Bienestar” ha generalizado un sentimiento por el cual la gente no soporta ni consiente padecer dolor ni sufrimiento alguno, carencias ni caries, recortes ni brechas, ni desigualdad ni libertad, ni suerte ni muerte. Vende su alma al diablo por un abrazo fraternal, por la ilusoria empatía, por recibir un “Me gusta”, por una paguita.
He aquí un sentir sin fin que no escucha la voz de la razón, sino los cantos de sirena, una lírica emocional en la que la necesidad prima sobre la virtud y el azar, y todo está programado, intervenido, planificado, organizado por la “geometría de las pasiones” (Remo Bodei). Por algo dicen que tenemos en España el mejor sistema sanitario del mundo y seguridad social. Y luego añaden que el pescado está caro.
En este mundo feliz, en esta utopía producida a cargo de los Presupuestos Generales del Estado, no hay lugar para la enfermedad, aunque no paran de construir hospitales públicos. Unas décimas de fiebre convierten a un individuo en un enfermo en fase terminal, siendo interpretados dichos síntomas, en primera instancia, como un fallo del sistema general de previsión. Cuando se ha perdido el sentido de la medida y el control de las pasiones, cuando han sido borradas —junto al sentido común— la jerarquía y la taxonomía, cuando manda el igualitarismo universal, cuando una crisis de ansiedad cuenta tanto como un infarto de miocardio; un catarro, como una gripe; una gripe, como la peste; cuando todo cuesta lo mismo, ¿qué nos queda? Nada. Y la nada no es.
Amamantada la gente con este líquido sin cuajar, al menor malestar exige al Gobierno que haga algo, lo que sea, todo lo que esté en su mano hacer a fin de que el miedo y el dolor insoportable paren. Todo significa cualquier cosa.


Desde que el COVID-19 anegó el planeta, sólo se cuentan (¡uno a uno, registro al minuto, a modo de dispensadores de turno en la carnicería!) los fallecidos por el coronavirus, la reina de las enfermedades, eclipsando las demás defunciones, condenadas a la fosa común del abandono y el olvido, bajo la etiqueta “de muerte natural”. Porque el virus chino no es un fenómeno “natural”. Es un caso aparte: la madre de todas las batallas, abrasando cuerpos y encendiendo emociones.
Un ministro socialista de Defensa en España, de cuyo nombre no quiero acordarme, afirmó muy ufano (cuando la “guerra de Irak” y el “No a la guerra”) que para terminar con las guerras había ordenado a los servicios jurídicos del Ministerio del ramo (de olivo) que estudiaran la forma de “borrar” la palabra “guerra” de la Constitución y textos fundamentales de la organización del Estado.
¿Cree usted que porque pague cincuenta tipos de impuesto no acabará pagando sesenta, y de ahí, en adelante? ¿Opina usted, es un suponer, que los “tests de idoneidad” (o como los llamen) que el banco le exige cumplimentar una vez, por su seguridad y tranquilidad (las de usted, digo), no van a repetirse cada pocos meses? ¿Concibe usted la esperanza de que el censo y control (al estilo policial) de infectados por El Virus y ya restablecidos, de los que en pruebas de formación profesional han dado positivo, negativo o ni sí ni no, de los “asintomáticos” que podrían (es otro suponer) contagiar a otros, de quienes pasaban por ahí (por no quedarse en casa, como está mandado), son definitivos, para siempre y el cuento se acabó? ¿Lo mismo que imaginar que el confinamiento o arresto domiciliario acabará un día y ya está, que nunca más se repetirá y tras él nos espera la libertad? Está usted, y perdone la franqueza y la confianza, en un error o algo confuso.
Como ocurre con los impuestos, con los controles bancarios y con la muerte, las medidas especiales son excepcionales. Ahora sabemos lo que esto quiere decir, no extraordinarias ni cual breves intervalos, a modo de recreo escolar, hora del bocadillo o del pitillo, intermedio en los espectáculos. En consecuencia (según dictaminan la inteligencia emocional y el CNI), la gente exige, con rango (de) general, al Gobierno que imponga el uso de mascarillas y la realización de tests masivos, de esos que pueden confinar al examinado en un hospital de campaña, sin fecha de salida. Ah, ¡y vacunación universal y obligatoria, con o sin prescripción médica individualizada! El totalitarismo nunca ha visto más a mano un plan de actuación como éste, ni lo ha tenido más fácil.
¡Despierte usted, caramba! Tras levantar la primera fase de lockdown, vendrá otra más, por lo mismo o por de lo más allá. ¿Por qué un perro va a soltar la pieza cuando ha mordido carne blanda que no se le resiste?
A partir de este momento, cualquier brote epidémico, largo periodo de sequía, crisis sanitaria o catástrofe natural está en condiciones de ser declarado “estado de emergencia”. Según aconseje el momento y la oportunidad, y cuando lo disponga la Autoridad competente. Por dicho edicto, los derechos y libertades de los individuos quedan en suspenso (provisionalidad prorrogable), bajo el estricto control del Estado (o lo que quede de aquéllos), en esta Sociedad Limitada que ha sustituido a la sociedad libre y bien ordenada.

3
Entonces, cuando esto acabe, ¿qué? Para conjeturar acerca de adónde vamos es preciso esclarecer previamente quiénes somos y de dónde venimos. La civilización occidental, por decirlo en pocas palabras, está en plena crisis de identidad, autocuestionada, acomplejada y con sentimiento de culpabilidad, lo cual la coloca frente a un horizonte enigmático de decadencia, deconstrucción y autodestrucción. Una civilización prácticamente irreconocible, trastornada por ideologías que basculan desde el desvarío colectivo hasta los límites de la insania y el totalitarismo. De ahí venimos. De modo que nadie se escandalice ahora ni se rasgue las vestiduras ni se indigne. Este proceso demencial viene de largo, siendo no sólo consentido por gran parte de las sociedades sino incluso celebrado por gran parte de sus integrantes, con una mezcla de descaro, bobería e inconsciencia.
“El día después es algo así como la exacerbación de esa perversión que ya existía el día anterior.” escribe Álvaro Vargas Llosa en el Prólogo del libro Doce de septiembre. La guerra civil occidental (2007), firmado por Martín Alonso. El 11-S (asunto que centra el argumento del ensayo) no cambió el mundo. El día después del “Suceso” es cuando empezamos a darnos cuenta, efectivamente, de lo que, realmente, sucedió aquel día, 11 de septiembre de 2001, de cómo había cambiado el mundo. Entiendo que algo semejante, en cuanto al antes y al después, puede decirse a propósito de lo que ahora nos está pasando.
“Cuando esto acabe” significa, en rigor, que esto ya ha acabado, se acabó cuando las sociedades aceptaron la derrota, la mascarada y el fin de fiesta. Hace tiempo. Sólo faltaba la oportunidad para rematar la faena. ¿Qué paisaje encontraremos después de la batalla? El mismo que el de antes, ausencia de libertad, imperio de los sentimientos, gente muerta de miedo, orgullo del pobre, el espacio y el tiempo detenidos en 1984. Lo anterior, pero desestructurado, robotizado, taimado, un universo matrix donde nada es real ni verdad, sino impostura y “posverdad”, impuesto, imperativo y aceptado, un estado de obediencia en un mundo fenoménico (compuesto de reflejos y sombras), elevado en las redes sociales de Internet a la categoría de fenómeno viral.
Veréis cosas que no creeríais, que no creeréis. Porque ya han pasado.
Navegante genovés



La paloma mensajera, dulce compañía, hoy ha pasado de largo. Tiene muchas entregas en estos tiempos de cerradura, en estos condados de candado. Otro día vendrá.

viernes, 10 de abril de 2020

CUADERNO DE UNA TORMENTA SECA (5). “ESTO” ERA ELLO



Ando por el pasillo de casa. Muevo las piernas. Ya he perdido la cuenta de los días que no he podido salir. En arresto domiciliario, como un ex ciudadano K más, sin proceso, todavía.

“Andar”, he dicho, no “caminar” ni “pasear”, dos locuciones que significan ir a algún lugar, recrearse, explayarse, sea en ámbito urbano (flanêur) o andariego rural por senderos, caminos y bosques. El pasillo de mi hogar, transformado en un "no lugar", poco tiene de corredor, pues no da de largo para trotar ni ir a paso ligero; para andar, y ya está. 

No debe equipararse “caminar”, noción próxima a la metafísica (y a la patafísica también, sí) con hacer ejercicio físico, con estirar las piernas

Este pasillo es, en efecto, un "no lugar", porque actúa, según formulación de Marc Augé, como si nada alrededor pasara o le afectara. Tomémoslo, entonces, como sitio, no el de Zaragoza o Numancia o Sagunto, sólo una zona de paso… a ninguna parte.

Observo que algo se desliza por las baldosas próximas a la entrada. Si empiezo a ver cucarachas (vivas y vivarachas o producto de la imaginación), esto ya adquiere tintes kafkianos. Pero no, se trata de algo todavía peor. Un periódico se cuela por debajo de la puerta, tanto tiempo cerrada. No quiero abrir y descubrir al autor del desliz. En realidad, no puedo, no debo hacerlo. Podría ser el portero del edificio, aunque no es la hora habitual del reparto de correo en esta casa-cuartel.

Miro el visitante entrometido, sin tocarlo con la mano. Lo empujo con la punta del zapato para descubrir la cabecera del diario. Sí, claro, ¿cuál iba a ser? No estoy subscrito, no vaya usted a confundirse y yo a abochornarme. ¡Qué delgado está! Será por la leyenda esa de que el poder desgasta mucho. Más que una edición diaria y ordinaria, aparenta boletín o folletín.

Busco unos guantes de goma para cogerlo. No quiero contaminarme. Estos papeles, prensados más que pensados, multirreciclados, que se arrastran, rugosos y pringosos, por los suelos, te dejan las manos hechas un asco sólo con tocarlos, manos sucias de tinta con mala pinta, negro murciélago sobre blanco roto o grisáceo, con olor a gasolina o a las denominadas “vietnamitas”, que estampan panfletos en ciclostil, los cócteles molotov de la edición impresa en papel.

¡Cómo viene la prensa!, que diría el humorista Tip (del dúo Tip y Coll). Ésta viene reducida, dos hojas dobladas por la mitad, sin ocultar su doblez. Un presente que yo no he pedido. Prensa invasiva, repta por el resquicio de la puerta, penetrando en mi ciudadela. El titular, a cuatro columnas, dice algo sobre un virus letal que recorre Europa y el mundo entero. Y, a grandes caracteres, leo términos y expresiones como “pandemia”, “mascarilla”, “¡quédate en casa!”, “cuarentena”, “esta guerra la ganaremos, finalmente” (entonces, ¿es esto una guerra?), “todos y todas, unidos y unidas, podemos”.

Pero, ¿esto que es…? Esto era ello, algo así como el Ello freudiano: “el Ello no es sólo un auxiliar, sino un sumiso servidor que aspira lograr el amor de su dueño” (Sigmund Freud, El Yo y el Ello, 1923).

El título de una de las columnas llama mi atención y recibo otro pinchazo de alarma: “El virus nos iguala a todos”. Probablemente, pienso, he aquí la clave de la cuestión

De modo que de esta clase era la tormenta anunciada. Por eso no llovía, haciéndonos creer lo contrario de lo que hay. He vivido este tiempo de clausura en un engaño escenificado por aquel tipo sospechoso, que, ahora lo sé, no era el “hombre del tiempo”, sino “el señor de los bichos”, sin adecentarse al mostrarse en público. Sigamos, porque sigue el engaño de los sentidos.

Despliego el periódico (o lo que sea), demacrado y escuálido. Del interior cae un impreso tamaño cuartilla, con el membrete del periódico y de la entidad colaboradora. “Sabemos que estás en casa”.

 ¿Violentar la esencia del hogar y más engaños? Y ahora esto. Veo en los papeles muchos anuncios publicitarios, cuyos rótulos remiten a los lemas anteriormente mencionados. Pocas noticias. Más que nada, advertencias, cifras de muertos, ex ciudadanos detenidos por salir a la calle o conducir su vehículo, y en este plan.

Y varias columnas de Opinión. Todos los autores pidiendo a la población que aguante, no desgastar al Gobierno, que vela por nosotros, y que cuando esto acabe, veremos un "mundo nuevo", “paradigma” de “igualdad y justicia social”. El título de una de las columnas llama mi atención y recibo otro pinchazo de alarma: “El virus nos iguala a todos”. Probablemente, pienso, he aquí la clave de la cuestión.

En la última página, cubriendo gran parte del espacio, otro letrero: “Edición especial gratuita. Entidad colaboradora: Gobierno de Turno.”

Es suficiente. Redoblo los papeles que me servirán como zócalo en el interior del cubo de basura. Por lo del goteo.


Me asomo a la ventana. El exterior. Un páramo, una estepa siberiana, donde antes había calle y ciudad. Vehículos patrulla de policía, haciendo sonar las sirenas, cortan el aire a toda velocidad. Helicópteros sobrevuelan azoteas y terrazas de viviendas. Ningún viandante. Bueno, sí. Una barrendera (antes, en realidad, se decía "barrendero"; ahora, no sé), empuja un carrito de donde sobresale una escoba y un recogedor. ¡Qué raro! Tan sólo transita, embozada con una mascarilla y tocada con una gorra de béisbol. Con las manos enguantadas habla por el teléfono móvil, mientras, con actitud vigilante, observa edificios y balcones. Me retiro del mirador mirado, me sitúo a cierta distancia y medito.

La paloma mensajera parece haber escuchado nuevamente mi plegaria. Por fin, un mensaje nuevo. Nos miramos a los ojos y diría que vemos lo mismo. Esta vez, sí descansa un momento para recobrar fuerzas. Leo la misiva:

El primer agente letal que aniquiló la libertad en España llegó en tren. El segundo, en ambulancia, custodiada por coches patrulla de la policía y camiones del ejército. El tercero… 
Firmado: El que avisa no es traidor