I. La identidad en discusión
¿Es el ser liberal (en sentido continental europeo, no del ámbito anglosajón) una determinada actitud ante la
realidad o comporta también la adopción definida de un credo político y una
línea normativa de acción? ¿Le hace justicia al liberal la caracterización de
«radical»? ¿Por qué no acaba de ajustarse al prototipo del conservador y menos
aún al del extremista?
Sacar a
relucir la voz «radical» o «radicalismo» en relación a la praxis del
liberalismo conduce, desde una primera aproximación del asunto, al encuentro
con los usos del lenguaje ordinario,
en los cuales «radical» suele tomarse como sinónimo de «violento» y «extremista».
Resulta necesario despejar el terreno de obstáculos conceptuales que no dejan
ver el horizonte comprensivo.
Ser radical significa, sensu stricto, ir a la raíz de las cosas. Los primeros filósofos fueron esencial, necesariamente,
radicales: buscaban conocer el principio fundamental —la naturaleza— de las
cosas; no lo que aparentan ser o se nos antoja que sean, sino lo que son en
realidad. Radical supone, entonces, y principalmente, una determinada actitud ante
la vida.
La noción de «liberalismo» nació
en España durante el siglo XIX. Pero, el
debate sobre las políticas radicales (“políticas” en sentido estricto de politics, pero también en el más extenso
de policies) en la Historia de
Occidente arrancó a finales del siglo XVIII en tierras británicas y americanas,
al verse sacudidos muchos de sus pensadores y políticos por la fenomenal
conmoción (el «cataclismo» lo denominó Leo Strauss) que supuso la Revolución Francesa. Las controversias
sobre las virtualidades del radicalismo político remiten, sin embargo, a hechos
anteriores, todos ellos, vinculados, de modo muy significativo, a eventos
revolucionarios: la Revolución Gloriosa
británica de 1688 y la Revolución
Americana de 1776.
Los
panfletos radicales de la época,
haciendo de los hechos consumados virtud normativa, a la vez que henchidos de
optimismo, animaban a la profundización y extensión, por doquier, de los
derechos naturales del hombre, la soberanía popular, el sufragio universal y el
derrocamiento todo tipo de tiranías.
Por su
parte, Edmund Burke, desde el primer
momento, rechazó de plano y sin reservas la opción revolucionaria francesa. Alexis de Tocqueville, en cambio,
adoptó al respecto una actitud suavemente comprensiva, repartiendo
responsabilidades y errores entre ambos bandos en liza (cfr. El Antiguo Régimen y la
Revolución). Thomas Carlyle, con
el espíritu henchido de romanticismo y apasionado de lo heroico, afronta el
asunto desde la posición de un bardo que canta unos acontecimientos de altura
épica y con sabor a sangre y tragedia.
Durante el
siglo XIX, el radicalismo adquiere en los países anglosajones un tono
marcadamente teórico y filosófico, de orientación
utilitarista, lo que permite no perder la índole práctica y consecuencial
del tema. «Radicales filosóficos» es, precisamente, la etiqueta que adoptan John Stuart Mill y sus seguidores a la
hora de darse a conocer en el Parlamento y la sociedad. Su objetivo era
acelerar las reformas sociales y revitalizar la apertura de las creencias en la
población, todo ello en aras a la definitiva transformación del antiguo régimen
aristocrático en una sociedad libre, de mercado, moderna, secular, democrática
y liberal.
Aun con la
decidida disposición de profundizar y ampliar las conquistas de la libertad en
la vida pública, el ser radical remite
más a una actitud personal que al seguimiento estricto de un prontuario
programático colectivo; para poner en práctica el colectivismo y la
planificación ya está el comunismo en sus variadas versiones. No importa que la
doctrina radical haya quedado, en
ocasiones, materializada en programas de partidos políticos identificados por
dicho rótulo. Sea como fuere, el ser radical, por su propia naturaleza,
se resiste a quedar articulado en un programa político de fines últimos, o
sometido a la disciplina de los aparatos de partido.
Algo similar
podría decirse del ser liberal, si
entendemos por tal a aquel para quien la idea de la libertad significa algo
«sagrado, como la vida o la propiedad» (Lord
Acton); entendiendo aquí «sagrado» como sinónimo de superior, principal,
intocable, no enajenable. Lord Acton afirmó enfáticamente que la libertad es
más una cuestión de moral que de política. Porque si la libertad implica no
estar sometido al dominio de otros, o estarlo lo menos posible, es preciso que
los individuos aprendan a controlarse por sí mismos, a cuidar de sí mismos y a
practicar la libertad en primera persona. Y no otra cosa significa, en rigor,
la ética.
He aquí la vivencia radical del liberalismo. Según
declaró José Ortega y Gasset, en la
línea del pensamiento de Lord Acton, el
liberalismo «es una idea radical sobre la vida»; significa creer que cada
cual pueda (y aun deba) realizar su
ser individual y su «intransferible destino». Esta posición abunda en la
tradicional interpretación de la libertad caracterizada como libertad negativa, es decir, como
inexistencia o libramiento de
coacción en el quehacer humano. Debemos a Isaiah
Berlin alguna de las más relevantes aportaciones sobre el tema. Aunque,
otras menos conocidas, como ésta de Jaime
Balmes, se me antoja igualmente concluyente: «Sea como fuere, la acepción
en que se tome la palabra libertad, échase de ver que siempre entraña en su
significado ausencia de causa que impida
o coarte el ejercicio de alguna facultad.»
Es en el
énfasis puesto en la caracterización de la libertad, en la importancia
reconocida de su propia existencia y en la radicalidad de su defensa, donde
hallamos notables diferencias entre liberales
y conservadores. Para el liberal, no hay mayor fin humano que la libertad.
Ningún otro valor lo solapa o supera, pues todo lo que es valioso en el hombre
necesita inexcusablemente de su presencia y concurso. El conservador, en
cambio, se muestra menos celoso de la libertad. De acuerdo con los conservadores, advirtió Lord Acton, la libertad
supone para los hombres un lujo, no una necesidad. En tal escala de
valores, la libertad puede ser, en consecuencia, sacrificada, si las
circunstancias así lo exigen, o pide paso un bien distinto y tenido por
superior que devalúe a aquella, como pueda serlo la seguridad o el orden, el
bienestar o la paz, la tradición o las buenas costumbres.
En el ensayo
titulado «¿Qué es ser conservador?», Michael
Oakeshott señala que el conservador no se identifica en política por la
defensa a ultranza de unos determinados principios, sino por el hecho de
mostrar ante la política una particular «disposición», a saber: su tendencia a
la moderación, por partida doble. Según esto, sería conservadora aquella
persona propensa a actuar de modo moderado y moderador. Desde esta perspectiva,
la función del Gobierno consistiría, en primera instancia, en evitar la
excitación de los ánimos de los hombres, a fin de aminorar el impacto de los conflictos
y las querellas. El conservador gusta de
la contención y la conciliación, la concordia y la evitación de crispación; en
consecuencia, repudia cualquier tipo de radicalismo...
Según
Oakeshott que no hay nada inconsistente ni contradictorio en el hecho de ser
conservador respecto del Gobierno y radical respecto de cualquier otra esfera,
por ejemplo, las costumbres y los valores. Sería posible combinar las obligaciones morales y
las convicciones éticas, los compromisos públicos y los sentimientos privados,
sin escisiones internas y sin rasgarse las vestiduras. Las posibilidades de tal
convivencia afecta tanto al área de las coherencias personales como al de las
alianzas prácticas. Liberales y
conservadores podrán, por tanto, entenderse y llegar a acuerdos, si no falla la
responsabilidad ni desfallece el ánimo. En materia de maestros, Oakeshott
es del parecer de que «hay más que aprender acerca de esta disposición [la
conservadora] de Michel de Montaigne, Blaise Pascal, Thomas Hobbes y David Hume
que de Edmund Burke o Jeremiah Bentham.» Con todo, la «disposición»
conservadora y la «actitud» liberal no confluyen fácilmente, aunque no falte
quien fomente en política la adopción de una postura liberal-conservadora, como expresión efectiva de una praxis
niveladora.
Inclinarse
por el liberalismo y distanciarse del conservadurismo no significa relegar o
renunciar a lo más provechoso de cada tradición. Mas, si existen liberales que
llegan a la determinación de no ser conservadores, deberán tal vez explicar por
qué no lo son.
II. Por qué ser liberal no significa,
necesariamente, ser conservador
A modo de Post-Scriptum del libro de Friedrich A. Hayek, Los fundamentos de la libertad (The Constitution of Liberty, 1960), el
importante ensayo «¿Por qué no soy conservador?» constituye una declaración de principios del autor sobre el ser y no ser liberal. Queda allí demarcado el espacio propio de
actuación de quien, desde el liberalismo, se encuentra vivencialmente, más que entre conservadores y socialistas, frente a unos y enfrentado a los otros. De hecho, sostiene Hayek, al liberal no le
queda a menudo otro remedio, en la práctica política, que apoyarse en partidos
conservadores, procurando en tal empresa no perder el alma y la propia
identidad, a fin de frenar el avance del socialismo.
A diferencia de socialistas y
conservadores, el liberal no es, por definición ni por coherencia práctica, un
hombre de partido. Es un
partidario de la libertad. Y a tal esfuerzo empeña su acción, la dimensión
práctica de su vida. El compromiso con este ideal y destino le hace sentirse plenamente
incompatible con el socialismo. Pero también con cualquiera forma de socialismo
que adquieran o adopten los distintos bandos y partidos políticos. El
partidario de la libertad es quien se muestra opuesto —«radicalmente opuesto»,
puntualiza Hayek— al conservadurismo. ¿Por
qué no puede ser conservador un liberal de veras?
Con el
conservador, el liberal mantiene, en puridad, un conflicto de ideas. Como ha
sido señalado antes, el conservadurismo exhibe una determinada «disposición»
ante la acción (o no acción), mientras que el liberal revela, sobre todo, una
«actitud mental». La disposición conservadora, a la hora de fijar objetivos,
mira hacia el pasado, mide las palabras y los pasos que da; o sea, se modera.
El conservador no estimula en los hombres el gusto por la novedad (en el fondo
la teme y aborrece); la actitud liberal, por el contrario, «siempre mira hacia
adelante» (Hayek, op. cit.). El
liberal no se opone a la evolución, a las reformas ni a los cambios: «no le
preocupa cuán lejos ni a qué velocidad vamos; lo único que le importa es
aclarar si marchamos en la buena dirección» (Hayek, op. cit.). Tal inclinación está muy relacionada con aquello que
necesariamente va unido a la libertad, como es la espontaneidad.
Decía Lord Acton que la esencia
de la libertad consiste en no creer en la santidad del pasado, puesto que no
hay nada más sagrado que la libertad. He aquí, acaso, la clave de nuestro
asunto.
Aceptar la
libre evolución de los hechos, el movimiento de los acontecimientos y de la
vida, conlleva afrontar valientemente la contingencia irreductible e
ingobernable propia de la fortuna. La planificación y la regulación obsesivas
que definen el modo de actuación socialista (su «torpe racionalismo») no se
alejan mucho, en el fondo, de la pasión conservadora por la ley y el orden, el ansia de que todo esté bajo control. El
movimiento de la libertad implica derribar ídolos, así como todo obstáculo que
frene o impida el pleno despliegue de las posibilidades humanas y la
espontaneidad de nuestros actos, aun ignorando a veces dónde pueden llevarnos,
puesto que a menudo «se procede un poco a ciegas» (Hayek, op. cit.). No supone esto el abandonarse a una conducta loca e
irresponsable, pero sí el abogar por una existencia abierta y expedita. La acción del hombre libre sólo está
limitada por lo que la ley expresamente prohíbe y la experiencia acumulada
prudentemente desaconseja.
La
dependencia estrecha por el orden y el control de las acciones explican la
«afición» del conservador por el autoritarismo, la recusación de la plena
libertad y la disposición a aceptar la coacción y la «arbitrariedad estatal»
como vehículos de imposición de creencias y objetivos prácticos, especialmente
cuando las cosas no van según sus planes. Frente a esta disposición, la actitud
del liberal ofrece un perfil, ciertamente, radical.
Un régimen
de libertad supone fijarse una actitud que prescinda «sustancialmente de la
coacción y la fuerza» (Hayek, op. cit.),
aunque se nos antojen modos de actuación atrayentes, estimulantes y tentadores.
Hayek advierte en este punto con suma perspicacia que, debido a su sustancial
falta de principios, los conservadores suelen rechazar las medidas
socializantes, proteccionistas y dirigistas propias de sus adversarios,
excepto… cuando les beneficia o resulte rentable.
Hay, con
todo, una «debilidad del conservador»
que pone muy difícil la convergencia con el ser liberal. Se trata de la
distinta posición que adoptan uno y otro ante el progreso de las ciencias, los
valores morales y la apertura de ideas. En este capítulo de convicciones
profundas, Hayek se muestra radicalmente sincero: «Digámoslo claramente: lo que
me molesta del conservador es su oscurantismo» (Hayek, op. cit.). Hayek confiesa, por ejemplo, la irritación que le
produce la terca oposición de tantos conservadores a la teoría de la evolución
o a las explicaciones «mecánicas» del fenómeno de la vida.
Si dicho
enfado queda expresado por el autor austriaco en 1959, ¿qué clase de
sentimiento puede producir a un liberal de principios del siglo XXI, cuando
advierte cómo no pocos conservadores, creacionistas y partidarios del «diseño
inteligente e intencional» de la naturaleza, sitúan, por ejemplo, en pie de
igualdad la palabra de la Biblia y el discurso científico de los científicos
evolucionistas y neoevolucionistas?
Preguntado
hace años Irving Kristol acerca de la definición de neo-conservador, respondía lo siguiente: es «un liberal atracado de
realidad».
III. Radicales y extremistas
«El extremismo es el modo de vida en que se intenta vivir sólo de un extremo del área vital, de una cuestión o dimensión o tema esencialmente periférico. Se afirma frenéticamente y se niega el resto.»
José Ortega y Gasset
El filósofo
norteamericano Robert Nozick publica en 1997 un breve y muy clarificador
opúsculo titulado «Los rasgos característicos del extremismo», incluido en el
libro recopilatorio Puzzles socráticos
(Socratic Puzzles, 1997), muy útil
para no confundir dicho concepto con el de radicalismo. Nozick traza allí un
sucinto retrato del tipo extremista
articulado en ocho signos
indicativos de tal proceder.
El primer rasgo específico de un
extremista es su tendencia a tensar las posiciones y llevarlas al límite, lo que
le sitúa literalmente en los márgenes de la realidad y le impulsa a adoptar
usualmente posturas excesivas, «marginales» y, a la postre, meramente
testimoniales. El extremista ejercita así sobre la cuerda tirante el «más
difícil todavía», cual funambulista que actúa para la contemplación, la admiración y el aplauso de un público absorto. En esta exhibición, como en
otras que veremos a continuación, un extremista tiene poco en común con un
radical.
La segunda característica del extremismo
es tomar por enemigo a cualquiera que se muestre contrario a sus postulados:
«el que no está conmigo está contra mí». He aquí una afección infectada de
ardor y fanatismo: al que odia el extremista, lo odia a la muerte.
El tercer rasgo del extremista es la repugnancia
que siente hacia los acuerdos y los compromisos, siempre interpretados como
deserción de los objetivos. A sus ojos, pactar o proponer un contrato significa
forzosamente «rebajarse». Al observar al adversario muy lejos de su posición
(allí donde él mismo lo ha fijado), acaba por resultarle alguien inaccesible,
incomprensible e intratable.
En cuarto lugar, los comportamientos
extremos y duros están próximos al uso de la fuerza, lo que en manos de un
intransigente se torna de inmediato en neta violencia. La manifestación más
acusada—casi diríamos, más «natural»— del extremismo sería, en consecuencia, el
terrorismo. El terrorismo no significa, en rigor, violencia radical, sino extrema.
En el quinto puesto, se destacan la
impaciencia y la incontinencia: los objetivos y propósitos perseguidos han de
alcanzarse de inmediato y por completo. El extremista es un ser presuroso y
expeditivo. Todo retraso de la victoria lo contempla como fracaso o derrota. La
extremosidad no se traduce sólo en un «todo o nada», sino también en un «ahora
o nunca».
El
extremismo, en sexto lugar, no se
proclama en soledad o de modo individual, sino que comporta una actuación
grupal y comunal. El extremista, poco convencido, en realidad, de sus propias
fuerzas (siempre humanas, demasiado humanas), necesita rodearse de camaradas para sentirse así «empujado»
a actuar. Como se impone objetivos «imposibles», necesita amplificar su acción
con el concurso de otros y sentirse así arropado.
El séptimo rasgo que hace al extremista es
el situarse en el extremo del espectro político, no de facto o coyunturalmente,
sino sistemáticamente, como norma. Si alguien ocupa su lugar extremado, él se
desplaza un paso más allá. Quien juega al extremismo no permite que nadie sea
más extremista que él. El extremista no se puede parar; al extremista hay que pararlo.
Finalmente,
en octavo lugar, el extremismo
práctico (no hay otro; el teórico no pasa de simple retórica) se nutre del
extremismo de base psicológica o actitudinal. No resulta extraordinario que un
extremista deambule por el arco político sin solución de continuidad, y pase,
por ejemplo, de la extrema izquierda a la extrema derecha, o viceversa. Tampoco
lo es que se produzcan convergencias entre sí. La Historia del totalitarismo,
sin ir más lejos, informa de abundantes casos de este género. El movimiento del
extremista es horizontal; el del radical, vertical.
¿Ser radical,
conservador o extremista? No actúa inteligentemente quien intenta desacreditar a su
adversario político o ideológico acusándole de radical. No ocurre lo mismo con el calificativo «extremista». Como
afirma Nozick: «raramente hay alguien dispuesto a decir “Ésta es la postura correcta, y es una postura
extremista”». Ésta no va a la raíz de las cosas, sino que pretende a arrancarla
por la fuerza.
***
Versión en español de mi artículo «O liberal é um radical ou um conservador?», publicado en portugués en el magazine Port Vitoria, Issue 14. Jan – Jun 2017. El texto, por su parte, es un resumen de varios capítulos del libro La riqueza de la libertad (2016, Amazon-Kindle).