sábado, 2 de diciembre de 2023

FELIZ NOVEDAD 2023: 'PUNTOS SUSPENSIVOS Y OTROS APUNTES'

Tercer libro de una no planeada ni explícita serie que en forma de miscelánea recoge aforismos, anotaciones, apuntamientos, breves reflexiones, algunos relatos, cuentos escogidos y otras liberalidades del autor. Los anteriores títulos son: 'Dos veces bueno. Breviario de aforismos y apuntamientos’ (2014) y ‘Aforo ilimitado Asientos libres y otras liberalidades’ (2017)

Algunas constantes en la escritura —especialmente, en estos textos de aliento literario, de entretenimiento, humor y recreo— son los juegos de palabras y el uso (que procura no ser abuso) de los puntos suspensivos, de los cuales se ha dicho que «denotan que se calla algo intencionalmente.» Cierto, más, asimismo, y a buen entendedor, es en estos espacios expansivos en los que uno se sincera y se abre al lector con agudeza e ironía. 

Se trata, pues, en este libro de puntos, pero, sobre todo, de palabras, del sano y correcto empleo del lenguaje. He aquí, en fin, una reunión amigable y cómplice de discursos interrumpidos, con un final abierto…

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lunes, 6 de noviembre de 2023

RESEÑA DEL LIBRO DE FRANK G. RUBIO, 'EL PENSAMIENTO ENVENENADO' (2023)

 

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Como «testimonio personal» define Frank G. Rubio, en las primeras páginas, el libro El pensamiento envenenado. Covidistopía y Estado Terapéutico (2023). Sin pelos en la lengua, sin contemplaciones, sin divagaciones, cogiendo el toro por los cuernos, Rubio asume, ciertamente, el asunto como algo personal. Un personal descenso a los infiernos del Totalitarismo “plandémico» (según expresión del propio autor), en que reúne las experiencias y sensaciones experimentadas personalmente y las reflexiones sobre el mismo, desde que en marzo de 2020 fuese escenificado, en gran parte del Planeta, con un propósito que puede sintetizarse en el plan diabólico de negación de la persona y de la civilización como hasta entonces eran conocidas. Una actitud que queda recogida desde la misma Dedicatoria del volumen y empapa sus páginas hasta la contraportada. ¿Hace bien en adoptar semejante actitud? Creo que sí. Es más: hace lo que hay que hacer como escritor crítico y comprometido.

No quiere esto decir que nos hallemos ante un texto (una recopilación de textos, en realidad) cegado por la pasión y el arrebato. Se trata, eso sí, de un trabajo escrito con rabia contenida, a veces difícil de contener… Compuesto (en especial, su primera parte) no en caliente, sino una vez ha trascurrido suficiente periodo de reflexión, de documentación y maduración de ideas, cuando el autor ha tenido tiempo para compendiar y exponer negro sobre blanco la naturaleza profunda e insana del Mal que ha envenenado (y sigue envenenando) el pensamiento y el vivir de los hombres a escala planetaria. Hay aquí, pues, información y análisis, un repaso no exhaustivo, mas sí preciso y justo, de los puntos esenciales de la devastadora agenda en marcha. Dicho en otras palabras: El pensamiento envenenado no es, en rigor, un panfleto ni una diatriba ni menos un libelo (reconocibles sólo con advertir un modelo de título: Contra…), aunque se le acerque en ocasiones. En cualquier caso, no está escrito desde la envenenada indignación, que ofende la razón y el razonamiento. Antes al contrario, transita a través de pasos meditados y ponderados, medidos a veces con ironía, sabia actitud que conlleva en sí misma cierto distanciamiento.

Y digo más. ¿De qué otra manera sería lícito enfrentarse, sino que frontalmente y como algo personal, al Nuevo Desorden Mundial en acción, y que pretende, precisamente, la negación de la persona? ¿Acaso de esa manera meliflua que tan a menudo hallamos en presuntos análisis, críticos o menos críticos, más o menos condescendientes con el Mal Extremo, a base de textos fríos y neutros, cuando no de infame y proclamada neutralidad, de falaz «objetividad», de pomposa moderación, de frío y distante análisis clínico, realizado con medidas profilácticas, guantes de vinilo y mascarilla, como si a uno no le afectase la cosa o temiera contagiarse de la verdad?

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Ocurre que la gravedad de la cuestión que el autor tiene (que todos tenemos, la humanidad entera) entre manos exige al entendimiento consciente de la atrocidad del problema, y del cinismo miserable con que se publicita, no actitudes melindrosas, sino valientes y claras. Llámese «Agenda 2030», «Nuevo Orden Mundial», «Gran Reseteo» o «Totalitarismo Pandemoníaco», el tema de nuestro tiempo supera en violencia y saña a los previos ataques a la vida, la libertad, la propiedad privada y la dignidad del hombre, y no será por falta de muestras (que no ejemplos) de episodios en la historia de la humanidad que han penetrado con fiereza en la más baja insania y sinrazón, hasta caer en lo más bajo, la sima de los avernos. Lo cierto es que, comoquiera que se denomine la cosa, ha golpeado, hasta el punto de quebrarlo, el «fuste torcido de la humanidad» (Isaiah Berlin).

Los confinamientos de masas; las restricciones a la libertad personal y a los caducados derechos humanos; la obligatoriedad de uso de insensatas, amén de dañinas, mascarillas, o de pringosos geles para acceder a locales públicos; el discurso oficial, por parte tanto de entidades gubernamentales cuanto de empresas y compañías privadas; los programas colectivos de inoculación de venenosos fluidos (calificados de «vacunación» por la Autoridad); los proyectos biotecnológicos, «transhumanistas» en acción; la degradación y corrupción de gran parte de profesiones, oficios y ocupaciones diversas, desde la casta médico-sanitaria hasta la desvergonzada tarea servil y maliciosa de los medios de comunicación, (por citar algunos casos, generosa y sagazmente analizados en el volumen) sólo revelan elementos de puesta en escena, atrezzo y utilería en aquello que resulta fundamental: el objetivo descomunal de instaurar un Estado Terapéutico, un régimen esclavista y deshumanizado, un callejón sin salida, un fin final, el apocalipsis ahora

Frank G. Rubio se introduce (y con él al lector) en el ojo de huracán en que vivimos milagrosamente. Para ello fija su atención en datos y documentaciones, declaraciones de especialistas de verdad y «expertos» de pacotilla, con su correspondiente cotejo crítico. Con todo, no pierde de vista lo que vislumbra como más allá de lo perceptible, de lo que se dice, allá en la profundidad de lo real, al otro lado del espejo o tras la puerta, pues no es de los escritores que «restringen su imaginación, una forma cualificada de percepción, a los límites que impone el lenguaje» (pág. 256), pace Ludwig Wittgenstein. No por ello desoye lo más provechoso de la tradición filosófica occidental.

 

«Dirá Heráclito que la naturaleza gusta de ocultarse, physys khryptesthai philéi. La naturaleza, la realidad gusta de ocultarse. Lo cual, evidentemente, hace referencia a algo que va a ser decisivo en el pensamiento de Parménides: es la diferencia entre lo patente y lo latente. "La naturaleza gusta de ocultarse", es decir, es algo latente, algo que está oculto y evidentemente el problema será manifestarla, descubrirla, hacerla patente... lo que se llama en griego aletheia. Aletheia es lo que no está oculto, lo que se des-vela, lo que se re-vela...»

Julián Marías. Curso «Los estilos en la filosofía», Madrid, 1999/2000


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«Este breve ensayo que integra la primera parte del libro […] pretende dar cuenta  de manera divulgativa del fenómeno “plandémico” en distintos planos, con la modesta intención de introducir y aclarar los artículos seleccionados en la segunda parte de este libro.» (pág. 35).

 

Libro, en resumen, que combina con rigor y precisión el análisis y la denuncia, la perspectiva personal del problema y su dimensión universal (global). La reflexión reposada y documentada (Primera Parte del volumen) convive, asimismo, con las experiencias y sensaciones experimentadas tras el ataque concertado y abierto en canal a escala general (Segunda Parte) a lo que queda de civilización en el mundo. Esta circunstancia concede un valor y un interés extra (o doble) a la lectura de este trabajo esencial a la hora de afrontar bravamente el problema número uno de la humanidad en peligro. 

Y también este hecho (la estructura variada —de antología— del libro sobre un tema común, que puede leerse de seguido o por partes) pone de manifiesto, de modo especialmente palpable, la necesidad de un Índice general, así como de una edición en e-book, de los cuales desgraciadamente carece. Unas faltas que justo sería fuesen reparadas en la segunda edición de la obra, la cual es deseable y se merece una obra de este empaque, coraje y penetración. Un ensayo, pues, necesario.

Nota sobre el autor tomada de la página web de la editorial


lunes, 23 de octubre de 2023

LO QUE HA PASADO Y NOS PASA. A PROPÓSITO DEL 7-0 EN ISRAEL

1

Algunos rasgos patentes, a la vez que dramáticos, del totalitarismo pandemoníaco en que ha caído la civilización, revelan una sensación de incredulidad, al mismo tiempo que una fijeza en las creencias y posturas preconcebidas, que se ha generado en la mayor parte de la población ante lo que ha pasado y nos pasa. Una incredulidad y una fijeza de las que no se ha recuperado, y me temo que no presenta trazas de recuperación. Este síndrome social y moral, catatónico y bipolar, ha dejado a la muchedumbre grogui, KO, en un estado de shock, de parálisis, al tiempo que de sobreactuación. He aquí la situación presente, que combina la tragedia con la comedia de enredos. En ella da la impresión de que el mundo se ha parado, y con él sus habitantes, configurando como una imagen fija, congelada en un tiempo indefinido

Refiero un síntoma próximo al enajenamiento, no tanto en sentido de demencia o de neurosis obsesiva (aunque hayan aumentado significativamente los casos de enfermedad mental entre la gente) cuanto de una negación de la propia identidad, producto de negar la realidad, de un desdoblamiento de personalidad en el que los individuos son otros (he definido este fenómeno, parafraseando, el título de una célebre película, «invasión de ladrones de cuerpos y almas»), si bien parezca que son y hacen lo mismo. Y en esa apariencia permanecen.

La negación de hechos y objetos que conlleva la enajenación de sujetos proviene de un sentimiento generalizado resumido en la siguiente expresión: «Esto es increíble», un «acto de habla» que podría incluirse en la familia de lo performativo (J. L. Austin), esto es, aquello que al decir algo, lo hacemos de hecho, con efectos prácticos en el agente y quienes lo escuchan. En consecuencia, y en este contexto, cuando alguien afirma que algo lo juzga increíble, afirma, en realidad, indirecta pero efectivamente, que lo considera irreal, imaginario o falso; que lo niega, en fin. Aunque sólo en apariencia, insisto. Pues, en el fondo, el miedo y la esperanza estarían en la base explicativa de dicha conducta, es decir: el miedo a aceptar una realidad que no puede soportar y la esperanza de que negando lo que pasa quedaría así inmune, ajeno, a sus consecuencias y efectos; además, se dice a sí mismo, a pesar de todo, algún provecho podrá sacarse de esto...

A quienes sólo escuchan y asumen lo que desean oír les encaja como un guante el conocido aforismo de José Ortega y Gasset «no sabemos lo que nos pasa, y esto es precisamente lo que nos pasa, no saber lo que nos pasa», lo cual suele indicar mayormente que no sabemos lo que no queremos saber, sea porque incomoda, entristece, aterra o por cualquier otro motivo escapista. Se trata, en suma, de la práctica del avestruz de ocultar la cabeza bajo tierra, por decirlo en locución de uso popular y cotidiano.

Así pues, la impresión general que exterioriza la inmensa mayoría de individuos es la de que nada ha pasado o que ya pasó. Se expresan en pasado porque el pasado («cuando la pandemia…») es su presente continuo y previsible futuro, cuando el mundo colapsó. Así estamos: un sentimiento perfectamente resumido en la popular coletilla «esto es lo que hay».

La gente se mantiene, por lo general e imperturbablemente, en las posideologías y en las creencias de antes, lo que se reconoce y verbaliza, dejando en la sombra, en el olvido, en el inconsciente, el resto, que es silencio… Los creadores de la «Nueva Normalidad» concibieron e inocularon este síndrome en la multitud de forma que lo que pasase fuese percibido como si nada especial hubiese pasado; una normalidad continuista, podríamos decir, de ningún modo, una ruptura o revolución. Ello explica que la transición (que no digo no se capte como tal) se haya realizado con tan prodigiosa naturalidad y portentoso seguimiento general.

Hoy, como ayer, pase lo que pase, tras las conductas y las respuestas a los acontecimientos actuales es común y ordinario advertir esquemas y rutinas habituales, en las que la nueva situación impuesta queda soslayada, esquivada, evadida. Y así uno no puede saber lo que pasa ni le pasa. Y esto es lo que nos pasa. Vivir en un mundo como voluntad (las cosas son como uno desea: de ahí el éxito del ritmo woke) y representación (se vive en la pantalla, pero no en vivo, sino en diferido y actuando).

 

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En la realidad eludida ocurre, sin embargo, lo contrario: debido al carácter totalitario y global de lo que está acaeciendo, nada queda al margen del statu quo imperante y nada puede comprenderse sin referencia directa al mismo. Pues bien, y como digo, observo que los usos y costumbres de la población, en su generalidad, suelen ser los habituales; así como, los análisis y críticas de los mismos, cuando los hay, que son pocos casos. Ocurra lo que ocurra, la gente mantiene sus acostumbrados patrones y fijaciones particulares en la interpretación y el comentario, tanto estéticos, como morales o políticos (especialmente, políticos); patrones y fijaciones particulares excepto en un rasgo que es común en la masa sumisa: el contexto del «Nuevo Orden Mundial» (psicólogos, tertulianos de radio, televisión y redes sociales, así como libros de autoayuda, entre otros referentes populares, coinciden en animar al pueblo a que piense en positivo, es decir, en cosas bonitas y apetecibles, soslayando los recuerdos dolorosos o sencillamente molestos).

En resumen, la respuesta a los estímulos externos es, por lo común y ordinario, en la era de la globalización, en clave aldeana, o sea, interesa principalmente lo cercano, familiar, cotidiano, provechoso y práctico. Lo que ha pasado y nos pasa sigue así procesándose en clave nacional, cuando no nacionalista, regionalista o localista; partidista, cuando no sectario; de modo parcial y autónomo, cuando no independiente de lo demás; más atento a los efectos, tanto materiales como emocionales, que a las  causas, cuando no son éstas ignoradas sin más; encajándolo, en fin, con calzador o por presión en  microcosmos personales o grupales, cómodos y forrados prêt-à-porter, válidos para todas las estaciones, con un ánimo imperturbable al cambio de tiempo (aunque lo común es que se prefieran los días soleados y placidos a los grises y tormentosos…).

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En este panorama trastornado, la excepción que confirma la regla, para mayor confusión y desorden, tiene nombre propio/impropio: «conspiranoia» o cómo convertir una tragicomedia en un relato de misterio. Por un parte, debo reafirmarme en lo desafortunado de la fórmula que tanta fama está teniendo, en todos los frentes, la cual goza de un carácter omnipresente y generalizador, de muletilla explícalo-todo. Para gran parte de los críticos aficionados a la intriga, suceda lo que suceda, interese o no directamente a la Agenda 2030, forma parte de la «teoría de laconspiración». Desafortunada muletilla y, añado, muy inexacta. El término «conspiración», hermanado significativamente con la acción de complot, confabulación, conjura o maquinación, lleva implícito el sello de lo secreto y lo subrepticio. Sucede, empero, lo contrario: el Alto Mando que está detrás del Nuevo Desorden Mundial no sólo no lleva en secreto el Gran Fraude sino que lo pregona con orgullo y júbilo, adornado de mil maneras por «expertos» en la técnica de manipulación de masas y popularizada por instituciones comunitarias, Gobiernos nacionales, corporaciones y empresas, sean grandes o pequeñas, sellando sus comunicaciones y productos con la marca de serie del arcoíris.

La «teoría de la conspiración» no es nueva: poco es nuevo en la era del neo. De modo que, entre otras proezas, ha reactivado el criminal episodio del 11-S, manipulándolo para hacerlo acoplar al marco teórico deseado. Este recurso infame como el que más, hasta hace unos pocos años, era elemento de distinción en los individuos y grupos simpatizantes y/o comprensivos con el terrorismo y el amarillismo desinformador (Michael Moore, Noam Chomsky et alii/aliens...). Hoy, está generalizado, globalizado como un globo, sin distinción de banderías. Según esta posmoderna interpretación, esta fantasía animada de ayer y de hoy, los ataques terroristas contra los Estados Unidos de América (y, por extensión, contra Occidente, y la civilización en su conjunto), perpetrados el 11 de septiembre de 2001, no serían obra de Al-Qaeda ni de los islamistas, sino concebido y ejecutado por los servicios secretos de USA… y de Israel. ¡Qué cansancio volver a lo mismo! Destapada la caja de truenos de la teoría conspiradora (a cuyos defensores no les incomoda el término «conspiranoico», sino que lo asumen con orgullo), agraciado o acaso indultado será el suceso que se libre de la zarpa de dicha cábala, donde caben desde el asesinato de J. F. Kennedy al Watergate, la muerte de Diana de Gales o el 11-M en Madrid, año 2004. Etcétera.

Y este asunto (la conspiración encadenada) nos lleva a Israel y al 7-O, aunque cualquier referencia a hechos de la actualidad podría servir de ilustración en este caso.

 

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El 7 de octubre de 2023 tuvo lugar en Israel un ataque terrorista, a gran escala y siguiendo las pautas del más desenfrenado salvajismo, consumado por hordas organizadas y muy fanatizadas procedentes de los territorios palestinos, dejando un reguero de muertes, secuestros y violencias, más de mil personas afectadas, militares y civiles, desde bebés a ancianos. ¿Y qué? ¿Qué se dice al respecto? Pues, en esencia, el mismo discurso de siempre, dominante en medios de comunicación, redes sociales y tertulias de radio, televisión o en la calle, cuando se trata de agresiones a intereses, lugares o ciudadanos judíos, a saber: tras esta masacre no están los árabes ni los islamistas, sino los servicios de seguridad de Israel y… de América, buscando ambos bestias pardas del Pensamiento Único una excusa para redoblar la represión contra «Palestina». Nada se dice que pueda relacionar este repugnante suceso con el Nuevo Desorden Mundial ni con la Agenda 2023.

Atrás han quedado las bonitas palabras dirigidas a Israel por parte de la prensa canallesca, cuando podían leerse titulares de este tenor: «Covid: Israel pasa a la situación envidiable para los países europeos», por el hecho de consumar, entre otras, las siguientes hazañas sádicas: tener «covid-vacunados» en 2021 a la mitad de la población y por discriminar a los «no vacunados» en locales públicos. El gobierno israelí en estos últimos años se ha caracterizado por ser los más decididamente aplicados a la hora de seguir el dictamen del programa globalista, y con sus medidas en materia de restricciones a la libertad contra su propia población, ha demostrado un alto grado de miseria, corrupción y sumisión al Alto Mando de la Agenda 2030. Pero esta vileza no lo convierte necesariamente en el ejecutivo ejecutor del 7-O, aunque, ciertamente, quede en entredicho su capacidad para proteger a sus ciudadanos y pedirles ahora (ahora también...) que cierre filas en favor de la acción de gobierno y siga sus órdenes e instrucciones de defensa (así en esto como en lo otro).

No intentaré explicar, aquí y ahora, el pormenor respecto a los detestables hechos del 7-O, porque, francamente, lo desconozco (aunque no dudo sobre la autoría palestina, en absoluto). Lo que sí sé, es que, en el contexto del totalitarismo pandemoníaco, todo acontecimiento relevante a escala global debe ser relacionado, necesariamente, con el mismo. Lo que sí sé es que, desde 2020, una nueva Guerra Mundial recorre el mundo. Lo que sí sé que para el Alto Mando, es prioritario atar en corto a los países que podrían hacerles frente, por ejemplo, la coalición de naciones que resolvieron las Guerras Mundiales previas (Estados Unidos, Reino Unido, Canadá, Nueva Zelanda, Australia…, más Israel) y pudieran ofrecer ahora oposición al nuevo avance totalitario. Lo que sí sé es que estas naciones son las que han conocido, y conocen, las más duras y tenaces restricciones y prácticas de estado de excepción, y en los que gobiernan dirigentes aliados ya no a la libertad sino a la causa globalista. Lo que sí sé es que compadezco a los ciudadanos israelíes por sufrir tanto un gobierno tiránico al servicio del Mandarinato globalista cuanto unos vecinos islámicos bárbaros y despiadados, al tiempo que les recuerdo que de ellos depende, y no del destino, de la voluntad de Dios ni de sus gobernantes (y menos ahora…), de su amor a la libertad y su voluntad de resistencia, el haberse defendido y el defenderse sin tregua de las amenazas de unos y de otros; que también ellos (como en las demás naciones) son, en parte, responsables de lo que les ha pasado y lo que les pasa.


«Un pueblo que elige corruptos, impostores, ladrones y traidores, no es víctima, es cómplice».

George Orwell

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Post scriptum​ dedicado a quien puede ver (algunos) árboles pero no bosques. 

Llamo la atención sobre esta crónica periodística publicada en un diario británico, bajo este titular: «La policía ha introducido poderes de la Sección 60AA en las manifestaciones pro Palestina en el centro de Londres. Han pedido a los manifestantes que se quiten las cubiertas faciales para que no se pueda ocultar su identidad.» Intencionadamente ambigua manera de referirse a las mascarillas, entre otros trapos: «cubiertas faciales» (expresión utilizable tanto para la «mascarada covidiana» como para un niqab en los usos de las mujeres musulmanas o el turbante a lo tuareg en los musulmanes), elemento clave en la agenda totalitaria globalista, así como en el programa multiculturalista occidental, y cuyo no uso unas veces persigue sus graciosas Potestades y otras, su uso. Según convenga. A lo que se mande. Si entre esto y aquello no hay relación, ya me dirán ustedes…


jueves, 21 de septiembre de 2023

CAMBIOS: ANTES Y AHORA


«Lo que da a la crisis del espíritu profundidad y peso es el estado en que ha encontrado al paciente.»

Paul Valéry, La crisis del espíritu (1919)

 

1

¿A cambio de qué?

Aun desde perspectivas diversas y con distintas valoraciones al efecto, una creencia —o acaso una consigna insertada en el cerebelo colectivo de la muchedumbre— domina este guión, tópico y poco original, en la escena pública, a saber: desde los primeros meses del año 2020: el mundo ha cambiado radicalmente. Varias denominaciones rotulan con tubos fluorescentes fenómeno tan descomunal. De entre ellas, descuella la fórmula acuñada por la Doctrina Oficial que marca el paso y la dicción en las sociedades posmodernas de la Repetición, a saber: «Nueva Normalidad». Es menester aquí y ahora detenerse en la contradicción en los términos que soporta la etiqueta, insistiendo a la vez en el contrasentido y la necedad en lenguaje y pensamiento que triunfan en los festivales de eslóganes y en los escenarios de la sociedad del espectáculo y las varietés, o sea, en ese mundo, supuestamente cambiado tan de repente, el cual, en realidad, se ha transfigurado en la tragicomedia mundial como voluntad y representación (¡Mamá, quiero ser artista!). Antes del estreno mundial de la obra,  habían sido realizados muchos ensayos, con distintos libretos y repartos, para calentar el medio ambiente. Henos, pues, ante un espectáculo muy estudiado, elaborado y rodado.

Hablemos claro y llamemos a las cosas por su nombre. El mundo no ha cambiado radicalmente, de pronto, tras el Golpe de Estado Global oficializado a escala mundial en marzo de 2020, enmascarado de «covid-pandemia». Ha sucedido lo contrario. El Golpe de Estado Global, sancionado públicamente en aquel mes aciago, tuvo lugar y se extendió con tan apabullante facilidad porque el mundo había cambiado, hasta el punto de que la población estaba lo suficientemente macerada y predispuesta como para caer, incautamente y a escala planetaria, en una trampa mortal sin ofrecer resistencia ni desobediencia. La deconstrucción de la civilización encontró entonces el momento oportuno para reunir las piezas desmembradas de una humanidad derrotada desde hace décadas y poder así presentar, en su lugar, a un público perplejo y acobardado, el plan alternativo, la obra total: un «Nuevo Orden Mundial»; en realidad, el establecimiento de un totalitarismo de progresiva/progresista deshumanización.

Nada de lo que aquí dilucido es novedoso. Para empezar, y en rigor, el mundo no cambia de manera radical sino sucesivamente. Tampoco hay consecuente sin antecedente, ni efecto sin causa, ni un hoy y un mañana sin un ayer. La datación temporal, puntillosa y puntual, de calendario, que acota y recorta cualquier acontecimiento, sea de mayor o menor envergadura, es un recurso historiográfico que remite más a la crónica o al titular periodístico y a la propaganda que a la explicación racional y a la genuina investigación científica.

¿Que todo esto es obvio? Ciertamente. ¿Que no haría falta reiterar lo sabido? Así  es. Mas, el problema radica en que lo obvio no es sabido, y no tanto por desconocimiento o ignorancia, sino por una mezcla de apatía y molicie colectiva, así como por el miedo a la verdad, una afección de la masa sumisa que acompaña acompaña, por lo común, al miedo a la libertad.

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¿Qué ha sido ese ruido?

La circunstancia fija y delimita la naturaleza de los hechos, adaptándolos al curso del tiempo. Esos hitos que hoy parecen haber surgido de la nada  o de improviso, sorprendiendo al incauto o al desorientado, provienen de un ayer que los ha incubado, cual huevo de la serpiente. Sucede que el avance conjunto de la digitalización de la información y el fenómeno no menos gigantesco de la globalización, acompañados de una cohorte de ocurrencias concatenadas, han generado una situación en las que aquéllas —digitalización y la  globalización— hacen la función de soberanas potestades y éstas —las ocurrencias concatenadas— de corte subordinada.

La consecuencia comporta una conmoción superlativa en cuanto a la velocidad y la magnitud de lo que acontece; una celeridad en el acaecer de las cosas que hace que sobrevengan, en lugar de simplemente suceder (y sucederse). Conlleva también un desenfreno que literalmente impresiona al pasmado espectador sin expectativas. Ambos factores—celeridad y desenfreno— fomentan las conductas apresuradas, avivando ligerezas y excitando la tendencia a la urgencia y la emergencia programada. Las manos del trilero que mueven hoy el mundo van más rápidas que la vista miope del ojo humano corriente; los acontecimientos adquieren así la forma de imprevistos. Por su parte, la enormidad del espacio que acoge hoy los «eventos» imposibilita la percepción atenta y pormenorizada de los hechos, es decir, de los actos y las actuaciones. El Gran Teatro del Mundo.

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¿El Cambio era esto?

¿Cuál es el resultado de todo esto? Según creo, la materialización de una condición humana, demasiado poco humana, en la que las creencias no cohabitan con las ideas, sino que las solapan. Vano resulta, entonces, hablar de «batalla de las ideas» entre distintos hipotéticos bandos. La Guerra Civil Global que tiene lugar no enfrenta banderías ni ideologías ni filosofías ni credos religiosos ni postulados políticos. Confronta tendencias dominantes y modas en boga, modos y actitudes, posturas y poses; es decir, postureos de postín. Todos ellos circunstanciales y transitorios, mezclados sin combinación ni coherencia alguna, derramándose en un agregado caótico de sensaciones y sentimientos, antojos, fantasías y deseos, expresados todos, eso sí, con desfachatez y desvergüenza, con afectación y teatralidad.  

La corrección política y la mojiganga Woke (el Kamasutra de la posmodernidad) representan, junto a otras compañeras de reparto, claras expresiones de este desbarajuste doctrinario, que no compone en rigor un corpus doctrinal, sino una pirotecnia de gestos ensayados y una coreografía de ademanes a trasmano, una guía de cómo estar a la última y de salir en la foto, una comedia de situación.

Reparemos en el montaje urdido en el presente, muy popular y virtual, un «telefilm» que podríamos denominar Desde Ucrania con amor (o ¿Dónde está el frente. Segunda parte?) protagonizado por Volodimir Zelenski & Cía, en una superproducción —con un casting supervisado de cerca por Hollywood y sus terminales mediáticas— que ha sustituido en el prontuario del progresismo y en los residuos del «izquierdismo político» a la Madre Rusia. Y uno no puede dejar de admirarse al comprobar que viejos y jóvenes revolucionarios maldicen hoy la patria del comunismo y del Gran Cambio en el rumbo de la humanidad, ayer alabada con devoción y sumisión, acusándola ahora de ser imperialista, expansionista y cosas así. Este coro, renegando de la tradición del Teatro Bolshói, esa gente corriente, que no sabría situar Ucrania en el mapa ni le interesa la geopolítica ni el ballet ni la ópera, se sube sin pensárselo dos veces al tablado de la verbena popular, defendiendo sin reservas la idealizada república de negro y amarillo, porque es, sin más, la tendencia actual, la patada a seguir y lo que en estos días toca aplaudir. He aquí un representación escénica para no perdérsela: los posrevolucionarios reclinados abominando del presidente ruso Vladimir Putin, mientras veneran a un actor de segunda en camiseta de combate y en el papel de presidente de la resistencia ucraniana, actuando de títere al servicio y las órdenes de los poderosos del mundo.

¿Es esto normal? No sé. Yo me limito a reseñar la nueva función exitosa en este teatrillo de marionetas en que ha quedado reducido el mundo, donde hay más género que en un bazar chino, un congreso feminista o una convención de trans-trans.

La civilización en deconstrucción, que es el Cambio de ahora, dejando tras su paso sociedades civiles, Estados de Derecho, democracias, «capitalismo» y demás antiguallas, antiguas y modernas, por ser incompatibles con la posmodernidad, exigiría, digo yo, la puesta en marcha de movimientos pro Derechos Civiles, como respuesta a la dominación vigente, especialmente, por parte de aquellos colectivos que defendían antes los Derechos Civiles de la represión policial, la marginación social, los abusos del Poder «capitalista» y que tal y que cual. Pero, ahora aquellos colectivos de algarada están en y con el Poder globalista, llevándose consigo, desde la calle al despacho oficial o al sofá del salón de casa, el derecho a reivindicar derechos; aceptando la suspensión de libertades, la represión policial y la censura; sustituyendo la pasada rebelión por la sumisión al Poder y a los poderosos…

He aquí, en suma, el Cambio: la fascinación en tanta gente atraída por el efecto llamada del célebre «¿qué hay de lo mío?». El Cambio, después de todo, era esto: la Guerra Civil Global, la guerra de todos contra todos, tonto el último, lo que sea a fin de repartirse los restos maltrechos de la civilización y sacar cada cual particular ganancia de la repartición y la redistribución de los despojos, a modo de tragantona a lo buitre o banquete de pordioseros. La forma de denominar tales maniobras no ha cambiado en la neolengua de media lengua: sigue respondiendo a los nombres de «progreso», «justicia social», «redistribución de la riqueza», «solidaridad» y en este plan. 

 

martes, 1 de agosto de 2023

DELITO Y CASTIGO EN ESPAÑA (2023) de Juan Granados

 

Juan Granados, Delito y castigo en España. Del talión a nuestros días, Arzalia Ediciones, Madrid, 2023

Según puede leerse en la contraportada del libro que aquí y ahora llama nuestro interés y nuestra atención, la primera relevancia que cabría destacar en el mismo reside en el hecho de haber llenado un hueco notable en el asunto examinado y que hasta el momento presente quedaba por cubrir: «Los numerosos estudios sobre la historia de los delitos y las penas en la España contemporánea, han pasado de largo sobre estos fenómenos en períodos anteriores, cuando aún no se había instaurado la codificación formal.» Ciertamente, el ensayo de Juan Granados enmienda esta carencia o grieta, y de manera más que sobresaliente. Aun así, y sin desmerecer dicha aportación —cual obra de compostura de piezas, de ampliación de espacios y aun de reparación de daños—, a mi juicio el alcance y la importancia del presente libro va mucho más allá, lo cual, bien es verdad, ha encontrado la ocasión de hacerse patente en el momento en que el autor acomete la tarea de ofrecer un retrato lo más completo posible del tema tratado.

Dicho de otro modo. Al ampliar la perspectiva histórica y el arco de la investigación, tenemos como resultado bastante más sustancia que un exclusivo estudio del delito y el castigo en España desde los orígenes hasta la actualidad (Del talión a nuestros días, según reza el subtítulo del volumen). Ocurre que Juan Granados ha compuesto, de manera sintética y concisa (de provecho tanto para lectores legos como versados), nada más y nada menos que una breve, a la vez que soberbia, historia del Derecho en España. Una destreza y una competencia éstas suficientemente demostradas ya en trabajos precedentes, en los que es posible comprobar cómo hacer simple lo complejo, breve lo espacioso, ajustado lo anchuroso. Ya se sabe: cuando menos es más; lo bueno si breve… Y ahí están como ejemplos concretos sus aportaciones a la historia de los Borbones, de Napoleón Bonaparte y del liberalismo, sin olvidar el muy valioso ensayo La guerra de John Moore (2016), en cuyas manos adquiere la categoría de un esencial episodio nacional, que dice mucho sobre el ser y el parecer/padecer, las afinidades afectivas y los alianzas efectivas en la escena internacional, de los españoles.

En su nuevo libro, Juan Granados asume con conocimiento y decisión la tarea de describir en el espacio geográfico y humano español la evolución histórica de la concepción del delito, así como la caracterización de las penas y los castigos, al tiempo que no descuida la tarea del análisis crítico y filosófico de dichos temas provenientes de la antropología o la sociología. El resultado de dicha convergencia (desgraciadamente, no muy frecuente en los estudios historiográficos patrios) ofrece la reunión feliz de descripción de hechos y de comprensión del problema; siendo especialmente enriquecedora la atención aquí concedida al iusnaturalismo y al liberalismo (en su sentido no anglosajón) como fuentes de sentido y significación.

Es tan común como ordinario enfocar la consideración del delito y el castigo asociada necesariamente al funcionamiento de la maquinaria de Estado. Sin embargo, la retrospectiva aquí llevada a cabo permite abrir otros horizontes explicativos. Porque, qué duda cabe, hay realidad y verdad más acá y más allá del Estado, cuyo ordenamiento político y jurídico está lejos, en rigor, de ser caracterizado como lo más natural del mundo...   

«Si el delito es una consecuencia del desasosiego causado en el orden natural, la sanción o pena tiende más hacia una suerte de desaprobación moral que hacia la pura venganza.» (pág. 18). De hecho, el delito en sí puede entenderse, en esencia, como «consecuencia de la ruptura del hombre con el orden natural.» (pág. 17), un orden que promueve el establecimiento en las sociedades de ritos que identifiquen y neutralicen la infracción y el desorden en aras a garantizar la convivencia y el entendimiento entre los individuos, cosechadores de paz y justicia. La desaprobación social o la expulsión de la comunidad de los que atentan contra la vida, la libertad y la propiedad privada de sus habitantes han sido, entre otros, modos de acometer el problema, tal y como se observa en las sociedades anteriores a la constitución de los Estados, las leyes y la codificación formal de penas y castigos. Es frecuente olvidar, acaso intencionalmente, que esta última circunstancia causó necesariamente la politización del derecho y la justicia, así como que «los primeros códigos penales se elaboraron en las cortes de los déspotas ilustrados, bajo la inspiración de los intelectuales que los asistían.» (pág. 173).

No todas las sociedades y tradiciones, empero, se han plegado a la sumisa fagocitación del derecho y la justicia en beneficio de la política, las instituciones y los funcionarios del Estado. Queda esto de manifiesto en el momento en que confrontamos, por ejemplo, las normativas consuetudinarias, de orientación liberal y particularmente perceptibles en los países anglosajones, en las que la costumbre, la experiencia o la jurisprudencia priman sobre la mera producción, a menudo insaciable y desmesurada, de leyes y códigos, reglamentaciones y regulaciones, ordenamientos y formulismos voraces, como sucede en España y demás países de vocación estatalista.

La esmerada y bien dispuesta secuencia de capítulos que informan sobre las distintas etapas de desarrollo de nuestro asunto a lo largo de la historia de España permite comprobar el fárrago incontenible y la sucesión apabullante de legislaciones y codificaciones que han ido sumándose —y solapándose entre sí— a la menor ocasión, por lo común tras cambios en las instituciones políticas y gubernamentales, lo cual pinta la fachada del derecho y la justicia según el color, la orientación y la tendencia dominantes en cada momento, para propio beneficio de los sucesivos beneficiados en la arena de la lucha política a la vez que correctivo (¿venganza?, ¿ajuste de cuentas?) de las opciones derrotadas.

«En modo alguno es contrario a la práctica de las leyes que estén tan sólidamente establecidas que ni el propio rey pueda derogarlas».
Baruch de Spinoza, Tractatus Theologico-Politicus, VII, 1

La historia muestra —y este ensayo ejerce de fiel notario de la realidad— que en España no es preciso ser rey ni príncipe para legislar ni para quitar y poner (quítate tú para ponerme yo…) gobiernos y gobernantes, sino, que se basta y sobra con disponer de un grupo organizado, con capacidad y habilidad en materia de demagogia y juegos de poder, para influir y, si cabe también, intimidar y fascinar, amedrentar y amaestrar, a la población. Es muestra de salud liberal, democrática y social, el ir entendiendo a lo largo de los siglos que las leyes deben constituir un marco para la acción política, no ser instrumentos de acción política, así como que la sociedad debe actuar como protagonista y valedor principal en lugar de serlo las facciones y los partidos políticos o grupos de poder, la clase política y los políticos, en fin. Y cuando, en este contexto, digo la «sociedad», podría decir igualmente la «nación».

Y he aquí un nuevo elemento, tan permanente como perturbador en la dificultosa y dolorosa modernización de España, el cual ha condicionado desde antiguo nuestro pasado, presente y futuro, a saber: la permanente e intocable estructura estamental y de privilegios propia del feudalismo y del Antiguo Régimen; adopte dicha propensión y afección la forma de fueros, prebendas y desequilibrios territoriales o de identidades regionales/nacionales, posteriormente denominadas «comunidades autónomas», «nacionalidades» y expresiones de este jaez. Todo ello con la amenaza siempre patente o latente de secesión y segregación de territorios que atenten contra la unidad nacional y, en consecuencia, contra los principios fundamentales en un sociedad bien ordenada, como son la división de poderes o la igualdad de los ciudadanos ante la ley, así como la misma efectividad del derecho y la justicia. Afecta esto, sin duda, al tema específico del tratamiento y concepción, la teoría y la práctica, del delito y el castigo aunque no sólo a los mismos.

Juan Granados, investigador y escritor riguroso y crítico, ofrezca en esta obra ejemplar una visión poco complaciente e indulgente del tema y el país analizados. Sea ello efecto del «siempre barroco y teatral penalismo español» (pág. 208); sea porque «parece que la sociedad contemporánea [española] no ha dado aún con respuestas verdaderamente satisfactorias en la relación castigo-delito-plan de reinserción» (pág. 231). He aquí, en fin, nuestro delito ni nuestro castigo…

 


Juan Granados

(La Coruña, 1961) es estudioso de los intendentes españoles del siglo XVIII, así como de la historia de las instituciones y profesor de historia del Derecho y, también, del Delito y la cultura europea en la UNED.

Desde 2003 ha centrado su producción literaria en la narrativa y la divulgación histórica, con la publicación de tres novelas y media docena de ensayos sobre temas tan diversos como España en el Antiguo Régimen y el siglo XIX; Napoleón; los Borbones o la taxonomía del liberalismo político. Es, además, inspector de educación y ha colaborado, entre diversos medios de comunicación, entre otros, ABC y El Correo Gallego.

jueves, 1 de junio de 2023

LAS MATES

 


«Nunca pude admitir el que la suma de los ángulos de un triángulo fuera igual a dos rectos. Aún hoy [son palabras escritas en 1929] me resisto a admitirlo»

Las mates me matan. Nunca he podido con ellas. Su inmenso poderío puede conmigo. Como le ocurre a Enrique Jardiel Poncela, según propia confesión, también yo me resisto a admitir gran número de asertos y afirmaciones de la muy soberana, farolera y matona «ciencia exacta», plagada de axiomas, principia y presumidas verdades irrefutables, ante la cual a los mortales no les cabe más que inclinarse y darle a la doña tecla del aceptar. Pues si no aceptas no sigue la cuenta. Corriente… Y he dicho «gran número» de dogmas, y no todos, porque, sumados o divididos, no alcanzo a comprenderlos, al tiempo que desfallezco sólo con escuchar la expresión «cálculo infinitesimal», temiéndolo más que a un cálculo de riñón.

Me hablan de trigonometría y pienso en un campo de cereales, lo cual no tiene mucho mérito, pues, esto sí lo veo claro: geometría y agricultura no se repelen entre sí; véase sino lo de las raíces cuadradas, que barrunto raíces profundas. O los denominados «diagramas de árbol» y cosas así. Hablando de mérito, pregunto: ¿qué valor tiene afirmar que uno más uno son dos, cuando uno mismo, sin añadidos ni auxilio intelectual, es capaz de conceder en ello sin tener que aprender de memoria las tablas de la ley matemática? Así pues, tal aserto admito —o sea, que apruebo—, pero no me pidan encaminarme más allá en la serie numérica, porque si dos es compañía, un número mayor que éste ya es multitud.

¿El álgebra? Entiendo que es palabra ésta que proviene de la morería, como albóndiga y alubia. De tal manera me parece que las mates, igual que las cornicabras, interesan tanto a la agricultura como a la ganadería (exceptuando el cerdo).

¿Y qué me dicen del algoritmo, hoy muy de moda, que yo no sepa comprender sin más? Sé que es algo que sigue un compás y una cadencia musical, como el swing o el twist, y conforma, juntando todos estos numeritos, la armonía de las esferas que ya me explicaban en el colegio, cuando era un niño inocente. Ay, el colegio… Escogí cursar el bachillerato de Letras con tal de no toparme con las mates famosas, al lado de otras ciencias majestuosas. Famosas y además con largo y poderoso brazo secular, pues tras la escapatoria, acabaron pillándome —aquí te pillo, aquí las mates— el año que cursé el COU, cuando en plan experimental la asignatura era asignatura común de la que ningún matriculado se libraba. Aunque esto sucedió el siglo pasado, recuerdo muy bien que la profesora en cuestión la tomó conmigo, sólo porque le decía en clase que las fórmulas que explicaba en la pizarra, serían mágicas, si bien un servidor las juzgaba de ilógicas… El joven filósofo ya apuntaba maneras. Aun así y con todo, la buena señora me concedió un aprobado, con tal de no verme más por clase.

Admirable actitud que me ha ayudado a admirar, a mi vez, coincidiendo asimismo con Jardiel, a los maestros de las mates y a los simples y descompuestos aficionados.

«Admiro a esos hombres que suman y restan deprisa y que multiplican sin equivocarse. En cuanto a los hombres que saben dividir, a ésos los miro con tanto respeto que, por grande que haya sido nuestra amistad, nunca me he atrevido a tutearlos.»

lunes, 6 de marzo de 2023

JURAMENTO HIPOCRÁTICO CLÁSICO

«Juro por Apolo, médico, por Esculapio, Higía y Panacea y pongo por testigos a todos los dioses y diosas, de que he de observar el siguiente juramento, que me obligo a cumplir en cuanto ofrezco, poniendo en tal empeño todas mis fuerzas y mi inteligencia. 

Tributaré a mi maestro de Medicina el mismo respeto que a los autores de mis días, partiré con ellos mi fortuna y los socorreré si lo necesitaren; trataré a sus hijos como a mis hermanos y si quieren aprender la ciencia, se la enseñaré desinteresadamente y sin ningún género de recompensa. 

Instruiré con preceptos, lecciones orales y demás modos de enseñanza a mis hijos, a los de mi maestro y a los discípulos que se me unan bajo el convenio y juramento que determine la ley médica, y a nadie más. 

Estableceré el régimen de los enfermos de la manera que les sea más provechosa según mis facultades y a mi entender, evitando todo mal y toda injusticia. 


No accederé a pretensiones que busquen la administración de venenos, ni sugeriré a nadie cosa semejante; me abstendré de aplicar a las mujeres pesarios abortivos. 

 

Pasaré mi vida y ejerceré mi profesión con inocencia y pureza. 

No ejecutaré la talla, dejando tal operación a los que se dedican a practicarla. 

En cualquier casa donde entre, no llevaré otro objetivo que el bien de los enfermos; me libraré de cometer voluntariamente faltas injuriosas o acciones corruptoras y evitaré sobre todo la seducción de mujeres u hombres, libres o esclavos. 

Guardaré secreto sobre lo que oiga y vea en la sociedad por razón de mi ejercicio y que no sea indispensable divulgar, sea o no del dominio de mi profesión, considerando como un deber el ser discreto en tales casos. 

Si observo con fidelidad este juramento, séame concedido gozar felizmente mi vida y mi profesión, honrado siempre entre los hombres; si lo quebranto y soy perjuro, caiga sobre mí la suerte contraria.»



miércoles, 15 de febrero de 2023

GEORGE ORWELL: «LA LIBERTAD DE PRENSA» (1945)

  

“Este libro [Rebelión en la granja, 1945) fue pensado hace bastante tiempo. Su idea central data de 1937, pero su redacción no quedó terminada hasta finales de 1943. En la época en que se escribió, era obvio que encontraría grandes dificultades para editarse (a pesar de que la escasez de libros existentes garantizaba que cualquier volumen impreso se vendería) y, efectivamente, el libro fue rechazado por cuatro editores. Tan sólo uno de ellos lo hizo por motivos ideológicos; otros dos habían publicado libros antirrusos durante años y el cuarto carecía de ideas políticas definidas. Uno de ellos estaba decidido a lanzarlo pero, después de un primer momento de acuerdo, prefirió consultar con el Ministerio de Información que, al parecer, le había avisado y hasta advertido severamente sobre su publicación. He aquí un extracto de una carta del editor, en relación con la consulta hecha: «Me refiero a la reacción que he observado en un importante funcionario del Ministerio de Información con respecto a Rebelión en la granja. Tengo que confesar que su opinión me ha dado mucho que pensar...

Ahora me doy cuenta de cuán peligroso puede ser el publicarlo en estos momentos porque, si la fábula estuviera dedicada a todos los dictadores y a todas las dictaduras en general, su publicación no estaría mal vista, pero la trama sigue tan fielmente el curso histórico de la Rusia de los Soviets y de sus dos dictadores que sólo puede aplicarse a aquel país, con exclusión de cualquier otro régimen dictatorial. Y otra cosa: sería menos ofensiva si la casta dominante que aparece en la fábula no fuera la de los cerdos. Creo que la elección de estos animales puede ser ofensiva y de modo especial para quienes sean un poco susceptibles, como es el caso de los rusos.» Asuntos de esta clase son siempre un mal síntoma. Como es obvio, nada es menos deseable que un departamento ministerial tenga facultades para censurar libros (excepción hecha de aquellos que afecten a la seguridad nacional, cosa que, en tiempo de guerra, no puede merecer objeción alguna) que no estén patrocinados oficialmente. Pero el mayor peligro para la libertad de expresión y de pensamiento no proviene de la intromisión directa del Ministerio de Información o de cualquier organismo oficial. Si los editores y los directores de los periódicos se esfuerzan en eludir ciertos temas no es por miedo a una denuncia: es porque le temen a la opinión pública. En este país, la cobardía intelectual es el peor enemigo al que han de hacer frente periodistas y escritores en general. Es éste un hecho grave que, en mi opinión, no ha sido discutido con la amplitud que merece. Cualquier persona cabal y con experiencia periodística tendrá que admitir que, durante esta guerra, la censura oficial no ha sido particularmente enojosa. No hemos estado sometidos a ningún tipo de «orientación» o «coordinación» de carácter totalitario, cosa que hasta hubiera sido razonable admitir, dadas las circunstancias. Tal vez la prensa tenga algunos motivos de queja justificados pero, en conjunto, la actuación del gobierno ha sido correcta y de una clara tolerancia para las opiniones minoritarias. El hecho más lamentable en relación con la censura literaria en nuestro país ha sido principalmente de carácter voluntario. Las ideas impopulares, según se ha visto, pueden ser silenciadas y los hechos desagradables ocultarse sin necesidad de ninguna prohibición oficial.

Cualquiera que haya vivido largo tiempo en un país extranjero podrá contar casos de noticias sensacionalistas que ocupaban titulares y acaparaban espacios incluso excesivos para sus méritos. Pues bien, estas mismas noticias son eludidas por la prensa británica, no porque el gobierno las prohíba, sino porque existe un acuerdo general y tácito sobre ciertos hechos que «no deben» mencionarse. Esto es fácil de entender mientras la prensa británica siga tal como está: muy centralizada y propiedad, en su mayor parte, de unos pocos hombres adinerados que tienen muchos motivos para no ser demasiado honestos al tratar ciertos temas importantes. Pero esta misma clase de censura velada actúa también sobre los libros y las publicaciones en general, así como sobre el cine, el teatro y la radio.

Su origen está claro: en un momento dado se crea una ortodoxia, una serie de ideas que son asumidas por las personas biempensantes y aceptadas sin discusión alguna. No es que se prohíba concretamente decir «esto» o «aquello», es que «no está bien» decir ciertas cosas, del mismo modo que en la época victoriana no se aludía a los pantalones en presencia de una señorita. Y cualquiera que ose desafiar aquella ortodoxia se encontrará silenciado con sorprendente eficacia. De ahí que casi nunca se haga caso a una opinión realmente independiente ni en la prensa popular ni en las publicaciones minoritarias e intelectuales. En este instante, la ortodoxia dominante exige una admiración hacia Rusia sin asomo de crítica. Todo el mundo está al cabo de la calle de este hecho y, por consiguiente, todo el mundo actúa en consonancia. Cualquier crítica seria al régimen soviético, cualquier revelación de hechos que el gobierno ruso prefiera mantener ocultos, no saldrá a la luz. Y lo peor es que esta conspiración nacional para adular a nuestro aliado se produce a pesar de unos probados antecedentes de tolerancia intelectual muy arraigados entre nosotros.

Y así vemos, paradójicamente, que no se permite criticar al gobierno soviético, mientras se es libre de hacerlo con el nuestro. Será raro que alguien pueda publicar un ataque contra Stalin, pero es muy socorrido atacar a Churchill desde cualquier clase de libro o periódico. Y en cinco años de guerra —durante dos o tres de los cuales luchamos por nuestra propia supervivencia— se escribieron incontables libros, artículos y panfletos que abogaban, sin cortapisa alguna, por llegar a una paz de compromiso, y todos ellos aparecieron sin provocar ningún tipo de crítica o censura. Mientras no se tratase de comprometer el prestigio de la Unión Soviética, el principio de libertad de expresión ha podido mantenerse vigorosamente. Es cierto que existen otros temas proscritos, pero la actitud hacia la URSS es el síntoma más significativo. Y tiene unas características completamente espontáneas, libres de la influencia de cualquier grupo de presión. El servilismo con el que la mayor parte de la intelligentsia británica se ha tragado y repetido los tópicos de la propaganda rusa desde 1941 sería sorprendente, si no fuera porque el hecho no es nuevo y ha ocurrido ya en otras ocasiones.

Publicación tras publicación, sin controversia alguna, se han ido aceptando y divulgando los puntos de vista soviéticos con un desprecio absoluto hacia la verdad histórica y hacia la seriedad intelectual. Por citar sólo un ejemplo: la BBC celebró el XXV aniversario de la creación del Ejército Rojo sin citar para nada a Trotsky, lo cual fue algo así como conmemorar la batalla de Trafalgar sin hablar de Nelson. Y, sin embargo, el hecho no provocó la más mínima protesta por parte de nuestros intelectuales. En las luchas de la Resistencia de los países ocupados por los alemanes, la prensa inglesa tomó siempre partido al lado de los grupos apoyados por Rusia, en tanto que las otras facciones eran silenciadas (a veces con omisión de hechos probados) con vistas a justificar esta postura. Un caso particularmente demostrativo fue el del coronel Mijáilovich, líder de los chetniks yugoslavos. Los rusos tenían su propio protegido en la persona del mariscal Tito y acusaron a Mijáilovich de colaboración con los alemanes. Esta acusación fue inmediatamente repetida por la prensa británica. A los partidarios de Mijáilovich no se les dio oportunidad alguna para responder a estas acusaciones e incluso fueron silenciados hechos que las rebatían, impidiendo su publicación. En julio de 1943 los alemanes ofrecieron una recompensa de 100.000 coronas de oro por la captura de Tito y otra igual por la de Mijáilovich. La prensa inglesa resaltó mucho lo ofrecido por Tito, mientras sólo un periódico (y en letra menuda) citaba la ofrecida por Mijáilovich. Y, entre tanto, las acusaciones por colaboracionismo eran incesantes...

Hechos muy similares ocurrieron en España durante la Guerra Civil. También entonces los grupos republicanos a quienes los rusos habían decidido eliminar fueron acusados entre la indiferencia de nuestra prensa de izquierdas; y cualquier escrito en su defensa, aunque fuera una simple carta al director, vio rechazada su publicación. En aquellos momentos no sólo se consideraba reprobable cualquier tipo de crítica hacia la URSS, sino que incluso se mantenía secreta. Por ejemplo: Trotsky había escrito poco antes de morir una biografía de Stalin. Es de suponer que, si bien no era una obra totalmente imparcial, debía ser publicable y, en consecuencia, vendible. Un editor americano se había hecho cargo de su publicación y el libro estaba ya en prensa.

Creo que habían sido ya corregidas las pruebas, cuando la URSS entró en la guerra mundial. El libro fue inmediatamente retirado. Del asunto no se dijo ni una sola palabra en la prensa británica, aunque la misma existencia del libro y su supresión eran hechos dignos de ser noticia. Creo que es importante distinguir entre el tipo de censura que se imponen voluntariamente los intelectuales ingleses y la que proviene de los grupos de presión. Como es obvio, existen ciertos temas que no deben ponerse en tela de juicio a causa de los intereses creados que los rodean. Un caso bien conocido es el tocante a los médicos sin escrúpulos. También la Iglesia Católica tiene considerable influencia en la prensa, una influencia capaz de silenciar muchas críticas. Un escándalo en el que se vea mezclado un sacerdote católico es algo a lo que nunca se dará publicidad, mientras que si el mismo caso ocurre con uno anglicano, es muy probable que se publique en primera página, como ocurrió con el caso del rector de Stiffkey. Asimismo, es muy raro que un espectáculo de tendencia anticatólica aparezca en nuestros escenarios o en nuestras pantallas. Cualquier actor puede atestiguar que una obra de teatro o una película que se burle de la Iglesia Católica se exponen a ser boicoteados desde los periódicos y condenados al fracaso. Pero esta clase de hechos son comprensibles y además inofensivos. Toda gran organización cuida de sus intereses lo mejor que puede y, si ello se hace a través de una propaganda descubierta, nada hay que objetar. Uno no debe esperar que el Daily Worker publique algo desfavorable para la URSS, ni que el Catholic Herald hable mal del Papa. Esto no puede extrañar a nadie, pero lo que sí es inquietante es que, dondequiera que influya la URSS con sus especiales maneras de actuar, sea imposible esperar cualquier forma de crítica inteligente ni honesta por parte de escritores de signo liberal inmunes a todo tipo de presión directa que pudiera hacerles falsear sus opiniones.

Stalin es sacrosanto y muchos aspectos de su política están por encima de toda discusión. Es una norma que ha sido mantenida casi universalmente desde 1941 pero que estaba orquestada hasta tal punto, que su origen parecía remontarse a diez años antes. En todo aquel tiempo las críticas hacia el régimen soviético ejercidas desde la izquierda tenían muy escasa audiencia. Había, sí, una gran cantidad de literatura antisoviética, pero casi toda procedía de zonas conservadoras y era claramente tendenciosa, fuera de lugar e inspirada por sórdidos motivos. Por el lado contrario hubo una producción igualmente abundante, y casi igualmente tendenciosa, en sentido pro ruso, que comportaba un boicot a todo el que tratara de discutir en profundidad cualquier cuestión importante. Desde luego que era posible publicar libros antirrusos, pero hacerlo equivalía a condenarse a ser ignorado por la mayoría de los periódicos importantes. Tanto pública como privadamente se vivía consciente de que aquello «no debía» hacerse y, aunque se arguyera que lo que se decía era cierto, la respuesta era tildarlo de «inoportuno» y «al servicio de» intereses reaccionarios. Esta actitud fue mantenida apoyándose en la situación internacional y en la urgente necesidad de sostener la alianza anglorrusa; pero estaba claro que se trataba de una pura racionalización. La gran mayoría de los intelectuales británicos había estimulado una lealtad de tipo nacionalista hacia la Unión Soviética y, llevados por su devoción hacia ella, sentían que sembrar la duda sobre la sabiduría de Stalin era casi una blasfemia.

Acontecimientos similares ocurridos en Rusia y en otros países se juzgaban según distintos criterios. Las interminables ejecuciones llevadas a cabo durante las purgas de 1936 a 1938 eran aprobadas por hombres que se habían pasado su vida oponiéndose a la pena capital, del mismo modo que, si bien no había reparo alguno en hablar del hambre en la India, se silenciaba la que padecía Ucrania. Y si todo esto era evidente antes de la guerra, esta atmósfera intelectual no es, ahora, ciertamente mejor.

Volviendo a mi libro, estoy seguro de que la reacción que provocará en la mayoría de los intelectuales ingleses será muy simple: «No debió ser publicado». Naturalmente, estos críticos, muy expertos en el arte de difamar, no lo atacarán en —el terreno político, sino en el intelectual. Dirán que es un libro estúpido y tonto y que su edición no ha sido más que un despilfarro de papel. Y yo digo que esto puede ser verdad, pero no «toda la verdad» del asunto. No se puede afirmar que un libro no debe ser editado tan sólo porque sea malo. Después de todo, cada día se imprimen cientos de páginas de basura y nadie le da importancia. La intelligentsia británica, al menos en su mayor parte, criticará este libro porque en él se calumnia a su líder y con ello se perjudica la causa del progreso. Si se tratara del caso inverso, nada tendrían que decir aunque sus defectos literarios fueran diez veces más patentes. Por ejemplo, el éxito de las ediciones del Left Book Club durante cinco años demuestra cuán tolerante se puede llegar a ser en cuanto a la chabacanería y a la mala literatura que se edita, siempre y cuando diga lo que ellos quieren oír.

El tema que se debate aquí es muy sencillo: ¿Merece ser escuchado todo tipo de opinión, por impopular que sea? Plantead esta pregunta en estos términos y casi todos los ingleses sentirán que su deber es responder: «Sí». Pero dadle una forma concreta y preguntad: ¿Qué os parece si atacamos a Stalin? ¿Tenemos derecho a ser oídos? Y la respuesta más natural será: «No». En este caso, la pregunta representa un desafío a la opinión ortodoxa reinante y, en consecuencia, el principio de libertad de expresión entra en crisis. De todo ello resulta que, cuando en estos momentos se pide libertad de expresión, de hecho no se pide auténtica libertad. Estoy de acuerdo en que siempre habrá o deberá haber un cierto grado de censura mientras perduren las sociedades organizadas. Pero «libertad», como dice Rosa Luxemburg, es «libertad para los demás». Idéntico principio contienen las palabras de Voltaire: «Detesto lo que dices, pero defendería hasta la muerte tu derecho a decirlo». Si la libertad intelectual ha sido sin duda alguna uno de los principios básicos de la civilización occidental, o no significa nada o significa que cada uno debe tener pleno derecho a decir y a imprimir lo que él cree que es la verdad, siempre que ello no impida que el resto de la comunidad tenga la posibilidad de expresarse por los mismos inequívocos caminos. Tanto la democracia capitalista como las versiones occidentales del socialismo han garantizado hasta hace poco aquellos principios. Nuestro gobierno hace grandes demostraciones de ello. La gente de la calle —en parte quizá porque no está suficientemente imbuida de estas ideas hasta el punto de hacerse intolerante en su defensa— sigue pensando vagamente en aquello de: «Supongo que cada cual tiene derecho a exponer su propia opinión». Por ello incumbe principalmente a la intelectualidad científica y literaria el papel de guardián de esa libertad que está empezando a ser menospreciada en la teoría y en la práctica.

Uno de los fenómenos más peculiares de nuestro tiempo es el que ofrece el liberal renegado. Los marxistas claman a los cuatro vientos que la «libertad burguesa» es una ilusión, mientras una creencia muy extendida actualmente argumenta diciendo que la única manera de defender la libertad es por medio de métodos totalitarios. Si uno ama la democracia, prosigue esta argumentación, hay que aplastar a los enemigos sin que importen los medios utilizados. ¿Y quiénes son estos enemigos? Parece que no sólo son quienes la atacan abierta y concienzudamente, sino también aquellos que «objetivamente» la perjudican propalando doctrinas erróneas. En otras palabras: defendiendo la democracia acarrean la destrucción de todo pensamiento independiente. Éste fue el caso de los que pretendieron justificar las purgas rusas. Hasta el más ardiente rusófilo tuvo dificultades para creer que todas las víctimas fueran culpables de los cargos que se les imputaban. Pero el hecho de haber sostenido opiniones heterodoxas representaba un perjuicio para el régimen y, por consiguiente, la masacre fue un hecho tan normal como las falsas acusaciones de que fueron víctimas.

Estos mismos argumentos se esgrimieron para justificar las falsedades lanzadas por la prensa de izquierdas acerca de los trotskistas y otros grupos republicanos durante la Guerra Civil española. Y la misma historia se repitió para criticar abiertamente el hábeas corpus concedido a Mosley cuando fue puesto en libertad en 1943. Todos los que sostienen esta postura no se dan cuenta de que, al apoyar los métodos totalitarios, llegará un momento en que estos métodos serán usados «contra» ellos y río «por» ellos. Haced una costumbre del encarcelamiento de fascistas sin juicio previo y tal vez este proceso no se limite sólo a los fascistas. Poco después de que al Daily Worker le fuera levantada la suspensión, hablé en un College del sur de Londres. El auditorio estaba formado por trabajadores y profesionales de la baja clase media, poco más o menos el mismo tipo de público que frecuentaba las reuniones del Left Book Club. Mi conferencia trataba de la libertad de prensa y, al término de la misma y ante mi asombro, se levantaron varios espectadores para preguntarme «si en mi opinión había sido un error levantar la prohibición que impedía la publicación del Daily Worker». Hube de preguntarles el porqué y todos dijeron que «era un periódico de dudosa lealtad y por tanto no debía tolerarse su publicación en tiempo de guerra». El caso es que me encontré defendiendo al periódico que más de una vez se había salido de sus casillas para atacarme. ¿Dónde habían aprendido aquellas gentes puntos de vista tan totalitarios? Con toda seguridad debieron aprenderlos de los mismos comunistas.

La tolerancia y la honradez intelectual están muy arraigadas en Inglaterra, pero no son indestructibles y si siguen manteniéndose es, en buena parte, con gran esfuerzo. El resultado de predicar doctrinas totalitarias es que lleva a los pueblos libres a confundir lo que es peligroso y lo que no lo es. El caso de Mosley es, a este efecto, muy ilustrativo. En 1940 era totalmente lógico internarlo, tanto si era culpable como si no lo era. Estábamos entonces luchando por nuestra propia existencia y no podíamos tolerar que un posible colaboracionista anduviera suelto. En cambio, mantenerlo encarcelado en 1943, sin que mediara proceso alguno, era un verdadero ultraje. La aquiescencia general al aceptar este hecho fue un mal síntoma, aunque es cierto que la agitación contra la liberación de Mosley fue en gran parte ficticia y, en menor parte, manifestación de otros motivos de descontento. ¡Sin embargo, cuán evidente resulta, en el actual deslizamiento hacia los sistemas fascistas, la huella de los antifascismos de los últimos diez años y la falta de escrúpulos por ellos acuñada! Es importante constatar que la corriente rusófila es sólo un síntoma del debilitamiento general de la tradición liberal. Si el Ministerio de Información hubiera vetado definitivamente la publicación de este libro, la mayoría de los intelectuales no hubiera visto nada inquietante en todo ello. 

La lealtad exenta de toda crítica hacia la URSS pasa a convertirse en ortodoxia, y, dondequiera que estén en juego los intereses soviéticos, están dispuestos no sólo a tolerar la censura sino a falsificar deliberadamente la Historia. Por citar sólo un caso. A la muerte de John Reed, el autor de Diez días que conmovieron al mundo —un relato de primera mano de las jornadas claves de la Revolución rusa —, los derechos del libro pasaron a poder del Partido Comunista británico, a quien el autor, según creo, los había legado. Algunos años más tarde, los comunistas ingleses destruyeron en gran parte la edición original, lanzando después una versión amañada en la que omitieron las menciones a Trotsky así como la introducción escrita por el propio Lenin. Si hubiera existido una auténtica intelectualidad liberal en Gran Bretaña, este acto de piratería hubiera sido expuesto y denunciado en todos los periódicos del país. La realidad es que las protestas fueron escasas o nulas. A muchos, aquello les pareció la cosa más natural. Esta tolerancia que llega a lo indecoroso es más significativa aún que la corriente de admiración hacia Rusia que se ha impuesto en estos días. Pero probablemente esta moda no durará.

Preveo que, cuando este libro se publique, mi visión del régimen soviético será la más comúnmente aceptada. ¿Qué puede esto significar? Cambiar una ortodoxia por otra no supone necesariamente un progreso, porque el verdadero enemigo está en la creación de una mentalidad «gramofónica» repetitiva, tanto si se está como si no de acuerdo con el disco que suena en aquel momento. Conozco todos los argumentos que se esgrimen contra la libertad de expresión y de pensamiento, argumentos que sostienen que no «debe» o que no «puede» existir. Yo, sencillamente, respondo a todos ellos diciéndoles que no me convencen y que nuestra civilización está basada en la coexistencia de criterios opuestos desde hace más de 400 años. Durante una década he creído que el régimen existente en Rusia era una cosa perversa y he reivindicado mi derecho a decirlo, a pesar de que seamos aliados de los rusos en una guerra que deseo ver ganada.

Si yo tuviera que escoger un texto para justificarme a mí mismo elegiría una frase de Milton que dice así: «Por las conocidas normas de la vieja libertad». La palabra vieja subraya el hecho de que la libertad intelectual es una tradición profundamente arraigada sin la cual nuestra cultura occidental dudosamente podría existir. Muchos intelectuales han dado la espalda a esta tradición, aceptando el principio de que una obra deberá ser publicada o prohibida, loada o condenada, no por sus méritos sino según su oportunidad ideológica o política. Y otros, que no comparten este punto de vista, lo aceptan, sin embargo, por cobardía. Un buen ejemplo de esto lo constituye el fracaso de muchos pacifistas incapaces de elevar sus voces contra el militarismo ruso. De acuerdo con estos pacifistas, toda violencia debe ser condenada, y ellos mismos no han vacilado en pedir una paz negociada en los más duros momentos de la guerra. Pero, ¿cuándo han declarado que la guerra también es censurable aunque la haga el Ejército Rojo? Aparentemente, los rusos tienen todo su derecho a defenderse, mientras nosotros, si lo hacemos, caemos en pecado mortal. Esta contradicción sólo puede explicarse por la cobardía de una gran parte de los intelectuales ingleses cuyo patriotismo, al parecer, está más orientado hacia la URSS que hacia la Gran Bretaña.



Conozco muy bien las razones por las que los intelectuales de nuestro país demuestran su pusilanimidad y su deshonestidad; conozco por experiencia los argumentos con los que pretenden justificarse a sí mismos. Pero, por eso mismo, sería mejor que cesaran en sus desatinos intentando defender la libertad contra el fascismo. Si la libertad significa algo, es el derecho de decirles a los demás lo que no quieren oír. La gente sigue vagamente adscrita a esta doctrina y actúa según ella le dicta. En la actualidad, en nuestro país —y no ha sido así en otros, como en la republicana Francia o en los Estados Unidos de hoy— los liberales le tienen miedo a la libertad y los intelectuales no vacilan en mancillar la inteligencia: es para llamar la atención sobre estos hechos por lo que he escrito este prólogo.”


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Sobre las vicisitudes de redacción e inclusión del Prólogo de George Orwell en la novela Rebelión en la granja, puede consultarse el estudio «Cómo fue escrito el prólogo», por Bernard Crick, en la edición que se indica abajo, disponible para la descarga en PDF.