miércoles, 26 de febrero de 2020

MESAS SEPARADAS


«Considérese el comportamiento de los hombres en la mesa, en el dormitorio o en el combate entre enemigos. En éstas y en otras ocupaciones elementales va cambiando poco a poco la forma en que el individuo se comporta y reacciona; cambio que se produce en el sentido de una “civilización” paulatina.»
Norbert Elias, El proceso de civilización
1
Los hombres somos seres herederos, y en ese hecho fenomenal de salvaguardar, conservar, transmitir comportamientos y conocimientos, nos jugamos el valor de la humanidad y el destino de la civilización. Si cada individuo o generación tuviese que partir de cero en su particular biografía, iniciar el proceso de civilización, aprender a hacer fuego y cocinar los alimentos, inventar la rueda, nuestra historia sería equiparable al movimiento de los hámsteres en una noria o el de las hormigas correteando por la cinta de Moebius. Trotaríamos mucho, haríamos gran ejercicio físico, pero no avanzaríamos. Ya ven: todo lo que hemos andado, en la historia y en la vida, desde el homo erectus, para acabar subimos en un aparato cardio —cinta de correr y caminar— y mantenerse en pie.
Aquello que ha llevado siglos el poder descubrirse y asimilarse, el individuo de cada nueva generación (seamos generosos y piadosos) lo comprende y se beneficia de ello en pocos minutos. Digamos, la ley de la gravitación universal, las vacunas. Y los buenos modales; verbigracia, las formas de correcta acomodación en las mesas de comedor y la adecuada compostura que debe adoptarse en ellas.
2
La institución de la propiedad privada y el instrumento del lenguaje constituyen elementos primordiales en el sostenimiento de la humanidad y en el valor de la civilización. Conforman nuestra circunstancia: si no la salvamos, tampoco nos salvaremos nosotros (José Ortega y Gasset). Civilización o barbarie. La propiedad privada permite proteger nuestros bienes y adquisiciones. El lenguaje, por su parte, atesora el significado de las palabras y las expresiones en esa rica mina que es la etimología, y, sobre todo, en su propio (y apropiado) uso.
Decimos en español “hacer la cama” a la acción de ajustar, alisar y reordenar almohadas, sábanas y mantas, y dejarla compuesta como antes de ser usada, lista para la revista. La expresión denota una pulcra y sana costumbre, pero, al mismo tiempo, revela el ascendiente de la acción. En las viviendas de reducido tamaño, que no disponen de dormitorios (en el pasado, la mayor parte de ellas: de ahí el referente, el yacimiento), las camas, rebajadas a la condición de jergón más almohadón (una especie de ladrillo, en Japón), se disponen a la hora de acostarse en la sala multiusos de la casa, para ser retiradas tras el canto del gallo, dejando espacio libre para otros menesteres. Una alternativa, entre otras, es la portentosa cama abatible que aparece y desaparece como por encantamiento de la pared; dispositivo, manual o mecánico, poco encantador y habitable, todo sea dicho.
Algo similar a esto ocurría (y ocurre) con la frase “poner la mesa”, que suele entenderse  como la acción de disponer manteles, vajilla, cubertería, cristalería y demás sobre una estructura base y estable, y con “quitar la mesa”, la tarea contraria, dejando la mesa tal cual, pero en su lugar, desnuda o custodiada por un frutero en el centro. En un sentido originario, como pasaba con la cama, por falta de espacio, “mesa” remitía a una tabla —emplazada verticalmente en la estancia principal o con otros usos—, colocada horizontalmente sobre las piernas de los comensales para cumplir su objetivo, y ser, de nuevo, retirada hasta la nueva colación, si Dios quiere y provee.

hábito promiscuo y de achuchón el tener que acomodarse en mesas colectivas y hacerse un hueco entre extraños
3
Sin levantarse de la mesa, podría hacerse un breve y fiel panorama del proceso de la civilización. Y de sus retrocesos. Referiré, brevemente, sólo un aspecto de este sustancioso asunto, el que tiene que ver con la relación entre individualidad y mesa.
 Cuando los hombres eran bárbaros (más que ahora, quiero decir), comían de pie lo primero que pillaban a mano y se limpiaban la boca con el dorso de la mano o la manga de la camisola. Antes de descubrir la servilleta y el hilo dental, repararon en la comodidad de hacer la colación sentados en mesas/tablas comunales. O tumbados en literas, como en la antigua Roma, donde hasta los patricios todavía comían con las manos. Aun así, los romanos se hacían servir en raciones individuales y bebían en su propia copa, y no directamente del barril, como en el otro lado del limes.
Los antiguos griegos gustaban de celebrar banquetes, en los que adaptaban a su fase de civilización la costumbre de hablar durante el yantar. Comer ya no suponía, entonces, el mero acto biológico de llenarse la tripa, como los animales, sino, a la vez, una conducta cultural, un acto de civilización. No deberíamos, por ello, denominar “banquetes” a todo tipo de celebración culinaria, ya que de coloquio o simposio, al estilo greco-romano, muchos tienen muy poco. 



Repárase en los festejos cerveceros bávaros en pleno Oktoberfest, esas bulliciosas congregaciones de oficiantes paganos, clavados en banco corrido frente a descomunales mesas comunitarias de roble, típicas en los mesones, con los rostros encendidos, levantando al cielo con gran devoción tremendos cálices de líquido milagroso, entonando sin descanso épicos himnos a la alegría. Tampoco entrarían en la categoría, rigurosa y estricta, de banquete las barbacoas, el rancho cuartelero ni, en general, las colaciones en las que hay que guardar cola.
Masticar pausadamente el alimento ayuda a la saludable digestión. Vale, pero no es vana digresión atender a las posturas y composturas en la mesa, porque la civilización se juega el porvenir de muchas maneras y en las buenas maneras.
La sombra del colectivismo tribal y el comunitarismo socializante se proyecta sobre viejas costumbres y arcaísmos que todavía los mantienen vivaces y a un punto de ebullición. Servir directamente la comida de la cocina a la mesa en la paellera, la cazuela, el puchero o el perol, y meter los comensales la cuchara, el tenedor o el ¡cuchillo! en su interior, en vez de servirse en platos y raciones individuales, puede excitar a algunos a tomar el Palacio de Invierno en San Petersburgo, lo mismo que la música de Wagner anima, según un personaje de Woody Allen, a invadir Polonia
Optar por el menú del día (menú popular) resulta ahorrador y austero, mientras que la elección de platos en la carta huele a neoliberalismo. En los restaurantes y hoteles, diríase hábito promiscuo y de achuchón el tener que acomodarse en mesas colectivas y hacerse un hueco entre extraños, todos a una, como buenos camaradas, costumbre que se conserva todavía hoy en bastantes países tenidos por “civilizados”, especialmente, braseados en la socialdemocracia y acostumbrados a arrimar el hombro. Y en este plan quinquenal.



Allí donde el gentleman observa poco “refinamiento”, el hombre-masa ve a un “finolis”. Sea como fuere, el comensal no hambriento de universal, sin por ello ser tildado de “antihegeliano”,“solipsista” o “insociable”, prefiere en los lugares públicos, las mesas separadas, y sólo comparte espacio y asiento, con su permiso y si le apetece hacerlo.

miércoles, 19 de febrero de 2020

LA COMEDIA HUMANA

1
Suele caracterizarse la sociedad occidental de los tiempos posmodernos como “sociedad del espectáculo”. Con razón. Y desde tal perspectiva debe observarse y analizarse el comportamiento de los individuos que allí aparecen. La esfera pública en la era de la globalización ha sido derribada hace tiempo, para construirse en su lugar un teatro: el gran teatro del mundo. En la denominada “democracia participativa”, por activa y por pasiva, “participar” significa formar parte de la compañía, de la troupe, estando en el reparto, si la interpretación resulta naturalista y realista, según el “Método Stanislavski”, versión Actor’s Studio de Lee Strasberg, y recibiendo como premio el aplauso del público, entregado de antemano.
En la “sociedad del espectáculo”, la conducta social consiste, básicamente, en actuación, en interpretar un papel de pieza teatral, sea en uno, dos o tres actos, dependiendo del género. La mayor parte de espectadores no notará la diferencia. Porque discernir entre realidad y ficción, verdad y mentira, acción y representación, es distinción muy aristocrática y rancia que quedó abolida con el fin del Antiguo Régimen.
A los actores más populares y queridos los fans les llaman por el nombre del personaje que ha encarnado, le ha dado celebridad y por el que es más conocido. A la dimensión ilusoria de la virtualidad se le denomina comúnmente “realidad virtual”, o sea, una realidad más entre otras, de semejante entidad y valor. Esto también se impuso cuando la igualdad fue equiparada a la libertad y la fraternidad, con una elocuencia tan afilada como la cuchilla de la guillotina. ¿De qué extrañarse, pues?
2
La función comienza cada mañana al mirarse en el espejo. La primera mirada que se lanza uno a sí mismo no es de orgullo, como creía Jean-Jacques Rousseau, sino, más bien, conlleva una cierta decepción, resumida en pocos palabras por Emil Cioran: “Ah, otra vez yo…” La frase apunta al asombro existenciario en el caso del filósofo francés (no en del ginebrino), a quien, de origen rumano, y aunque sostuviera lo contrario, nada humano le era ajeno. También Cioran tenía algo de actor dramático; desde luego, mucho menos que Rousseau.

Por contraste, para el individuo no perdido en filosofías, la revelación matutina significa la llamada al escenario, ponerse en la piel de otro, o en sus zapatos (versión en inglés: put oneself in someone's shoes); actitudes ambas poco higiénicas, aunque traviesas, de ahí la fascinación general por la empatía: aunque se vista de seda, mona se queda. Lo primero, una nueva identidad, adoptar un alias; por ejemplo, el que luce en las redes sociales. Del alias al alter y, a continuación, sesión de maquillaje: sombra aquí, sombra allá. Ponerse después el disfraz de superhéroe y pronunciar las palabras mágicas: It's showtime, folks!  Empieza el espectáculo.



Cambios de identidad y transformers han existido desde tiempo inmemorial, mucho antes del auge de los videojuegos y los vídeos de primera. Pero, surgían en momentos y situaciones ocasionales, a propósito de instantes de evasión y efusión. Ahora, se trata de algo permanente, o al menos mientras dura la actuación (¡Luces! ¡Cámara! ¡Acción!), terminando la transformación al volver a la habitación propia, cuando cae la máscara y se borran coloretes y pinturas de guerra. Bailes de disfraces y carnavaladas también los ha habido, normalmente, relacionados con festejos fijados en el calendario. En la actualidad, como se canta en el famoso bolero, lo tuyo, camarada ciudadano, es puro teatro, sea en tiempo de ocio o trabajo, permiso por asuntos propios o con carácter indefinido.

Los actos humanos en la arena pública han adquirido, como una segunda piel, la traza de una performance. Será porque hoy, se respiran continuamente aires de fiesta y se vive una infancia perpetua (¿remitirá esto a la ensoñadora inmortalidad?). Siguiendo la senda categorial de Sigmund Freud, el “principio de realidad” no sustituye ya en la biografía del sujeto al “principio del placer”, propio de lo que antes se denominaba la “edad de la inocencia”, sino que éste perdura hasta la edad madura. Resultado: la sociedad se asemeja a un alegre y ruidoso kindergarten. ¿Quién ha dicho que la vida es difícil, si se trata de un juego de niños?


Damas y caballeros, lo que presencian en sus pantallas, lo que les pasma, indigna o conmueve, es sólo una representación, una farsa, un montaje: cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia
3

En el Tribunal de Justicia, los juicios celebrados a puerta cerrada se graban en  vídeo, y en la mayor parte de los casos, las vistas, como su propio nombre indica, pueden seguirse en Internet. En las sesiones parlamentarias, sencillamente, las intervenciones de sus señorías se ajustan al guión escrito por el aparato de los partidos, pero concebidas para ver el telediario en los aparatos de televisión. Las presentaciones de libros han ido transformándose en charlas informales de amigos, trufadas de bromas y ocurrencias frívolas, en escenas de sofá, ambientadas por música en vivo y animadas por un catering imprescindible, lo cual deja inertes a los caducados autores, discípulos de Francisco Umbral, que han ido allí a hablar de su libro y no tienen quien les escuche. En las conferencias es habitual que el orador aparezca en escena con micrófono inalámbrico acoplado a la cabeza, y, cual cantante de rap, deambule frenéticamente por las tablas, delante de pantallas multicolores, hasta el punto de que sus intervenciones deberían medirse no por los minutos que consume en su plática sino por los kilómetros recorridos de acá para allá. 
Tertulias, entrevistas y mesas redonda —políticas, literarias o del corazón— no televisivas, son televisadas en directo, en streaming, además de estar disponibles a las pocas horas en podcast y subidas a YouTube para poderse disfrutarse una y otra vez, lo cual anima a los participantes a oficiar de púgiles sofistas y expertos en lucha libre de inhibiciones.
Ya ven, en la “sociedad del espectáculo”, quien no sea fotogénico ni tenga dotes para la interpretación no le queda otra papeleta que actuar de figurante (¡extra!, ¡extra!), formar parte del coro o sentarse y mirar desde el patio de butacas y el pasillo.
Ya lo vio venir H. D. Thoreau, cuando escribió: «Si se quiere conseguir dinero como escritor o conferenciante, se debe ser popular, lo que supone caer en picado.” (Vida sin principios).

Y luego están las manifestaciones callejeras y las movilizaciones. Ya no se llevan los desfiles ni la gran parada inspirada en disciplinada marcha militar, cerrando filas y gritando consignas oficiales, paso de la oca y tiro porque me toca. El último grito son las performances, cuanto más excéntricas y descaradas, mejor, modelo Love Parade. Más que acciones movidas por el cartel y el lema que los convoca, por compromiso cívico, militancia activa, conciencia social y tal, constituyen genuinas movidas festivas, representaciones, figuraciones y espectáculos con charanga y pandereta, letrillas, cánticos y milongas, más pompones y caretas que pompa y circunstancia, porque el objetivo principal es la quedada, como en el botellón, y montar un número… musical. 

4
Los participantes en estos actos asisten, más por afán de diversión y exhibición que por convicción política, más por ánimo juguetón que por motivación ideológica (algo similar sucede con los casos citados anteriormente). Quienes informan de los mismos, periodistas “profesionales”, así como reporteros aficionados e indepes, aprendices de gacetilleros que hacen la crónica en la Red, suelen tomarse muy serio la representación, al pie de la letra, tomada por algo real, porque en ello les va la tarea. Siguen la corriente de las marchas marchosas por medio de disputas y contiendas de bandería, entre los de un bando y los del otro, del rosa al amarillo, del morado al naranja y del azul al rojo, todo ello entre bromas y veras, insultos y alabanzas. Sea como fuere, la representación y la información no mantienen una buena relación.
Antes, el quid de la cuestión estaba en el mensaje (el medio es el mensaje). Ahora, manda la bronca y el jaleo, la jarana y el neodestape. La algarada ha dado paso a la algarabía. La glorificada información (¿sabes lo que ha dicho…?) es, por lo general, un cuento chino, suma de cotilleos y chanzas, cuando no de fake news, que, en realidad, poco aportan de verdad y claridad a los hechos.
Damas y caballeros, lo que presencian en sus pantallas, lo que les pasma, indigna o conmueve, es sólo una representación, una farsa, un montaje: cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Luego, se añaden a la virtualidad infinitas interpretaciones y comentarios, críticas y análisis, porque en la realidad virtual, todo es Interpretación, y mañana, mamá, salgo en televisión.
¿Debate? ¿Coloquio? ¿Mesa redonda? ¿Manifa antifa? Oh, no: batalla de flores; tomatina; pelea de gallos, con más tongo que en un combate de catch; carreras de primer día de Rebajas; casting para optar al papel protagonista de la versión posmoderna de la opereta La alegre divorciada; juegos con las palmas de las manos y dame la manita, Pepe Luis; el conejo de la suerte, correcaminos y el pájaro loco; pasapalabra y sin vergüenza; Víctor o Victoria; ¡Ay, qué calor! y a la fresca; danzad, danzad, malditos. Una función más del club de la comedia. La comedia humana.

miércoles, 12 de febrero de 2020

DEMASIADO


1
No lo digo por presunción ni como alarmante vaticinio, sino por simple sospecha. Pero presiento que el colapso de la sociedad occidental será resultado de un caso agudo de indigestión o atragantamiento semántico, afectada por el síndrome del “demasiado” en referencia a la sociedad de consumo y de consumidores

Tampoco creo que sea una figuración personal, porque indicios, señales y rastros hay, relacionados, en su mayor parte, con la mala asimilación de vivir en una sociedad de libre comercio y  consumo libre, la cual es tomada a menudo con disposición acomplejada y culposa. El tipo sobrado por “demasiado” se traga, como una purga, el palabro “consumismo” mientras consulta los productos en promoción de la semana en Mercadona, a ver qué ponen. Nunca va de shopping sin aprensión ni bolsa de la compra de antemano, por si acaso, por lo del CO2P2 y porque así lo manda el Gobierno.

¿De qué protesta, entonces? ¡Consuma usted, caramba, y no reste! Agua que no has de beber, déjala correr…

Muchos sienten terror en el hipermercado y horror en el ultramarinos por la cantidad de existencias policromadas que colman los mostradores y las vitrinas, cual bodegones holandeses de la época barroca. En la sección de lácteos, suspira un “demasiado” muy jeremíaco: “hay demasiadas clases de yogur, cuando todas parecen el mismo, y así no hay quien se aclare”. Frente a la repisa de agua mineral, está como estancado, ahogado en la angustia, mareado por un bravo oleaje de pluralidad, inodora, incolora e insípida sólo en la teoría: aguas con gas y sin gas, sabor a lima-limón o manzana, de manantiales nórdicos y sureños, en tamaño micro-botellín, garrafa de cinco litros e intermedios. La mar de complicado. Con lo buena que es el agua del grifo, pública y de gente corriente.


En el apartado de vinos, ah, la cosa es de borrachera, con ampollas de distintos colores y formas. Por si esto fuera poco, lo sitúan junto a los espumosos, el cava, la sidra y el champaña, aunque estemos en España, cerca de otros licores de mil amores y whiskies con nombre en inglés y ¡en escocés! Para qué tanto, se pregunta. Hay demasiado y uno se confunde, proclama. Además, yo no bebo, si no me invitan, y sólo un sorbito de lo que sea, confiesa. Mientras el “demasiado” orador platica, yo escojo dos botellas. De pronto, arrastrando un carrito de compra, más vacío que su cabeza, se dirige a mí: 

“Disculpe, usted, que parece entender de esto —le miro con cierto embarazo por si aparento la facha de curtido beodo—, podría decirme si esa marca [la que acabo de escoger] es buena”. “Para mi gusto y entendimiento, sí, aunque depende de la añada”. “Ah, la añada…”.

Desconocen estos pobres diablos la virtud de la frugalidad, mientras dan clases sobre la injusticia de las “políticas de austeridad”

No deseo dármelas de experto, pues quien esto escribe, en su ignorancia melonera, no ha dudado alguna vez en preguntar a una señora con un melón en su mano, si el que tengo en la mía está para comer ya; reconozco, esto sí, ser osado y atrevido, pues me exponía a recibir una bofetada por aquello de los malentendidos y por preguntón.

En un restaurante, modelo buffet libre, hala, tableros y repisas repletos de recipientes y bandejas para platos combinadísimos. “Coma y beba lo que desee por 9 euros”, reza un cartel en la entrada del establecimiento. “¡Es demasiado!” Vaya usted a saber si este miembro del clan se refiere a que el precio es muy caro o que se ha perdido en la quinta línea del menú: no sabe qué tomar y tiene que ponerse a pensar lo que quiere. “¿Por qué no eligen por mí? Es más fácil y cómodo”. Sí, lo he oído más de una vez.

En los grandes almacenes. Departamento de pijamas, pues lo mismo: “Oiga, señorita [a la dependienta]. No sé cuál escoger. Aquí hay para dormir toda la eternidad… Este que está rebajado, ¿es bueno”. “Entonces, ¿cuál me llevo?” En fin, para qué insistir en demasía, cuando ya saben de qué va este extraño caso del “demasiado” descamisado.

2


Una cosa es bulimia y otra anorexia. No es lo mismo tener un carácter pusilánime que ser persona decidida, ni estar concentrado que despistado. Tampoco moverse en un lugar como pez en el agua o andar perdido.

La película The Hurt Locker (En tierra hostil, 2008), dirigida por Kathryn Bigelow, contiene una excelente escena que muestra en imágenes el síndrome de desorientación pos-traumática o como se diga eso, mostrando en pocos segundos a un personaje fuera de sitio. Un miembro de la unidad de élite de artificieros norteamericanos destinado en Irak se encuentra cada día en situación de riesgo total; su misión: desactivar explosivos. La labor conlleva alta tensión y estrés, razón por la cual, el contingente se renueva con asiduidad. Durante uno de los permisos, de vuelta a casa, sale a dar un paseo y, de paso, comprar cereales para el desayuno de los niños. El soldado, a quien no le tiembla el pulso manipulando dispositivos peligrosos, que pocas misiones le hacen flaquear y menos, retroceder, queda petrificado al encarar en el autoservicio la división de “Cereales”. Descubre un corredor sin fin separado por dos filas de larguísimos estantes con incontables marcas y variedades de cereales, alineadas en perfecta formación a ambos lados de un pasillo de pesadilla. En un campo de minas, sabría qué hacer; rodeado de estuches de cartón conteniendo copos de maíz y arroz tostado, en zona hostil, no.

3


No analizo en este texto un asunto de naturaleza psicológica o conductual, sino moral y política, y en común con ambas esferas, la acción (el valor) de elegir. Es máxima moral muy sabia y de antigüedad muy actual aquella que aconseja: “Nada en exceso”. Ciertamente, desde una concepción de la existencia contenida y prudente, resultan desmedidas —y a veces, disparatadas— bastantes ofertas de compra en el libre mercado (¿variedad de sabores en helados?), aunque al serlo, a nadie obliga.

Lo tomas o lo dejas, como las lentejas, pero sin quejas. Basta con abrirse paso entre multitud y cantidad, saber lo que quieres, decidirse a la hora de elegir, seleccionar y escoger, también distinguir y discriminar, cuidando más de lo que  uno consume que preocupado por lo que consuman los demás o la cantidad en la oferta del fabricante y el comerciante.

El síndrome del “demasiado” al que aludo lleva al banquillo del juicio racional y la libre elección, precisamente, cuatro puntos principales, acusados de: 1) descalificar aquello que a uno le sobrepasa o ignora y exigir que se prohíba lo que no aprueba o complace; 2) ante el miedo a elegir, anhelar que otros decidan por uno; 3) ante el riqueza de la libertad, convocar la uniformidad, el uniforme y el plato del día, y 4) ante la posibilidad de vivir tan ricamente, anhelar la carestía y la escasez, el economato y el comedor social, la cola popular de la sopa boba y la cartilla de racionamiento.

A los portadores de este síndrome, yo acuso. A quien dictamina que algunos tienen demasiado (¿cuánto es “demasiado”?), mientras otros, poco (¿cuánto es “poco”?) A quien se indigna frente a un escaparate o expositor rebosante de productos, porque hay, dice, muchos que no pueden adquirirlos. Al que se sulfura ante una mesa abundante de viandas y bebidas, refunfuñando por las sobras que van a tirarse, cuando tantos niños en el mundo pasan hambre… ¡Basta! ¡Aire viciado!

He aquí un muestrario muy extendido de especímenes de chatarra y despojo, con “demasiado corazón”, mucho cuento y escaso cerebro. Desconocen estos pobres diablos la virtud de la frugalidad, mientras dan clases sobre la injusticia de las “políticas de austeridad”. Odian los recortes en gasto público, al tiempo que aplauden las subidas de impuestos, salarios, subsidios y pensiones, así como el aumento kilométrico de anchurosas aceras y del carril-bici, por decreto gubernamental. De esto nunca hay “demasiado”, que te he pillado. 


Prefieren, por orgullo del pobre, por ser rico acomplejado, por oscuro resentimiento o neta vileza, el horror al vacío del supermercado bolivariano en Venezuela o la desolada tiendita revolucionaria en Cuba que la abundancia del establecimiento en la esquina del barrio. 

Afirma el muy patán que el haber de más (¡consumismo!), está de más, lo contrario del debe, el sacrificio del Pueblo por la Causa y la “resistencia” de la plebe (¡comunismo!).

¡Basta! ¡Aire puro! Esto es demasiado para mí…

martes, 4 de febrero de 2020

TENER RAZÓN O SER QUERIDO



En el breve ensayo El príncipe, Nicolás Maquiavelo plantea la cuestión de si el gobernante debe ser amado o temido por su pueblo. El agudo consigliere florentino maneja la ciencia política con la destreza y el efecto de un florete, y con similar genio al de Thomas Hobbes, sabe que los pactos sin espada no son nada. Maquiavelo no dedica el jugoso librito al gran público ni al súbdito, sino a quien tiene mando en plaza, al objeto de que aprenda a alcanzar el poder y, sobre todo, a mantenerlo. Esta es su diplomática respuesta a la cuestión expuesta:

“comoquiera que los hombres aman según su voluntad y temen según la voluntad del príncipe, un príncipe prudente debe apoyarse en aquello que es suyo y no en lo que es de otros. Debe tan sólo ingeniárselas, como hemos dicho, para evitar ser odiado”.

“Temido” sería, a este respecto, sinónimo de “respetado”. Mientras que ser amado no hace a un príncipe mejor, sino más vulnerable y, a la larga, despreciado, al poner de manifiesto una actitud infantil y afeminada.

En este mundo mundial, es pecado 
venial querer tener razón; puede 
costarte un riñón y partirte el corazón

Ocurre que el principito no entiende de razones ni se rinde ante la autoridad de un argumento, sino que, por encima de todo, desea y necesita ser querido y protegido. El aprendizaje de la racionalidad, el ejercicio de dar razones y recibirlas (dialogar, según Platón), vendrá, si es que llega, con el tiempo, la instrucción y el ejercicio de la mente. Y si tiene mucha suerte, tal vez encuentre un día una princesa, siendo felices y comiendo perdices.

¿Y la princesa? Principito, ¿a quién quieres más: a papá o a mamá? Puesto que uno no desea meterse en jardines, charcos ni laberintos, les cuento una historia y paso, quiero decir, trasfiero el trámite al director John Ford y a los guionistas de la película Drums Along the Mohawk (Corazones indomables, 1939), Sonya Levien y Lamar Trotti, y las reclamaciones, de haberlas, diríjanse al maestro armero. ¿Recuerdan el comienzo del film? Durante la conocida como Revolutionary War (1775–1783) en Estados Unidos, Gil (Henry Fonda) y Lana (Claudette Colbert), tras contraer matrimonio, se dirigen a la pequeña granja que Gil posee en Deerfield, en el Valle Mohawk, Estado de Nueva York. Esa noche, hacen parada y fonda en el camino. Un siniestro cliente del local (espía de los ingleses, para más señas) se acerca a ellos y entabla conversación, preguntándoles quiénes son, adónde se dirigen y cuáles sus preferencias políticas. La pareja de recién casados apura la conclusión de la frugal cena y la inoportuna conversación, dirigiéndose a su habitación bajo la llama de una luna de miel. Breve conversación:

Gil: ¿No te habrá asustado eso de los conservadores y los indios?
Lana: Ni siquiera estaba pensando en los indios
Gil: ¿En qué pensabas?
Lana: Me preguntaba si me quieres tanto como yo a ti


¿Es preferible tener razón o ser querido? ¿Puede extenderse la exhortación de Maquiavelo al campo de la ética? La preferencia sobre ciencia o querencia no pertenece, propiamente, al plano de la política, por definición, ámbito regido por la violencia. La ética, por su parte, respira en una atmósfera de libertad, donde el yo, la razón y la virtud priman sobre el otro, la fuerza y la sinrazón. El enamoramiento hace perder la razón y estar como en la luna, una cara visible y la otra, oculta. El satélite del amor gira en una órbita donde el tú está encima del yo, aunque, ciertamente, hay otras posturas y puntos de vista.

Si desea el lector saber sobre el hecho del conocer y sobre las cosas del querer, pero no quiere ir demasiado lejos, escuche la voz íntima del instinto, la experiencia y el sentimiento, si es que llevo razón... También puede ofrecer sacrificios a la diosa Venus, aunque, cuidado con no quemarse, porque según la mitología, su esposo Vulcano es celoso y fogoso, y puede terminar el aprendiz de amador con el rabo entre las piernas y el trasero chamuscado.

Quien tenga salud, dinero y amor, que le dé gracias a Dios. Pero, no quiera además tener razón, pues no se puede tener todo en la vida. En verdad les digo que tener razón y ser querido son propósitos que no casan muy bien por no estar bien avenidos. En este mundo mundial, es pecado venial tener razón; puede costarte un riñón y partirte el corazón.

“en este mundo es mejor no tener razón. De lo contrario, enseguida te lo hacen pagar caro.” 

Philippe Claudel, El informe de Brodeck