sábado, 21 de diciembre de 2019

HUMORADAS

I
Quienes hacen gala de francofilia, de defender la independencia de Quebec, de ser seguidores y segadores de Monsieur Guillotin —que como la empresa Gillette actúa cual cuchilla justiciera— y de seguir la tradición republicana de la toma de la Bastilla como modelo de alternancia política, toman como una gran afrenta —o un mal afeitado— que hagan bromas sobre ellos y, claro, se enfadan.
En Francia, con franqueza, no cabe hacer registro de una notable tradición humorística. Algo en literatura y pintura, muy poco en cine. En la patria de Rabelais y en los siglos recientes, cuentan con pocos cómicos de primera en el mundo del espectáculo y las varietés: el más popular, Louis de Funès. Ya ven. Si bien francés de nacimiento, es de descendencia españolísima; sevillana, para más señas: hijo de Carlos Luis de Funes de Galarza, abogado, y de Leonor Soto Reguera, ama de casa, lo cual no tiene nada de vergonzoso, y menos de gracioso. Sea como fuere, el linaje deja huella. Porque España sí es país rico en humorismo, de modo que algún gen bromista debía heredar el citado patoso histrión, con menos gracia y más mala pata que Long John Silver. Todo sea dicho sin ánimo de lucro ni de ofender.
También es España tierra de afrancesados, y con esos sí que hay que andarse con cuidado, sin hacer chanzas ni romanzas. Cautela, pues, con los devotos de Marat y con los sesentayochistas canosos de este lado de los Pirineos, que a la menor ocasión organizan una revolución y forman filas, declaran una nueva República y arman la marimorena, sea a nivel nacional o regional. Para demostrar que conocen la lengua francesa, entonan con embeleso La Marsellesa, su himno preferido, junto al de Riego:

Aux armes citoyens!/ Formez vos batallons!/Marchons! Marchons!/ Qu'un sang impur abreuve nos sillons!

II


Bien es verdad que no todos, ni de los unos ni de los otros, son de la misma condición ni de todos los tiempos. Voltaire, por ejemplo, era escritor entregado al ingenio jocoso, que cuando menos grueso más hermoso, aunque tenía, a veces, una inclinación hacia la crítica socarrona. Lema filosófico de su puño y letra es este: “Marchad siempre bromeando por el camino de la verdad”. Compruébese que en la historia de Francia —también en la de España— existen distintos estilos de ir de marcha.

He oído, asimismo, la leyenda en el antiguo Principado y actual aspirante a República singularizada según la cual el nombre de Santa Claus proviene, en realidad, del catalán

Una cosa es el mal humor y otra el buen humor. Lo mismo que ocurre con el talante, según te lo den por detrás o por delante. Los humores son flujos y serosidades que destila el cuerpo animal, y evolucionan dependiendo del temperamento o del carácter de cada cual, que sobre este asunto tampoco se ponen de acuerdo los comités de expertos. En consecuencia, no fiarse del humor tramposo, de la risa fácil ni de la risa tonta, por riesgo de contagio.
Decía juiciosamente el filósofo francés Alain que la definitiva demostración de la trampa del humor es ponernos muy feos y mirarnos al espejo. Convertimos el humor en malhumor cuando, además, nos quejamos del resultado.
Notable propósito es pretender adiestrar al sujeto en el arte de la humorada. Mas, tengo para mí que en el ser o no ser del humorista manda más la naturaleza de uno que la instrucción general o particular, por no hablar del imitador de concurso ni del chistoso de manual. Muchos hay quienes no saben distinguir entre risa y sonrisa, comicidad y bufonada, vis cómica y hacer muecas, o sea, poner caras feas.

III
Y el caso es que, entre galanuras y francachelas, el francés ha demostrado ser maestro, si no del humor de ley, sí del arte del mimo y la imitación; o mejor dicho, del ser imitados por el resto del mundo, del marcar la pauta y la moda por doquier. Ha conseguido así exportar miles de marcas y firmas a lo prêt-a-porter.
Una muestra de escaparate: a Santa Claus se le conoce por estos lares con el nombre de Papá Noel, versión al español de Le Père Noël, sin diéresis y más familiar, pues en toda copia algo se pierde respecto al original, a parte del respeto. En España, es costumbre arraigada, aunque no en toda ella. Para variar, la denominación de origen no ha cuajado en Cataluña, donde prefieren al Tió de Nadal (Tronco de Navidad), así como sus versiones escatológicas del “cagatió” y la figurita del “caganer” para perfumar el Belén, y cuyos significados no será necesario traducir.
He oído, asimismo, la leyenda en el antiguo Principado y actual aspirante a República singularizada según la cual el nombre de Santa Claus proviene, en realidad, del catalán, como su propio nombre indica: el plural de “clau”, es decir, la llave de la Navidad. La demanda de esta particularidad no ha enfrentado a los delfines de Robespierre y a los infantes de Delapierre. Tampoco ha acabado en los tribunales ni ha terminado en otro Waterloo, sino que ha quedado en familia, como exigen el espíritu del pueblo (Volksgeist) y el navideño. Sobre el origen de los Reyes Magos de Oriente no hay reivindicación, porque a los catalanes hambrones les preocupan los Borbones. De momento, la prioridad es cortar el asado en la cena de Nochebuena, poder tragar los polvorones y hacer hueco para los bombones.

Y aquí acaba el cuento sobre el numerito del gordo de Navidad, que si Papá Noel, que si Santa Claus, que si Melchor, Gaspar y Baltasar, que si Doña Manolita, que si iguales para hoy: la niña bonita (terminación en 15) o la pajarita (terminación en 27). Los medios dirán que ha quedado muy repartido y los afortunados con los primeros premios, que es para tapar agujeros y brechas. Todo sea por la felicidad y la concordia general. Aquí paz y después gloria. 

La próxima semana, o la otra, hablaremos del Gobierno.



sábado, 14 de diciembre de 2019

VER PARA CREER




¿Es lícito valorar un producto o algo sin haberlo percibido antes? Por supuesto que sí. La mayor parte de juicios y opiniones están basados en testimonios y fuentes de segunda mano. Nuestra experiencia y nuestro conocimiento son limitados, y, sobre todo, selectivos. Saber es saber elegir.
El viejo recurso de reclamar al crítico (no necesariamente, "profesional") una prueba empírica sobre la que asiente su estimación todavía cuela y se cuela entre dimes y diretes, que en eso ha quedado la comunicación humana. Señalo una burda añagaza con la que Previsores Reunidos S. A. se curan en salud y se blindan ante críticas, en particular, si no son de su agrado, o sea, “negativas”.
Así actúan los que nunca han tenido en sus manos un tratado de Tomás de Aquino, pero exigen a los demás que hayan tocado el género antes de tasarlo. Según esta Summa Dedológica, que intenta refutar nada menos que el sentido común, la lógica formal y el pensamiento abstracto, nadie estaría capacitado, por ejemplo, para opinar sobre una película, si previamente no la ha visto. Comunica uno su impresión con sabor a difamación y, tomando la expresión al pie de la letra, es interpelado de inmediato: “Pero, ¿tú la has visto?”. Tratándose de un libro, la cosa variaría, aunque no mucho: “Pero, ¿tú la has leído?" 

"Entonces, ¿de qué hablas?"
Esta ingenua treta podría servir, si acaso, para promocionar productos presumiblemente “provocativos” y fachosos, aquellos cuya razón de ser consiste, más que nada, en dar de qué hablar. Y poco más. Así funcionaría el denominado “boca a boca”, allí donde muerde el anzuelo y muere el pez.

La vida es breve. Conocer supone ante todo aprender lo legado y verificado, así como saber discernir y seleccionar entre el piélago de cosas que hay y nos rodean. Sin perder el tiempo en lo baladí y en el “si no lo veo, no lo creo”

Según Expertos Reunidos en petit comité, es vano el creer lo que no ha sido visto, muestra del no saber. Porque, tomistas o no, consideran de tomo y lomo que saber y percibir vienen a ser lo mismo. Quien mucho ha tocado se siente capacitado para sanar con las manos (♫ las manos mágicas♫). Herederos del pensamiento mágico, ignoran que una crítica competente, lo mismo que un primer diagnóstico médico, no se reconoce por el ojo que todo lo ve sino por el ojo clínico. A éste, con una mirada que mucho y bien ha observado, le basta, normalmente, unos minutos para hacerse una idea ajustada de lo que tiene delante. “¿Y tú qué sabes?”.
No, no visto la gala galana de los Premios Goya ni la última producción de Pedro Almodóvar. Tampoco he leído la nueva novela de Lucía Etxebarría y etcétera. Lo confieso. ¿No tengo, en consecuencia, información ni criterio suficiente para ponderar su sentido y significación? 

Me considero más espectador, en sentido orteguiano, que televidente estilo arguiñano, fiel a “Cocina abierta”, “El programa de Ana Rosa” o “Gran Hermano”, si es que los echan aún por la tele, que no los veo...

Entonces, ¿por qué opinas?”

Tampoco podría citar de memoria las Obras Completas de Sabino Arana ni de Prat de la Riba: ¿estoy negado por ello para poder evaluar el alcance último del nacionalismo vasco o catalán? Sí he leído, en cambio, a John Locke, y a otros que me han proporcionado claves, fundamentos y perspectivas de buen entendimiento. Del filósofo inglés he aprendido, por ejemplo, que el conocimiento brota de dos raíces: la procedente de la percepción directa y presente de las cosas y la proveniente del testimonio de los demás. La mayor parte de nuestro saber bebe de la segunda fuente (aconsejable, que sea fiable y sólida). Claro está como el agua que la deducción y el saber sumar dos y dos también ayudan mucho.
La vida es breve. Conocer supone ante todo aprender lo legado y verificado, así como saber discernir y seleccionar entre el piélago de cosas que hay y nos rodean. Sin perder el tiempo en lo baladí y en el “si no lo veo, no lo creo”.