martes, 28 de diciembre de 2021

SALUD PRIVADA A LA LUZ PÚBLICA

SALUD PRIVADA A LA LUZ PÚBLICA

«El Estado apoya y legitima la Medicina, y, a su vez, la Medicina apoya y legitima el Estado. Es una alianza impía, si se me permite decirlo así.»

Thomas Szasz, La teología de la medicina (1977)

 

1. En el nombre de la «salud pública»

El Totalitarismo Pandémico está destruyendo, cual proceso sucesivo de invasión de hordas bárbaras y salvajes, cualquier rastro de civilización sobre la Tierra, donde, como debería saberse, difícil será que vuelva a crecer la hierba, una vez segados los derechos y las libertades, y si es que la humanidad sobrevive a tamaña embestida descomunal. Todo ello en el nombre de la «salud pública» y su brazo armado: la «sanidad pública».

¿Qué se pretende afirmar al enunciar tal constructo teórico/ideológico: «salud pública»? Ni más que menos que la siguiente atrocidad: la salud de las personas es un asunto público. Comoquiera que «público» —lo mismo que «social», «cívico», «solidario», «empático»— es un término que seduce a la población, la expresión de marras ha colado y calado en ella; por sugestión y persuasión más que por comprensión y convencimiento. Pues en su mayor parte la gente no es consciente de lo que realmente comporta su manifestación práctica, desde lo más superficial a lo más profundo, de lo informativo a lo procedimental.

Definir la salud como algo público significa, de entrada, entenderla como una circunstancia manifiesta y común en la comunidad, la cual puede ser abiertamente —públicamente— conocida por todos y aplicable a todos por igual. Al modo de un libro abierto, el historial médico y/o clínico, del individuo es compartido sin reservas en el grupo social. Semejante perspectiva, hecha realidad, conmueve desde la integridad y efectividad de las fuentes de la moralidad a los denominados «derechos humanos», desde la comunicación humana a la deontología profesional. Eso para empezar.

He aquí los «incumplidores», por profesión. Señala el Juramento Hipocrático, para quien pueda interesar, en especial a los médicos: «Todo lo que viere u oyere en mi profesión o fuera de ella, lo guardaré con sumo sigilo». Asimismo, la legislación vigente, o vigente a veces, contempla en diversos textos el secreto profesional como una norma exigible y hasta punible, entendiendo que el profesional está sujeto al cumplimiento de «sigilo o reserva» (artículo 10 de la Ley General de Sanidad) y a la obligación de confidencialidad y el respeto al derecho a la intimidad del paciente o cliente. Esta normativa impediría revelar información sobre éstos en aquello relacionado con la acción profesional, tanto sobre lo que el galeno descubra por su cuenta (ojo clínico) o conozca directamente por parte del paciente o cliente. El uso obligatorio de la mascarilla y la «distancia de seguridad» en una consulta médica o por vía telemática eclipsa lo primero, y dificulta lo segundo; o dicho con más claridad: desnaturaliza ambas circunstancias.

Érase una vez, en el país de nunca jamás, el secreto profesional era sagrado, tanto para un sacerdote católico como para un médico, un psicólogo, un farmacéutico, un abogado, un asesor fiscal, un empleado de entidad bancaria y, en general, para toda acción profesional, pues lo contrario trunca o corrompe la confianza necesaria que la hace posible. Había un tiempo —el mundo de ayer— en que la documentación de hospitales, bufetes, oficinas, etcétera, referida a pacientes y clientes, era materia reservada y exclusiva, no material para compartir ni publicitar ni comercializar. En cuanto a su destrucción, debía seguir un «protocolo» (otra palabra corrompida en un uso malsano) estricto, de modo que no pudiese caer en manos ajenas (por ejemplo, no deshacerse de archivos en las aceras de la vía pública ni los contenedores de basura, sino por medio de trituradoras o incineradoras). Hoy, tras un largo ayer, la perspectiva del tema ha cambiado radicalmente.

Tanto es así que los «incumplidores» del secreto sanitario por vocación superan en número y pasión a los «incumplidores» por profesión. Se trata de gente corriente, de multitudes inconscientes e irresponsables que hablan del estado de salud, de enfermedades y otros pormenores internos (de los propios y los ajenos, de mayores y de menores, sin reparos) en voz alta, sin miramientos ni pelos en la lengua, con naturalidad y desvergüenza, como si no tuviesen nada que ocultar…

No constato un fenómeno concreto ni excepcional, a propósito de la salud, sino de una tendencia general que tiene en dicho asunto uno de sus tentáculos, a saber: la propensión a compartir, difundir y divulgar los datos personales y la información por doquier y a granel, a manos llenas y todo gratis, sin discriminar entre publicable y reservado, banal y sensible, inoxidable y tema delicado, esto tan cursi, de «pijos», que la sociedad contemporánea, desinhibida y espontánea hasta la obscenidad, rechaza maquinalmente, como un reflejo condicionado, ya que «discriminar» suena a «discriminatorio» y eso (algo similar sucede con «propiedad privada»: gusta mucho tener cosas, pero, por lo general, se desconoce, cuando no desprecia, el supremo derecho de la propiedad privada).


2. Pin vacunin

Según ya hemos tenido ocasión de dejarlo dicho, y por escrito, en el ensayo, la quiebra de la privacidad y la intimidad, que abre las puertas de par en par a la ofensiva del totalitarismo y la barbarie, crece y se reproduce desde las filas de la comunidad misma (antes «sociedad civil» o algo así).

El apogeo de las redes sociales ha sido decisivo en esta «operación destape», en el desparrame general, en la glasnot colectivista y sin fronteras, en la socialización de la «opinión pública», en el trasluz que sueña con ser deslumbramiento. La información general básica es estar on the air, y significa estar en la onda, incluso para quien no sabe inglés.

— Hola, ¿cómo estás?

— Ah, yo muy bien, y además vacunado. ¿Y tú…?

Se queda el hombre discreto con la boca abierta observando y oyendo al Big Mouth (bocazas), que viene a hacer el papel de Big Brother (Gran Hermano) en la sociedad de la desinformación y el desconocimiento, convertida hoy en un patio de vecinos o un mercadillo callejero. No sólo en referencia a cuestiones de salud. Hoy, no hay materia de conversación más común y popular que «la pandemia», siendo la máxima estrella el hacer saber si uno está «vacunado» (de la «covidvacuna», por supuesto) o no; si bien, y en rigor, habría que nombrarla en plural: «covidvacunas». Quieren decir con tales palabras, que se limitan a repetir, si uno u otro ha sido inyectado con los fluidos que prescriben con carácter universal[i] las Autoridades, y que patrullas y pelotones de «sanitarios» ejecutan; o hacen ese papel ejecutor, irreconocibles como van en la escena, disfrazados, enmascarados, tapados, desfigurados: pídale usted a cualquiera de ellos los papeles que acrediten su condición y verá lo que pasa…

¿Cómo extrañarse de que los aparatos del Estado, transgrediendo  leyes y derechos, detengan (momentáneamente o de momento) y exijan a ciudadanos que muestren a gente extraña (¡pero Autoridad, al cabo…, y al agente en prácticas!) y, además, enmascarada, información acerca de su salud, «pasaporte de vacunación» y lo que sea menester de Ministerio, y que autoriza y anima a que empleados de establecimientos (¿públicos?), actuando como ¡agentes de la Autoridad!, a exigir al posible cliente que se identifique sanitariamente y le tome la temperatura con pistolas láser apuntándole a la cabeza, cuando la misma población expone la salud privada a la luz pública, intercambia información sobre asuntos internos, no importa el lugar ni el momento, sea una plaza pública o la calle mayor, sea un concurrido centro comercial, sea incluso en las redes sociales, comúnmente de modo natural y desenvuelto?

Antes, hacer de enfermedades y achaques tema prioritario de conversación pública era síntoma de gente que empezaba a chochear. Hoy no, cuando hay igualdad y todo eso, el asunto que aquí nos trae no tiene edad, ni sexo, ni ideología, ni nada. Personas incontenidas publican en Internet imágenes de ellas mismas, sus familias, allegados o recién llegados mostrando el signo de la victoria o tumbados en una cama de hospital comunicando al aire libre sus afecciones, que no malestares, pues se les ve muy felices; otras, recibiendo el pinchazo de rigor, mientras pone cara enmascarada de circunstancias y hacen con la mano el gesto de OK; incluso hay quien sube a la Red el documento que acredita que sus hijos han sido convenientemente «vacunados», como el Gobierno (global) manda.

 


Oigo, veo y leo a activistas-contra-la-plandemia, los mismos que denuncian la campaña de miedo lanzada por el Gobierno (local), informando al minuto sobre el número de fallecidos, presuntamente, por reacción o consecuencia de los fluidos vacuninistas que circulan por sus venas, de personajes, por la gracia del publicista, muertos en la flor de la vida y de repente (de hecho, se ha creado un serial, hilo informativo o como se llame la cosa, denominado «repentinitis», donde se lleva la cuenta de personas fallecidas cuando nadie se lo esperaba…).Y, en fin, tampoco faltan voces críticas y comprometidas con la denuncia del covidismo que publican libros que llevan por título la palabreja anteriormente mencionada, así como «Yo no me vacunaré», y confidencias de ese tipo.[ii]

No es esto, no es esto…

Atenerse a la discreción y a la reserva, en lo relativo a la salud, respetar la privacidad y la intimidad, es hoy, algo propio, como ya se ha dicho, de tiquismiquis. Ocurre que compartir la información invita a intervenir en lo ajeno, pues lo propio, la privacidad, la intimidad, la materia reservada al ámbito del individuo —junto a la propiedad privada—, han quedado diluidos por el vórtice de lo colectivo.

Tan sólo acepto, en fin, el uso del concepto «salud pública» para referirse a dolencias y desarreglos internos (en cuerpo y espíritu) que saltan a la vista, expuestos a la mirada de los demás o, mejor dicho, por quienes uno es observado. Valga como muestra un par de botones: una llamativa y purpúrea erupción cutánea (tan perceptible como un tatuaje) o un flemón son, esto lo concedo, casos públicos, aunque afecten principalmente a quien los padece. Pero, no soy proclive a que se extienda mucho más el largo brazo de la res publica, a que todo lo abarque y confunda en el reino de la igualdad, y así, finalmente, no sepa uno siquiera dónde tiene la mano derecha y la mano izquierda, ni si es suya, o es que le han puesto la mano encima.


¡Miserable género de remedio es deber a la enfermedad la salud!

                         Michel de Montaigne, Ensayos

 

3. Una vida saludable

Sé lo que no debe ser la salud: algo público, como un trámite administrativo definido y gobernado por los aparatos del Estado, así como compartido solidariamente con la salud de los otros, a quienes deseo larga vida. Pero no sabría definir con precisión qué es la salud, en sí misma considerada y como un todo. Sí, en cambio, me decido a caracterizar lo que entiendo es una «vida saludable», a saber, la particular ocupación prioritaria en la vida hacia fuera y la genérica despreocupación por la vida hacia dentro.

Vivimos bien, vivimos mejor, en el momento en que nos despreocupamos de nuestro interior, como nos desprendemos de una obsesión, angustia o zozobra. Si se me permite decirlo de otra manera menos severa y más ligera, diría que no me genera desasosiego el constatar que este ensayo, luciendo un Apéndice que aumenta de tamaño (sin estar inflamado ni exaltado), nivel ocho de actualizaciones y con ánimo para añadir algunas más, termine en apendicitis… Cierto es que mi ser depende, en buena parte, de mi estado de salud, pero esto no supone que deba estar pendiente de él a cada instante, todos los minutos del día a día: una forma más de estar enfermo, por imaginación, o de ser un enfermo imaginario, que diría Molière. Tampoco frecuentar las consultas médicas.

 

«Tal relación de dependencia está implícita en todas las situaciones de relación entre clientes y expertos. Puesto que, en caso de enfermedad, el cliente teme por su salud y por su vida, esta dependencia de la medicina es especialmente dramática y problemática.»

 

Thomas Szasz, ibíd.

Me hallaré cerca de la sabiduría práctica, la paz interior y el contento moral en el momento en que me aproxime a la lección serena de vitalidad propuesta por Alain. Por ejemplo, cuando sostiene lo siguiente: «Es necesario, en primer lugar, mantenerme alegre, tanto como pueda; es necesario, en segundo lugar, que aparte ese género de preocupación que tiene por objeto mi propio cuerpo y que produce una alteración de todas las funciones vitales.» (Propos sur le bonheur).

En consecuencia, y como también advierte el filósofo francés, podré decir que estoy bien… de salud, que estoy próximo a alcanzar un alto grado de fuerza y potencia de ánimo, de vitalidad, cuando llegue a convencerme de que no debo temer más un dolor de estómago o de riñones que el de un callo en el dedo gordo del pie.

Para ello, y con todo en esta tragicomedia de nuestros días, es preciso tomarse la salud en serio, como un asunto personal. Es necesariamente vital llevar una vida saludable: nadie mejor que cada cual el saber lo que le sienta bien o mal, y, en cualquier caso, tener la posibilidad de elegir cómo vivir y qué consumir. Se debe estar informado y documentado, descubrir nuestro interior, controlar las emociones, adquirir conocimientos básicos de medicina, estar al corriente de remedios, tratamientos y brebajes tonificantes (y no me refiero a reducir nuestra existencia al lema «ajo y agua», sino todo lo contrario…) y perfeccionar la práctica de la automedicación, al tiempo que el autocontrol y la responsabilidad, hacia uno mismo y hacia los otros, especialmente, los más allegados a uno. Creo firmemente, llegado el caso, en que es preferible morir de pie (o en la propia cama) que no de rodillas (o en la camilla de un hospital).

 

«Está fuera de toda duda que observar un régimen adecuado es mejor que tomar un medicamento. Ni es menos cierto que de cada cien médicos hay noventa y ocho charlatanes. Todo el mundo sabe que Molière tuvo mucha razón para burlarse de ellos. No deja de ser ridículo que muchas mujeres y varones, después de comer, beber y gozar con exceso, por un ligero dolor de cabeza llamen al médico, le invoquen como su Dios, le pidan que obre el milagro de que puedan coexistir la intemperancia y la salud, y para conseguirlo den una moneda de oro a ese dios, que se ríe de su necia credulidad.»

Voltaire, Diccionario filosófico (1764). Entrada «Médicos»

 

No es posible prescindir, plenamente y en conjunto, de los médicos, si bien es cosa prudente y saludable no depender mucho de ellos. Sobre los médicos, en conjunto, afirmo lo mismo que sobre los medicamentos y la medicina, en general: que causan más males que bienes. La estructura sanitaria y el Estado terapéutico, consolidados desde hace largo tiempo, han concedido inmensos poderes a la casta médica (sanitarios, terapeutas, etcétera), la cual ha aceptado y justificado, como colectivo y sin reparos, el statu quo dominante, a la vista del beneficio y el rango social que le proporciona. Pocos profesionales del ramo se percatan de las tremendas consecuencias (y consideraciones) morales que esta circunstancia produce, con la honrosa excepción de Thomas Szasz:

 

«En general, deberíamos concebir al médico, tanto si investiga como si ejerce, como agente del que le paga y, de este modo, lo controla; que ayude o perjudique al llamado paciente depende entonces, no tanto de que sea un hombre bueno o malo, como de la función que desempeña la institución para la cual trabaja, a saber, si pretende ayudar, o perjudicar al llamado paciente.»

Thomas Szasz, ibíd.

En la estructura de poder reinante, los médicos adquieren el papel de custodios de la salud de las personas (rebajadas a la condición de «pacientes») e intermediadores entre éstas, la casta médica y el Estado. He aquí un asunto muy serio, en la medida en que les convierte en gestores del bienestar —y aun de la vida y la muerte— de los individuos, a cuyo socorro[iii] y mandato cualquiera puede recurrir, o necesariamente recurre. Tener acceso a determinados fármacos o sustancias químicas, algunos, ciertamente, vitales, exige de la receta médica, que sólo un médico puede prescribir. Un severo accidente interno, una herida o fractura grave en la máquina del cuerpo requieren de la intervención de un especialista y de un espacio específico donde ser atendido (clínica u hospital). Se crea así un círculo cerrado y muy problemático del que resulta complicado salir.

El tema exige un examen más prolijo que en este Apéndice no puedo (ni debo) desarrollar.[iv] Con todo, sintetizo aquí la cuestión con dos breves digresiones.

Primera, la profesión médica, en su artificiosa magnificencia y estratégica complejidad termina reduciéndose, en la práctica que el ciudadano advierte de hecho, a dos figuras: el médico, cuya principal función es la de extender recetas[v], y el cirujano, que no es sino una combinación de ingeniero electrónico y técnico-mecánico. Porque, al fin y al cabo, las máquinas y los medicamentos ya sostienen en dos columnas el gran mito de la Medicina; en realidad, boato y mucho aparato.

Segunda, el Totalitarismo Pandémico, al conceder poderes extraordinarios a la casta sanitaria (asociados y voluntarios con bata blanca y mascarilla médica), ha puesto de relieve la tremenda responsabilidad (e irresponsabilidad) y curvada labor del sector en la actual tragedia mundial. Cedo de nuevo la palabra a Thomas Szasz. Sustituya el lector los términos «psicólogos y psiquiatras» por «médicos» y confío en que comprenda mejor lo que expongo en estas páginas:

 

«Es tarea moral de los psicólogos y psiquiatras salvaguardar, en general, la dignidad y la libertad de las personas y, en especial, las de aquéllas con quienes trabajan. Si, en vez de ello, se aprovechan profesionalmente del estatus de reclusión de los individuos o las poblaciones, son, en mi opinión, criminales.»

 

 

sábado, 18 de diciembre de 2021

EL TOTALITARISMO PANDÉMICO CENSURA ‘EL VIRUS ENMASCARADO’

 


Desde marzo de 2012, a la vista de la posibilidad de autoeditar mis libros en la plataforma digital Amazon, decidí optar por este medio de edición; expliqué la principales razones de dicha elección en diciembre del año 2013 en una entrada de este blog, titulada «Algunas de mis razones en favor del eBook y la autoedición digital». Desde entonces, además de los publicados en papel, y que la editorial correspondiente ha decidido incluir en la librería digital, han sido publicados en la misma catorce ensayos más que llevan mi firma: el primero de ellos, La indignación a escena: De pasión moral a la agitación política (2012) y el último (hasta la fecha, o así lo espero), El virus enmascarado: Totalitarismo pandémico en la era de la globalización, en marzo de 2021.

Los eBooks se descargan en Amazon sólo en formato Mobi. A fin de que el  lector disponga de la posibilidad de optar por otros formatos de archivo—por ejemplo, Epub; una posibilidad que algunos amables amigos y lectores me han comunicado, animándome a hacerla posible—, abrí una cuenta de Kobo Writing Life hace unos días y subí el archivo de mi ensayo más reciente. Tras informarme de que el libro pasaba «a revisión» (fórmula habitual, protocolaria y, generalmente, robótica, antes de una publicación digital), he recibido la siguiente respuesta por email, informándome de que ha sido rechazado:

 


Soy firme partidario del libre mercado y, en consecuencia, no puedo aprobar la decisión de Kobo Writing Life, la cual según puede leerse en su comunicado, se acoge a motivos no comerciales, sino extraeditoriales, políticos e ideológicos para rechazar mi obra, lo cual cabe calificar de acto de censura. Tampoco cabe recurrir al respecto a la «política (policy) editorial» ni a las «Restricciones de contenido: lo que puede o no publicar» de la plataforma digital, pues a ninguna de ellas apela en su notificación. En consecuencia, estamos ante un acto de censura y contra la libertad de expresión.

Una editorial (en vegetal o en digital) tiene el derecho de rechazar una propuesta de autor… porque sí, porque le da la gana. Y punto. Nada tengo que alegar al respecto: respeto la propiedad privada y el libre mercado. No puedo aceptar, en cambio, que para fundamentar su rechazo acuda al «interés de la salud y la seguridad públicas» o a la «información errónea» a fin de escudar tan deplorable actitud.

Con todo, justamente, esto, entre otras cosas, es lo que critico y denuncio en mi libro acerca del Totalitarismo Pandémico que nos invade, y del que Kobo Writing Life se hace cómplice.

Y esto es lo que nos pasa… He cerrado mi cuenta con esta compañía colaboracionista y probaré en la competencia (¡el libre mercado!, mientras quede algo de él). A ver qué pasa…

Mientras tanto, y de momento, el ensayo sigue disponible en Amazon:


Disponible (de momento) en Amazon.es aquí

Disponible (de momento) en Amazon.com aquí