lunes, 12 de noviembre de 2018

EL PACIFISMO Y SUS ESTADOS DE EXCEPCIÓN



Llama poderosamente la atención en el pacifismo sus estados de excepción. Esto es, la capacidad demostrada para activarse o desactivarse según los casos, para movilizarse o desmovilizarse según el momento, para cambiar de bando, para atacar o retirarse, para decir esto o aquello, para cambiar el discurso dadas las circunstancias, para vocear o callar. El pacifista dice ser contrario a los conflictos bélicos, aborrece la violencia y ama la paz, prefiere hacer el amor a la guerra. Pero no siempre. Depende de quienes sean los contendientes, el tipo de conflicto, la clase de violencia que se trate, el momento de los hechos. Al pacifismo no le afecta el principio de contradicción, mas sí la excepción.

No se trata sólo de que a menudo los pacifistas empleen métodos muy virulentos para manifestarse. Ocurre además que, hijos de la indignación, exhiben sus pancartas o las pliegan (orden de repliegue) selectivamente. Se oponen frontalmente a la Primera Guerra Mundial, más no necesariamente a la Segunda (suelen ser anfifascistas, enemigos del nazismo y… la URSS formaba parte, en esta ocasión, del bloque aliado). La guerra les enfurece (la de Corea, la de Vietnam, la de Irak...); el terrorismo, en cambio, se les antoja, por lo común, un asunto muy complejo y aun justificable. Las guerras entre naciones (en la que se enfrentan ejércitos y fuerza militares) no son buenas, mas las revoluciones y las rebeliones, las insurrecciones  (populares), las algaradas y las manifestaciones, los motines y los piquetes sindicales, los disturbios sociales y los sabotajes, las acciones de protestas, las movidas, las sentadas y los levantamientos, las concentraciones, son otra cosa. Las llamadas genéricas a la paz son otro cantar. No son malas, pues tienen su fundamento y sus causas. La excepción que confirma la regla. Sin novedad en el frente.

La cosa es casi de película.



En el ensayo Mervyn LeRoy y Lewis Milestone, cine de variedades vs. de trinchera (2013) analizo, a partir de la filmografía del segundo cineasta mencionado en el título, esta cuestión, presuntamente bastante inadvertida y, en su caso, hasta incomprensible, así como la traslación que tal actitud conlleva en las tareas de propaganda camufladas como obras artísticas.

He aquí un fragmento del mismo:


«Sucede que Lewis Milestone, etiquetado por muchos de aquellos que dicen conocer su obra, como especialista en el género bélico/antibélico, modifica bruscamente la perspectiva de la guerra en las películas que dirige, según la guerra y la circunstancia que se trate.

Milestone adopta un postura netamente pacifista y contraria a la guerra en su título icónico, All Quiet on the Western Front (Sin novedad en el frente, 1930), situado en la Primera Guerra Mundial, el cual, en buena medida, como ya ha sido dicho, ha llegado a erigirse en el documento de identidad cinematográfico del realizador, supuestamente sin fecha de caducidad. No obstante, el cineasta se revela de pronto notoriamente beligerante en el momento de abordar cintas ambientadas en la Segunda Guerra Mundial. En este segundo caso, emerge un Milestone combativo frente al totalitarismo nazi y fascista (a menudo ambas categorías son confundidas entre sí en el guión de los films que tratan este episodio histórico), al tiempo que decidido apologista de la acción popular armada y de la guerrilla; a la vez que aflora un Milestone tolerante con el totalitarismo comunista, según queda puesto de manifiesto en dos títulos realizados en años sucesivos: Our Russian Front (1942) y The North Star (1943). Finalmente, en los primeros años cincuenta, con la Guerra Fría y la guerra de Corea en ciernes, y una vez modificado el cuadro bélico de los contendientes, Milestone retoma el discurso pacifista y condena los horrores de la guerra (de nuevo expresado así, en general) en los últimos dos títulos de su carrera encuadrados en ese género: Halls of Moctezuma (Situación desesperada, 1950) y Pork Chop Hill (La cima de los héroes, 1959).

Aun quedaría un aspecto más que señalar sobre el singular antimilitarismo y pacifismo en el cine de Milestone. Descubrimos en él una gran diferencia en el modo que tiene de involucrarse en las distintas tramas según aborde una situación bélica— con dos ejércitos enfrentados— o una guerra civil —con un levantamiento popular, una revolución, una misión especial, una rebelión, un motín—. Este segundo escenario es el que está presente, por ejemplo, en títulos como The General Died at Dawn (1936), The North Star (1943), Edge of Darkness (Al filo de la oscuridad, 1943), Mutiny on the Bounty (1962).


En el año 1942, en colaboración con el célebre documentalista Joris Ivens (galardonado con el premio de la Paz Internacional en 1954 y el Premio Lenin en 1968), Milestone se encarga de montar el documental Our Russian Front, cinta producida por ambos cineastas para la Russian War Relief Inc., primera incursión cinematográfica de Milestone en la Segunda Guerra Mundial. El film está narrado por el actor Walter Huston, quien también intervendrá al frente del reparto en The North Star y, ese mismo año, en Mission To Moscow (Misión en Moscú, 1943), film dirigido por Michael Curtiz; por lo demás, el célebre actor es el narrador en la serie de documentales Why We Fight (Por qué luchamos, 1942-1945), dirigidos por Frank Capra, el quinto de los cuales, The Battle of Russia (La batalla de Rusia), está dedicado al frente del Este. Estas producciones están enmarcadas en la campaña propagandística de la época, montada por determinados organismos oficiales norteamericanos con el fin de apoyar el esfuerzo de guerra soviético después que en junio de 1942, tras la ruptura del pacto Hitler-Stalin, las tropas del ejército alemán invadieran suelo ruso. Desde ese momento, la URSS pasaba a formar parte del bloque aliado, junto a Estados Unidos, enfrentado a las fuerzas del Eje.» 



sábado, 3 de noviembre de 2018

EL LENGUAJE ENCADENADO



Dictadura de la corrección política 

Marco Aurelio afirma en un luminoso aforismo: “Si no quieres ser como ellos, no hagas lo que hacen ellos”. Toda una lección de sabiduría práctica, de civilidad y de contención moral. No es preciso alinearse a las tesis de la filosofía del lenguaje ordinario, el pragmatismo lingüístico o como se denomine ahora la cosa, ni seguir, necesariamente, las teorías del profesor británico J. L. Austin, quien define las sentencias lingüísticas como “actos de habla” (porque al hablar, dice, hacemos cosas), para leer también en la mencionada meditación del filósofo-emperador romano lo siguiente: “Si no quieres ser como ellos, no hables como hablan ellos.”

Y esto es lo que está pasando: el afianzamiento de un tipo de sociedad en la que poco se escucha a los hablantes competentes y muchísimo a loros parlanchines, a lobos aullar, a locos locuaces, a cotorras de cotarro, a periquitos que repiten lo que oyen, sea el parloteo grande o chiquito, sea por convicción o por seguir la corriente. Hoy, la charrada ha llegado a erigirse en charada; por no decir en monumental “chorrada”, para no ofender. No refiero un acontecimiento excepcional ni novedoso. Pero, en el momento presente, el lenguaje que encadena se hace más evidente y dañino que nunca. Será porque hay más medios.

Los hablantes acaban reducidos a ser meros eslabones de la cadena del lenguaje, simples enlaces de atadura y dependencia, de repetición y reposición, del retuiteo y del compartir en las redes sociales, de recaída y reincidencia. Pásalo… 


He aquí un elemento clave que apuntala la bóveda de la llamada “corrección política”, esa bobada que, en su pomposa majadería y camuflada perversidad, está idiotizando a las gentes, lesionando la lógica y hasta el sentido común, privilegiando la contranatura y la contracultura, desgarrando la convivencia y la avenencia ciudadana, o lo poco que queda de ellas.

La expresión “dictadura de la corrección política” no la juzgo exagerada, tal es la gravedad y la extensión de su impacto en la sociedad. La “corrección política” no debe confundirse jamás con un inocente manual de “buenas costumbres” o de urbanidad puesto al día ni con una guía orientadora sobre cómo expresarse, qué palabras emplear y cuáles no. Ha llegado a erigirse en un breviario doctrinal y agresivo, tan sorprendente y caprichoso como arbitrario y mudable en las voces que patrocina o, sencillamente, prohíbe emplear al usuario de la lengua. No sólo busca el control y la dirección del uso del lenguaje, sino también apropiarse del lenguaje en su conjunto; y, como sabemos, lenguaje y pensamiento van unidos. Sectaria y de ambición totalitaria, materialmente expulsa de la vida pública a quien no se ajusta al canon establecido, y a quien sí se acomoda, le tiene dominado.

La “corrección política” produce efectos tan devastadores como las causadas por la “política lingüística” (imposición normativa de la lengua, programas de “inmersión” en las escuelas, recorte de derechos y marginación comunicacional en amplios sectores de la comunidad, etcétera) propiciada por instituciones de los Gobiernos, con una peculiaridad, en este caso, que la hace más siniestra, si cabe: es alimentada y fiscalizada, en su mayor parte, por la misma sociedad civil, una vez infectada por el virus político-verbal. La calamidad de una epidemia depende en gran medida de la facilidad y rapidez con que se propaga entre la población.


El lenguaje como arma de manipulación y confrontación 




El totalitarismo empieza a manifestarse, en su primera expresión, por medio del lenguaje. Manipular las palabras, darles la vuelta, retorcerlas, cambiarles el significado, ganarlas para una “causa”, constituye el inveterado recurso de la propaganda liberticida.

La propaganda, en la exposición universal progresista, funciona hoy como el crecepelo de las ferias de ayer. Estas artimañas publicistas, partiendo de presupuestos engañosos, generan respuestas automáticas y repetitivas que acaban persuadiendo a la gente de la verdad, y aun de la bondad, que aparentan contener. Efecto muy inquietante en el avance de lo “políticamente correcto” es que ha conseguido aunar sus preceptos demenciales en una especie de “sumario” en el que lo moral, lo político y lo jurídico se entremezclan de modo alarmante.

Un caso paradigmático de lo que señalo (aunque hay muchos más) lo hallamos en el llamado “delito de odio”, incluido, finalmente, en el Código Penal; aunque más preciso sería decir “colado” en él. La larga mano de la corrección y la persuasión acaba cerrándose, tarde o temprano, en el puño de la prohibición y la coacción, del premio (para los seguidores) y del castigo (para los incumplidores). Aun con la repercusión social que comporta, una actitud como el odio, pasión personal y privativa de los individuos, no debería salir de su espacio propio de desarrollo: la moral y la estimación pública; excepto en los casos flagrantes, delictivos y lesivos en que de las palabras se pase a los hechos. Esto es así de malicioso en relación a una afección anímica dura, como es el odio, pero no lo es menos aplicada la norma sancionadora a simples y blandas opiniones acerca de credos y conductas arraigados en la vida cotidiana y la tradición. Ocurre que no es equiparable desaprobar una conducta que reprobarla o acusarla, susceptible, por tanto, de ser denunciada con consecuencias que penetran en el campo de lo policial o lo judicial.

En este contexto, no extraña que, tanto en el ámbito privado como en el público (solapándose uno al otro) se imponga, en unos casos, la ley del silencio y, en otros, la crispación social, es decir, ese ambiente tóxico donde la más pequeña e intrascendente discrepancia interpersonal adquiere con facilidad un tono de confrontación violenta. Llegados a este punto, contemplado como instrumento manipulador y de lucha, el lenguaje no se emplea como elemento de comunicación, sino como un arma de agresión y manipulación. Algo que se aleja de la naturaleza y función de las lenguas, adquiriendo peligrosamente la traza de un código cifrado, una jerga en clave, un rumor ciudadano bajo escucha, una contraseña genérica de inspección y vigilancia, un santo y seña de frontera, una “neolengua” (George Orwell) con vocación de checa que cede o prohíbe el paso, según los casos, a las personas.

En la sociedad modernísima, la dominación de los individuos empieza por el lenguaje. Tras el escudo del verbo conquistador, cual caballo de Troya, la propaganda, la “revolución cultural” y la “reducación de masas” se abren paso con poderío.

Que si esto y lo de más allá. Hilo…


“Compañeros de viaje” y “compañeros de lenguaje”



Érase una comunidad de hablantes (versión Jürgen Habermas o Karl-Otto Apel) a un magnetófono pegado; en estos tiempos, algo muy fácil, al estar el singular dictáfono incorporado al teléfono móvil, ya saben, ese ente inteligente, ese todoterreno de la comunicación, ese ángel de la guarda, dulce compañía, que al tipo contemporáneo no le desampara (o apaga) ni de noche ni de día. Allo, telephon. Allo, presidente.

La revolución ya no se hace asaltando la Bastilla o el Palacio de Invierno, o casi nunca, aunque a menudo se juegue con estas imágenes, para asustar. Hogaño, basta con coger a la gente de la oreja y tirarles de la lengua. Y quienes no se dejen, a callar. Por orden del señor alcalde, vivimos en la sociedad de la información, en la que no hay hechos, sino interpretación, intertextualidad, ocurrencias, transversalidad, traducción simultánea. Mensajes prefabricados (divinas palabras rebosantes de ideología muy progresista: la nueva religión) es lo que recibimos, para después reproducirlos en cadena; a menudo sin darnos cuenta de lo que decimos. Esta es la clave de la función-cadena en el lenguaje manipulador: propagar palabras que, por lo general, uno no entiende lo que significan. Implementar el diálogo, ¿me entienden?

Basta con que un pequeño grupo, una élite, una camarilla muy organizada registre sin cesar palabras y expresiones permitidas y/o prohibidas (Lenguaje Políticamente Correcto e ¡Inclusivo!, código verbal legitimado, listas negras), controle los medios de comunicación, las redes sociales y los famosos algoritmos en internet, las escuelas y las universidades, el “mundo de la cultura”, para tener teledirigida a la población, cuyos miembros repiten lo que oyen, una y otra vez, como loros. El hombre sabio y prudente es, por naturaleza, individuo discreto. El bruto, en cambio, vocinglero y rugidor, facundo y verboso. De ahí lo que por doquier se oye y corea, de éste a aquél, de sur a norte.

Los ruidos lingüísticos, las expresiones comunes, el lenguaje público, a modo de eco, se extienden por sí mismos y a gran velocidad. Tampoco está de más servirse de organismos que hagan de altavoz. En los media, el público recibe mucha información/deformación, fake news, anuncios publicitarios y propagandísticos de signo gubernamental, creyendo —he aquí el fundamento del relato— que disfruta de un servicio público, neutro, positivo, formativo, entretenido, incoloro, plural. 



















No sólo del Gobierno emanan los mensajes “políticamente correctos”. También provienen de gran número de empresas y organismos de todo género. No por otra razón se establecen en las compañías privadas, por las buenas o por las malas, departamentos de sensibilización y concienciación social, etiquetados, entre otras fórmulas, como “Responsabilidad Social Corporativa (RSC)”, garantía de calidad, modelo de “empresa solidaria y sostenible” y “economía púrpura” (¡!), ajustada a la “democracia económica”, que no pierde de vista los “fines sociales”, las “vigencias colectivas” y el “bien público”.


Antes, a esta clase de fechoría se la definía con expresiones de este tenor: “pagar el servicio y poner la cama”, servir de “correa de transmisión”, actuar como “compañeros de viaje”, cosas así. La verdad del asunto es que las empresas se deben a sus accionistas y, sobre todo, a los clientes, que son, como afirmaba Henry Ford, quienes en realidad garantizan la nómina de los trabajadores, no, en rigor, los empleadores ni tampoco el Gobierno. Ah, pero eso no puede decirse. Y si se dice, pocos, muy pocos, se atreverán a hacerlo (“actos de habla”) ante testigos.

Las más de las veces, los mensajes emitidos por la “doctrina oficial” son subrepticios y encubiertos, sibilinos y solapados, sigilosos y hasta subliminales, empleándose a fondo los eufemismos, el doble lenguaje, las bonitas palabras, el trabalenguas, locuciones que suenan y quedan bien (a la cabeza, siempre, el adjetivo “social”), que la gente acoge con normalidad y hasta con júbilo, lo cual asegura no ser excluido del grupo, no perder el trabajo, los contactos, la consideración social, los amigos. Una vez asumidos y asimilados, funcionan por sí mismos, actualizándose automáticamente.



Hablar con propiedad: las señoras, primero 

Tal es el control fiscalizador de este tránsito de palabras que vale tanto para un roto como para un descosido, para inventar lenguaje o para enmendarlo. Repárese atentamente en la agilidad de los Observatorios Lingüísticos de facto a la hora de reaccionar para —digámoslo así— “tapar agujeros” en temas de su presumida competencia o de su pretendida propiedad, en el momento en que sufren algún quebranto en la recepción o la menor crítica. He aquí el plan de acción: no perder el control de las palabras y que no salgan de su cauce; vigilar el fluir de los términos.

Los departamentos de propaganda de la “corrección política” son tan laboriosos y precavidos, que al asomar expresiones críticas, ajenas y contrarias al oficialismo, las censuran si pueden o, como recurso de repuesto, ponen en circulación fórmulas sustitutorias que dañen lo menos posible el canon oficial o contengan algún sello propio que remitan al mismo.

Veamos algunas muestras de este proceder.

A las feministas más extremistas en nuestros días, escenificando un activismo enloquecido y salido de madre, no se les califica, por ejemplo, de “femimarxistas”, lo cual sería “hablar con propiedad”, es decir, correctamente, sino con otras fórmulas más disolventes. Revelada el verdadero cariz de la ideología feminista y de género (marxismo cultural, lucha de sexos en sustitución de la lucha de clases, arma de destrucción familiar masiva, etcétera), los Observatorios del ramo apuntan sin susurros a los actores en escena cómo deben denominarse a esas agitadoras subvencionadas, supuestamente, defensoras de la mujer, enemigas del “machismo”, pero también del orden burgués y hetero-patriarcal, del capitalismo. Antes de que surja la palabra precisa —“femicomunistas” o la citada “femimarxistas”—, aparece de pronto sobre la mesa el término “feminazis”. Éxito total. El palabro se repite triunfador una y otra vez, por los hunos y por los otros, indistintamente, asimilado y confundido con el ambiente, y en poco tiempo hasta será aceptado por la Real Academia de la Lengua Española.

El feminismo en estos tiempos, ampliando su campo de maniobra, dedica especial atención a denunciar y exigir la prohibición o el boicot de actividades calificadas de ofensivas para la mujer; desde el trabajo de azafatas en eventos deportivos y/o creativos; la prostitución (oficio de putas; o sea, de “trabajadoras sexuales”); la exposición de obras de arte, que, según su criterio, “cosifica” (término proveniente del diccionario de marxismo) el papel de la mujer; anuncios publicitarios donde se muestren carne femenina, etcétera. ¿Habrá, entonces, que promover la función de los “azafatos” y “prostitutos”…?

El movimiento Me Too, auspiciado desde las filas más extremistas de las asociaciones y los sindicatos vinculados a la industria del cine en Hollywood, se ha hecho notar en los últimos años por denunciar (¡ahora y en pleno corazón del show business!) la situación de la mujer en las producciones cinematográficas, dentro y fuera de los platós: diferencia salarial respecto a los actores, exigencias y abusos de carácter sexual por parte de empleadores y directivos, etcétera. 
El tema ha llegado a tal extremo que desde el mismo “mundo del espectáculo y la cultura” han surgido voces que llaman al orden, al sosiego, a la contención. Como base argumental, y para frenar semejante embestida de “corrección política”, se oye decir mucho que, en el fondo, lo que está generando la frenética movilización es el resurgir del puritanismo, la censura, la caza de brujas y aun ¡la vuelta al macartismo!, palabras y fórmulas asociadas habitualmente al conservadurismo, jamás al izquierdismo o al progresismo. Pocos utilizan, en esta ocasión, expresiones como “dominación sindical”, “resentimiento”, “afán de favoritismos”, “manipulación”, “discriminación”, “clientelismo”, “ajuste personal de cuentas”, “purga”, “cheka”, “jacobinismo”, “procesos”, “pensamiento único”, aparatich”,. Tampoco cotejan estas prácticas con la Revolución francesa y el Terror, “Revolución cultural” en la China de Mao o con la feroz misoginia de los islamistas. 

El partido político CUP (Candidatura de Unidad Popular), minoritario en el Parlamento de Cataluña desde las últimas elecciones, grupo autodefinido como “anticapitalista”, se ha caracterizado durante los recientes episodios acaecidos en esta región de España en pro del proceso secesionista, por saltarse desde vallas de las calles hasta normas, reglamentos y leyes de todo tipo, provenientes de la propia cámara de representación catalana, del código civil y penal y aun del Tribunal Constitucional. Los más atrevidos tildan tales desacatos como actos de “fascismo”.

Para la dictadura de la política lingüística, lo correcto no es hablar con propiedad (llamar a las cosas por su nombre), sino entender el lenguaje como propiedad de sus gestores y custodios. No importa que éstos sean, por lo general y por lo visto, notorios enemigos de la propiedad privada.

En suma, según el mandato de la “corrección política”, y cuando no queda otro remedio, hay que hablar de “emprendimiento” o de “empoderamiento”, jamás de “empresa”, “empresario”, y todavía menos de “propietario”; de “derechos” sin límite, pero deberes ni en la escuela; de “radical”, más no de “extremista”; de “fogoso”, no de “terrorista”; de “violencia machista”, no de “violencia doméstica”; de “género” sí, pero ni una palabra de sexo; de “empatía”, todos los días, no de compasión ni de entendimiento racional interpersonal; en lugar de decir “yo” o “mío”, que es de mala educación y encierra un tono demasiado posesivo, dígase “nosotros” y “nuestro”, que resulta más solidario; alúdase al “estalinismo”, si acaso, mas nunca al comunismo ni al totalitarismo; háblese de “sionismo”, muy poco de Israel; de “neoliberalismo”, no de liberalismo sin más; de “migrantes”, lejos quedan los “emigrantes” y los “inmigrantes”; de “cine negro”, no de cine policíaco, criminal o thriller; de "prisión permanente revisable", que cierra la puerta a la "cadena perpetua". Y en este plan quinquenal, que puede llegar muy lejos, porque larga es la cadena del lenguaje.



Una ilustración cinematográfica, para terminar



Para poner fin a este ensayo, y a modo de ilustración o imagen cinematográfica, haré mención de una película en la que puede comprobarse cómo Hollywood —¡la Meca del cine!— está, ciertamente, a la vanguardia planetaria de la “corrección política”, ejerciendo de estratégico eslabón en la cadena del lenguaje y el manual progresista. Repararemos, de paso, en una circunstancia relevante: pocos, muy pocos, profesionales, incluso entre los menos sospechosos de colaboracionismo con la “causa”, son inmunes a la poderosa presión que ejerce la Doctrina Oficial. Sucede que a todos afecta la cadena del lenguaje de un modo u otro, a poco que uno se distraiga o ceda a la intimidación o siga la corriente. Todos, sin distinción de sexos, razas, oficios o ideologías.

Homesman (2014) es un magnífico western escrito, dirigido y protagonizado por Tommy Lee Jones, compartiendo la cabecera del reparto con Hylary Swank. Un trabajo de primer orden, inteligente, competente, duro en la temática y… sin concesiones. O casi. De no tratarse de un valioso trabajo, ni me hubiese tomado la molestia de tomarlo aquí en consideración, ejemplo referencial de lo analizado en estas páginas. Resumiré el argumento, advirtiendo al lector de que esta breve reseña contiene spoiler.

Road movie ambientada en los primeros pasos de la conquista del Oeste, el Oeste más primitivo y salvaje, inhóspito y yermo, árido y solitario, Homesman relata la aventura de una muchacha (¿se puede decir “señorita”?) que, desde el Este del país, se instala en el otro extremo del big country con un propósito principal: encontrar marido.

La protagonista del film tiene una cabaña en Nebraska. Corre el año 1855, cuando Nebraska no era aún Estado sino “territorio”, un páramo donde los pioneros lo son de pleno y plano, precursores y exploradores, un espacio agreste y todavía sin civilizar. La dureza de la adaptación a un espacio tan severo y la misión que asume la joven en el seno de la magra comunidad en la que sobrevive (propósitos ambos que se ve, finalmente, incapaz de vencer) le llevan a la definitiva decisión de quitarse la vida. Pero, ay, antes de abandonar este mundo desea conocer el misterio de la carne que conlleva el abrazo penetrante de un hombre. El único varón a la vista es el viejo y rudo protagonista de la película, circunstancial compañero de fatigas, un sobreviviente de las praderas, tipo salvaje y truhán, que no se frena con facilidad ante la acción de robar o asesinar; carne de horca, en fin.

Cito a continuación el diálogo de la escena en que la muchacha se entrega al viejo bribón. Recuérdese que el film se estrenó en 2014, así como que el debate sobre el protocolo que debe regir el tácito consentimiento en las relaciones sexuales ha salido recientemente a escena, hasta niveles que rozan el dislate y el disparate. Pues bien, léase lo que sigue, en el contexto referido de la cinta y del presente texto, y extraiga cada cual sus propias conclusiones:

— Quiero acostarme con usted.
— No.
— Debe hacerlo. Salvé su vida.
— ¡No!
— Por favor, es mi dignidad, señor.
— Levante las rodillas. Tome mi mano. Recuerde Cuddy: yo no la forcé.
— Lo haré.
— Si siente dolor, tendrá que soportarlo.
— Lo sé.
— Usted lo pidió, no yo.
— Lo sé.
— Entonces, ¿me deja entrar dentro de usted?
— Sí.


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Versión corregida y ampliada del artículo «La cadena del lenguaje», publicado en primera edición en Cuadernos de Pensamiento Político (Fundación FAES), nº. 60 Octubre-Diciembre, 2018