lunes, 29 de noviembre de 2021

«DELITO DE ODIO»: MÁS ODIO QUE DELITO

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El totalitarismo empieza a manifestarse, en su primera expresión, por medio del lenguaje, dando así una pista de su secuencial trayectoria. Manipular las palabras, darles la vuelta, retorcerlas, cambiarles el significado, ganarlas para una «causa», constituye el inveterado recurso de la propaganda liberticida. Por ahí se empieza.

La propaganda funciona hoy como el crecepelo de las ferias de ayer. Estas artimañas publicistas, partiendo de presupuestos engañosos, pero sugerentes como cantos de sirena, generan respuestas automáticas y repetitivas que acaban persuadiendo a la gente de la «posverdad», y aun de la «posbondad», que aparentan contener (bajo el Totalitarismo Pandémico en la era de la globalización se llama «posverdad» a la mentira y «posbondad», a la maldad). Efecto muy inquietante en el avance de lo «políticamente correcto» (PC), ha conseguido aunar los preceptos demenciales que propugna en una especie de «sumario» en el que lo moral, lo político y lo jurídico se entremezclan de un modo alarmante.

Un caso paradigmático de lo que señalo (aunque hay muchos más) lo hallamos en el denominado «delito de odio», concebido en un momento de delirio en los aparatos de Propaganda liberticida y, una vez experimentado en la sociedad por los medios de difusión, incluido en el Código Penal; aunque más preciso sería decir «colado» en él. La larga mano de la intimidación y la persuasión acaba cerrándose, tarde o temprano, en el puño de la prohibición y la coacción, con premio para los seguidores y castigo para los incumplidores.

Aun con la repercusión social que comporta, una conmoción anímica y moral como es el odio, en su condición de pasión personal y privativa de los individuos, no debería salir de su espacio propio de desarrollo: la moral y la estimación pública; excepto en las flagrantes derivaciones de la pasión desbocada, de manera delictiva y lesiva, cuando de las palabras se pasa a los hechos, como podría suceder, por citar un caso, con la calumnia; pues, ya es sabido: calumnia que algo queda. Si esta perspectiva sensata y prudente del asunto (poner las cosas en su lugar y moderarse) concierne a una afección anímica dura, como es el odio, resulta más patente el despropósito de la norma sancionadora —de iure— aplicada a simples y blandas opiniones acerca de acciones y conductas, creencias e ideas, arraigadas en la vida cotidiana y la tradición; o, sencillamente, porque las sostiene cada cual según su sentir y entendimiento, de singular manera.

Sucede que una vez abierta la caja de los truenos, tarde o temprano las tormentas se equiparan a los chubascos, y las simples faltas o desmanes,  en complejos delitos e infracciones. Porque no es equiparable desaprobar una conducta que reprobarla o acusarla, susceptible, por tanto, de ser denunciada con consecuencias que irrumpen en el campo de lo policial y lo judicial. El «delito de odio», enemigo de la libertad de expresión y amigo de la censura, no es, entonces, más que, una excusa para espolear el avance totalitario y la persecución de palabras e ideas; una expresión de odio blindado con la calificación de delito.

«Estos afectos de odio, y otros similares, se resumen en la envidia, la cual, por ello, no es sino el odio mismo, en cuanto considerado como disponiendo al hombre a gozarse en el mal de otro, y a entristecerse con su bien.», afirma Baruch de Spinoza, en Ética, Parte III, Proposición XXIV, Escolio, quien añade más adelante en su libro supremo: «quien tiene odio a alguien se esforzará por apartarlo de sí o destruirlo.» 



2

He aquí la tentación totalitaria que confunde lo censurable con lo denunciable, el acto irreverente con el delincuente, sacando el odio de quicio (y de su sitio) para introducirlo en los calabozos, los cuarteles y los juzgados.

He aquí una tentación que, en su irresistible apasionamiento, no conoce límites ni distinciones, sirviendo tanto a los patrocinadores del «delito de odio» como a sus (presuntos) críticos. 

Sucede esta impostura, verbigracia, cuando se recurre al odioso «delito de odio» como base jurídica sobre la que fundamentar una denuncia contra actuaciones o personas implicadas en la puesta en marcha del Totalitarismo Pandémico; como pueda ser a propósito del señalamiento y estigmatización de los ciudadanos no «vacunados» en la actual fase de la ofensiva covidiana, con efectos, ciertamente, denunciables ante los tribunales. Mas, yo pregunto: ¿por qué recurrir para ello a esta ociosa figura, inmoral y de dudoso fundamento jurídico, y cuyo mero uso ya supone una forma de legitimarla? ¿Estamos los hombres libres a favor o en contra del denominado «delito de odio», no sólo de palabra sino de facto, lo que lleva a estarlo igualmente de iure?

No soy jurista ni «experto» en nada, y menos en naderías. No estoy capacitado para proponer una alternativa de actuación, seria y efectiva y ajustada a la ley, aunque sí me considero capaz de demandar moralidad, coherencia, integridad y aun sensatez en la acción humana. Así pues, juzgo semejante recurso o procedimiento especialmente improcedente —y sospecho además que poco eficaz— proviniendo de asociaciones que nacen, según declaración de principios, para «restaurar los derechos y libertades que nos han sido usurpados en el transcurso de la pandemia de la Covid-19», agrupaciones de presunto basamento jurídico y, por tanto, sí deben entender de procedimientos legales y actuaciones judiciales, así como conocer referentes relevantes a los que acogerse, por ejemplo, el esencial «Código Nüremberg de ética médica», entre otras Declaraciones de similar calado.

Agrava esta equivocación (que genera también equívocos) el hecho de que, en ocasiones, no se está limitando a expedientes concretos sino aplicándose como patrón de actuación, lo cual me decido a calificar de proceder contumaz y reincidente. Si la orientación del «delito de odio» está fundada en el propio odio y, sobre todo, en la agitación política y la propaganda, como es el caso, mala consejera se me antoja ser como instrumento de actuación en defensa de la verdad, la honestidad, la integridad y la libertad.

Es, en fin, de lamentar que asociaciones inspiradas, en general, en objetivos meritorios y cuya labor es tan necesaria, cometan los deslices aquí señalados, si bien todavía estén a tiempo de rectificar.




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El presente texto será incluido como nota al final en la próxima edición (octava), y junto a otras actualizaciones y añadidos (addenda), del ensayo El virus enmascarado. Totalitarismo pandémico en la era de la globalización (2021).

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lunes, 15 de noviembre de 2021

LA GUERRA DE LOS NOMBRES

 

Publicada la séptima actualización, revisada y aumentada, de El virus enmascarado (2021)que incluye el APÉNDICE VIII:

LA GUERRA DE LOS NOMBRES


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Reproduzco a continuación el texto íntegro

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«César había provocado su destino tanto con la ostentación de su poder como por su poder mismo. Como cónsul o tribuno, podría haber reinado en paz, pero el título de rey desenvainó contra él los aceros romanos. Augusto era consciente de que la humanidad está dirigida por los nombres (la cursiva es mía); tampoco se vio decepcionado en sus esperanzas de que el Senado y el pueblo se sometieran a la esclavitud siempre que se les asegurara con respeto que seguían disfrutando de la antigua libertad.»

 

Edward Gibbon, Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano (1776-1788)

 

1. En el nombre de las cosas

Todo individuo medianamente cultivado ha oído hablar de la «Guerra de los 100 años» (Francia vs. Inglaterra), la «Guerra de los Seis Días» (Israel vs. coalición musulmana) y la «Guerra de los Enrique» (Enrique III, Enrique de Guisa y Enrique de Navarra), en la Francia del siglo XVI. Y más recientemente acaso también de La guerra de los botones (1912), novela escrita por el autor francés Louis Pergaud. Sea como fuere, propongo a continuación una reflexión acerca de la «Guerra de los Nombres». Porque no sé si somos conscientes de que, en la historia de la humanidad (lo diga Augusto o su porquero), el nombre de la cosa resulta, en no pocas ocasiones, más relevante que la cosa misma. Las cosas (y las personas) pasan, mas los nombres perduran; especialmente, en el recuerdo, que es la herencia del tiempo. 

Las palabras pueden, y no raramente, hacer más daño que las bofetadas. Nombres socialmente afianzados, tipificados y exitosos califican y descalifican con mayor celeridad y resultado que acciones virtuosas y discursos juiciosos. Menos mal que nos quedan también, con mayor o menor estabilidad, la cura por el habla, la conversación pulcra e instructiva, la escritura elegante y los versos, amorosos como besos. Probidades que no abundan, pues ya afirmó Spinoza en Ética que lo excelso es tan difícil como raro.

 

«[…] la misteriosa ley de la compensación, demostrable al menos en un lugar: en el aumento de población después de grandes epidemias y  guerras. Parece existir un todo vital de la humanidad que se conserva reemplazando las pérdidas.»

 

J. Burckhardt, Reflexiones sobre la historia universal (1868)

 

Pero, en los tiempos posmodernos, la gente busca lo fácil y lo común, tiene prisa para no ir a ninguna parte, usa (y abusa de) mensajes cortos para incomunicarse, exige respuestas rápidas y concluyentes, y se satisface con las definiciones escuetas. Actúa como en un concurso televisivo (quiz show), como correr o caminar sobre una cinta, ejercicio que recuerda la noria para ratones, hámsteres, cobayas, y la intitulada «gimnasia pasiva».

Los nombres permanecen, en efecto; a menudo, reemplazando, al sujeto u objeto que designa. No es ese su principal atributo. Poseen muchos más: designan y crean realidad; califican y descalifican; verifican y moralizan; y, empleadas con agudeza y discreción, purgan y depuran el curso del lenguaje (el discurso), al llamar las cosas por su nombre (o las degradan en caso contrario). Cuando el nombre en sí  aspira a reemplazar el discurso y el argumento, no lo llames «nombre», sino consigna, eslogan, muletilla, contraseña, clave, salvoconducto, salvapantallas… Ahí hallamos la base acomodaticia y complaciente de la «corrección política».


2. El buen nombre y todo lo demás del hombre

Leemos en el Libro de los Libros, que, en el principio, Dios creó los cielos y la tierra. Mas, semejante proeza fenomenal no bastó: la «tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo». A las cosas del mundo les faltaba denominación de origen, un nombre, para ser. Dios creó, nada menos, que la cadena del lenguaje. Al primer hombre creado, Adán, le concedió la potestad de dar nombre a los animales y también a la primera mujer, que sea Eva, «madre de todos los vivientes». Sus hijos dieron nombre a los suyos y así sucesivamente, hasta nuestros días. Esto dice la palabra sagrada: divinas palabras.


Desde el principio, la facultad de nombrar está concebida como una actividad creadora, no genéricamente distribuida, sino de modo selectivo, vinculada a la autoridad moral y la legitimidad


También dice que si en el principio fue el Verbo, ese verbo era uno y nada más que uno: «Tenía entonces toda la tierra una sola lengua y unas mismas palabras». Y así, bien lo sabía Jehová, no hay forma de entenderse… Además, genera orgullo entre los hombres, aupados por el poder mosquetero del «todos para uno y uno para todos». Los dueños del lenguaje absoluto, concibieron la primera utopía, que no podía ser sino vanidosa e impía: «Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un nombre (la cursiva es mía), por si fuéremos esparcidos sobre la faz de toda la tierra.» Se dijeron aquellos constructores de la ciudad ideal que la torre hiciese de atalaya, de faro y balcón al mar, y así no ser arrastrados por un nuevo Diluvio Universal. Pero Jehová observó aquella empresa como un desafío a su poder, y respondió a la afrenta con el arma más potente: dio a la torre el nombre de «Babel» (en hebreo, «confundir»), y donde dominaba un sola lengua, florecieron muchas, distintas unas de otras, lo que produjo falta de entendimiento entre los hombres, de modo que se dispersaron por todos los confines de la tierra. Y allí terminó el sueño del rey Nimrod, arquitecto jefe de la soberbia construcción; «Nimrod», nombre que lo delataba (el nombre lo dice todo), pues dícese derivar de otras voces que significan «rebelión».

Desde el principio, pues, la facultad de nombrar está concebida como una actividad creadora, no genéricamente distribuida, sino de modo selectivo, vinculada a la autoridad moral y la legitimidad. Porque el lenguaje es poder: poder de tener y poder de hacer. Un «derecho del señor a dar nombres» y a fundar valores al nominarlos, afirma Friedrich Nietzsche en La genealogía de la moral.

Un poder éste que la naturaleza y la nobleza (de espíritu) conceden al veraz y pulcro hacedor de palabras, no al palabrero, al palabrón, al picotero, al parlamentario, al charlatán usurpador, al traficante, falsificador y manipulador de nombres (quebrantamiento del orden natural de palabras y cosas, del reconocimiento o respeto y de la jerarquía de la acción, que Nietzsche cargaba sobre las espaldas del sacerdote).

El malhablado no tiene derecho a disertar sobre el sentido de las palabras, de igual modo que el injusto no puede definir la justicia, ni el malvado la bondad, ni el imprudente la discreción. Y en este plan.

El desorden que describo no es nuevo. Ocurre que, desde su establecimiento, la sociedad de masas y del espectáculo conduce a toda velocidad y sin frenos, dando como resultado un vuelco brusco de lo real, en el que ha triunfado la alteración y el revuelto: el mundo al revés (también conocido por el nombre de «altermundismo»), la revolución pendiente que ha dado la vuelta a la tortilla.

En la denominada «sociedad de la información y del conocimiento» no escuchamos voces, sino ecos; ni al sabio, sino al zopenco; ni al entendido, sino al «experto»; ni al prudente, sino al impertinente y al voceador; ni leemos al instruido y al competente, sino al que escribe más rápido, de corrido y sin pensar. Lo real, según vengo sosteniendo, ha sido sustituido por su doble (por la doblez), por el imitador, el plagiador, el copista, el escriba, el repetidor automático.

El ruido lingüístico y las interferencias de todo tipo han distorsionado el dulce sonido y el limpio trazado de las palabras, y de los nombres, corrompiéndolos sin remedio. Preocupa más el rótulo y la fama que la integridad y la virtud; el refranero, que repite lo que oye, ha recogido este mensaje traicionero: «Más vale el buen nombre que todo lo demás del hombre».

Por donde pasa el bárbaro no vuelve a crecer la lengua, sino la jerga. ¿Quién, con sentido de la decencia y la prudencia, se atreve hoy a  hablar de «diálogo», «narrativa», «normalidad», «híbrido» o «paradigma» sin verse atrapado en la red de la araña y sin tener que explicarse largamente para no ser malentendido y ser esclavo de sus palabras? Los practicantes lenguaraces que te pinchan con lo del «diálogo» y tal conforman la misma tribu lingüística de quienes toman los nombres de «consenso», «implementar», «resiliencia», «disrupción» y demás… en vano. Habría muchas más muestras que llamar a declarar, pero el aire ya está bastante cargado.

En la comunidad de los intocables, que ha sustituido a la sociedad de masas, la información ha quedado férreamente controlada por el Poder y los minipoderes, dando como resultado un rumor ambiental que distorsiona la comunicación entre los hombres, merced a la interposición general de pantallas y mamparas, mascarillas y viseras, altavoces y visores, telones de acero oxidado y globos sonda, tapaderas, coberturas y nubes virtuales cargadas de datos, dispositivos electrónicos y módulos interconectados a la Red Central de Inteligencia Artificial, al servicio del Alto Mando.

Pero, ¿qué es esto?


3. Lo que no tiene nombre

El fenómeno que recorre el mundo, cuyas derivaciones quedaron patentes desde finales del año 2019, no tiene nombre. En el idioma español, dicha expresión conlleva varios significados: designa algo que es tenido por altamente reprobable y condenable; que es anónimo; que (a falta de una decidida clasificación, o propiamente un nombre) se entiende como incalificable, lo cual viene a querer decir, sin reconocerlo, que, en verdad, no se entiende. He aquí una señal superlativa que evidencia que el fenómeno avanza, crece y gana terreno porque desde un primer momento saltó su nombre a la palestra y comenzó a correrse la voz: «pandemia»; y para más señas, nombre propio: «covid», sin más.


Todavía hoy, más de dos años después de los primeros síntomas del Mal sin declarar, nos referimos a lo que nos pasa con divagaciones y rodeos (como estoy haciendo ahora), y aludiendo a «esto» para referirse a los que no tiene nombre


A los promotores y los secuaces del fenómeno en cuestión les bastan con mentar la bicha para no tener dudas ni dar más explicaciones; porque la propaganda no descansa sobre la explicación, sino sobre la repetición. Por el contrario, quienes no se creen la Doctrina Oficial, global y resueltamente designada, les ocurre como a los perplejos hombres de la Modernidad, según Ortega y Gasset: «No sabemos lo que nos pasa y eso es precisamente lo que nos pasa.» Es decir, no sabemos denominar qué es lo que está pasando; cual paciente doliente que no logra trasmitir al médico lo que le duele o cliente indeciso que en la tienda busca y rebusca entre estantes y mostradores sin encontrar lo que no sabe dónde está porque no sabe lo qué es. Así pasa con los «negacionistas» (ven cómo en la versión oficial los nombres brotan con resolución y sin titubeos), que no han sabido responder ni replicar con semejante determinación a la oficialista.

Y si lo hacen, suelen echar mano del diccionario básico del adversario; verbigracia, apodar sistemáticamente como «fascistas» e impulsadas por la avaricia y el afán de lucro las políticas de las corporaciones privadas y los Gobiernos involucrados con el covidismo; el «comunismo» ni se nombra, como tampoco el «virus chino»: es asunto clave comprobar que la mención a la República Popular China está ausente en toda la polémica sobre esa Crisis llamada «pandemia» o «covid», cuando su participación en esta tragicomedia es, sin duda, en forma de actor protagonista o al menos de secundario principal. Después de todo y en fin, después de Babel, tibios y troyanos virales, los terrícolas esparcidos por el planeta, hablamos el mismo idioma.

Nunca como hasta ahora ha sido tan necesario el constante uso de comillas, en lenguaje escrito, puntualizo; nunca en el gestual, torciendo los dedos de la mano, por favor... Todavía hoy, más de dos años después de los primeros síntomas del Mal sin declarar, nos referimos a lo que nos pasa con divagaciones y rodeos (como estoy haciendo ahora), y aludiendo a «esto» para referirse a lo que no tiene nombre. En este mismo ensayo, empleo expresiones variadas para nombrar lo innombrable: «Gran Fraude, «Gran Mentira», «Tragedia», «Covid-1984», etcétera, a falta de un término (o dos) de uso común, generalizado, directo e inconfundible. Para entendernos.

 

«3.144. Los estados de las cosas se pueden describir, pero no nombrar.

(Los nombres son como puntos; las proposiciones, como flechas: tienen sentido)».

 

Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus (1921)

 

Asimismo, y por alguna razón, olvidamos antes los nombres de las personas que sus caras. O los olores. Y así, aunque no sepamos lo que hay, el caso es que huele muy mal…

Ciertamente, ha habido intentos de cierto calado, como es el haber ideado el término «plandemia». Pero, debe reconocerse que, aunque ingenioso y facilón (acaso en exceso), suena demasiado forzado, demasiado… replicante. Un simple careo, en cuanto al uso y aplicación entre la voz «pandemia» y «plandemia», revela la superioridad estratégica de la primera sobre la segunda, lo cual nos proporciona asimismo otra pista del desequilibrio de fuerzas en este conflicto, y por qué incluso ni siquiera llega a ser conflicto.

Y así estamos perdiendo la «guerra de los nombres», que es como decir, perder la «guerra». He aquí otro nombre para la cosa, «guerra», pero que exige aclaración («nueva guerra», etcétera), y mientras tanto la «pandemia», la «covid» o lo que sea no para, ni se le frena.

No es de extrañar, porque así es la cosa. Pero, entonces, ¿qué es esto?

De esto va la cosa: de embozarnos porque sí; de distanciarnos, porque lo exige el protocolo; de encierros y cancelaciones arbitrarias; de inyectarnos fluidos sin autorización ni prospecto. Esto va de obedecer a lo que se manda sin saber por qué. Aunque no hay por qué. Se trata de aturdir con órdenes y restricciones absurdas y cambiantes, no porque la Autoridad no sepa lo que hacer, sino porque lo sabe demasiado bien. La cosa va de confundir en esta torre de papel que nos ha quedado del mundo de ayer. 

Como ya he recordado en un capítulo anterior, la obra maestra del Diablo ha consistido en convencer a los hombres de que no existe. La corriente dominante en nuestros días (mainstream), la superproducción del Diablo covidista, es que no tiene nombre. Igualando aquellas antiguas divinidades que tampoco tenían nombre ni podían ser nombradas.

Y así entre lo intocable y lo innombrable vamos pasando a otra dimensión, desconocida, irreconocible.

4. Dejémosla ya, que así es la cosa

«Hace frío en el scriptorium, me duele el pulgar. Dejo este texto, no sé para quién, este texto, que ya no sé de qué habla: stat rosa prístina nomine, nomina nuda tenemos (De la primigenia rosa solo nos queda el nombre, solo conservamos nombres desnudos)».

 

Umberto Eco, El nombre de la rosa (1980)

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