domingo, 31 de agosto de 2014

PLA EN AUTOBÚS


«Hasta ahora, he tenido la desgracia de no poder presentar a mis lectores un libro sobre algún país remoto, exótico y extraordinario. En mis libros, no hay mosquitos, ni leones, ni chacales, ni objeto alguno sorprendente o raro. Confieso sentir, por otra parte, poca afición por el exotismo. Mi heroísmo y bravura son escasos. Me gustan los países civilizados. Desde el punto de vista de la sensibilidad me daría por satisfecho plenamente si pudiera llegar a ser un hombre europeo. He sido siempre aficionado a la «mateotte» de anguilas, a la becada en canapé y a la perdiz mediterránea.

 Antiguamente, el viajar, era un privilegio de los grandes. Solía ser la coronación normal de los estudios de un hombre. En nuestra época, se generalizó y abarató de tal manera que un hombre como yo ha podido vivir durante veinte años en casi todos los países de Europa, por cuatro cuartos. Pero esto también se ha terminado.Por el momento, no viajan más que los propagandistas y los diplomáticos. […]


Lo esencial, para aprovechar un viaje es tomarlo como finalidad misma. Andar por el mundo un poco al azar es muy agradable. Viajar sin tener un objeto concreto es una auténtica maravilla. Yo siento que podría curarme de todos mis vicios y de todas mis virtudes —caso de que tenga alguna—. Lo que no podré dejar jamás es mi recalcitrante vagabundaje.

Hay que viajar para descubrir, con los propios ojos que el mundo es muy pequeño, y por tanto que es absolutamente necesario hacer un esfuerzo para dignificar la visión hasta llegar a ver las cosas en grande. Hay que viajar para darse cuenta de que una pasión, una idea, un hombre, solo son importantes si resisten una proyección a través del tiempo y del espacio. No hay nada como alejarse un poco para curarse de la psicosis de la proximidad, de la deformación de la proximidad, de la que todos estamos atacados. Hay que viajar para aprender —a pesar de todo— a conservar, a perfeccionar, a tolerar. Es en este sentido, creo, que los antiguos aconsejaban el desplazamiento. Creían que era un buen método para aprender a prescindir de pequeñeces, de difusos detalles, de torcidos cubiliteos tribales, de grandiosidades escenográficas y falsas. La pieza de caza del viajar es la aventura. La aventura es la flor, el perfume del azar y de la diversidad. A veces es una puerta que se abre ante un mundo insospechado, sobre un mundo que se sabe donde empieza y no se sabe donde acaba…»


Josep Pla, «Prólogo» (fragmentos) del libro Viaje en autobús (1942)



jueves, 21 de agosto de 2014

LA MALETA DE JULIO CAMBA



«No hace aún mucho tiempo, yo era uno de esos escritores absurdos que se dirigen a los objetos inanimados en largos discursos llenos de literatura. El discurso típico de este género es el de la maleta. El escritor se encara con una maleta muy mala y le dice lo siguiente:

  —Vieja maleta, vieja maleta viajera: hace mucho tiempo que estás inmóvil en el rincón más sombrío de la casa. ¿Es que ya no quieres ir por el mundo?
  La maleta no responde.

  —Sin embargo —añade el escritor—, tú tienes un alma inquieta y errabunda. Nunca has permanecido mucho tiempo en una misma ciudad, mi vieja maleta, porque un deseo insaciable de aventuras te llevaba siempre de un lado al otro. Tú no eres una maleta sedentaria. Tú no eres tampoco una de esas maletas banales —aquí el autor adquiere un tonillo irónico— en donde los estudiantes de Derecho meten unos calcetines de fantasía, un traje muy bien doblado, alguna ropa interior, unas bolas de naftalina y un paquete de cartas de la novia. Ni eres tampoco una maleta comercial —con un vago anticatalanismo— en la que un viajante de Tarrasa o de Sabadell embute las muestras de sus paños abominables. No. Tú eres una maleta literaria. —(El autor se acuerda de sus tiempos de bohemia.)— Tú no has contenido nunca trajes a la moda ni brillantes corbatas, y los sitios mejores de que disponías han sido ocupados siempre por las obras maestras del género humano. Tú eres casi sabia, mi vieja maldita.


  La vieja maleta permanece muda, en una noble actitud de modestia.

  —Pero eres muy vieja, muy vieja. Has envejecido un poco en todas partes, como tu amo, del que no te has separado nunca, ya no tienes ilusiones. Alguna vez —(¡Oh! Permitámosle, al autor un pequeño rasgo de coquetería retrospectiva)—, alguna vez tú también has contenido cartas de amor. Acababas entonces de salir de la tienda: eras fuerte y elegante; tu piel y tu metal brillaban al sol. En aquella época, mi vieja maleta, nosotros no sabíamos nada de la vida y podíamos creer en la felicidad. ¿No te acuerdas de unos calcetines de seda que tu dueño compró en uno de los días más utópicos de su existencia? ¡Ay!, yo creo que en tu alma de maleta —esta frase me parece demasiado cruda— aún no se ha extinguido la fragancia de cierta rosa juvenil, y lo creo porque en la mía todavía subsiste melancólicamente.

  En este momento, y como una contradicción, la maleta exhala un fuerte olor a cuero. El autor podría increparla en unos términos como éstos: —¡Qué! ¿Hueles a cuero, mi vieja maleta? ¿Tan desgraciada eres que ya no queda en ti ni un rastro de la fragante juventud pasada?— Pero el autor prevé que por este camino iría de tontería en tontería; así es que se hace el desentendido y concluye de un golletazo.

  —Eres muy vieja, muy vieja, mi vieja maleta. Ya no tienes energía ni ideales. Con tu piel manchada y tus correas rotas, ya no puedes intentar nuevas aventuras. Además, eres una maleta escéptica. Reposa ahí en tu rincón, llena de viejos calcetines zurcidos, y mientras las otras maletas juveniles recorren el mundo en busca del ideal, tú puedes recordar las aventuras pasadas y los antiguos viajes que ya no reproduciremos nunca ni tú ni yo. No, vieja maleta, vieja maleta viajera…

  ¡Si la maleta hablase!»

Fragmento de la crónica «Filosofía sobre la maleta», incluida en el libro de Julio Camba, Londres (1916)