martes, 20 de marzo de 2018

HABLAR POR HABLAR



«El mundo es mera cháchara, y nunca veo a un hombres que diga menos de lo que debe, sino más.»

Michel de Montaigne, Ensayos, I, 25


Cada día que pasa, el lenguaje lenguaraz, montaraz y grosero, impacta más y más en el vulgo raciocinio de la gente ordinaria, dejándolo en manos (también a los pies) del “pensamiento débil”, enclenque y desmejorado, hasta el punto de que merezca ser denominado “vulgo raquítico”. 

Sucede, por lo general, que el uso de las palabras vanas e impropias afecta al público sin distinciones de edad, sexo y condición, sin género de dudas, dejando a su alrededor un panorama desolador, de tierra quemada. Porque allí donde pasa la superba “corrección política” no vuelve a crecer el verbo ni la verba. Para demostrar el movimiento andando, acaso debiéramos expresarnos con correctamente, y decir, en consecuencia, el “respetable público”, la “ciudadanía”, el “pueblo”, la “gente”. Tan sólo sea para curarnos en salud, digo, aunque el término “público” ya es suficientemente “correcto”, para qué nos vamos a engañar.

Las sociedades posmodernas (o lo que sean) llevan tiempo igualando a los individuos por lo bajo, y una vez puestas a la labor, alcanzan su propósito a una velocidad de vértigo. Hoy, más que nunca, todos tienen derecho a hablar, a proferir lo que quieran, a hablar por hablar. Hoy, en suma (y resta), todo son derechos (derechos multiplicados por dos), y no se considera lícito recortar ni un milímetro el estado de bienestar que tanto cuesta establecer y montar, aunque a algunos se les antoje cosa gratis.

Las tareas de educación y cultura exigen mucho esfuerzo y tremenda dedicación. Pero, ojo, hablar de calidad y de excelencia en estos ámbitos suena a antiguo, rancio, reaccionario. El “mundo de la educación y de la cultura” constituye un coto cerrado custodiado por las “fuerzas de la cultura”, quienes dictaminan de qué debe hablarse y qué está permitido o prohibido decir. Utilizando para ello la fuerza, si es preciso o hay prisa; a esta clase de coacción se conoce también por la expresión “virtud republicana”. Para la “sociedad cenicienta” (sociedad calcinada, de cenizos y cenizas), el hablar siempre ha primado sobre el decir.

Los actores en el nuevo cine español (o ni nuevo ni cine ni español) hablan en las películas igual que lo hacen en calle; es decir, mal. Lo mismo ocurre con muchos jóvenes (y no tan jóvenes) escritores, que cuentan cosas (ocurrencias) tal y como les han pasado en su excitante experiencia de pocos lustros, revelando a medias (con medias palabras) lo que diantres les ha ocurrido; y lo escriben tal cual, o sea, fatal. 

¿Cómo hablan en televisión los personajes que pueblan los platós, los programas de entretenimiento, los reality shows, y hasta los locutores, por no decir bocazas, en los telediarios? Bueno, de la televisión mejor no hablar... 

¡Qué cosas pasan! Los colectivos, definidos desde hace lustros lustrosos como “minorías” (desde las “mujeres” —así, en plural; en términos estadísticos, la mayor parte de la población— hasta grupos alternativos de todo tipo), hogaño se constituyen en “mayoría social” y hablan en nombre de la mayoría total. Regiones y comunidades varias se ven agitadas por partidos y colectivos soberanistas con el propósito de romper (con) el Estado al que pertenecen, porque sí, proclamando muy ufanas que la parte es mayor —y mejor— que el todo, sin verse conmovidos con ello por la lógica ni la teoría de conjuntos. Sienten y quieren mucho, lo que no es poco. Porque lo que sienten, lo sienten en lo más profundo de su corazón (no como los demás). Y lo que quieren, lo quieren ya. En los sujetos que así se manifiestan no mandan las leyes de la racionalidad, mas sí las de la Reparación y el Resentimiento (o sentimiento multiplicado por dos).

Hoy, el paradigma o epítome del habla reside en el mundo de la política y del deporte, valga la redundancia. Escúchese cómo hablan, por lo común esos follones, esa gente descomunal y soberbia, que diría Cervantes. He aquí el espejo donde se mira la muchedumbre, pero también gran parte de las élites letales y los “comités de expertos”. Hablan y hablan sin que pueda entenderse nada.

Anegados por la coletilla y el cotilleo, por la apostilla que da la nota, en la “sociedad cenicienta” se vive del cuento, y sobran las palabras. Bla, bla, bla…

¿Qué dicen por ahí? Nada, en realidad. Pero, todos hablan y chatean, platican y repiten o retuitean (RT) lo que otros parlotean y tuitean, tratando a todos de tú a tú, tuteándose. He aquí una sociedad de opinantes igualada a golpe de clic de ratón o de dedazo en las pantallas táctiles; una sociedad cenicienta, alfombrada de ceniza. Opinan y comentan sobre cualquier asunto, por complejo que sea. Refutan con descaro o se burlan, sin más, de las palabras sabias. Hechizada la masa por lo vulgar, valga la redundancia, queda instalada en el “principio del placer”. Aprueban o desaprueban a los demás con un simple «me gusta». Y si no, se enfadan. Dialogan, dialogan mucho, que es actividad muy moderna y muy cool, muy bien vista y muy de nuestros días. Helos aquí, los tontos del cool. 

La “sociedad cenicienta” es una masa parlanchina que, las más de las veces, no sabe ni lo que dice. Ni falta que le hace. Vergüenza no tienen, mas orgullo, sí.

La gente habla y oye, pero no verbaliza ni escucha. Ni siquiera a sí misma. De hacerlo, tal vez corrigiese errores y sinsentidos. Llenaría de contenido sus frases vacías. Pero, hemos llegado a un punto en el que nadie quiere recibir lecciones de otro, al tiempo que piden más escuelas “públicas” y jardines de infancia. 

“Sí o sí”. “No es no”. “Imagine”. “Violencia machista”. “Seguimos en contacto”. “Ciudadanos y ciudadanas”. “Esto es lo que hay”.



Bienvenidos a la “sociedad cenicienta”, al topos social: el reinado del tópico. En griego, “lugar” se dice “tópos”. En latín, “locus”. Y no digo más.

Con el tópico hemos topado. Y es, precisamente, el tópico, el lugar común, la frase hecha, el ordinario lenguaje que se va extendiendo en la sociedad como una riada que todo lo inunda y lo empantana. Si bien esto quizá no sea lo peor de todo: la mayoría de la gente cree que los tópicos son sólo palabras, una forma de hablar, como cualquier otra, que no hace daño a nadie, que igual da, sin percatarse sobre los tremendos deterioros que para la salud intelectual, moral y política de comunidad comportan el sostener tamaños disparates. Primero, decirlos. Segundo, quitarles importancia. Tercero, repetirlos. Se trata, entonces, de descubrir la estafa y el delito, pero también de explicar la causa: 

“Tal es la función primera de los tópicos: acomodarnos al grupo, arroparnos con «lo que se lleva», vestirnos a la moda verbal del momento a fin de llegar a ser de los nuestros.” (Aurelio Arteta, Tantos tontos tópicos, Ariel, Barcelona, 2012, pág. 10).

Nunca como ahora ya quedado tan patente (obscenamente perceptible) que las ideologías, las creencias y las vigencias colectivas funcionan a modo de blindajes intelectivos y emocionales, reductos de usar y progresar, escudos de protección, salvaguardas y pases autorizados. 

Anegados por la coletilla y el cotilleo, por la apostilla que da la nota, en la “sociedad cenicienta” se vive del cuento, y sobran las palabras. Bla, bla, bla…

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La primera versión y edición del presente artículo ha sido publicado en la revista Cuadernos de Pensamiento Político (Fundación FAES), nº 57, enero-marzo 2018