martes, 12 de abril de 2011

'GUERRA EN LA RED' de RICHARD A. CLARKE & ROBERT K. KNAKE


Richard A. Clarke & Robert K. Knake, Guerra en la Red. Los nuevos campos de batalla, traducción de Luis Alfonso Noriega, Ariel, Barcelona, 2011, 367 páginas.


Richard Alan Clarke (Boston, 1950) ha sido alto funcionario de la Administración norteamericana, donde ha ejercido como responsable de seguridad bajo cuatro presidencias de Estados Unidos de América (Ronald Reagan, George Bush, Bill Clinton y George W. Bush), a lo largo de 30 años, de 1973 a 2003. Bajo los respectivos mandatos, ha ocupado diferentes destinos en la Casa Blanca, el Departamento de Estado y el Pentágono, por lo general, relacionados con el ámbito de la inteligencia y la seguridad. Este flamante currículo hace del autor un probado experto en la materia de su especialidad, lo cual no es óbice para que deje a su paso notorias polémicas, tanto por lo se refiere a su gestión cuanto, especialmente, a su labor publicista.

De hecho, fue el encargado de la oficina antiterrorista de los Estados Unidos durante los atentados del 11 de septiembre de 2001. Experiencia tan traumática la verbalizó en el ensayo Contra los enemigos, publicado en España en 2004, texto que provocó un intenso debate. Clarke sostiene allí, a propósito de la lucha antiterrorista, que, por ejemplo, se exageró la participación de Al Qaeda y Osama bin Laden en los atentados del 11-S, razón por la cual se opuso a ciertas iniciativas contraterroristas impulsadas por la Administración de George W. Bush, como la intervención en Afganistán e Irak. Justamente, esta discrepancia provocó su salida del círculo de poder de la Casa Blanca en 2003.

De reciente publicación en EE UU, acaba de editarse en España su último libro, Guerra en red, que promete no menos polémica que la suscitada a raíz del anterior trabajo mencionado. A medio camino entre un volumen de memorias, un ensayo histórico y un relato periodístico, en el presente libro, Clarke hace públicas sus consideraciones sobre los peligros que acechan a la seguridad en Estados Unidos, denunciando la poca preocupación que, a su juicio, han prestado al asunto las respectivas administraciones en el poder. Aunque firmado en colaboración con Robert K. Knake, el libro está escrito en primera persona, lo que da una idea formal del grado de protagonismo del autor. Para algunos de sus críticos, en realidad, un afán de protagonismo, cuando no de exhibicionismo y presuntuosidad.

Internet fue concebida en la década de los 60 del siglo XX como vehículo de comunicación entre universidades, diseñada para ser utilizada por algunas pocas miles de personas, pero no para miles de millones de anónimos usuarios, desconocidos entre sí, y que no tienen por qué confiar unos en otros. Las redes sociales (como Facebook), de gran impacto en nuestros días, surgieron de modo bastante semejante. La actual empresa AT&T fue la primera compañía de telecomunicaciones que sacó fuera de los ámbitos originarios el uso de la nueva tecnología para navegar por la Red, extendiéndola a las corporaciones y el consumo privado en los domicilios. En el momento presente, raro es el uso de información y la gestión de cualquier tipo que no dependa de Internet. El ámbito humano de comunicación es, cada día más, ciberespacio.

El ciberespacio lo conforman todas las redes informáticas del mundo, conectadas y controladas entre sí. Comprende Internet, pero también las redes transaccionales a través de las cuales fluyen datos y dinero, negocios con valores y operaciones con tarjetas de crédito. La conexión conduce, por tanto, casi sin remedio a la interconexión. Hoy, por ejemplo, la mayoría de ascensores y fotocopiadoras de usos convencionales incorporan microordenadores conectados con terminales relacionadas con los servicios de fabricación y mantenimiento de los productos. Muchos de estas prestaciones vienen ya incluidas en las nuevas contrataciones de los mismos. No hay, en principio, mucho problema cuando las cosas funcionan como uno espera o desea. Sencillamente, regalas información a no sabes quién. En ocasiones, información sensible o relevante. Las trituradoras de papel en las oficinas, que destruyen documentos confidenciales o privados, pueden incluir parecidos dispositivos.  De fábrica o añadidos posteriormente por tampoco sabemos quién.

El dominio y la omnipotencia de la informatización en las sociedades conllevan determinados efectos que no pueden ignorarse. Un sencillo colapso o incidente paraliza abruptamente los protocolos básicos de actuación. Ante una ventanilla de las administraciones públicas o en una oficina de la empresa privada, si el sistema informático se bloquea o las interconexiones se colapsan, vuelva usted mañana. Esto por lo que tiene que ver con fallos circunstanciales no provocados intencionalmente. ¿Qué ocurre cuando tras la incidencia está la mano del cibercrimen o el ciberterrorismo? ¿Y qué decir de la «ciberguerra»?

¿Cómo definir la guerra en la red? Respuesta de Clarke: «aquellas acciones realizadas por un Estado-nación con el fin de penetrar los ordenadores o las redes de otra nación y el propósito de causar daños o perturbar su adecuado funcionamiento.» (pág. 23). No hablamos de ciencia-ficción. El primer capítulo del libro refiere casos reales acontecidos en los últimos años: las sospechas de que Israel ejecutara un asalto cibernético en una planta nuclear en Siria; otro, un ataque de Rusia sobre Georgia que bloqueó sus sistemas informáticos; uno más, en fin, proveniente de Corea del Norte que perturbó las operaciones en EE UU y en Corea del Sur. Hay sospechas de más hechos sucedidos, pero la mayoría no han sido hechos públicos.

A resultas de estas circunstancias, los conceptos mismos de «guerra» y «conflicto bélico» han sido trastornados. En nuestros días, el poderío militar de un Estado ya no depende básicamente del número de tropas o del armamento de que se disponga. De poco le serviría a una superpotencia, si Estados-nación pequeños (también, los denominados «canallas») o, simplemente, grupos organizados de «ciberguerreros», interfiriesen, por medio de ataques organizados, servicios básicos, como la red eléctrica del país. Esto es lo que se denomina «guerra asimétrica», que cambiaría radicalmente el actual equilibrio geoestratégico de defensa.

Sobre el diagnóstico del asunto no hay demasiada discusión, al margen de identificar la auténtica o exagerada gravedad del problema. La controversia gira sobre las medidas que deben tomarse a fin de reforzar la seguridad de las democracias. Estamos, en consecuencia, ante el clásico conflicto político e ideológico acerca de la prevalencia de la libertad o la seguridad. Richard Clarke patrocina que lo segundo prime sobre lo primero. Funcionario de profesión y vocación, al fin y a la postre, lamenta que Internet siga sin tener control gubernamental, defiende sin reservas una mayor intervención y regulación del Gobierno sobre las empresas privadas, a las que habría, a su juicio, que imponer protocolos de seguridad y actuación, no importa su dimensión ni su coste. La Administración, por tanto, tendría bajo control no sólo las propias áreas públicas que la Constitución le reconoce, sino hasta las privadas, con derecho a actuar en su gestión. Todo ello, siempre, en nombre de la seguridad nacional.

La propuesta de Clarke de constituir un Cibermando, que regule y coordine el resto de organismos responsables de temas de seguridad, a las órdenes de un «ciber-zar» (¿quién sería el designado para tal plenipotenciario ciberpuesto?) no ha tenido acogida en los gobiernos republicanos norteamericanos. Por lo que parece, incluso la actual administración demócrata, comandada por Barack Obama, advierte demasiadas intromisiones en el ámbito de la libre empresa, los derechos civiles y la privacidad como para admitir las advertencias del veterano de guerra (en la red). La prueba de que el autor no se ha rendido queda patente en el lanzamiento del presente volumen.


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