Hay una Verona real y una Verona de fábula. Cierto es que no refiero una característica singular, por tratarse de una circunstancia que concierne a prácticamente todas las ciudades del mundo, urbi et orbi. Aun así, tal vez en Verona esta distinción sea más apreciable que en otras. La Verona davvero hay que descubrirla por partes, por capas arqueológicas, según ha ido creciendo la historia y la hierba sobre el estrato fundacional. La Verona de leyenda aquí la llaman Julieta, dicen que hija natural de un noble Capuleto, aunque, en realidad, lo fue de la hidalga imaginación de William Shakespeare.
Los veroneses no son todos pintores, pero están encantados con la ciudad en que viven, un sentimiento que no juzgo, de ninguna manera, una exageración. Al atardecer, el canto se torna bel canto durante los meses estivales, cuando da comienzo la temporada operística. El magno festival musical tiene lugar en el privilegiado anfiteatro de la Arena, otro tótem de la villa, que solapa en muchos otros encantos urbanos, un árbol que a menudo no deja ver el bosque. Aunque, nada hay que temer. Verona, en verano, se torna un bosque muy animado.
Los afortunados que han conseguido entradas para el circo reconvertido en teatro, vestidos con sus mejores galas, hacen el paseo triunfal por la Piazza Bra hasta alcanzar la Arena, donde tendrá lugar, a la luz de la luna, la velada operística. Il Trovatore, Rigoletto o I Puritani suenan triunfales cada verano en el coso de Verona. Este año toca Aida de Verdi. Los menos afortunados, pero no por ello gente amargada, sentados en las terrazas que alegran la plaza mayor, se consuelan contemplando el cortejo, mientras paladean un helado de tutti fruti. Unos y otros —y todos los demás— mantienen vívidas conversaciones, sean soto voce (alabando, en la grada de la Arena, un do de pecho del barítono o un trino de la soprano) o viva voce (en la playa empedrada, a través del telefonino o desde un extremo al otro de la explanada).
La obertura de la ópera eleva al cielo estrellado sus primeros compases imponiendo el silencio en el teatro al aire libre. Pero lo que es en la plaza pública, el verdadero festival no ha esperado la señal del director de orquesta para comenzar la actuación. Allegro, ma troppo, davvero. Hace horas que el público ha tomado el escenario de la Piazza Bra. En un ángulo, al norte, los coros de la parroquia compiten con las arias populares. En el centro, mezzo espontáneas suenan como contraltos. En el sur, no hay conversaciones a dos, hay duetos, aunque, en realidad, en este espacio libre todo el mundo participa. En las dos áreas rumorosas, teatro y foro, se escenifican funciones en paralelo: en una, el auditorio escucha y no habla; en la otra, la concurrencia habla y no escucha. Pero, todos cantan.
Los visitantes, en su mayoría, limitan su agenda a recorrer el perímetro urbano al trote: visita a la casa de Julieta, la cual no existe ni existió davvero, y dos vueltas matutinas al ruedo, en el circo romano-veronés, que si es real, aunque ya no es lo que era. Si hay tiempo, antes de volver al autobús, atraviesan el centro urbano al galope, como queriendo batir un récord. En la Piazza delle Erbe, a escasos metros de la casa-museo de cerámica de Julieta, al comprobar que no acude Romeo, se impacientan mucho, mostrándose dispuestos para lo siguiente: «¿Y ahora qué?». Falta rastrear algún mercadillo. Pocos turistas reparan, sin embargo, en las muchas y preciosas gemas que acoge la ciudad y que como mínimo exige pararse unos minutos ante ellas.
De Verona sorprende su situación geográfica: una lengua de tierra circundada por el río Adige, que le hace recogerse, serpenteando, en un doble meandro. La Portoni di Bra, un conjunto de arcos almenados, constituye un perfecto atrio o portal desde donde penetrar en la ciudad, tomando, luego, la Piazza Bra como gran zaguán de la ciudad antigua. Para conseguir una perspectiva más amplia —que en las dimensiones ciudadanas en las que nos situamos no puede esperarse que resulte enorme—, la Porta Nuova nos da paso a tomar la medida de la villa siguiendo el lindero que rodea las murallas medievales.
A vista de pájaro, Verona se me antoja un corazón, o una gran V: la V de Verona. Esta disposición urbanística proviene del primer asentamiento romano. La ciudad «romana» de Verona duerme su larga noche de la historia cubierta por pavimentos yuxtapuestos, manteniéndose prácticamente íntegra. El trazado urbano posterior, el que hoy contemplamos, no se desvía mucho de aquél.
En algunos lugares, los restos romanos saltan a la vista. Es el caso del grandioso circo de la Arena, construcción del siglo I a. C. de imponentes proporciones y muy bien conservado, a pesar de haber sido zarandeado por terremotos y golpeado de mil formas por el paso de los hunos y de los otros. Sus cuarenta y cuatro gradas pueden acoger a más de veinte mil espectadores. Atravesando el Ponte Romano, también llamado Ponte Pietra, completamente reconstruido, se accede al Teatro Romano erigido junto al río, en la falda de la colina que preside el Castel San Pietro, hoy vecino del Museo Arqueológico. Otro brote de la ciudad romana que sigue en pie es la Porta dei Borsari. En la actualidad, enlaza el Corso dei Borsari y el Corso Cavour.
En buen estado continúa, igualmente, junto al Castelvecchio, el arco de los Gavi, de la época de Augusto. La mayor parte de la antigua ciudad romana sigue allá abajo, oculta o entrevista. En no pocas calles y plazas podemos asomarnos al pasado a través de observatorios en el suelo que permiten divisar el vientre materno, el sedimento y el vestigio de Verona. En algunos puntos de la via Leoni y de la Piazza dei Signori, las antiguas calzadas romanas se perciben muy vivamente.
El pasado medieval goza, como no podía ser menos, de notable lozanía. En dirección al Ponte Pietra, antes de alcanzar la Piazza San Anastasia, destaca, cual cuerpo incorrupto que debe reverenciarse, la via Sottoriva, una estrecha callejuela que transcurre paralela al río y al Lungadige Donatelli, o paseo y mirador que sube desde el Ponte Nuovo hasta el Ponte Pietra. Muchos viandantes, atraídos por el Ponte se saltan la via. Error. La via Sottoriva luce una belleza de muchacha galana y tímida, habla poco, guardando grandes encantos que hay que descubrir. Como esta calle tan femenina, de beldad, hay muchas otras en Verona, davvero.
Antigua Roma, Medioevo y Renacimiento se abrazan, como tres gracias, en Verona, compitiendo en nobleza y preciosidad. Esta síntesis la vemos representada en la Madonna Verona, soberbia dama encaramada sobre una fuente del siglo XIV que ocupa el centro de la Piazza delle Erbe, que es lo mismo que decir la entraña de la ciudad. Al torso de la graciosa estatua romana le fueron añadidos posteriormente los brazos y la cabeza, según el gusto de las épocas correspondientes. Radiante y húmeda, la Madonna, alegoría de Verona, presencia presidencial de la villa, exhibe el secreto de la juventud rodeada de bellos frescos pintados sobre las fachadas de los edificios regios que la circundan. Y ahí está ella, tan fresca: cuerpo romano con extremidades y testa ortopédicas, pagana y cristiana, manteniendo el tipo y el ritmo de la villa veronesa en plaza medieval, montada, a su vez, sobre el antiguo foro, rodeado éste de edificios y palacios construidos en los siglos XI y XII y remodelados en el XV y el XVI. Que las épocas y los estilos pueden convivir armoniosamente lo demuestra Verona sobremanera, unos montando sobre los otros
En un extremo de la Piazza delle Erbe sigue en tensión el arco de la Costilla de Ballena, invitándonos a entrar a la Piazza dei Signori. Pasamos entonces a un mercado bullicioso, antes de coles y hoy de baratijas, a una señora plaza, por tanto, con todas las de la ley. Un espacio luminoso donde compiten, en elegancia y bravura, palacios civiles, tan ilustres como el Palazzo del Comune, actual tribunal de justicia, y el Palazzo del Capitano, o de los Tribunales.
No lejos de donde nos encontramos está domiciliado el Palazzo degli Scaligeri, vivienda de la familia más importante de la villa, que la gobernó durante más de un siglo, dejando grabadas en esta piel de piedra sobre piedra sus huellas más reconocibles y memorables. Entre estas distinguidas paredes vivieron y murieron señores muy principales, quienes al objeto de dejar recuerdo en el mundo y en el más allá de sus pasos no se conformaron con cualquier cosa. Para darse a la gloria de Dios ordenaron recibir sepultura bajo las Arche Scaligeri, conjunto funerario monumental situado entre la plaza y la iglesia de Santa Maria la Antica.
Sobre una de las entradas de la iglesia hay una copia de la estatua ecuestre de Cangrande I, este gran patricio de perpetua sonrisa, entre bobalicona y estúpida. La pieza original puede verse en el Castelvecchio, castillo que mandó construir el Gran Can en la ribera del río, para vivir a resguardo de sus súbditos. ¿De qué se reía este caballero? Sin duda, de ellos, de sus vasallos, quienes debieron mostrarle serios gestos de hostilidad a juzgar por el hecho de que buscase refugio en semejante fortaleza, a prueba de motines y sublevaciones. Que allí se sentía seguro, lo delata la sonrisa de tunante que ofrece la imagen de piedra. El castillo es majestuoso, no tanto como pueda serlo el de los Sforza en Milán, pero sí bastante imponente. De su interior arranca el Ponte Scaligero— llamado así porque por estos pagos prácticamente todo pertenecía a la poderosa familia—, el cual servía de vía de escape para sus moradores, cuando eran amenazados, no por las fuerzas extranjeras, sino las locales.
Pasando a la otra orilla del río, el paisaje se torna más calmado y recoleto. Volviendo a cruzar el puente, en dirección al noroeste por el Ponte Risorgimento, llegamos a la bellísima basílica románica de San Zeno Maggiore, edificada en honor al patrón de la ciudad, San Zenón. He aquí, de nuevo, davvero, el milagro sincrético de Verona, la reunión amistosa de estilos y edades, bizantino, otomano y románico, como si no pasaran los siglos en esta villa intemporal. En el interior de la basílica, sobre el altar mayor, hay que quitarse el sombrero: el tríptico de Mantegna, Virgen con niño.
Grande artista fue, en verdad, Mantegna, aunque para confirmar la apreciación justo será ver su obra en la ciudad en que plasmó las mejores obras, y donde murió, en Mantova, o sea, Mantua. Hacia allá nos dirigimos.
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