Teresa-M. Sala y Daniel Cid, Las casas de la vida. Relatos
habitados de la modernidad, Ariel, Barcelona, 2012, 200 páginas
Según informan los autores en la Introducción, el título del
presente volumen está inspirado en la recopilación de sonetos de amor y melancolía
escritos por Dante Gabriel Rossetti, La casa de la vida. Y, en efecto,
al modelo de compendio y selección de textos se ajusta Las casas de la vida,
rótulo que ya nos anuncia desde la misma puerta del libro —que no otra cosa es
una portada— la naturaleza plural del mismo: «A manera de homenaje presentamos
esta antología de escritos realizados por el habitante y/o visitante de algunas
casas de la vida, con una plural designación que parte de la idea de situar los
escenarios del relato.» (pág. 17). Los
protagonistas de la obra son escritores y artistas, hombres y mujeres que,
con su vida y obra, representan el universo simbólico de las casas, «la cultura
del habitar de la vida moderna.»
Con el advenimiento de la Modernidad, los usos y hábitos de la gente
cambian sustancialmente. ¿Y quiénes mejor que los escritores, los pintores, los
arquitectos, para darnos cuenta, por obra y gracia de la mirada escrutadora que
lanzan sobre la realidad, de tamaña revolución en las costumbres? Los tiempos
modernos traen nuevos aires de
individualidad e intimidad, de recogimiento en el yo y su circunstancia,
afán por encontrar el propio lugar en el mundo, para desde éste crearse como
individuo y crear como artista.
«Encerrado en el interior, el habitante encontró en la esfera
privada la capacidad de retirarse a un espacio preservado de la mirada foránea
para constituirse en sujeto escindido de la multitud. Cuando con el avance del
siglo las utopías individualistas sustituyeron a las colectivas y derivaron en
un desinterés por transformar el mundo y una simpatía por el placer privado, el
individuo encontró cobijo de las intromisiones del mundo en el propio
domicilio.» (pág. 24).
El capítulo I del ensayo, «En los inicios», está consagrado a
retratar el ámbito de vida de Johan
Wolfgang Goethe, quien «anticipa la aventura del artista moderno hacia la
desmesura.» (pág. 21). A partir de la Ilustración, surgen dos particularidades
principales del mundo moderno: la casa
—reino de la intimidad, espacio inviolable, santuario de la privacidad— y el
museo —nuevo lugar sagrado que alberga grandes obras y objetos artísticos,
con vocación inicialmente pública, esto es, abierto al público—. Lo llamativo
del caso es que ambas esferas convergen en la casa de la vida de los artistas y
escritores, quienes no se limitan a residir en una casa sino que viven en su
casa.
La morada es espacio soberano de ordenamiento de las costumbres y
el museo, el templo de las musas. No sorprende en esta ocasión que quienes
buscan inspiración y atmósfera idónea para escribir, pensar o recrearse se
rodeen de objetos artísticos, muebles valiosos, así como que sientan
inclinación al coleccionismo. Esta aventura del habitar arranca, después de
todo, con el siglo del Enciclopedismo y los salones. La síntesis que reúne dialécticamente
la tesis y la antítesis queda patente en otra circunstancia singular: la casa del artista pasa con el tiempo a
convertirse en casa-museo, en institución pública, en expresión de lo
siniestro, tal y como lo definió Freud: «lo que nos era familiar se
convierte en extraño. Una sensación que se produce cuando los deseos a no ser
contemplados se desvelan, cuando todo lo que ha quedado oculto, secreto, se
manifiesta. El capítulo V, «Tributo a Freud», nos invita a visitar las casas
convertidas en museo (antes y después de tener horario al público) de Sigmund Freud, Gabriele D’Annunzio y
Salvador Dalí.
Los relatos modernos de las casas presentan distintos arquetipos.
Por un lado, están los individuos —herederos de Blaise Pascal y Michel de
Montaigne— que encuentra en la casa el área perfecta para el retiro y el
aislamiento. Emily Dickinson y Ana
Frank ofrecen una buena muestra de personajes que viven «En una habitación
propia» (capítulo II). Pero también Marcel
Proust y muchos de quienes tienen «Un destino escrito» (capítulo III).
Frente a los artistas domésticos, hallamos a los itinerantes, la otra cara de
la modernidad, los homeless de la época. Rainer Maria Rilke, Frank Kafka y Pessoa personifican a los
escritores sin casa, con una vida incierta y a la intemperie, viviendo de
alquiler, en espacios prestados, en casa de los padres, en hoteles. Allí
escriben, dejando pocos rastros en las estancias.
La obra maestra de la casa vivida es la casa hecha realidad por el
arquitecto para sí mismo, la familia y los visitantes con invitación personal
previa. He aquí el universo de las «Arquitectura interiores» (capítulo VI),
allí donde presiden la escena Le
Corbusier, Eileen Gray y Frank Lloyd Wright. Mas, si los artistas crean su
propio espacio (y oxígeno, según afirmó el filósofo Ludwig Wittgenstein), no puede concluir este viaje por las casas de
la vida sin desembarcar en las «Islas» (capítulo VII), allí donde material y
espiritualmente hicieron su nido donde incubar su obra Llorenç Villalonga, Pablo Neruda, Joan Miró y Tomás
Morales. Entre otros.
Habitación de Emily Dickinson
Teresa-M. Sala es doctora y profesora de Historia del Arte en las facultades de
Bellas Artes y Geografía e Historia de la Universidad de Barcelona. Asimismo,
forma parte del Consejo de Estudios del Master de Gestión del Patrimonio
Cultural de la UB. Daniel Cid es doctor en Historia del arte y profesor y
responsable de la dirección científica de ELISAVA, Escuela Superior de Diseño e
Ingeniería e Barcelona.
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