Desde mediados del siglo XIX, la
filosofía se ha visto reducida y limitada al ámbito de la Escuela, de la
Academia, de la Universidad, de modo
que en el momento presente –en especial, en la cultura española– es
prácticamente imposible encontrar filósofos que no oficien de profesores y
percibir actividad filosófica que no provenga de –o se dirija a– tales
destinos, casi con exclusividad. Mientras tanto, gran parte de la sociedad, el gran público, es decir, la esfera pública, se mantiene al margen de
estos dominios y de sus particulares jergas y disputas, hasta el punto de que
ni siquiera observa con inapetencia dicho escenario, ya que, en verdad, ni se
fija en él: no lo entiende y por ello se desentiende.
Hablamos
de un escenario –de una circunstancia: el aula– que a muchos se les antojará obvio,
como lo más natural del mundo. Según esto, la filosofía se situaría allí en su
lugar natural, y, como diría Aristóteles,
una vez en él se alcanza la quietud, cesando a continuación el movimiento y el
cambio. Puede que no pocos hasta se sientan muy satisfechos de encontrarse en
tal situación y estado, y tiemblen o se subleven o se ofendan ante la mínima
revisión del caso, su cuestionamiento o simple constatación.
Habría
que advertir, empero, que esta circunstancia no siempre ha ofrecido el mismo
fondo y la misma forma. La filosofía
nació en Occidente en el marco de la ciudad griega y maduró bajo el sol del ágora y
del jardín, de los paseos y las alamedas. Es, como ya he dicho, desde el
siglo XIX hasta hoy, cuando su actividad ha quedado circunscrita a lugares de encierro y lección aprendida, al
aula, en fin, bajo el dictado de la lectio.
Pero
también ha sabido la filosofía acomodarse, con resultados muy distintos, a otros espacios. Por ejemplo, a
determinadas demarcaciones de la vivienda, como la torre-biblioteca, la
habitación, el gabinete, la cama o la buhardilla, desde donde ha tejido
primorosos ensayos, profundos pensamientos, razonadas críticas, discursos del
método o silogismos de la amargura con un ánimo unas veces sereno, otras,
exaltado, pero casi siempre excelso. O bien se ha dedicado a componer una
sugestiva filosofía en el tocador..., registros e indicadores todos ellos de un
gran refuerzo de subjetividad y de intimidad.
Y
todo ello sin menospreciar los ámbitos
de la civilidad. De esta manera, se ha paseado por academias renacentistas y salones barrocos, ha frecuentado tertulias,
clubes, redacciones de periódico y cafés, recintos todos ellos que derraman
gentilidad y promueven la publicidad. Igualmente,
se ha vestido de calle –el porte de flâneur– y ha conocido así
las delicias de la ciudad y sus rincones, desde las avenidas a los pasajes. En
ocasiones, se ha calzado las botas para caminar, abandonándose a la ensoñación
de un paseante solitario o escalando montañas en busca de aire puro. Pues
resulta que no siempre el ámbito
filosófico ha quedado delimitado por una circunscripción definida y estricta,
sino que en ocasiones se ha extendido y desplegado a través de un itinerario
expedito, animado por una cabeza despierta y unos pies inquietos, que nos habla
de una estirpe de sabios erráticos y
vagamundos, pensadores sin oficio fijo ni patria patrona, a la intemperie,
filósofos de un ámbito expandido bajo la sola protección del cielo abierto. […]
El
pensamiento se ve así presionado por un dilema dramático que expresaré en
términos inconfundiblemente orteguianos: persistir en el estado de ensimismamiento, consagrarse
con dedicación exclusiva a la filosofía para filósofos, a la lección, a la
cátedra, al manual, a la dependencia de la programación escolar y a la
vigilancia angustiosa sobre el número de matrícula y los planes de estudio, lo
cual conduce irremisiblemente a la parálisis y a la auto-referencia, o
entregarse sin más a la alteración, al
territorio de los medios, allí donde la reflexión se muda fácilmente en ruido y
en furia, donde el conversar se traduce en chatear, la
divulgación se vuelve vulgarización, allí donde el discurso filosófico se
tritura y, hecho papilla, se convierte en cuentos con mensaje, «novela
filosófica», manual de auto-ayuda o en productos fácilmente digeribles para
espíritus juveniles y corazones solitarios. Ensimismamiento o alteración: ¿no cabe otra alternativa?
El
filósofo ha pasado a lo largo de la Historia por las fases de sabio, maestro,
doctor, intelectual y profesor. ¿Cuál es su estatuto hoy?
Fragmento de mi intervención en la presentación del libro Saber del ámbito. Sobre dominios y esferas en el orbe de la filosofía (Síntesis, Madrid) en la ciudad de Valencia, el
día 21 de febrero de 2002. La versión completa de la transcripción puede leerse en este página: «Filosofía y ámbito», revista El Catoblepas, número 11, enero 2003, pág. 7
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