LA GUERRA DE LOS NOMBRES
Reproduzco a continuación el texto íntegro
«César
había provocado su destino tanto con la ostentación de su poder como por su
poder mismo. Como cónsul o tribuno, podría haber reinado en paz, pero el título
de rey desenvainó contra él los aceros romanos. Augusto era consciente de que la humanidad está dirigida por los
nombres (la cursiva es mía); tampoco se vio decepcionado en sus esperanzas
de que el Senado y el pueblo se sometieran a la esclavitud siempre que se les
asegurara con respeto que seguían disfrutando de la antigua libertad.»
Edward
Gibbon, Historia de la decadencia y caída
del Imperio Romano (1776-1788)
1. En el nombre de las cosas
Todo individuo medianamente cultivado ha oído hablar de la «Guerra de los 100 años» (Francia vs. Inglaterra), la «Guerra de los Seis Días» (Israel vs. coalición musulmana) y la «Guerra de los Enrique» (Enrique III, Enrique de Guisa y Enrique de Navarra), en la Francia del siglo XVI. Y más recientemente acaso también de La guerra de los botones (1912), novela escrita por el autor francés Louis Pergaud. Sea como fuere, propongo a continuación una reflexión acerca de la «Guerra de los Nombres». Porque no sé si somos conscientes de que, en la historia de la humanidad (lo diga Augusto o su porquero), el nombre de la cosa resulta, en no pocas ocasiones, más relevante que la cosa misma. Las cosas (y las personas) pasan, mas los nombres perduran; especialmente, en el recuerdo, que es la herencia del tiempo.
Las palabras pueden, y no raramente, hacer más daño que las bofetadas.
Nombres socialmente afianzados, tipificados y exitosos califican y descalifican
con mayor celeridad y resultado que acciones virtuosas y discursos juiciosos.
Menos mal que nos quedan también, con mayor o menor estabilidad, la cura por el
habla, la conversación pulcra e instructiva, la escritura elegante y los
versos, amorosos como besos. Probidades que no abundan, pues ya afirmó Spinoza
en Ética que lo excelso es tan
difícil como raro.
«[…] la misteriosa ley de la
compensación, demostrable al menos en un lugar: en el aumento de población
después de grandes epidemias y guerras.
Parece existir un todo vital de la humanidad que se conserva reemplazando las
pérdidas.»
J.
Burckhardt, Reflexiones sobre la historia
universal (1868)
Pero,
en los tiempos posmodernos, la gente busca lo fácil y lo común, tiene prisa
para no ir a ninguna parte, usa (y abusa de) mensajes cortos para
incomunicarse, exige respuestas rápidas y concluyentes, y se satisface con las
definiciones escuetas. Actúa como en un concurso televisivo (quiz show), como correr o caminar sobre
una cinta, ejercicio que recuerda la noria para ratones, hámsteres, cobayas, y
la intitulada «gimnasia pasiva».
Los nombres permanecen, en efecto; a menudo, reemplazando, al sujeto u objeto que designa. No es ese su principal atributo. Poseen muchos más: designan y crean realidad; califican y descalifican; verifican y moralizan; y, empleadas con agudeza y discreción, purgan y depuran el curso del lenguaje (el discurso), al llamar las cosas por su nombre (o las degradan en caso contrario). Cuando el nombre en sí aspira a reemplazar el discurso y el argumento, no lo llames «nombre», sino consigna, eslogan, muletilla, contraseña, clave, salvoconducto, salvapantallas… Ahí hallamos la base acomodaticia y complaciente de la «corrección política».
2. El buen nombre y todo lo demás del hombre
Leemos
en el Libro de los Libros, que, en el principio, Dios creó los cielos y la
tierra. Mas, semejante proeza fenomenal no bastó: la «tierra estaba desordenada
y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo». A las cosas del
mundo les faltaba denominación de origen, un nombre, para ser. Dios creó, nada
menos, que la cadena del lenguaje. Al primer hombre creado, Adán, le concedió
la potestad de dar nombre a los animales y también a la primera mujer, que sea
Eva, «madre de todos los vivientes». Sus hijos dieron nombre a los suyos y así
sucesivamente, hasta nuestros días. Esto dice la palabra sagrada: divinas
palabras.
Desde el principio, la facultad de nombrar está concebida como una actividad creadora, no genéricamente distribuida, sino de modo selectivo, vinculada a la autoridad moral y la legitimidad
También
dice que si en el principio fue el Verbo, ese verbo era uno y nada más que uno:
«Tenía entonces toda la tierra una sola lengua y unas mismas palabras». Y así,
bien lo sabía Jehová, no hay forma de entenderse… Además, genera orgullo entre
los hombres, aupados por el poder mosquetero del «todos para uno y uno para
todos». Los dueños del lenguaje absoluto, concibieron la primera utopía, que no
podía ser sino vanidosa e impía: «Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre,
cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos
un nombre (la cursiva es mía), por si fuéremos esparcidos sobre la faz de
toda la tierra.» Se dijeron aquellos constructores de la ciudad ideal que la
torre hiciese de atalaya, de faro y balcón al mar, y así no ser arrastrados por
un nuevo Diluvio Universal. Pero Jehová observó aquella empresa como un desafío
a su poder, y respondió a la afrenta con el arma más potente: dio a la torre el
nombre de «Babel» (en hebreo, «confundir»), y donde dominaba un sola lengua,
florecieron muchas, distintas unas de otras, lo que produjo falta de
entendimiento entre los hombres, de modo que se dispersaron por todos los
confines de la tierra. Y allí terminó el sueño del rey Nimrod, arquitecto jefe
de la soberbia construcción; «Nimrod», nombre que lo delataba (el nombre lo
dice todo), pues dícese derivar de otras voces que significan «rebelión».
Desde
el principio, pues, la facultad de nombrar está concebida como una actividad creadora, no genéricamente distribuida,
sino de modo selectivo, vinculada a la autoridad moral y la legitimidad.
Porque el lenguaje es poder: poder de tener y poder de hacer. Un «derecho del
señor a dar nombres» y a fundar valores al nominarlos, afirma Friedrich
Nietzsche en La genealogía de la moral.
Un
poder éste que la naturaleza y la nobleza (de espíritu) conceden al veraz y
pulcro hacedor de palabras, no al palabrero, al palabrón, al picotero, al
parlamentario, al charlatán usurpador, al traficante, falsificador y
manipulador de nombres (quebrantamiento del orden natural de palabras y cosas,
del reconocimiento o respeto y de la jerarquía de la acción, que Nietzsche
cargaba sobre las espaldas del sacerdote).
El
malhablado no tiene derecho a disertar sobre el sentido de las palabras, de
igual modo que el injusto no puede definir la justicia, ni el malvado la
bondad, ni el imprudente la discreción. Y en este plan.
El
desorden que describo no es nuevo. Ocurre que, desde su establecimiento, la
sociedad de masas y del espectáculo conduce a toda velocidad y sin frenos,
dando como resultado un vuelco brusco de lo real, en el que ha triunfado la
alteración y el revuelto: el mundo al revés (también conocido por el nombre de «altermundismo»), la
revolución pendiente que ha dado la vuelta a la tortilla.
En
la denominada «sociedad de la
información y del conocimiento» no escuchamos voces, sino ecos; ni al sabio,
sino al zopenco; ni al entendido, sino al «experto»; ni al prudente, sino al
impertinente y al voceador; ni leemos al instruido y al competente, sino al que
escribe más rápido, de corrido y sin pensar. Lo real, según vengo sosteniendo,
ha sido sustituido por su doble (por la doblez), por el imitador, el plagiador,
el copista, el escriba, el repetidor automático.
El
ruido lingüístico y las interferencias de todo tipo han distorsionado el dulce
sonido y el limpio trazado de las palabras, y de los nombres, corrompiéndolos
sin remedio. Preocupa más el rótulo y la fama que la integridad y la virtud; el
refranero, que repite lo que oye, ha recogido este mensaje traicionero: «Más vale el
buen nombre que todo lo demás del hombre».
Por
donde pasa el bárbaro no vuelve a crecer la lengua, sino la jerga. ¿Quién, con
sentido de la decencia y la prudencia, se atreve hoy a hablar de «diálogo», «narrativa», «normalidad», «híbrido» o «paradigma» sin verse atrapado en la red de la araña y sin tener que
explicarse largamente para no ser malentendido y ser esclavo de sus palabras?
Los practicantes lenguaraces que te pinchan con lo del «diálogo» y tal
conforman la misma tribu lingüística de quienes toman los nombres de
«consenso», «implementar», «resiliencia», «disrupción» y demás… en vano. Habría
muchas más muestras que llamar a declarar, pero el aire ya está bastante
cargado.
En
la comunidad de los intocables, que ha sustituido a la sociedad de masas, la
información ha quedado férreamente controlada por el Poder y los minipoderes, dando como resultado un
rumor ambiental que distorsiona la comunicación entre los hombres, merced a la
interposición general de pantallas y mamparas, mascarillas y viseras, altavoces
y visores, telones de acero oxidado y globos sonda, tapaderas, coberturas y
nubes virtuales cargadas de datos, dispositivos electrónicos y módulos
interconectados a la Red Central de Inteligencia Artificial, al servicio del
Alto Mando.
Pero, ¿qué es esto?
3. Lo que no tiene nombre
El
fenómeno que recorre el mundo, cuyas derivaciones quedaron patentes desde
finales del año 2019, no tiene nombre.
En el idioma español, dicha expresión conlleva varios significados: designa
algo que es tenido por altamente reprobable y condenable; que es anónimo; que
(a falta de una decidida clasificación, o propiamente un nombre) se entiende
como incalificable, lo cual viene a
querer decir, sin reconocerlo, que, en verdad, no se entiende. He aquí una
señal superlativa que evidencia que el fenómeno
avanza, crece y gana terreno porque desde un primer momento saltó su nombre a
la palestra y comenzó a correrse la voz: «pandemia»; y para más señas, nombre
propio: «covid», sin más.
Todavía hoy, más de dos años después de los primeros síntomas del Mal sin declarar, nos referimos a lo que nos pasa con divagaciones y rodeos (como estoy haciendo ahora), y aludiendo a «esto» para referirse a los que no tiene nombre
A
los promotores y los secuaces del fenómeno en cuestión les bastan con mentar la
bicha para no tener dudas ni dar más explicaciones; porque la propaganda no
descansa sobre la explicación, sino sobre la repetición. Por el contrario,
quienes no se creen la Doctrina Oficial, global y resueltamente designada, les
ocurre como a los perplejos hombres de la Modernidad, según Ortega y Gasset: «No
sabemos lo que nos pasa y eso es precisamente lo que nos pasa.» Es decir, no
sabemos denominar qué es lo que está pasando; cual paciente doliente que no
logra trasmitir al médico lo que le duele o cliente indeciso que en la tienda
busca y rebusca entre estantes y mostradores sin encontrar lo que no sabe dónde
está porque no sabe lo qué es. Así pasa con los «negacionistas» (ven cómo en la
versión oficial los nombres brotan con resolución y sin titubeos), que no han
sabido responder ni replicar con semejante determinación a la oficialista.
Y
si lo hacen, suelen echar mano del diccionario básico del adversario;
verbigracia, apodar sistemáticamente como «fascistas» e impulsadas por la
avaricia y el afán de lucro las políticas de las corporaciones privadas y los
Gobiernos involucrados con el covidismo;
el «comunismo» ni se nombra, como tampoco el «virus chino»: es asunto clave
comprobar que la mención a la República Popular China está ausente en toda la
polémica sobre esa Crisis llamada «pandemia» o «covid», cuando su participación
en esta tragicomedia es, sin duda, en forma de actor protagonista o al menos de
secundario principal. Después de todo y en fin, después de Babel, tibios y
troyanos virales, los terrícolas esparcidos por el planeta, hablamos el mismo
idioma.
Nunca
como hasta ahora ha sido tan necesario el constante uso de comillas, en
lenguaje escrito, puntualizo; nunca en el gestual, torciendo los dedos de la
mano, por favor... Todavía hoy, más de dos años después de los primeros
síntomas del Mal sin declarar, nos referimos a lo que nos pasa con divagaciones
y rodeos (como estoy haciendo ahora), y aludiendo a «esto» para referirse a lo que no tiene nombre. En este mismo ensayo, empleo expresiones variadas para
nombrar lo innombrable: «Gran Fraude, «Gran Mentira», «Tragedia», «Covid-1984»,
etcétera, a falta de un término (o dos) de uso común, generalizado, directo e
inconfundible. Para entendernos.
«3.144.
Los estados de las cosas se pueden describir, pero no nombrar.
(Los
nombres son como puntos; las proposiciones, como flechas: tienen sentido)».
Ludwig
Wittgenstein, Tractatus
Logico-Philosophicus (1921)
Asimismo,
y por alguna razón, olvidamos antes los nombres de las personas que sus caras.
O los olores. Y así, aunque no sepamos lo que hay, el caso es que huele muy
mal…
Ciertamente,
ha habido intentos de cierto calado, como es el haber ideado el término
«plandemia». Pero, debe reconocerse que, aunque ingenioso y facilón (acaso en
exceso), suena demasiado forzado, demasiado… replicante. Un simple careo, en cuanto al uso y aplicación entre la
voz «pandemia» y «plandemia», revela la superioridad estratégica de la primera
sobre la segunda, lo cual nos proporciona asimismo otra pista del desequilibrio
de fuerzas en este conflicto, y por qué incluso ni siquiera llega a ser
conflicto.
Y
así estamos perdiendo la «guerra de los nombres», que es como decir, perder la
«guerra». He aquí otro nombre para la cosa, «guerra», pero que exige aclaración
(«nueva guerra», etcétera), y mientras tanto la «pandemia», la «covid» o lo que
sea no para, ni se le frena.
No
es de extrañar, porque así es la cosa.
Pero, entonces, ¿qué es esto?
De
esto va la cosa: de embozarnos porque
sí; de distanciarnos, porque lo exige el protocolo; de encierros y
cancelaciones arbitrarias; de inyectarnos fluidos sin autorización ni
prospecto. Esto va de obedecer a lo
que se manda sin saber por qué. Aunque no hay por qué. Se trata de aturdir con
órdenes y restricciones absurdas y cambiantes, no porque la Autoridad no sepa
lo que hacer, sino porque lo sabe demasiado bien. La cosa va de confundir en esta torre de papel que nos ha quedado del
mundo de ayer.
Como
ya he recordado en un capítulo anterior, la obra maestra del Diablo ha
consistido en convencer a los hombres de que no existe. La corriente dominante
en nuestros días (mainstream), la
superproducción del Diablo covidista,
es que no tiene nombre. Igualando aquellas antiguas divinidades que tampoco
tenían nombre ni podían ser nombradas.
Y
así entre lo intocable y lo innombrable vamos pasando a otra dimensión,
desconocida, irreconocible.
4. Dejémosla ya, que así es la cosa
«Hace frío en el scriptorium, me duele el pulgar. Dejo
este texto, no sé para quién, este texto, que ya no sé de qué habla: stat rosa prístina nomine, nomina nuda
tenemos (De la primigenia rosa solo
nos queda el nombre, solo conservamos nombres desnudos)».
Umberto
Eco, El nombre de la rosa (1980)
Disponible en Amazon.es aquí
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