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El totalitarismo
empieza a manifestarse, en su primera expresión, por medio del lenguaje, dando
así una pista de su secuencial trayectoria. Manipular las palabras, darles la
vuelta, retorcerlas, cambiarles el significado, ganarlas para una «causa», constituye el inveterado recurso de la propaganda liberticida.
Por ahí se empieza.
La propaganda funciona
hoy como el crecepelo de las ferias
de ayer. Estas artimañas publicistas, partiendo de presupuestos engañosos, pero
sugerentes como cantos de sirena, generan respuestas automáticas y repetitivas
que acaban persuadiendo a la gente de la «posverdad», y aun de la «posbondad»,
que aparentan contener (bajo el Totalitarismo Pandémico en la era de la
globalización se llama «posverdad» a la mentira y «posbondad», a la maldad).
Efecto muy inquietante en el avance de lo «políticamente correcto» (PC), ha conseguido aunar los preceptos
demenciales que propugna en una especie de «sumario» en el que lo moral, lo
político y lo jurídico se entremezclan de un modo alarmante.
Un caso paradigmático de lo que señalo (aunque hay muchos más) lo hallamos en el denominado
«delito de odio», concebido en un momento de delirio en los aparatos de Propaganda liberticida y, una vez experimentado en la sociedad por los medios de difusión, incluido en
el Código Penal; aunque más preciso sería decir «colado» en él. La larga mano de la intimidación y la
persuasión acaba cerrándose, tarde o temprano, en el puño de la prohibición y
la coacción, con premio para los seguidores y castigo para los incumplidores.
Aun con la
repercusión social que comporta, una conmoción anímica y moral como es el odio, en su condición de pasión personal
y privativa de los individuos, no debería salir de su espacio propio de desarrollo:
la moral y la estimación pública; excepto en las flagrantes derivaciones de la pasión desbocada, de
manera delictiva y lesiva, cuando de las palabras se pasa a los hechos, como
podría suceder, por citar un caso, con la calumnia; pues, ya es sabido:
calumnia que algo queda. Si esta perspectiva
sensata y prudente del asunto (poner las cosas en su lugar y moderarse) concierne a una
afección anímica dura, como es el
odio, resulta más patente el despropósito de la norma sancionadora —de iure— aplicada a simples y blandas opiniones acerca de acciones y
conductas, creencias e ideas, arraigadas en la vida cotidiana y la tradición;
o, sencillamente, porque las sostiene cada cual según su sentir y entendimiento, de singular manera.
Sucede que una vez abierta la caja de los truenos, tarde o temprano las tormentas se equiparan a los chubascos, y las simples faltas o desmanes, en complejos delitos e infracciones. Porque no es equiparable desaprobar una conducta que reprobarla o acusarla, susceptible, por tanto, de ser denunciada con consecuencias que irrumpen en el campo de lo policial y lo judicial. El «delito de odio», enemigo de la libertad de expresión y amigo de la censura, no es, entonces, más que, una excusa para espolear el avance totalitario y la persecución de palabras e ideas; una expresión de odio blindado con la calificación de delito.
«Estos afectos de odio, y otros similares, se resumen en la envidia, la cual, por ello, no es sino el odio mismo, en cuanto considerado como disponiendo al hombre a gozarse en el mal de otro, y a entristecerse con su bien.», afirma Baruch de Spinoza, en Ética, Parte III, Proposición XXIV, Escolio, quien añade más adelante en su libro supremo: «quien tiene odio a alguien se esforzará por apartarlo de sí o destruirlo.»
2
He aquí la tentación totalitaria que confunde lo censurable con lo denunciable, el acto irreverente con el delincuente, sacando el odio de quicio (y de su sitio) para introducirlo en los calabozos, los cuarteles y los juzgados.
He aquí una tentación que, en su irresistible apasionamiento, no conoce límites ni distinciones, sirviendo tanto a los patrocinadores del «delito de odio» como a sus (presuntos) críticos.
Sucede
esta impostura, verbigracia, cuando se recurre al odioso «delito de odio» como base jurídica sobre la que fundamentar
una denuncia contra actuaciones o personas implicadas en la puesta en marcha
del Totalitarismo Pandémico; como pueda ser a propósito del
señalamiento y estigmatización de los ciudadanos no «vacunados» en la actual
fase de la ofensiva covidiana, con
efectos, ciertamente, denunciables ante los tribunales. Mas, yo pregunto: ¿por qué recurrir para ello a esta ociosa
figura, inmoral y de dudoso fundamento jurídico, y cuyo mero uso ya supone una forma de
legitimarla? ¿Estamos los hombres libres a favor o en contra del denominado
«delito de odio», no sólo de palabra sino de
facto, lo que lleva a estarlo igualmente de iure?
No soy jurista ni «experto» en nada, y menos en naderías.
No estoy capacitado para proponer una alternativa de actuación, seria y
efectiva y ajustada a la ley, aunque sí me considero capaz de demandar
moralidad, coherencia, integridad y aun sensatez en la acción humana. Así pues,
juzgo semejante recurso o procedimiento especialmente improcedente —y sospecho
además que poco eficaz— proviniendo de asociaciones que nacen, según
declaración de principios, para «restaurar los derechos y libertades que nos
han sido usurpados en el transcurso de la pandemia de la Covid-19»,
agrupaciones de presunto basamento jurídico y, por tanto, sí deben entender de
procedimientos legales y actuaciones judiciales, así como conocer referentes
relevantes a los que acogerse, por ejemplo, el esencial «Código Nüremberg de
ética médica», entre otras Declaraciones de similar calado.
Agrava esta equivocación (que genera también equívocos) el hecho de que, en ocasiones, no se está limitando a expedientes concretos sino aplicándose como patrón de actuación, lo cual me decido a calificar de proceder contumaz y reincidente. Si la orientación del «delito de odio» está fundada en el propio odio y, sobre todo, en la agitación política y la propaganda, como es el caso, mala consejera se me antoja ser como instrumento de actuación en defensa de la verdad, la honestidad, la integridad y la libertad.
Es, en fin, de lamentar que asociaciones inspiradas, en general, en objetivos meritorios y cuya labor es tan necesaria, cometan los deslices aquí señalados, si bien todavía estén a tiempo de rectificar.
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