jueves, 21 de septiembre de 2023

CAMBIOS: ANTES Y AHORA


«Lo que da a la crisis del espíritu profundidad y peso es el estado en que ha encontrado al paciente.»

Paul Valéry, La crisis del espíritu (1919)

 

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¿A cambio de qué?

Aun desde perspectivas diversas y con distintas valoraciones al efecto, una creencia —o acaso una consigna insertada en el cerebelo colectivo de la muchedumbre— domina este guión, tópico y poco original, en la escena pública, a saber: desde los primeros meses del año 2020: el mundo ha cambiado radicalmente. Varias denominaciones rotulan con tubos fluorescentes fenómeno tan descomunal. De entre ellas, descuella la fórmula acuñada por la Doctrina Oficial que marca el paso y la dicción en las sociedades posmodernas de la Repetición, a saber: «Nueva Normalidad». Es menester aquí y ahora detenerse en la contradicción en los términos que soporta la etiqueta, insistiendo a la vez en el contrasentido y la necedad en lenguaje y pensamiento que triunfan en los festivales de eslóganes y en los escenarios de la sociedad del espectáculo y las varietés, o sea, en ese mundo, supuestamente cambiado tan de repente, el cual, en realidad, se ha transfigurado en la tragicomedia mundial como voluntad y representación (¡Mamá, quiero ser artista!). Antes del estreno mundial de la obra,  habían sido realizados muchos ensayos, con distintos libretos y repartos, para calentar el medio ambiente. Henos, pues, ante un espectáculo muy estudiado, elaborado y rodado.

Hablemos claro y llamemos a las cosas por su nombre. El mundo no ha cambiado radicalmente, de pronto, tras el Golpe de Estado Global oficializado a escala mundial en marzo de 2020, enmascarado de «covid-pandemia». Ha sucedido lo contrario. El Golpe de Estado Global, sancionado públicamente en aquel mes aciago, tuvo lugar y se extendió con tan apabullante facilidad porque el mundo había cambiado, hasta el punto de que la población estaba lo suficientemente macerada y predispuesta como para caer, incautamente y a escala planetaria, en una trampa mortal sin ofrecer resistencia ni desobediencia. La deconstrucción de la civilización encontró entonces el momento oportuno para reunir las piezas desmembradas de una humanidad derrotada desde hace décadas y poder así presentar, en su lugar, a un público perplejo y acobardado, el plan alternativo, la obra total: un «Nuevo Orden Mundial»; en realidad, el establecimiento de un totalitarismo de progresiva/progresista deshumanización.

Nada de lo que aquí dilucido es novedoso. Para empezar, y en rigor, el mundo no cambia de manera radical sino sucesivamente. Tampoco hay consecuente sin antecedente, ni efecto sin causa, ni un hoy y un mañana sin un ayer. La datación temporal, puntillosa y puntual, de calendario, que acota y recorta cualquier acontecimiento, sea de mayor o menor envergadura, es un recurso historiográfico que remite más a la crónica o al titular periodístico y a la propaganda que a la explicación racional y a la genuina investigación científica.

¿Que todo esto es obvio? Ciertamente. ¿Que no haría falta reiterar lo sabido? Así  es. Mas, el problema radica en que lo obvio no es sabido, y no tanto por desconocimiento o ignorancia, sino por una mezcla de apatía y molicie colectiva, así como por el miedo a la verdad, una afección de la masa sumisa que acompaña acompaña, por lo común, al miedo a la libertad.

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¿Qué ha sido ese ruido?

La circunstancia fija y delimita la naturaleza de los hechos, adaptándolos al curso del tiempo. Esos hitos que hoy parecen haber surgido de la nada  o de improviso, sorprendiendo al incauto o al desorientado, provienen de un ayer que los ha incubado, cual huevo de la serpiente. Sucede que el avance conjunto de la digitalización de la información y el fenómeno no menos gigantesco de la globalización, acompañados de una cohorte de ocurrencias concatenadas, han generado una situación en las que aquéllas —digitalización y la  globalización— hacen la función de soberanas potestades y éstas —las ocurrencias concatenadas— de corte subordinada.

La consecuencia comporta una conmoción superlativa en cuanto a la velocidad y la magnitud de lo que acontece; una celeridad en el acaecer de las cosas que hace que sobrevengan, en lugar de simplemente suceder (y sucederse). Conlleva también un desenfreno que literalmente impresiona al pasmado espectador sin expectativas. Ambos factores—celeridad y desenfreno— fomentan las conductas apresuradas, avivando ligerezas y excitando la tendencia a la urgencia y la emergencia programada. Las manos del trilero que mueven hoy el mundo van más rápidas que la vista miope del ojo humano corriente; los acontecimientos adquieren así la forma de imprevistos. Por su parte, la enormidad del espacio que acoge hoy los «eventos» imposibilita la percepción atenta y pormenorizada de los hechos, es decir, de los actos y las actuaciones. El Gran Teatro del Mundo.

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¿El Cambio era esto?

¿Cuál es el resultado de todo esto? Según creo, la materialización de una condición humana, demasiado poco humana, en la que las creencias no cohabitan con las ideas, sino que las solapan. Vano resulta, entonces, hablar de «batalla de las ideas» entre distintos hipotéticos bandos. La Guerra Civil Global que tiene lugar no enfrenta banderías ni ideologías ni filosofías ni credos religiosos ni postulados políticos. Confronta tendencias dominantes y modas en boga, modos y actitudes, posturas y poses; es decir, postureos de postín. Todos ellos circunstanciales y transitorios, mezclados sin combinación ni coherencia alguna, derramándose en un agregado caótico de sensaciones y sentimientos, antojos, fantasías y deseos, expresados todos, eso sí, con desfachatez y desvergüenza, con afectación y teatralidad.  

La corrección política y la mojiganga Woke (el Kamasutra de la posmodernidad) representan, junto a otras compañeras de reparto, claras expresiones de este desbarajuste doctrinario, que no compone en rigor un corpus doctrinal, sino una pirotecnia de gestos ensayados y una coreografía de ademanes a trasmano, una guía de cómo estar a la última y de salir en la foto, una comedia de situación.

Reparemos en el montaje urdido en el presente, muy popular y virtual, un «telefilm» que podríamos denominar Desde Ucrania con amor (o ¿Dónde está el frente. Segunda parte?) protagonizado por Volodimir Zelenski & Cía, en una superproducción —con un casting supervisado de cerca por Hollywood y sus terminales mediáticas— que ha sustituido en el prontuario del progresismo y en los residuos del «izquierdismo político» a la Madre Rusia. Y uno no puede dejar de admirarse al comprobar que viejos y jóvenes revolucionarios maldicen hoy la patria del comunismo y del Gran Cambio en el rumbo de la humanidad, ayer alabada con devoción y sumisión, acusándola ahora de ser imperialista, expansionista y cosas así. Este coro, renegando de la tradición del Teatro Bolshói, esa gente corriente, que no sabría situar Ucrania en el mapa ni le interesa la geopolítica ni el ballet ni la ópera, se sube sin pensárselo dos veces al tablado de la verbena popular, defendiendo sin reservas la idealizada república de negro y amarillo, porque es, sin más, la tendencia actual, la patada a seguir y lo que en estos días toca aplaudir. He aquí un representación escénica para no perdérsela: los posrevolucionarios reclinados abominando del presidente ruso Vladimir Putin, mientras veneran a un actor de segunda en camiseta de combate y en el papel de presidente de la resistencia ucraniana, actuando de títere al servicio y las órdenes de los poderosos del mundo.

¿Es esto normal? No sé. Yo me limito a reseñar la nueva función exitosa en este teatrillo de marionetas en que ha quedado reducido el mundo, donde hay más género que en un bazar chino, un congreso feminista o una convención de trans-trans.

La civilización en deconstrucción, que es el Cambio de ahora, dejando tras su paso sociedades civiles, Estados de Derecho, democracias, «capitalismo» y demás antiguallas, antiguas y modernas, por ser incompatibles con la posmodernidad, exigiría, digo yo, la puesta en marcha de movimientos pro Derechos Civiles, como respuesta a la dominación vigente, especialmente, por parte de aquellos colectivos que defendían antes los Derechos Civiles de la represión policial, la marginación social, los abusos del Poder «capitalista» y que tal y que cual. Pero, ahora aquellos colectivos de algarada están en y con el Poder globalista, llevándose consigo, desde la calle al despacho oficial o al sofá del salón de casa, el derecho a reivindicar derechos; aceptando la suspensión de libertades, la represión policial y la censura; sustituyendo la pasada rebelión por la sumisión al Poder y a los poderosos…

He aquí, en suma, el Cambio: la fascinación en tanta gente atraída por el efecto llamada del célebre «¿qué hay de lo mío?». El Cambio, después de todo, era esto: la Guerra Civil Global, la guerra de todos contra todos, tonto el último, lo que sea a fin de repartirse los restos maltrechos de la civilización y sacar cada cual particular ganancia de la repartición y la redistribución de los despojos, a modo de tragantona a lo buitre o banquete de pordioseros. La forma de denominar tales maniobras no ha cambiado en la neolengua de media lengua: sigue respondiendo a los nombres de «progreso», «justicia social», «redistribución de la riqueza», «solidaridad» y en este plan. 

 

martes, 1 de agosto de 2023

DELITO Y CASTIGO EN ESPAÑA (2023) de Juan Granados

 

Juan Granados, Delito y castigo en España. Del talión a nuestros días, Arzalia Ediciones, Madrid, 2023

Según puede leerse en la contraportada del libro que aquí y ahora llama nuestro interés y nuestra atención, la primera relevancia que cabría destacar en el mismo reside en el hecho de haber llenado un hueco notable en el asunto examinado y que hasta el momento presente quedaba por cubrir: «Los numerosos estudios sobre la historia de los delitos y las penas en la España contemporánea, han pasado de largo sobre estos fenómenos en períodos anteriores, cuando aún no se había instaurado la codificación formal.» Ciertamente, el ensayo de Juan Granados enmienda esta carencia o grieta, y de manera más que sobresaliente. Aun así, y sin desmerecer dicha aportación —cual obra de compostura de piezas, de ampliación de espacios y aun de reparación de daños—, a mi juicio el alcance y la importancia del presente libro va mucho más allá, lo cual, bien es verdad, ha encontrado la ocasión de hacerse patente en el momento en que el autor acomete la tarea de ofrecer un retrato lo más completo posible del tema tratado.

Dicho de otro modo. Al ampliar la perspectiva histórica y el arco de la investigación, tenemos como resultado bastante más sustancia que un exclusivo estudio del delito y el castigo en España desde los orígenes hasta la actualidad (Del talión a nuestros días, según reza el subtítulo del volumen). Ocurre que Juan Granados ha compuesto, de manera sintética y concisa (de provecho tanto para lectores legos como versados), nada más y nada menos que una breve, a la vez que soberbia, historia del Derecho en España. Una destreza y una competencia éstas suficientemente demostradas ya en trabajos precedentes, en los que es posible comprobar cómo hacer simple lo complejo, breve lo espacioso, ajustado lo anchuroso. Ya se sabe: cuando menos es más; lo bueno si breve… Y ahí están como ejemplos concretos sus aportaciones a la historia de los Borbones, de Napoleón Bonaparte y del liberalismo, sin olvidar el muy valioso ensayo La guerra de John Moore (2016), en cuyas manos adquiere la categoría de un esencial episodio nacional, que dice mucho sobre el ser y el parecer/padecer, las afinidades afectivas y los alianzas efectivas en la escena internacional, de los españoles.

En su nuevo libro, Juan Granados asume con conocimiento y decisión la tarea de describir en el espacio geográfico y humano español la evolución histórica de la concepción del delito, así como la caracterización de las penas y los castigos, al tiempo que no descuida la tarea del análisis crítico y filosófico de dichos temas provenientes de la antropología o la sociología. El resultado de dicha convergencia (desgraciadamente, no muy frecuente en los estudios historiográficos patrios) ofrece la reunión feliz de descripción de hechos y de comprensión del problema; siendo especialmente enriquecedora la atención aquí concedida al iusnaturalismo y al liberalismo (en su sentido no anglosajón) como fuentes de sentido y significación.

Es tan común como ordinario enfocar la consideración del delito y el castigo asociada necesariamente al funcionamiento de la maquinaria de Estado. Sin embargo, la retrospectiva aquí llevada a cabo permite abrir otros horizontes explicativos. Porque, qué duda cabe, hay realidad y verdad más acá y más allá del Estado, cuyo ordenamiento político y jurídico está lejos, en rigor, de ser caracterizado como lo más natural del mundo...   

«Si el delito es una consecuencia del desasosiego causado en el orden natural, la sanción o pena tiende más hacia una suerte de desaprobación moral que hacia la pura venganza.» (pág. 18). De hecho, el delito en sí puede entenderse, en esencia, como «consecuencia de la ruptura del hombre con el orden natural.» (pág. 17), un orden que promueve el establecimiento en las sociedades de ritos que identifiquen y neutralicen la infracción y el desorden en aras a garantizar la convivencia y el entendimiento entre los individuos, cosechadores de paz y justicia. La desaprobación social o la expulsión de la comunidad de los que atentan contra la vida, la libertad y la propiedad privada de sus habitantes han sido, entre otros, modos de acometer el problema, tal y como se observa en las sociedades anteriores a la constitución de los Estados, las leyes y la codificación formal de penas y castigos. Es frecuente olvidar, acaso intencionalmente, que esta última circunstancia causó necesariamente la politización del derecho y la justicia, así como que «los primeros códigos penales se elaboraron en las cortes de los déspotas ilustrados, bajo la inspiración de los intelectuales que los asistían.» (pág. 173).

No todas las sociedades y tradiciones, empero, se han plegado a la sumisa fagocitación del derecho y la justicia en beneficio de la política, las instituciones y los funcionarios del Estado. Queda esto de manifiesto en el momento en que confrontamos, por ejemplo, las normativas consuetudinarias, de orientación liberal y particularmente perceptibles en los países anglosajones, en las que la costumbre, la experiencia o la jurisprudencia priman sobre la mera producción, a menudo insaciable y desmesurada, de leyes y códigos, reglamentaciones y regulaciones, ordenamientos y formulismos voraces, como sucede en España y demás países de vocación estatalista.

La esmerada y bien dispuesta secuencia de capítulos que informan sobre las distintas etapas de desarrollo de nuestro asunto a lo largo de la historia de España permite comprobar el fárrago incontenible y la sucesión apabullante de legislaciones y codificaciones que han ido sumándose —y solapándose entre sí— a la menor ocasión, por lo común tras cambios en las instituciones políticas y gubernamentales, lo cual pinta la fachada del derecho y la justicia según el color, la orientación y la tendencia dominantes en cada momento, para propio beneficio de los sucesivos beneficiados en la arena de la lucha política a la vez que correctivo (¿venganza?, ¿ajuste de cuentas?) de las opciones derrotadas.

«En modo alguno es contrario a la práctica de las leyes que estén tan sólidamente establecidas que ni el propio rey pueda derogarlas».
Baruch de Spinoza, Tractatus Theologico-Politicus, VII, 1

La historia muestra —y este ensayo ejerce de fiel notario de la realidad— que en España no es preciso ser rey ni príncipe para legislar ni para quitar y poner (quítate tú para ponerme yo…) gobiernos y gobernantes, sino, que se basta y sobra con disponer de un grupo organizado, con capacidad y habilidad en materia de demagogia y juegos de poder, para influir y, si cabe también, intimidar y fascinar, amedrentar y amaestrar, a la población. Es muestra de salud liberal, democrática y social, el ir entendiendo a lo largo de los siglos que las leyes deben constituir un marco para la acción política, no ser instrumentos de acción política, así como que la sociedad debe actuar como protagonista y valedor principal en lugar de serlo las facciones y los partidos políticos o grupos de poder, la clase política y los políticos, en fin. Y cuando, en este contexto, digo la «sociedad», podría decir igualmente la «nación».

Y he aquí un nuevo elemento, tan permanente como perturbador en la dificultosa y dolorosa modernización de España, el cual ha condicionado desde antiguo nuestro pasado, presente y futuro, a saber: la permanente e intocable estructura estamental y de privilegios propia del feudalismo y del Antiguo Régimen; adopte dicha propensión y afección la forma de fueros, prebendas y desequilibrios territoriales o de identidades regionales/nacionales, posteriormente denominadas «comunidades autónomas», «nacionalidades» y expresiones de este jaez. Todo ello con la amenaza siempre patente o latente de secesión y segregación de territorios que atenten contra la unidad nacional y, en consecuencia, contra los principios fundamentales en un sociedad bien ordenada, como son la división de poderes o la igualdad de los ciudadanos ante la ley, así como la misma efectividad del derecho y la justicia. Afecta esto, sin duda, al tema específico del tratamiento y concepción, la teoría y la práctica, del delito y el castigo aunque no sólo a los mismos.

Juan Granados, investigador y escritor riguroso y crítico, ofrezca en esta obra ejemplar una visión poco complaciente e indulgente del tema y el país analizados. Sea ello efecto del «siempre barroco y teatral penalismo español» (pág. 208); sea porque «parece que la sociedad contemporánea [española] no ha dado aún con respuestas verdaderamente satisfactorias en la relación castigo-delito-plan de reinserción» (pág. 231). He aquí, en fin, nuestro delito ni nuestro castigo…

 


Juan Granados

(La Coruña, 1961) es estudioso de los intendentes españoles del siglo XVIII, así como de la historia de las instituciones y profesor de historia del Derecho y, también, del Delito y la cultura europea en la UNED.

Desde 2003 ha centrado su producción literaria en la narrativa y la divulgación histórica, con la publicación de tres novelas y media docena de ensayos sobre temas tan diversos como España en el Antiguo Régimen y el siglo XIX; Napoleón; los Borbones o la taxonomía del liberalismo político. Es, además, inspector de educación y ha colaborado, entre diversos medios de comunicación, entre otros, ABC y El Correo Gallego.

jueves, 1 de junio de 2023

LAS MATES

 


«Nunca pude admitir el que la suma de los ángulos de un triángulo fuera igual a dos rectos. Aún hoy [son palabras escritas en 1929] me resisto a admitirlo»

Las mates me matan. Nunca he podido con ellas. Su inmenso poderío puede conmigo. Como le ocurre a Enrique Jardiel Poncela, según propia confesión, también yo me resisto a admitir gran número de asertos y afirmaciones de la muy soberana, farolera y matona «ciencia exacta», plagada de axiomas, principia y presumidas verdades irrefutables, ante la cual a los mortales no les cabe más que inclinarse y darle a la doña tecla del aceptar. Pues si no aceptas no sigue la cuenta. Corriente… Y he dicho «gran número» de dogmas, y no todos, porque, sumados o divididos, no alcanzo a comprenderlos, al tiempo que desfallezco sólo con escuchar la expresión «cálculo infinitesimal», temiéndolo más que a un cálculo de riñón.

Me hablan de trigonometría y pienso en un campo de cereales, lo cual no tiene mucho mérito, pues, esto sí lo veo claro: geometría y agricultura no se repelen entre sí; véase sino lo de las raíces cuadradas, que barrunto raíces profundas. O los denominados «diagramas de árbol» y cosas así. Hablando de mérito, pregunto: ¿qué valor tiene afirmar que uno más uno son dos, cuando uno mismo, sin añadidos ni auxilio intelectual, es capaz de conceder en ello sin tener que aprender de memoria las tablas de la ley matemática? Así pues, tal aserto admito —o sea, que apruebo—, pero no me pidan encaminarme más allá en la serie numérica, porque si dos es compañía, un número mayor que éste ya es multitud.

¿El álgebra? Entiendo que es palabra ésta que proviene de la morería, como albóndiga y alubia. De tal manera me parece que las mates, igual que las cornicabras, interesan tanto a la agricultura como a la ganadería (exceptuando el cerdo).

¿Y qué me dicen del algoritmo, hoy muy de moda, que yo no sepa comprender sin más? Sé que es algo que sigue un compás y una cadencia musical, como el swing o el twist, y conforma, juntando todos estos numeritos, la armonía de las esferas que ya me explicaban en el colegio, cuando era un niño inocente. Ay, el colegio… Escogí cursar el bachillerato de Letras con tal de no toparme con las mates famosas, al lado de otras ciencias majestuosas. Famosas y además con largo y poderoso brazo secular, pues tras la escapatoria, acabaron pillándome —aquí te pillo, aquí las mates— el año que cursé el COU, cuando en plan experimental la asignatura era asignatura común de la que ningún matriculado se libraba. Aunque esto sucedió el siglo pasado, recuerdo muy bien que la profesora en cuestión la tomó conmigo, sólo porque le decía en clase que las fórmulas que explicaba en la pizarra, serían mágicas, si bien un servidor las juzgaba de ilógicas… El joven filósofo ya apuntaba maneras. Aun así y con todo, la buena señora me concedió un aprobado, con tal de no verme más por clase.

Admirable actitud que me ha ayudado a admirar, a mi vez, coincidiendo asimismo con Jardiel, a los maestros de las mates y a los simples y descompuestos aficionados.

«Admiro a esos hombres que suman y restan deprisa y que multiplican sin equivocarse. En cuanto a los hombres que saben dividir, a ésos los miro con tanto respeto que, por grande que haya sido nuestra amistad, nunca me he atrevido a tutearlos.»