«Nunca pude admitir el que la suma de los ángulos de un triángulo fuera igual a dos rectos. Aún hoy [son palabras escritas en 1929] me resisto a admitirlo»
Las mates me matan. Nunca he podido con ellas. Su inmenso poderío puede
conmigo. Como le ocurre a Enrique Jardiel Poncela, según propia confesión,
también yo me resisto a admitir gran número de asertos y afirmaciones de la muy
soberana, farolera y matona «ciencia exacta», plagada de axiomas, principia y presumidas
verdades irrefutables, ante la cual a los mortales no les cabe más que
inclinarse y darle a la doña tecla del aceptar. Pues si no aceptas no sigue la
cuenta. Corriente… Y he dicho «gran número» de dogmas, y no todos, porque,
sumados o divididos, no alcanzo a comprenderlos, al tiempo que desfallezco sólo
con escuchar la expresión «cálculo infinitesimal», temiéndolo más que a un
cálculo de riñón.
Me hablan de trigonometría y pienso en un campo de cereales, lo cual no
tiene mucho mérito, pues, esto sí lo veo claro: geometría y agricultura no se
repelen entre sí; véase sino lo de las raíces cuadradas, que barrunto raíces
profundas. O los denominados «diagramas de árbol» y cosas así. Hablando de
mérito, pregunto: ¿qué valor tiene afirmar que uno más uno son dos, cuando uno
mismo, sin añadidos ni auxilio intelectual, es capaz de conceder en ello sin
tener que aprender de memoria las tablas de la ley matemática? Así pues, tal
aserto admito —o sea, que apruebo—, pero no me pidan encaminarme más allá en la
serie numérica, porque si dos es compañía, un número mayor que éste ya es
multitud.
¿El álgebra? Entiendo que es palabra ésta que proviene de la morería, como
albóndiga y alubia. De tal manera me parece que las mates, igual que las
cornicabras, interesan tanto a la agricultura como a la ganadería (exceptuando
el cerdo).
¿Y qué me dicen del algoritmo, hoy muy de moda, que yo no sepa comprender
sin más? Sé que es algo que sigue un compás y una cadencia musical, como el
swing o el twist, y conforma, juntando todos estos numeritos, la armonía de las
esferas que ya me explicaban en el colegio, cuando era un niño inocente. Ay, el
colegio… Escogí cursar el bachillerato de Letras con tal de no toparme con las
mates famosas, al lado de otras ciencias majestuosas. Famosas y además con
largo y poderoso brazo secular, pues tras la escapatoria, acabaron pillándome
—aquí te pillo, aquí las mates— el año que cursé el COU, cuando en plan
experimental la asignatura era asignatura común de la que ningún matriculado se
libraba. Aunque esto sucedió el siglo pasado, recuerdo muy bien que la
profesora en cuestión la tomó conmigo, sólo porque le decía en clase que las
fórmulas que explicaba en la pizarra, serían mágicas, si bien un servidor las
juzgaba de ilógicas… El joven filósofo ya apuntaba maneras. Aun así y con todo,
la buena señora me concedió un aprobado, con tal de no verme más por clase.
Admirable actitud que me ha ayudado a admirar, a mi vez, coincidiendo asimismo con Jardiel, a los maestros de las mates y a los simples y descompuestos aficionados.
«Admiro a esos hombres que suman y restan deprisa y que multiplican sin equivocarse. En cuanto a los hombres que saben dividir, a ésos los miro con tanto respeto que, por grande que haya sido nuestra amistad, nunca me he atrevido a tutearlos.»
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