jueves, 1 de junio de 2023

LAS MATES

 


«Nunca pude admitir el que la suma de los ángulos de un triángulo fuera igual a dos rectos. Aún hoy [son palabras escritas en 1929] me resisto a admitirlo»

Las mates me matan. Nunca he podido con ellas. Su inmenso poderío puede conmigo. Como le ocurre a Enrique Jardiel Poncela, según propia confesión, también yo me resisto a admitir gran número de asertos y afirmaciones de la muy soberana, farolera y matona «ciencia exacta», plagada de axiomas, principia y presumidas verdades irrefutables, ante la cual a los mortales no les cabe más que inclinarse y darle a la doña tecla del aceptar. Pues si no aceptas no sigue la cuenta. Corriente… Y he dicho «gran número» de dogmas, y no todos, porque, sumados o divididos, no alcanzo a comprenderlos, al tiempo que desfallezco sólo con escuchar la expresión «cálculo infinitesimal», temiéndolo más que a un cálculo de riñón.

Me hablan de trigonometría y pienso en un campo de cereales, lo cual no tiene mucho mérito, pues, esto sí lo veo claro: geometría y agricultura no se repelen entre sí; véase sino lo de las raíces cuadradas, que barrunto raíces profundas. O los denominados «diagramas de árbol» y cosas así. Hablando de mérito, pregunto: ¿qué valor tiene afirmar que uno más uno son dos, cuando uno mismo, sin añadidos ni auxilio intelectual, es capaz de conceder en ello sin tener que aprender de memoria las tablas de la ley matemática? Así pues, tal aserto admito —o sea, que apruebo—, pero no me pidan encaminarme más allá en la serie numérica, porque si dos es compañía, un número mayor que éste ya es multitud.

¿El álgebra? Entiendo que es palabra ésta que proviene de la morería, como albóndiga y alubia. De tal manera me parece que las mates, igual que las cornicabras, interesan tanto a la agricultura como a la ganadería (exceptuando el cerdo).

¿Y qué me dicen del algoritmo, hoy muy de moda, que yo no sepa comprender sin más? Sé que es algo que sigue un compás y una cadencia musical, como el swing o el twist, y conforma, juntando todos estos numeritos, la armonía de las esferas que ya me explicaban en el colegio, cuando era un niño inocente. Ay, el colegio… Escogí cursar el bachillerato de Letras con tal de no toparme con las mates famosas, al lado de otras ciencias majestuosas. Famosas y además con largo y poderoso brazo secular, pues tras la escapatoria, acabaron pillándome —aquí te pillo, aquí las mates— el año que cursé el COU, cuando en plan experimental la asignatura era asignatura común de la que ningún matriculado se libraba. Aunque esto sucedió el siglo pasado, recuerdo muy bien que la profesora en cuestión la tomó conmigo, sólo porque le decía en clase que las fórmulas que explicaba en la pizarra, serían mágicas, si bien un servidor las juzgaba de ilógicas… El joven filósofo ya apuntaba maneras. Aun así y con todo, la buena señora me concedió un aprobado, con tal de no verme más por clase.

Admirable actitud que me ha ayudado a admirar, a mi vez, coincidiendo asimismo con Jardiel, a los maestros de las mates y a los simples y descompuestos aficionados.

«Admiro a esos hombres que suman y restan deprisa y que multiplican sin equivocarse. En cuanto a los hombres que saben dividir, a ésos los miro con tanto respeto que, por grande que haya sido nuestra amistad, nunca me he atrevido a tutearlos.»

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