He aquí una palabra,
«referéndum», de las tocadas con efectos mágicos, de encantamiento, que, no pocas veces, promete lo que oculta
y oculta lo que promete. El referéndum, como prototipo de «democracia
directa», suele venderse con frecuencia por parte de políticos mayoristas de mayoría predecible como si fuese la máxima
expresión de la voluntad popular, de la “voluntad general”.
Que el referéndum no es una panacea ni una cabal
alternativa participacionista al modelo de la democracia
representativa (pace Rousseau, los rusonianos y los «republicanos»)
y que acaba por ser casi siempre plebiscito, una burda escenificación del
«sufragio directo», parece cosa segura. El
referéndum termina siendo un “todo o nada”, un “sí o sí”, un cuento de nunca
acabar al que jamás se pone fin hasta que salga lo que a priori
anhelan sus procuradores y voceros,
sus valedores y convocantes.
En 1947, el general
Franco convoca a los españoles a un referéndum con el fin no explícito de
que decidan si quieren volver a la guerra civil o seguir disfrutando del nuevo
régimen que se sucede a sí mismo. Se trataba de la Ley de Sucesión en
la Jefatura del Estado, que en su segundo artículo declara que «la
Jefatura del Estado corresponde al Caudillo de España y de la Cruzada,
Generalísimo de los Ejércitos, don Francisco Franco Bahamonde». Como era de
prever, la ley salió victoriosa, entendiéndose así que los españoles habían
votado en favor de la paz y del régimen realmente existente.
El referéndum sirve,
asimismo, para producir el suicidio colectivo de toda una comunidad. En
1536, los ciudadanos de Ginebra
votan a mano alzada y deciden. Es deseo de la “voluntad general” de esa
comunidad que sólo la religión protestante tenga cabida en sus almas y en el
interior de sus murallas. Desde ese instante se inicia un periodo de
intolerancia de alto riesgo en la villa helvética que Calvino sabrá gobernar y
administrar a su antojo: los ginebrinos
abren las puertas de la ciudad a la dictadura fundamentalista calvinista.
Hay muchas otras palabras-trampa: «autodeterminación» y
«soberanía», que en el fondo se traducen interiormente como «secesión», aunque
no lo digan así quienes tales términos profieren. Palabras-trampa, como es
habitual, presuntamente inocentes y benefactoras, ilusionantes y prometedoras.
Pues, ¿quién rechazaría, sin más
precisiones, ser soberano o autodeterminarse? Pero el caso es que, si
precisamos más, si penetramos en el núcleo del asunto, algunas soberanas
proclamas dejan patente lo que se halla
debajo del significante, y sus reales consecuencias. El camelo, no obstante,
más tarde o más temprano se desenmascara:
«El tan invocado derecho a la
autodeterminación se reduce al derecho a determinar quiénes deben sobrevivir en
determinado territorio y quiénes no.»
H. M. Enzensberger, Perspectivas de guerra civil (1993)
Examínese, pues, con cuidado las invitaciones, peticiones o
exigencias acerca de consultas o referendos en los que el pueblo libremente decida
su destino, y medítese la prevención citada, porque a menudo (para unos más
que para otros) el aviso y la evidencia de los hechos llegan demasiado tarde.
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Fragmento del artículo "Guerra, paz y palabras-trampa" publicado en la revista El Catoblepas, nº 5, julio 2002, página 7.