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Algunos rasgos patentes, a la vez que
dramáticos, del totalitarismo pandemoníaco en que ha caído la civilización, revelan una sensación de incredulidad, al mismo tiempo
que una fijeza en las creencias y posturas preconcebidas, que se ha
generado en la mayor parte de la población ante
lo que ha pasado y nos pasa. Una incredulidad y una fijeza de las que no se
ha recuperado, y me temo que no presenta trazas de recuperación. Este síndrome social y moral, catatónico y bipolar, ha dejado a la muchedumbre grogui, KO, en un estado de shock, de parálisis, al tiempo que de
sobreactuación. He aquí la situación presente, que combina la tragedia con la comedia de enredos. En ella da la impresión de que
el mundo se ha parado, y con él sus habitantes, configurando como una imagen fija,
congelada en un tiempo indefinido.
Refiero un síntoma próximo al enajenamiento,
no tanto en sentido de demencia o de neurosis obsesiva (aunque hayan aumentado
significativamente los casos de enfermedad mental entre la gente) cuanto de una negación de la propia identidad,
producto de negar la realidad, de un desdoblamiento de personalidad en el que
los individuos son otros
(he definido este fenómeno, parafraseando, el título de una célebre
película, «invasión de ladrones de cuerpos y almas»), si bien parezca que son y
hacen lo mismo. Y en esa apariencia permanecen.
La negación de hechos y objetos que conlleva la
enajenación de sujetos proviene de un
sentimiento generalizado resumido en la siguiente expresión: «Esto es increíble», un «acto
de habla» que podría incluirse en la familia de lo performativo (J. L. Austin),
esto es, aquello que al decir algo, lo hacemos de hecho, con efectos prácticos
en el agente y quienes lo escuchan. En consecuencia, y en este contexto, cuando alguien afirma que algo lo juzga
increíble, afirma, en realidad, indirecta pero efectivamente, que lo considera
irreal, imaginario o falso; que lo niega, en fin. Aunque sólo en
apariencia, insisto. Pues, en el fondo, el miedo y la esperanza estarían en la base
explicativa de dicha conducta, es decir: el miedo a aceptar una realidad que no puede soportar y la esperanza de que negando lo que pasa quedaría así inmune, ajeno, a sus
consecuencias y efectos; además, se dice a sí mismo, a pesar de todo, algún provecho podrá sacarse
de esto...
A quienes sólo escuchan y asumen lo que desean
oír les encaja como un guante el conocido aforismo de José Ortega y Gasset «no sabemos lo que nos pasa, y esto es
precisamente lo que nos pasa, no saber lo que nos pasa», lo cual suele indicar
mayormente que no sabemos lo que no
queremos saber, sea porque incomoda, entristece, aterra o por cualquier
otro motivo escapista. Se trata, en suma, de la práctica del avestruz de ocultar
la cabeza bajo tierra, por decirlo en locución de uso popular y cotidiano.
Así pues, la impresión general que exterioriza la inmensa
mayoría de individuos es la de que nada ha pasado o que ya pasó. Se expresan en
pasado porque el pasado («cuando la pandemia…») es su presente continuo y
previsible futuro, cuando el mundo colapsó. Así estamos: un sentimiento
perfectamente resumido en la popular coletilla «esto es lo que hay».
La gente se mantiene, por lo general e imperturbablemente, en las posideologías y en las creencias de antes, lo que se reconoce y
verbaliza, dejando en la sombra, en el olvido, en el inconsciente, el resto,
que es silencio… Los creadores de la «Nueva Normalidad» concibieron e
inocularon este síndrome en la multitud de forma que lo que pasase fuese percibido
como si nada especial hubiese pasado; una normalidad
continuista, podríamos decir, de ningún modo, una ruptura o revolución. Ello
explica que la transición (que no digo no se capte como tal) se haya realizado
con tan prodigiosa naturalidad y portentoso seguimiento general.
Hoy, como ayer, pase lo que pase, tras las
conductas y las respuestas a los acontecimientos actuales es común y ordinario
advertir esquemas y rutinas habituales,
en las que la nueva situación impuesta queda soslayada, esquivada, evadida. Y
así uno no puede saber lo que pasa ni le pasa. Y esto es lo que nos pasa. Vivir
en un mundo como voluntad (las cosas
son como uno desea: de ahí el éxito del ritmo woke) y representación
(se vive en la pantalla, pero no en vivo, sino en diferido y actuando).
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En la realidad eludida ocurre, sin embargo, lo contrario: debido al carácter totalitario y global de lo que está acaeciendo, nada queda al
margen del statu quo imperante y nada
puede comprenderse sin referencia directa al mismo. Pues bien, y como digo,
observo que los usos y costumbres de la población, en su generalidad, suelen
ser los habituales; así como, los análisis y críticas de los mismos, cuando los
hay, que son pocos casos. Ocurra lo que ocurra, la gente mantiene sus acostumbrados patrones y fijaciones particulares en
la interpretación y el comentario, tanto estéticos, como morales o políticos
(especialmente, políticos); patrones y fijaciones particulares excepto en un
rasgo que es común en la masa sumisa: el contexto del «Nuevo Orden Mundial» (psicólogos, tertulianos de radio, televisión y redes sociales, así como libros
de autoayuda, entre otros referentes populares, coinciden en animar al pueblo a
que piense en positivo, es decir, en cosas bonitas y apetecibles, soslayando
los recuerdos dolorosos o sencillamente molestos).
En resumen,
la respuesta a los estímulos externos es, por lo común y ordinario, en la era de la globalización, en clave aldeana, o sea, interesa principalmente lo
cercano, familiar, cotidiano, provechoso y práctico. Lo que ha pasado y nos pasa sigue así procesándose
en clave nacional, cuando no nacionalista, regionalista o localista; partidista,
cuando no sectario; de modo parcial y autónomo, cuando no independiente de lo demás; más atento a los efectos, tanto materiales como emocionales, que a las causas, cuando no son éstas ignoradas sin más;
encajándolo, en fin, con calzador o por presión en microcosmos personales o grupales, cómodos y forrados prêt-à-porter, válidos para todas las
estaciones, con un ánimo imperturbable al cambio
de tiempo (aunque lo común es que se prefieran los días soleados y placidos
a los grises y tormentosos…).
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En este panorama trastornado, la excepción que
confirma la regla, para mayor confusión y desorden,
tiene nombre propio/impropio: «conspiranoia»
o cómo convertir una tragicomedia en un relato de misterio. Por un parte,
debo reafirmarme en lo desafortunado de la fórmula que tanta fama está teniendo,
en todos los frentes, la cual goza de un carácter omnipresente y
generalizador, de muletilla explícalo-todo.
Para gran parte de los críticos aficionados a la intriga, suceda lo que suceda,
interese o no directamente a la Agenda 2030, forma parte de la «teoría de laconspiración». Desafortunada muletilla y,
añado, muy inexacta. El término «conspiración», hermanado significativamente
con la acción de complot, confabulación, conjura o maquinación, lleva implícito
el sello de lo secreto y lo subrepticio. Sucede, empero, lo contrario: el
Alto Mando que está detrás del Nuevo Desorden Mundial no sólo no lleva
en secreto el Gran Fraude sino que lo pregona con orgullo y júbilo, adornado de
mil maneras por «expertos» en la técnica
de manipulación de masas y popularizada por instituciones comunitarias, Gobiernos
nacionales, corporaciones y empresas, sean grandes o pequeñas, sellando sus
comunicaciones y productos con la marca de serie del arcoíris.
La «teoría
de la conspiración» no es nueva: poco es nuevo en la era del neo. De modo que, entre otras proezas,
ha reactivado el criminal episodio del 11-S, manipulándolo para hacerlo acoplar al marco teórico deseado. Este
recurso infame como el que más, hasta hace unos pocos años, era elemento de
distinción en los individuos y grupos simpatizantes y/o comprensivos con el
terrorismo y el amarillismo desinformador (Michael Moore, Noam Chomsky et alii/aliens...). Hoy, está generalizado, globalizado
como un globo, sin distinción de banderías. Según esta posmoderna
interpretación, esta fantasía animada de ayer y de hoy, los ataques terroristas
contra los Estados Unidos de América (y, por extensión, contra Occidente, y la
civilización en su conjunto), perpetrados el 11 de septiembre de 2001, no serían
obra de Al-Qaeda ni de los islamistas, sino concebido y ejecutado por los
servicios secretos de USA… y de Israel. ¡Qué cansancio volver a lo mismo!
Destapada la caja de truenos de la teoría conspiradora (a cuyos defensores no
les incomoda el término «conspiranoico», sino que lo asumen con orgullo),
agraciado o acaso indultado será el suceso que se libre de la zarpa de dicha
cábala, donde caben desde el asesinato de J. F. Kennedy al Watergate, la muerte
de Diana de Gales o el 11-M en Madrid, año 2004. Etcétera.
Y este
asunto (la conspiración encadenada) nos lleva a Israel y al 7-O, aunque
cualquier referencia a hechos de la actualidad podría servir de ilustración en
este caso.
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El 7 de
octubre de 2023 tuvo lugar en Israel un ataque terrorista, a gran escala y
siguiendo las pautas del más desenfrenado salvajismo, consumado por hordas
organizadas y muy fanatizadas procedentes de los territorios palestinos,
dejando un reguero de muertes, secuestros y violencias, más de mil
personas afectadas, militares y civiles, desde bebés a ancianos. ¿Y qué? ¿Qué se dice al respecto? Pues, en
esencia, el mismo discurso de siempre, dominante en medios de comunicación,
redes sociales y tertulias de radio, televisión o en la calle, cuando se trata de agresiones a intereses, lugares o ciudadanos judíos,
a saber: tras esta masacre no están los árabes ni los islamistas, sino los
servicios de seguridad de Israel y… de América, buscando ambos bestias pardas
del Pensamiento Único una excusa para redoblar la represión contra «Palestina».
Nada se dice que pueda relacionar este repugnante suceso con el Nuevo Desorden Mundial ni con la Agenda
2023.
Atrás han quedado las bonitas palabras
dirigidas a Israel por parte de la prensa canallesca, cuando podían leerse
titulares de este tenor: «Covid: Israel pasa a la situación envidiable
para los países europeos», por el
hecho de consumar, entre otras, las siguientes hazañas sádicas: tener
«covid-vacunados» en 2021 a la mitad de la población y por
discriminar a los «no vacunados» en locales públicos. El gobierno israelí en estos últimos años se ha caracterizado por ser los más decididamente aplicados a la hora de seguir el dictamen del programa
globalista, y con sus medidas en materia de restricciones a la libertad
contra su propia población, ha demostrado un alto grado de miseria, corrupción y
sumisión al Alto Mando de la Agenda 2030. Pero
esta vileza no lo convierte necesariamente en el ejecutivo ejecutor del 7-O,
aunque, ciertamente, quede en entredicho su capacidad para proteger a sus
ciudadanos y pedirles ahora (ahora también...) que cierre filas en favor de la
acción de gobierno y siga sus órdenes e instrucciones de defensa (así en esto como en lo otro).
No intentaré explicar, aquí y ahora, el
pormenor respecto a los detestables hechos del 7-O, porque, francamente, lo
desconozco (aunque no dudo sobre la autoría palestina, en absoluto). Lo que sí sé, es que, en el contexto
del totalitarismo pandemoníaco, todo acontecimiento relevante a escala global
debe ser relacionado, necesariamente, con el mismo. Lo que sí sé es que, desde
2020, una nueva Guerra Mundial recorre el mundo. Lo que sí sé que para el Alto Mando, es prioritario atar en corto a los países que podrían
hacerles frente, por ejemplo, la coalición de naciones que resolvieron las
Guerras Mundiales previas (Estados Unidos, Reino Unido, Canadá, Nueva Zelanda,
Australia…, más Israel) y pudieran ofrecer ahora oposición al nuevo avance totalitario. Lo que sí sé es que estas naciones son
las que han conocido, y conocen, las más duras y tenaces restricciones y
prácticas de estado de excepción, y en los que gobiernan dirigentes aliados ya
no a la libertad sino a la causa globalista. Lo
que sí sé es que compadezco a los ciudadanos israelíes por sufrir tanto un
gobierno tiránico al servicio del Mandarinato globalista cuanto unos vecinos islámicos bárbaros y despiadados, al tiempo que les recuerdo que de ellos depende, y
no del destino, de la voluntad de Dios ni de sus gobernantes (y menos ahora…), de su amor a la libertad y su voluntad
de resistencia, el haberse defendido
y el defenderse sin tregua de las amenazas de unos y de otros; que también
ellos (como en las demás naciones) son, en parte, responsables de lo que les ha
pasado y lo que les pasa.
«Un pueblo que elige corruptos, impostores, ladrones y traidores, no es víctima, es cómplice».
George Orwell
5
Post scriptum dedicado a quien puede ver
(algunos) árboles pero no bosques.
Llamo la atención sobre esta crónica
periodística publicada en un diario británico, bajo este titular: «La policía ha introducido poderes de la
Sección 60AA en las manifestaciones pro Palestina en el centro de Londres.
Han pedido a los manifestantes que se quiten
las cubiertas faciales para que no se pueda ocultar su identidad.» Intencionadamente ambigua manera de
referirse a las
mascarillas, entre otros trapos: «cubiertas faciales» (expresión utilizable
tanto para la «mascarada covidiana» como para un niqab en los usos de las mujeres
musulmanas o el turbante a lo tuareg en los musulmanes), elemento clave en la
agenda totalitaria globalista, así como en el programa multiculturalista occidental, y
cuyo no uso unas veces persigue sus graciosas Potestades y otras, su uso.
Según convenga. A lo que se mande. Si entre esto y aquello no hay relación, ya me dirán ustedes…