Fuego y cenizas. La
Revolución francesa según Thomas Carlyle, prólogo y antología de Ruth Scurr,
traducción y apéndices de Vicente Campos, Ariel, Barcelona, 2011, 214 páginas
Probablemente,
no haya mucha discusión a la hora de caracterizar la Revolución Francesa como el
«gran relato» histórico par excellence.
Hito entre los hitos de todos los tiempos, ha llegado a convertirse sin grandes
dificultades en un mito grandioso, en un suceso intocable, fuente de donde nace
la Modernidad, piedra sagrada de la religión laica, fundamento canonizado de
los Derechos del Hombre y el Ciudadano, materialización histórica de los
ideales de Libertad, Igualdad y Fraternidad. En no pocos casos, los hechos
devenidos en 1789 han adquirido el rango de epopeya, de hazaña, de epítome de El Acontecimiento.
Aunque
la llama revolucionaria encendió Francia y cortó de raíz la estructura del
Estado y la sociedad vigentes hasta entonces, los ecos y las deflagraciones
que provocó apuntaban a la Historia Universal. El Siglo de las Luces, la Revolución, tenía vocación global, anhelo de
totalidad, y, tal vez también, sembró la semilla de totalitarismo. El sueño
de Rousseau (más que de Diderot) lo hicieron realidad Danton y Robespierre, en
primera instancia. Napoleón Bonaparte, en un segundo acto, llevó la voz del
pueblo francés más allá de las fronteras galas. Por la fuerza de las armas y la
seducción que proporciona la épica revolucionaria, las tropas napoleónicas
tenían paso franco por doquier, en pos de la conquista del mundo y la derrota
de la Tradición y el Antiguo Régimen.
Hoy,
Francia, nación moderna y occidental, conserva todavía la música y ¡la letra! de la Marsellesa como himno nacional, un
canto que emociona a propios y extraños. El
14 de julio es la Fiesta nacional francesa, conmemoración y celebración de
la toma de la Bastilla. La enseña tricolor mantiene vivo el orgullo y el
patriotismo de un pueblo que cambió el mundo.
Todo
cambió para que todo siguiese igual en materia de apreciación y valoración de
esta gesta. La interpretación jacobina, revolucionaria, de los hechos de
aquellos años de «fuego y cenizas» apenas ha tenido réplica. El revisionismo o
el directo rechazo de los mismos tardaron en hacerse patentes, con la notoria
excepción de Edmund Burke quien en
1790 escribe sus Reflexiones sobre la
Revolución en Francia, donde, sin
reservas ni excusas, juzga innecesario y condenable el sentido cruento de su
desarrollo. Incluso el pensador de inclinación liberal, Alexis de Tocqueville, abordó con suma elegancia la cuestión en su
célebre El Antiguo Régimen y la
Revolución (1856).
Uno
de los textos más valiosos relativos al fin de la Monarquía y el
establecimiento de la República en Francia salió del intelecto y la mano de Thomas
Carlyle, sobre el que acaba de publicarse en nuestro país una antología a cargo de Ruth Scurr.
Thomas Carlyle (Ecclefechan, Escocia, 1795 – Londres, 1881) fue uno de los más eminentes escritores victorianos. Con una sólida formación intelectual y cultural, que transita desde la teología a las matemáticas, Carlyle brilla en los estudios históricos y, sobre todo, en el ensayismo. No por casualidad, compartió amistad e intereses filosóficos con Ralph Waldo Emerson y John Stuart Mill, entre otros maestros en este género literario. Es autor de Sartor Resartus, una obra de carácter autobiográfica, Los héroes y El cartismo. Aunque su obra más celebrada es, justamente, Historia de la Revolución Francesa.
Ruth Scurr es directora de
Estudios de Política y Asuntos Internacionales en el Gonville y Caius College,
en Cambridge, donde ejerce, asimismo, como profesora de Política.
En
1834, un Carlyle con grandes apuros económicos y serios problemas personales,
concibe la idea de narrar aquellos episodios nacionales datados en los días que
reinaba en Francia Luis XVI. Lo que había sido planeado para cubrir una
monografía a publicar en un solo volumen, pronto adquiere caracteres
mayúsculos. El trabajo se extiende a lo largo de tres tomos, titulados, respectivamente, La Bastilla, La Constitución
y La Guillotina. Hasta 1837, la
concienzuda y apasionada labor absorbe las energías del escritor. Su misma
composición no estuvo tampoco exenta de peripecias.
John Stuart Mill, quién a la sazón
animó el inicio de la empresa narrativa de Carlyle, recibe de éste el
manuscrito (único ejemplar) del primer volumen de la obra para su examen y
evaluación. Pocos días más tarde, el autor de Sobre la libertad anuncia consternado a su amigo que uno de sus
sirvientes había arrojado al fuego el pliego de hojas prestadas, tomándolas por
material desechable. La desolación de Carlyle roza la desesperación. Pero,
finalmente, se recompone física y psicológicamente del terrible accidente como
paso previo para la reconstrucción del poema sobre la Revolución en Francia.
Porque,
en efecto, de gran poema en prosa, de
canto poético (no necesariamente apologético) debe entenderse la disertación
carlyiana. Desde la más pura y estricta apostura romántica, el autor deja al
margen el análisis y la crítica de los hechos. En palabras de la responsable de
la presente edición antológica: «Lo que interesa a Carlyle es la gama completa
de las emociones humanas en la Revolución, desde el clamor histérico de
aquellos que tocan a rebato a la alegre despreocupación de los que no
participan en nada. Siempre está planteando la cuestión: ¿cómo era estar allí?»
(pág. 19).
Ahora
bien, acaso la más precisa descripción del estilo de Carlyle tiene la firma
nada menos que de Miguel de Unamuno,
traductor de la primera edición española
de la obra. Hace casi un siglo, Unamuno vertió al castellano, en versión
íntegra, La historia de la Revolución
Francesa de Thomas Carlyle, por iniciativa y propuesta de Lázaro Galdeano.
Un tarea iniciada en 1900, y a la que dedicó casi dos años de concentración y
esfuerzo.
En
carta a Juan Arzadún, el Rector de
Salamanca escribe lo que sigue en diciembre de 1900:
«Arma [Carlyle] su tinglado, se adelanta,
suelta un discurso, con muchas interjecciones y admiraciones y puntos
suspensivos y mucho de “y ahora van a ver ustedes, señores, etc.”; descorre la
cortina, saca sus muñecos, les hace hablar, accionar y hablar. Les increpa, les
anima, traba diálogos con ellos, les dice: ¡ya te profeticé yo, Petion, cómo
habías de acabar” “Pero, ¿qué haces, cetrino Incorruptible? (Robespierre). Les
pone motes, habla en primera persona, se mete en el escenario entre sus
muñecos, interrumpe la representación para soltar un discurso, y añade: “pero
volvamos a nuestro cuento”. Y todo esto entre un relámpago de metáforas, de
ingeniosidades y descripciones... (Danton yendo a la guillotina. La
Insurrección de las mujeres, la Fiesta del Ser Supremo), que chorrean en vida.
Figúrate un Victor Hugo puritano y sin brida en la fantasía. Es un asombro de
imaginación, ese Maese Pedro».
Sea
bienvenido, pues, este resumen de la colosal pieza histórica y literaria de
Carlyle. Aunque, tras leerla, tenga uno la sensación de haber quedado con hambre
de lectura. Con ganas de disfrutar del festín completo de esta tragedia de «fuego y cenizas», de ruido y
de furia, de patriotismo, republicanismo y sanculotismo,
narrada por un escritor no menos colosal, esto es, a la altura de las
circunstancias. Ojalá algún editor español se decida pronto a reeditar al
completo este texto inmortal, descatalogado desde hace décadas en España
Me estoy haciendo una buena lista con las reseñas de sus libros recomendados. Y este parece de los buenos!
ResponderEliminarPor otra parte no entiendo como no se crucificó al sirviente boca abajo por la quema del manuscrito. La costernación de Carlyle debió de ser inmensa, próxima a la desesperación. Como se suele decir vulgarmente...¡Yo lo matooooó!
Este libro, amigo Lorenzo, es altamente recomendable. La lástima, como se dice en la reseña es que dispongamos sólo de una antología de la obra magna de Carlyle.
ResponderEliminarY sí, pienso a menudo en este affaire del manuscrito de Carlyle mientras preparo alguno de mis libros. Siempre conservo varias copias de seguridad. Por si acaso. Artículos y reseñas ya escritos sí he tenido que reescribirlos en más de un caso por jugarretas de la informática e incidencias varias.
Un cordial saludo
La informática nos ayuda en gran manera pero esas jugarretas existen y contra ellas solo cabe la copia impresa... Las llamadas copias de seguridad pueden tener el mismo fin que el original en un mal corte de luz o en un disco duro que se va al garete; aún así podríamos encontrar alguna solución, cosa que no pudo tener nunca el gran Carlyle.
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