«lo que ocurrió en Auschwitz no puede comprenderse ni tampoco, quizá, debe comprenderse. [...] en Auschwitz no hay cólera: Auschwitz no está en nosotros, no es un arquetipo, está fuera del hombre. Los autores de Auschwitz, que aquí se nos presentan, no se dejan llevar por la ira o el delirio: son diligentes, tranquilos, vulgares y planos; sus discusiones, declaraciones, testimonios, aun los póstumos, resultan fríos y vacuos. No podemos comprenderlos: el esfuerzo por comprenderlos, por remontarnos a sus fuentes, se nos antoja vano y estéril. Auguramos que tardará en aparecer el hombre capaz de comentarlos y de dilucidar qué ocurrió para que, en el corazón de nuestra Europa y en nuestro siglo, el mandamiento de “no matar” fuese invertido.»
(Primo Levi, «Prefacio a “Auschwitz” de Léon Poliakov» en Vivir para contar [2010]).
Uno lee estas palabras, en las que su autor apenas logra contener la rabia y la desesperación, y colige, en una primera instancia, que si Primo Levi renuncia a «comprender» el significado de Auschwitz, ¿quién puede ser capaz, entonces, de tamaña labor? Levi vivió Auschwitz; si aquello fue vivir. Su testimonio, expuesto en una dilatada obra de denuncia, ha logrado penetrar con apasionado coraje y fría precisión, acaso como ningún otro, en el corazón de las tinieblas del Holocausto. Y todo ello después de salir de él. Levi ha sido, en fin, quien ha facilitado indispensables claves interpretativas del horror al que puede llegar la conducta de los hombres —si aquellos fueron hombres, que, ay, sí lo fueron— bajo determinadas circunstancias. ¿Cuáles son esas circunstancias? Básicamente, tres: el empuje de la ideología totalitaria, la creencia en la utopía y el caudillismo hipnotizador de masas.
(Primo Levi, «Prefacio a “Auschwitz” de Léon Poliakov» en Vivir para contar [2010]).
Uno lee estas palabras, en las que su autor apenas logra contener la rabia y la desesperación, y colige, en una primera instancia, que si Primo Levi renuncia a «comprender» el significado de Auschwitz, ¿quién puede ser capaz, entonces, de tamaña labor? Levi vivió Auschwitz; si aquello fue vivir. Su testimonio, expuesto en una dilatada obra de denuncia, ha logrado penetrar con apasionado coraje y fría precisión, acaso como ningún otro, en el corazón de las tinieblas del Holocausto. Y todo ello después de salir de él. Levi ha sido, en fin, quien ha facilitado indispensables claves interpretativas del horror al que puede llegar la conducta de los hombres —si aquellos fueron hombres, que, ay, sí lo fueron— bajo determinadas circunstancias. ¿Cuáles son esas circunstancias? Básicamente, tres: el empuje de la ideología totalitaria, la creencia en la utopía y el caudillismo hipnotizador de masas.
Ciertamente, la Shoá condensa, en el fondo abisal de su perversidad, el Mal Radical. Parecería, en efecto, algo incomprensible, si por comprender sigue entendiéndose «justificar», «disculpar» o «ponerse en el lugar del otro»; unos errores conceptuales, desgraciadamente, muy repetidos, usuales incluso en individuos experimentados en el ejercicio de pensar y argumentar. Visto desde esos prismas estrechos —en el fondo, de índole afectivo-sentimental y, por tanto, ajenos a la comprensión racional—, en verdad que Auschwitz es injustificable, imperdonable e inconcebible… Pero, con todo, sucedió.
Precisamente porque comprendemos el sentido y el alcance de Auschwitz, decimos que nos resulta un suceso repugnante y despreciable, sin reservas, devastador, negador de los valores sagrados de la humanidad: la vida humana, la libertad individual y la propiedad privada. El peligro surge cuando, en nombre de una ideología «revolucionaria», tales valores son repudiados y trasgredidos, y sujetos fanatizados asesinan y esclavizan a seres humanos y se aplican a un brutal saqueo al por mayor de propiedades y bienes ajenos. Protegidos y estimulados por la ideología totalitaria, se convierten así en sujetos «diligentes, tranquilos, vulgares y planos».
Esto representa, sin duda, el Horror. Pero, todo aquello que es realizado por un hombre, otro hombre es capaz de dilucidarlo. Más tarde o más temprano.
La embestida contra la vida humana, la libertad y la propiedad está presente en el nazismo, pero también en el comunismo y en cualquier otra forma de totalitarismo. Auschwitz ha sucedido, pero también el Gulag, la Revolución Cultural en la China de Mao y el régimen de Pol Pot en Camboya. El nazismo ha sido vencido. Pero el resto de los totalitarismos (vgr. el comunismo), no.
Los valores sagrados del hombre (inviolables por derecho natural) son afrentados, calumniados y ultrajados en cualquier parte del mundo día tras día. En la historia de la humanidad, el paso de la civilización a la barbarie se da con más prontitud y frecuencia que en dirección contraria. Sencillamente, porque destruir es más sencillo que construir, obedecer más simple que actuar, robar más fácil que producir y crear.
El hombre no vive, por ventura, siempre en una situación límite. Pero basta con que apunten en el horizonte las siniestras circunstancias que convocan a la tiranía para que el horror de todos los días avance en dirección a un nuevo y demoledor Horror. Se diría que hablamos de algo «incomprensible». Hablamos, en suma, de algo penosamente real, de algo realmente existente.
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