1. Covidianos y muy «buenecitos»
El
covidismo es una ideología posmoderna
que se ajusta como un guante de hierro a la presente «sociedad aparente»,
también bautizada aquí como «comunidad de intocables» bajo toque de queda. El covidismo representa un aquelarre
mundialoide que convoca y celebra la alteración,
de personas de todo género, pero asimismo del propio curso del tiempo.
Asistimos a la invocación y exaltación del «altermundismo», la alteridad, el
altercado: la alternativa, en suma, a la civilización y a la humanidad. Con la
orden a escala global de cierre de las ciudades y la cancelación de derechos y
libertades, el tiempo se ha detenido en el vivir de los hombres. Combinando el
baile de máscaras, la misa negra y la tragicomedia, se escenifican por doquier
y al unísono múltiples rituales y maleficios, pactos con el diablo, variados encantamientos y recreativas varietés. Según veremos a continuación, la
Gran Parada está dejando al hombre como nuevo, literalmente encantado, pues, por primera vez en la
historia, puede sentirse —y decir que es— «buena persona», sin sentir
vergüenza ni traicionar sus ligeras creencias empapadas de nihilismo y naderías
para distraerse.
Todo
está alterado bajo el Totalitarismo Pandémico reinante. Por un lado,
confecciona una realidad ilusoria y engañosa, disfrazada y enmascarada; y, en
suma, muy afectada. Por el otro,
impone el «pensamiento único», mas no el de los últimos tiempos, sino como no
se había visto hasta ahora, como si este tiempo fuera el último. Poco hay, en
verdad, por no decir «nada hay», que no hayamos visto antes, de alguna manera,
en versiones previas y acaso anticipatorias. Somos de donde venimos. Lo
presente, ya preexistía, y sólo se ha hecho patente cuando se han dado las
correspondientes condiciones y las oportunistas órdenes. He aquí lo novedoso de
hoy: la expresión melosa de lo nuevo de siempre. Antes sólo en comprimidos,
ahora en inyectables; próximamente, también en supositorios.
Aquello que ayer
estaba de moda y se conocía como «pensamiento Alicia», es decir, el pensamiento
sin pensar ajustado a la moralidad inmoral del «buenismo», hoy adopta otro
aspecto, cuando lo real ha sido sustituido por el «otro», el «doble» y lo
aparente, dando como resultado una secuela, que denominaré «pensamiento
Aparicio».
El pensamiento
presente, tan aparente, cabe entenderse en términos de «pentimento», pues para
empezar, tiene más de sentimiento que de pensamiento en sentido estricto, o
acaso es que se han fusionado (de la milonga de la «inteligencia emocional»,
cantada en un dueto, venimos). Y para acabar, el acabose: el «hombre nuevo» se
ha puesto a repintar el cuadro significativo de lo que existe. Este es, justamente,
en el salón de estética y artes aplicadas, el significado del término
«pentimento»: una alteración en un cuadro que manifiesta
el cambio de idea del artista acerca de aquello que estaba pintando.[1]
Más que técnica pictórica particular, «pentimento» remite a un determinada
acción en el trabajo artístico, en el cual el pintor modifica partes y
fragmentos de la obra en marcha, superponiendo las nuevas sobre las precedentes,
las cuales son borradas, mas no suprimidas.
«Los cambios pueden percibirse en las capas subyacentes del
cuadro, por el contraste de estas con las capas superficiales, o debido a una
perceptible modificación del primer tratamiento pictórico de un determinado
elemento sobre el que se ha repintado.»[2]
A primera vista
—es decir, aparentemente—, quien contempla el resultado final de un cuadro con
más sedimento y revestimiento de lo habitual, no percibe la composición
superpuesta ni sus distintas capas ni sus niveles de pintado, del mismo modo
que en el proceso de escritura en ordenador, el lector tampoco advierte las
correcciones realizadas por el escritor, eliminando palabras o frases y
escribiendo en su lugar otras sustitutorias, acaso las definitivas. Por el
contrario, en la escritura sobre papel, sea a mano o tecleando en la máquina de
escribir (typewriter), sí es posible
observar en el manuscrito las modificaciones realizadas durante el proceso
mismo de la composición o en la fase de posproducción, la «corrección de
pruebas» o las galeradas, antes de pasar a imprenta y dar la orden de imprimatur. No sucede lo mismo con un
libro vegetal que con un cuadro; a menos que el paso del tiempo, el tipo de pigmentos
empleados y el proceder del artista hayan decolorado y despintado, finalmente, capas
de la superficie, insinuantes transparencias, destapando las subyacentes y
revelando lo que pretendía cubrirse. De no ser así, las capas primarias sólo
pueden descubrirse mediante
métodos modernos
de inspección visual, tales como los rayos x y la reflectografía infrarroja.[3]
En los restos de la sociedad civil en que vivimos peligrosamente, también es posible destapar el pasado, exhumar los antecedentes del caso y desenmascarar a los farsantes en escena. Venimos del «buenismo» y al «buenecinismo» hemos llegado. La sobredosis de sentimentalismo, la apoteosis de la empatía y el programa doble de interpretación y sobreactuación que vemos cada día en las pantallas, brillando a nuestro alrededor—régimen característico de la posmodernidad—, han producido, en efecto, un feto de «hombre nuevo». Antaño, bonachón y simpático, quien cae bien a la gente, pues para ella actúa y le da lo que pide; hogaño, lo tenemos identificado: hogareño, doméstico y domesticado, aunque feliz de poder disfrutar del «happytalism», la «nueva realidad» virtual. Si bien, y ante todo y todos, es tan «buenecito»...
«Buenecito»: adjetivo; con "muy, tan", etc., se aplica a una persona dócil y sumisa. También, en la misma forma, a una persona que lo es falsamente. Sinónimos, entre otros: «cazurro», «hipocresía».[4]
La entrega a los demás no supone, en este caso, sincera solicitud ni generosidad ni benevolencia, sino burdo lucimiento, pose, actuación, concesión, delación y delegación, violencia reprimida; en suma, cinismo
2. A los malos tiempos, buena cara (tras
la mascarilla)
La sugestión
concebida por los Másteres del Universo covidiano
y asumida por la muchedumbre con mucha sumisión, es que el desorden mundial que
aniquila libertad y humanidad en el mundo no tiene nada que ver con una guerra,
una revolución, un golpe de Estado Mundial, una invasión de ladrones de cuerpos
y almas. Se trata de «repensar» lo que hay, con un tipo de nuevo pensamiento,
del cual ya conocemos su nombre: «pensamiento Aparicio». ¿Por qué y para qué
«repensar»? No es preciso pensar mucho para dar con la respuesta: porque sí, porque
es bueno cambiar y salir del aburrimiento, la hartura y la pesadez de lo
existente. «Repensar» es más fácil que pensar
a secas y a solas, por constituir una tarea que otros hacen para ti y para ti,
mejorándose así lo que había y no gusta. Algo semejante a «repintar» un cuadro
o… la vivienda. En cualquier caso, un fin de la alteración representa un cambio
de imagen, un «lavado de cara» (ecco,
bambini, la faccia), un repaso,
una sesión de maquillaje (sombra aquí, sombra allá), una mano de pintura (y así
tener otra pinta), para salvar la
cara y la fachada, ya que el alma está condenada de antemano al prestarse a
consumar semejante fechoría.
El muy
«buenecito» es un corderito, que bala con mugidos de posta. No es de fiar.
Lanza la piedra y esconde la mano. Dispara como lo hace un francotirador, sin
dar la cara. Porque en vez de cara, lleva careta; en lugar de nombre, usa
pseudónimo o apodo, o alias, o sea, un alienus,
como se nombra en latín al o a lo «ajeno», que pertenece a otro, de otro.
Porque es otro, sin duda. El cordero ha mutado a una variante de cabrito.
Parece otro, ¿verdad? ¿Super-«buenecito»?
¡Una «buena persona»! ¿Quién iba a decirlo, si ahora está irreconocible? ¡Quién
te ha visto y quién te ve! ¡Cuánto has cambiado! ¿Cuál es el truco? Usar el
ocultamiento como un arma; ésa es su defensa: hacer de «escudo transhumano».
Maravillas del alter en la era del covidismo.
¿Pero, bueno,
todavía no sabes sobre qué y quién estoy escribiendo?
Observad a esos
individuos que discursean sin perder la sonrisa, con la boca demasiado
desabrochada, sobre los beneficios de obedecer las órdenes dictadas por las
Autoridades para acabar-con-la-pandemia (o dan ellos mismos las órdenes), de
manera tan forzada que apenas se les entiende lo que intentan decir. Aunque too hay que perdonarles, pues son «buenas personas».
Leed las
proclamas, consignas y lemas del covidismo,
de generalato o de infantería: «No tendrás nada, pero serás más feliz», «Por tu
salud y mía, usa la mascarilla», etcétera, etcétera, etcétera. Son muchos, pero
son «buenas personas».
Miradlos en la
cola a las puertas de la tienda, local u oficina, guardando la «distancia de
seguridad», sin quejarse, no importa que lleve varias horas la espera ni llueva
a cántaros, ellos aguantan lo que sea, porque son «buenas personas», que no
protestan al ser maltratados ni se cuelan, no como otros, los insumisos,
rebeldes y egoístas, que son «malas personas».
Helos ahí, en la
cola (eso de la cola se pega mucho) de la «vacunación» y ahora en la silla
electrizante dispuestos a ser pinchados (no, no pica, no duele), inyectados con
no se sabe qué fluido, aunque ellos (y algunos otros también) sí saben (o
sabemos) por qué, es decir, para sentirse inmunizados y limpios de virus, para
poder entrar en bares, restaurantes y
estar con los amigotes, para poder subirse a un avión o un tren, para hacer lo
que quieran, ahora que son libres, para parecer muy «buenecitos». Porque ellos son «buenas personas».
Ahí están,
quienes se ofrecen a informar sobre remedios (y si es necesario, explicarlos)
para aliviar las molestias que conllevan las medidas covidistas y las restricciones a la libertad. Ayudan a la gente a
sobrellevar la «calamidad», la «enfermedad», la «pandemia»... Aconsejan los
modelos de mascarillas más lindos y cómodos (jamás que se prescinda de ellas),
unas cremas y lociones (esto es de locos) para suavizar los estragos en la cara
que provocan (psoriasis, eccema, herpes), y así puede uno llevarla puesta más
tiempo y más cómodamente… Sugieren la mejor hora para ir a ciertos comercios y oficinas, cuando se aligera el tiempo de espera. Y así, oye, la cosa va
mejor; como siempre, después de todo. Son solidarios, hacen favores y colaboran
con la comunidad, porque ahora son, por fin, «buenas personas».
Escuché la
plática telefónica de un médico al habla desde la sala de espera en una
consulta médica privada. Sin obstáculos acústicos, al estar las puertas y (ventanas)
abiertas de par en par, pude deducir el contenido de la conversación. Era el
comienzo de la «campaña de vacunación». Un paciente pregunta al facultativo qué
hacer al respecto, pues había oído o leído que las «vacunas» producen, como
efectos secundarios y en bastantes casos, trombos y coágulos en la sangre, y él
(o ella), como el médico debía conocer de su paciente, tiene un largo historial
clínico de accidentes cardiovasculares y trombosis. La respuesta del galeno no
fue, ay, la lógica ni la más juiciosa: «Pues, no se vacune». Por el contrario,
le emplazó firmemente a que se inoculara cuanto antes, recordándole los
problemas que podía tener con la autoridad sanitaria de no hacerlo, y que no se
preocupara por sus antecedentes clínicos, ya que le aseguró que las
contraindicaciones son inapreciables y raras. Es más, para su mayor
tranquilidad, le recetaría la inyección de un medicamento que aminora el efecto
de «posibles» trombos y le dio ánimos. Porque los médicos están para asistir y
cuidar a sus pacientes, y son «buenas personas».
Échese un vistazo a la lista de libros publicados hasta la fecha sobre el «covid-confinamiento», y léase ese palabro en singular o plural, a su gusto. En su mayor parte no condenan, ni cuestionan, el cierre de ciudades y el encierro masivo de la población, eludiendo llamar las cosas por su nombre y describir lo que, en realidad, está pasando: la generalizada detención ilegal de la sociedad en su totalidad bajo un dudoso y brumoso estado de excepción. Por el contrario, sea en forma de diarios exhibicionistas o de apuntes de autoayuda, sea como fuere, estos folletines exudan en su mayor parte el afán de llamar la atención, así como de orear las particulares obsesiones del autor de turno, el cual dispone al mismo tiempo de la magnífica oportunidad de demostrar que es muy «buenecito». Se reconoce a estos escribidores paliativos porque sitúan su relato o sermón en un «escenario de pandemia» y en «tiempo de covid», al modo de quien diserta a propósito de una calamidad natural o de una fatalidad (un terremoto, una inundación, un tornado, una plaga de langosta) que nos ha caído encima, acaso a modo de castigo de los dioses por haber sido malos y egoístas, insolidarios y faltos de empatía. Estos romances lucen y hacen alarde de las singulares monomanías que cada cuentista o sacamuelas literario guarda en sus intestinos narrativos: cómo adaptarse al teletrabajo; el ejercicio físico en el pasillo de un piso de 90 metros cuadrados; aprende yoga y meditación trascendental en un rincón de la habitación propia en seis meses, renovables como la energía que procuran; terapia familiar alrededor de la mesa camilla en la salita, una ocasión de oro para comunicarse entre sí y aprovechar la oportunidad de estar todos juntos y unidos; cómo afrontar esta eventualidad (transitoria, claro está) desde la perspectiva del ecologismo, de la sabiduría práctica de los antiguos griegos, de las religiones orientales, de coleccionista de mariposas o de sellos. El caso es hacer público (publicar) habilidades personales, enseñar a soportar con optimismo y esperanza esta prueba que nos manda el Master del Universo y el Mando Unificado de la C.O.S.A. y demostrar, de paso, que se es «buena persona».
Constituye un fenómeno muy perceptible. A la vista de que el uso del automóvil está estigmatizado, multado, castigado, penado y pronto será decomisado por el Comisariado General, los ciudadanos más ufanos y concienciados, han decidido que este es el momento de dejar el coche aparcado y comprar bicicletas (o «renovar» el parque móvil de Vida la Gente) para toda la familia, para marido, esposa y suegra, para el niño y la niña, y, hala, a paladear por el mundo facundo (al falta de ser fecundo), que es muy sano. Venían convencidos de que los automóviles, y no digamos «los diésel» y los abusones camiones, contaminan mucho, y ahora van montaditos sobre un planeta entre azul y verde en el que ya proclaman sin censura que el coche es un incordio y caro, un lujo que no podemos mantener ni la naturaleza soportar. Poco les queda a los automovilistas egoístas para poder proclamar en público que el automóvil permite mejor movilidad y más libertad. Pues, se les acabó eso de la movilidad (que suena a motor de combustión) y lo de la libertad (¿libertad, para qué?). Los hombres nuevos y las mujeres novedosas son sostenibles sobre dos ruedas, y no se olvidan de la mascarilla, que además protege la cara del ciclista (cual ángel de la guarda) del viento, polvo e insectos, pueden moverse por donde quieran, hay múltiples «carriles bici», y si no, siempre están las aceras sortear y driblar. A ver quién se atreve de llamarles la atención: los agentes de movilidad (Policía Local) les guiñarán un ojo de complicidad y los viandantes, que anden prestos para no ser atropellados en este nuevo ciclo (o triciclo para niños) de la «transhumanidad». En bici, pues, se es más feliz y despreocupado, y de paso, favorece uno el medio ambiente, toma el aire y el sol, acreditando, además, ser «buenas personas».
Pueden verse en
las cristaleras de bares, cafeterías y restaurantes carteles pegados por sus
gerentes y/o empleados, junto a los consabidos pasquines que exigen el uso
obligatorio de mascarilla y la presentación del «pasaporte de vacunación»
(«¡STOP COVID!») para acceder al establecimiento. Los bandos de la nueva ola
contienen una amable recomendación a los clientes que se aposentan en las
terrazas, al aire libre, sobre las aceras de calles y plazas de ciudades y
pueblos. Esto dicen (o algo parecido) los pasquines extra: «Respeta el derecho
al descanso de los vecinos»; a la consigna/orden se acompaña la representación
gráfica de una persona, con mascarilla, con el dedo cruzando verticalmente los
labios enmascarados, en señal de mandar silencio. Antes, difícilmente observaba
uno en este tipo de locales semejante preocupación y consideración, tal ejercicio
de cortesía y miramiento hacia los vecinos, quienes disfrutan del alegre folgar
y el conversar (a gritos) callejero, en algunos casos, literalmente debajo de
la propia vivienda. Pero, hoy es distinto, todo ha cambiado y diríase que un
aliento fraternal ha transformado a los «hombres nuevos». Ocurre, simplemente,
que ahora son muy sensibles a los derechos humanos y, por encima de todo,
«buenas personas».
Desde la
primavera negra de 2020, brigadas de «voluntarios» internacionalistas (no sé si
también globalistas) llaman al timbre de la puerta de determinados domicilios,
ofreciendo ayuda y preguntando a sus moradores, por ejemplo, si les falta o necesitan
algo… Preferentemente, allí donde residen personas solas o ancianos. ¿Cómo sabe
la alegre muchachada (a primera vista, tras la mascarilla todos los gatos
parecen pardos felinos y pardillos) quién es quién y dónde vive cada quién? ¿No
dicen que la Ordenanza exige guardar la «distancia de seguridad»? ¿No aconseja
la prudencia abstenerse de franquear el paso al hogar a extraños y
desconocidos; especialmente, si van enmascarados?[5] Sin embargo, piensan
muchos (pensamiento Aparicio) que se sienten abandonados y desamparados: «esos
jóvenes parecen tan simpáticos...». Apuesta tu vida a que empáticos, lo son,
además de «buenas personas».
¡Basta! ¡Basta!
¡Aire puro! ¡Aire puro!
3. La divina comedia
El que se
esfuerza por forjar una apariencia de «buena persona» es un impostor, un
embaucador, un tramposo, un tipo falso, un farsante, un simulador, un intruso,
un infiltrado. Pero de ningún modo una «buena persona», si empleamos el
lenguaje, hablado y gestual, sin propósito de engañar o calumniar. La «buena persona» no se esfuerza para serlo
ni tiene nada que demostrar; sencillamente, lo es y actúa como tal.
¿Cómo va a ser
«buena persona» quien, principalmente, le preocupa el parecer? ¿Cómo serlo si
se ha equivocado de disfraz, no importa que los demás no noten la diferencia ni
el despiste, porque juegan al mismo juego de despistar? En realidad, los que
sobre esto vacilan, confunden «bondad» con obediencia, sumisión, sometimiento,
vasallaje o rendición. La entrega a los demás no supone, en este caso, sincera solicitud
ni generosidad ni benevolencia, sino burdo lucimiento, pose, actuación, concesión, delación y
delegación, violencia reprimida; en suma, cinismo.
El «hombre
nuevo», devenido muy «buenecito», se siente culpable. ¿Qué ha hecho el bueno
del «buenecito»? No ser él mismo, sino otro, un doble, un clon, un as en la
manga y una estrella en las pantallas. La solución que echa fuera (o transfiere)
la culpa, en esta ocasión, es la loción y el enjuague; es decir, enjabonar las
culpas.[6] ¿Podrá tal vez el océano
inmenso, de mis manos lavar toda esta sangre? Yo no he sido, que ha sido ése…
Yo soy «buena persona». Dime de qué presumes y te diré quién es…
Pero, bueno, ¿todavía
no sabes sobre qué y quién estoy escribiendo?
[1] Cfr.,
entrada «Pentimento» en Wikipedia, que, a su vez, cita la siguiente fuente:
Peter y Linda Murray (1984). The Penguin Dictionary of Arts and Artists.
Harmondsworth, Middlesex: Penguin Books Ltd., pp. 308-309.
[2] Ibíd.
[3] Ibíd.
[4] María
Moliner, Diccionario de uso del español.
Entrada «Buenecito, a».
[5] Reparemos en este
hecho que esclarece la circunstancia referida. En los países anglosajones, la
labor del voluntariado constituye una larga tradición, al tiempo que es usual
que la puerta de acceso a las viviendas sean (en gran parte) de cristal, y en
las pequeñas localidades, cuando hace bien tiempo, el interior y el exterior
doméstico queda separado por una frágil puerta mosquitera. Por el contrario, en
los países latinos, acostumbrados a las ordenanzas y a hacer, en primer lugar,
lo que se manda (que ya es bastante actividad), el voluntariado «social» no es,
mire usted, práctica habitual, sino diríase que extraña… Al mismo tiempo, las
viviendas, sea en el ámbito urbano o rural, y por lo general, están protegidas
por puertas blindadas y con mirilla, sistemas de seguridad electrónicos, las
ventanas enrejadas. En los citados en primer lugar, la llamada de extraños a la
puerta (sobre todo, en el mundo de ayer) de una casa, se interpreta como
«personas de paso», «Avon llama» o «Es el lechero». En los países latinos, no.
Así pues, lo que en algunos lugares puede generar dudas, en otros, provoca (o
debería de provocar) razonables sospechas.
[6] He examinado
con detalle el tema de la culpa en el libro Razones para la ética (1996): «Apéndice.
La ética y la sombra de la culpabilidad». Una versión del mismo ha sido
publicado en la revista El Catoblepas, a lo
largo de cuatro números consecutivos de la revista, bajo el título «Ética y
culpabilidad»: números 108,
109, 110 y 111.
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