lunes, 2 de mayo de 2022

GIORGIO AGAMBEN Y EL ESTADO DE EXCEPCIÓN

En la primavera del año 2020, el totalitarismo pandémico se puso de largo corregido y derivó en totalitarismo pandemoniaco; los siguientes tramos están todavía por definir. El significado y alcance de los sintagmas empleados en la frase anterior están expuestos en los ensayos El virus enmascarado. Totalitarismo pandémico en la era de la globalización (2021) y La masa sumisa. Totalitarismo pandemoniaco y Nuevo Desorden Mundial, de próxima publicación. Todo ello a cuento (chino) de la llamada “covid-pandemia”.

El Alto Mando, a sol y sombra, con funciones de Gobierno Mundial, dirigiendo la actuación de los Gobiernos nacionales en los continentes del planeta, cerró ciudades (convertidas en campos de concentración), desmanteló el sistema sanitario (público y privada, el primero se ha anexionado al segundo) creando una “crisis sanitaria” por derivación de alto riesgo y canceló derechos y libertades en las sociedades, a nivel global. Desde entonces, la humanidad se halla secuestrada y clausurada en una UCI descomunal, anuncio de la instauración total de un Estado Terapéutico y tiránico a merced de un Poder excepcional que manipula, desvalija y maltrata a la población, con la aquiescencia casi absoluta de lo que denomino la comunidad de gestores (desde los tribunales de Justicia, instituciones políticas, compañías y empresas privadas) y público en general, la masa sumisa que se limita a pulsar la tecla "Aceptar".


Del estado de excepción efectivo en el cual vivimos no es posible el regreso al estado de derecho, puesto que ahora están en cuestión los conceptos mismos de “estado” y de “derecho”

En esta colaboración necesaria de gran parte de las ex sociedades civiles, no hay signos apreciables ni consistentes de desobediencia civil, rebelión o resistencia por parte de la ex ciudadanía. En la misma, destacan, por activa (con trabajos de propaganda) o por pasiva (evidenciando un silencio clamoroso), los gestores del saber, los ex intelectuales, los clercs (Julian Benda). Resulta tan llamativo como perturbador advertir un hecho alarmante: mejorando lo presente y que yo sepa, sólo un pensador de primera fila en Europa ha afrontado con decisión y valentía la tragicomedia reinante con las armas del hombre de pensamiento, a saber, las letras y los libros. Me refiero al filósofo italiano Giorgio Agamben.

En el año 2020, publica ¿En qué punto estamos? La epidemia como política. Un ensayo de urgencia, un llamamiento a denunciar e intentar frenar este ataque de la barbarie a la civilización. Al mismo tiempo, ha participado (como único concurrente crítico) en libros colectivos sobre el tema de nuestro tiempo; verbigracia, Sopa de Wuhan. Pensamiento contemporáneo en tiempos de pandemias (2020), editado por ASPO (Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio). Y no digo más…

Lo remarcable de esta intrépida y loable labor de Agamben es que no ha surgido de repente, como si de una reacción momentánea y ocasional (un calentón intelectual) se tratase. Agamben lleva muchos años trabajando sobre asuntos que se aproximan, y aun anuncian, el Gran Fraude, el Estado de Excepción y la nueva “guerra civil mundial”, como la presente. En algunos casos, con una precisión y previsión admirables. Por ejemplo, en el ensayo Estado de excepción. Homo sacer, II, 1 (2003), trabajo que por su valor intrínseco y de rabiosa actualidad reproduzco aquí en sus últimas páginas a modo de conclusión.



«El objetivo de esta indagación —en la urgencia del estado de excepción “en el cual vivimos”—era sacar a la luz la ficción que gobierna este arcanum imperii por excelencia de nuestro tiempo. Lo que el “arca” del poder contiene en su centro es el estado de excepción —pero éste es esencialmente un espacio vacío, en el cual una acción humana sin relación con el derecho tiene frente a sí una norma sin relación con la vida.

Esto no significa que la máquina, con su centro vacío, no sea eficaz; al contrario, lo que hemos intentado mostrar es precisamente que ha seguido funcionando casi sin interrupción a partir de la Primera Guerra Mundial, a través de fascismo y nacionalsocialismo, hasta nuestros días. Inclusive, el estado de excepción ha alcanzado hoy su máximo despliegue planetario. El aspecto normativo del derecho puede ser así impunemente obliterado y contradicho por una violencia gubernamental que, ignorando externamente el derecho internacional y produciendo internamente un estado de excepción permanente, pretende sin embargo estar aplicando el derecho.

 No se trata, naturalmente, de regresar el estado de excepción a sus límites temporal y espacialmente definidos para reafirmar el primado de una norma y de derechos que, en última instancia, tienen en aquél su propio fundamento. Del estado de excepción efectivo en el cual vivimos no es posible el regreso al estado de derecho, puesto que ahora están en cuestión los conceptos mismos de “estado” y de “derecho”. Pero si es posible intentar detener la máquina, exhibir la ficción central, esto es porque entre violencia y derecho, entre la vida y la norma, no existe ninguna articulación sustancial. Junto al movimiento que busca mantenerlos a cualquier costo en relación, existe un movimiento contrario que, operando en sentido inverso en el derecho y en la vida, intenta en todo momento desligar lo que ha sido artificiosa y violentamente ligado. Es decir: en el campo de tensión de nuestra cultura actúan dos fuerzas opuestas: una que instituye y pone y una que desactiva y depone. El estado de excepción es el punto de su máxima tensión y, a la vez, lo que al coincidir con la regla hoy amenaza con volverlos indistinguibles. Vivir en el estado de excepción significa tener la experiencia de ambas posibilidades y aun así intentar incesantemente, separando en cada ocasión las dos fuerzas, interrumpir el funcionamiento de la máquina que está conduciendo a Occidente hacia la guerra civil mundial.

 Si es cierto que la articulación entre vida y derecho, anomia y nomos producida por el estado de excepción es eficaz pero ficticia, no se puede sin embargo deducir de esto la consecuencia de que, más allá o más acá de los dispositivos jurídicos, se produce por cualquier lado un acceso inmediato a aquello de lo cual estos representan la fractura y, a la vez, la imposible composición. No existen, primero, la vida como dato biológico natural y la anomia como estado de naturaleza y, después, su implicación en el derecho a través del estado de excepción. Al contrario, la posibilidad misma de distinguir vida y derecho, anomia y nomos coincide con su articulación en la máquina biopolítica. La nuda vida es un producto de la máquina y no algo preexistente a ella, así como el derecho no tiene ningún tribunal en la naturaleza o en la mente divina. Vida y derecho, anomia y nomos, auctoritas y potestas resultan de la fractura de algo a lo cual no tenemos otro acceso más que por medio de la ficción de su articulación y del paciente trabajo que, desenmascarando esta ficción, separa lo que se había pretendido unir. Pero el desencanto no restituye al encantado a su estado originario: según el principio por el cual la pureza no está nunca en el origen, éste sólo le da la posibilidad de acceder a una nueva condición.

 Exhibir el derecho en su no-relación con la vida y la vida en su no-relación con el derecho significa abrir entre ellos un espacio para la acción humana, que en un momento dado reivindicaba para sí el nombre de “política”. La política ha sufrido un eclipse perdurable porque se ha contaminado con el derecho, concibiéndose a sí misma en el mejor de los casos como poder constituyente (esto es, violencia que pone el derecho), cuando no reduciéndose simplemente a poder de negociar con el derecho. En cambio, verdaderamente política es sólo aquella acción que corta el nexo entre violencia y derecho. Y solamente a partir del espacio que así se abre será posible instalar la pregunta por un eventual uso del derecho posterior a la desactivación del dispositivo que lo ligaba a la vida en el estado de excepción. Tendremos entonces frente a nosotros un derecho “puro”, en el sentido en el cual [Walter] Benjamin habla de una lengua “pura” y de una “pura” violencia. A una palabra no obligatoria, que no manda ni prohíbe nada, pero que se dice solamente a sí misma, correspondería una acción como medio puro que se muestra solamente a sí misma sin relación con un fin. Y, entre las dos, no un estado originario perdido, sino solamente el uso y la praxis humana que las potencias del derecho y del mito habían intentado capturar en el estado de excepción.»


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