El hombre contemporáneo recorre su existencia
dentro de un laberinto de avenidas, figuras y personajes, pero sobre todo de
signos. Acaso también ha vivido bajo esa condición el
hombre de cualquier tiempo y lugar a lo largo y ancho de la Historia. Pero, hay
diferencias a la hora de darse y percibirse tales circunstancias, que en lugar
de hacer oponer los signos, haciendo de ellos entes inconmensurables, irreconocibles
y extraños entre sí, los sitúa en un mismo prisma significativo y comprensivo:
el de sus respectivas contextualizaciones.
Nuestra
época no presenta, en rigor, unos síntomas completamente novedosos con respecto
a los acaecidos en tiempos pasados, si bien muchos de ellos se han visto
acentuados a partir de una pujanza factual que urge identificar, determinar y
comprender; aunque ya disponemos de algunas
señales notorias: la digitalización de la información y la comunicación, Internet,
las nuevas tecnologías. La humanidad ha asistido desde sus primeros días a
un desfile imparable de mixturas, cruces y traslaciones, que incita a la
perplejidad y el asombro. Mas, ¿acaso el saber racional no surgió en la Antigua
Grecia como respuesta a la thauma, o
sea, a la combinación de sorpresa y angustia que acompañan a la irrupción de lo
ignoto?
Ciertamente,
el hombre contemporáneo transita por una
era de desfragmentaciones, deconstrucciones y «cubismos conceptuales» sin
tregua, generando en él no sólo la natural desorientación, sino a veces también
algo más inquietante: la autocomplacencia. Se topa uno así con misceláneas desconcertantes
que exhalan oxímoron, a saber: «abstracción
sensible», «música atonal», «arquitectura flotante», «realismo mágico», «ciencia ficción»,
«inteligencia emocional», «corrección política», «distanciamiento social»,
«nueva normalidad» y otros juegos de oposiciones concebidos como misterios de
la mente oscura, cuando no como hallazgos ingeniosos o excentricidades chispeantes
con mala sombra. Bajo esta persuasión, afloran la exaltación de la complejidad
y la diferencia, el emocionalismo y la doblez, la empatía y la otredad, el
«todo vale», el empuje del localismo frente a la globalización, la «lógica de
apocalipsis» contra la «lógica de la analogía». En fin, la neta provocación y la pura/impura transgresión que llegan
incluso a servir de argumento suficiente con el que acreditar saberes sabrosos
que se comen con los ojos,
nombramientos y decretos gubernamentales mordaces o pomposos discursos vacíos.
Urge comprender —o mejor, descifrar desde el humano
lenguaje simbólico y el pensamiento abstracto— los signos y las señales que
caracterizan nuestro tiempo, asumiendo para ello la doble tarea de
«descomposición y recomposición», lógica e histórica, a fin de percibir las
complejas composiciones del mundo
contemporáneo, cotejándolas, por ejemplo, con modelos pretéritos.
Las posibilidades simbólicas albergadas en los mitos intemporales de las dos
heroínas clásicas que dan título a un ensayo ejemplar publicado en el año 2004[1]
son allí felizmente aprovechables, mixturizando
rigor analítico y brillantez expositiva, a la vez que mostrando cómo en nuestra
vigente cohabitación en red la super-vivencia no pasa ya por la táctica de
salir del laberinto desenvolviendo (des-en-red-ando)
longitudinalmente el ovillo de Ariadna, sino convirtiendo en ciencia y arte la
labor de Penélope, tejiendo y destejiendo las redes y mixturas cotidianas que
envuelven al hombre de hoy.
Mientras
variados foros discuten —un tanto ociosamente, la verdad— si otro mundo es
posible, a muchos no les queda tiempo para cuestionar si este mundo es sencillamente comprensible. Y, para
sorpresa de muchos, diríase que lo es. Por medio de una labor de «montaje» (edición) y de «pegamientos» es factible introducir elementos
de orden y jerarquización, de síntesis y precisión, en un escenario saturado,
con sobredosis de información, carente de filtros, tamices y matices, pero
repleto de pistas falsas, propaganda encubierta y callejones sin salida.
El
laberinto en red en que el hombre contemporáneo está encerrado precisa de un
destilador diferencial e integral, un haz
relacional de referencias y entradas con salida, con los que asegurar una
visión de la realidad que no quede pulverizada en miles de golpes de luz (y de
efecto) o en millones de átomos y de bits que se pierden en el infinito de la
simple retórica. Es, pues, preciso
sustituir el caos sígnico por el universo simbólico que permita iluminar
la complicada trama de la comunicación humana, y no quedar así atrapados en la red. Misión complicada, mas no imposible, pues recuérdese
que la red también nos salva de peligrosas caídas.
[1]
Fernando Zalamea Traba, Ariadna y
Penélope. Redes y mixturas en el mundo contemporáneo, Premio Internacional
de Ensayo Jovellanos 2004, Nobel, Oviedo, 2004. El presente texto es una
versión actualizada y reducida de la reseña del libro publicada en Revista de Occidente, Madrid, nº 296,
enero 2006, pp. 149-151.
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