Suele contarse entre el tropel de chistes sobre abogados —y si no lo está, sugiero su inclusión—
aquel que dice: tras dar la mano a un abogado, cuenta los dedos de tu mano al
terminar el saludo y comprueba que no falte ninguno… En la ceremonia de la salutación, además de
«dar la mano», también se utiliza la expresión «estrechar la mano», acaso más
fiel y ajustada a derecho, al menos
en esta ocasión, que la anterior, porque el apretón de manos con el letrado le
deja a uno como más reducido, más disminuido; sobre todo, en lo que repercutirá
en la billetera del estrechado.
Siguiendo esta línea de
chanza —aunque muy seria y basada en hechos reales—, sugiero una versión de la
misma referida a otra profesión, tan riesgosa para el cliente como la citada, o
más aún: la de médico. La versión facultativa de la misma diría así: tras
acudir a una consulta médica, verifica el número de los miembros y órganos de
tu cuerpo, no sea que te hayas dejado allí alguno, quedando tú tan estrechado
como estresado.
Digo esto no por maledicencia, pues hay mucho malpensado por
ahí. Lo digo en referencia a la irrefrenable inclinación de los matasanos a la
práctica de cortar y coser el cuerpo del «paciente», reconocibles, entre otros
signos, en quienes se cubren con bata blanca y mascarilla (será para no ser
identificados). Muchos de ellos se cuelgan un estetoscopio alrededor del
cuello, vayan a utilizarlo o no, casi diría que a modo de adorno u ornato; algo
que recuerda al militar o funcionario civil laureado que luce medallas en el
pecho, venga o no a cuento la guarnición, un aparejo que juzgo una horterada,
una impostura en lugar de una compostura. Pero lo peor de este relumbrón en el
personal sanitario, por concretar la cosa, no reside tanto en un asunto de
estética o de capricho indumentario como de la salud personal de quienes caen en sus manos enguantadas.
Como es sabido, el médico, que ha conseguido con el tiempo tanto poder e
impunidad, no tiene las manos muy limpias, acaso será por eso que se lave
las manos con frecuencia, o tal vez sea por higiene o quizás por aquello de
Pilatos o quién sabe si por lo que escribió William Shakespeare a propósito de
Macbeth en este célebre soliloquio del rey de espadas: «¿Podrá lavar la sangre
todo el gran océano de Neptuno? ¿Limpiarla de mi mano? No, nunca; antes mi mano
teñiría de rojo todos los mares infinitos cubriendo el verde de escarlata.»
El médico se siente muy
importante prescribiendo al denominado «paciente» intervenciones quirúrgicas y
facturándolo al quirófano, casi tanto como a un abogado aconsejar al cliente
embarcarse en litigios sin fin y llevarlo a los tribunales, acompañándole allí
en el sentimiento, al menos mientras éste pueda pagar las facturas. Que tales
operaciones, de uno u otro signo, sean o no opciones necesarias para resolver
el problema del paciente cliente no hace falta ni cuestionárselo, pues para
algo los profesionales son quienes entienden del caso y no los resignados
paganos que ni entienden sobre dolencias del cuerpo ni de habeas corpus.
¿Qué me pasa, «doctor»? Usted pague y calle, sea por medio de la tarjeta del Seguro, transferencia bancaria o en efectivo, o también en especie, es decir, dejándose literalmente la piel y parte de los órganos corporales, antaño tan vitales para quien es tomado por cobaya. Para que no haya dudas al respecto, el cliente paciente, una vez ha sido persuadido por la iniciativa del especialista, se ve conminado a eximir, por escrito y a priori, al facultativo que se hace llamar doctor (a menudo, sin poseer el título académico que lo acredite; abogado, ¿no constituye esto un delito de intrusismo profesional?) de cualquier responsabilidad acerca del resultado de la estricta exposición a la que se ve urgido. Las cosas unas veces salen bien y otras… no tan bien, sostiene el mecánico de bata blanca. O como dice el letrado: unas veces se gana y otras, se pierde, si bien él nunca renuncia a la minuta. Sea como fuere: de hospitales y bufetes no sales sin que te la claven... Ya se sabe: martillo llama al clavo.
Se ha conservado como una
vieja costumbre que el padre, junto a otros familiares, que espera la llegada
de un hijo en el hospital, una vez venido al mundo, lo primero que pregunte es
si la madre se encuentra bien y… si el bebé está completo, entero, es decir,
que no le falta ningún miembro, que cuenta, por ejemplo, cinco dedos en cada
mano y en cada pie. Sea, si así lo asegura la enfermera jefe, mas no queda uno
tranquilo del todo hasta que, con la criatura en los brazos, haga personalmente
el recuento de sus extremidades y apéndices.
Así es la vida, y no le
quepa ninguna duda al tumbado («tumbarse»: verbo
de mal presagio) en la camilla del hospital o sentado en el banco del juzgado:
los colegiados con bata blanca o toga negra (lo mismo podría ser al revés)
también son humanos, y, como tales, pueden equivocarse, aunque te dejen hecho
un Cristo. Así pues, sea usted comprensivo, buen cristiano y no martillo de
herejes. Perdone, pues, a estos pecadores porque no saben lo que hacen (Lucas,
23, 34). Amén.
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