viernes, 30 de abril de 2010

UNIVERSALIDAD DE OCCIDENTE


«Cuando un hijo de la moderna civilización europea se dispone a investigar un problema cualquiera de la historia universal, es inevitable y lógico que se lo plantee desde el siguiente punto de vista: ¿qué serie de circunstancias han determinado que precisamente sólo en Occidente hayan nacido ciertos fenómenos culturales que (al menos, tal como solemos representárnoslos) parecen marcar una dirección evolutiva de universal alcance y validez?» (Max Weber, La ética protestante, Introducción).


Dos libros, que un casual y caprichoso azar —o, acaso, la tan a menudo inextricable necesidad— ha reunido en mi lectura de estos últimos días, me traen a la memoria la cita de Weber que preside la presente Hoja Nueva. Dos volúmenes de distinta factura, aunque partícipes ambos de una idea y un sentimiento comunes, a saber: la vocación y la labor de Occidente tendentes a universalizar el mundo desde su propia identidad. Se trata del trabajo de investigación de Sylvain Gouguenheim, Aristóteles y el Islam. Las raíces griegas de la Europa cristiana (Gredos, 2009) y la novela de Vicente Blasco Ibáñez, En busca del Gran Kan (Biblioteca Nueva, 2000) a propósito de la vida, viajes y descubrimientos del navegante genovés Cristóbal Colón.

El excelente trabajo de Gouguenheim refuta con sólido fundamento el viejo y tendencioso mito según el cual Occidente recibió el legado de la Antigüedad clásica a través de la iniciativa traductora de autores musulmanes. Una leyenda, propia de las mil y una noches, que aspira a hacer del Islam el protagonista principal y el legítimo heredero de la obra magna de Platón, Aristóteles o Euclides

Reinventando la Historia de esta manera, Europa quedaría rebajada, como mínimo, a la sumisa condición de deudora cultural del Islam. En la mayor parte de centros de enseñanza de España continúa transmitiéndose semejante versión. La cultura clásica griega, patrimonio de la humanidad, se conservó y perpetuó, en realidad, merced al constante esfuerzo y a la paciente labor de autores cristianos que, en aisladas abadías y recónditos conventos, lograron crear una amplia red de copistas y traductores (ellos sí, conocedores directos del griego y comentaristas de primera mano de los textos originales) que permitió, en todo lo ancho del viejo continente, mantener viva la llama de la sabiduría helena.

La «dirección evolutiva de universal alcance y validez» propia de Occidente, señalada por Weber, representa, en efecto, un hecho de dimensiones épicas. Occidente conquista, pero al mismo tiempo descubre y civiliza, extiende el mundo y hace de él un mundo global. Ahí está la aventura civilizatoria de Marco Polo, y tras sus pasos, aunque en dirección geográfica contraria, los viajes de Cristóbal Colón (y los de tantos otros europeos, abriendo rutas por los cuatro puntos cardinales). Ocurre aquí una circunstancia fenomenal, sencillamente extraordinaria: la entraña profunda de la cultura occidental que acoge y estimula, como ninguna otra, la curiosidad por el otro y por lo otro. Una búsqueda, puntualiza Rémi Brague en Au moyen du Moyen Âge, «rara fuera de Europa, y excepcional en el Islam». He aquí la identidad de Occidente. He aquí su universalidad.

La curiosidad y la búsqueda, inherentes a la civilización occidental, animan a sus hombres y sus naciones a atesorar y divulgar inmensas riquezas bibliográficas en gabinetes de estudio, pero también a cruzar océanos ignotos y a penetrar en tierras inexploradas, descubriendo así nuevos mundos (en la filosofía, en la geografía) para la civilización.

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