viernes, 16 de diciembre de 2011

VIAJEROS DE IDA Y VUELTA




A menudo, para no perder el norte del entendimiento, y comprender así el hondo significado del viaje, basta con no perder de vista la dirección de los movimientos de masas desplazadas, exiliadas, emigradas, en busca de refugio o hasta de vacaciones, para comprender por dónde soplan en cada momento los vientos de la civilización, el bienestar y la calidad de vida

Los bárbaros del norte han ido al encuentro (también al choque; más tarde, en plan de turismo) de las riberas del Mare Nostrum, y no al contrario. En ningún caso es imaginable que los fenicios, los antiguos griegos y romanos anhelasen conquistar poblados de Laponia o más allá de las Highlands del Norte, e instalarse allí tan campantes y tan frescos... Ni Julio Cesar ni el emperador Adriano llegaron tan lejos, aunque acaso lamentase haberse pasado de la raya en sus conquistas; o mejor, de la linde, del paralelo. 



A la Alemania nazi, la España franquista, los regímenes comunistas, las dictaduras, la Cuba castrista, los países diezmados por las guerras tribales, el hambre y la pobreza, no acude uno anhelando libertad y prosperidad. De estos sitios se sale y huye. A semejantes paraísos perdidos por la ideología autoritaria y/o totalitaria no va uno por las buenas, sino, por ejemplo, actuando en funciones de escritor «comprometido», audaz corresponsal de prensa, aventurero, misionero o simple voluntario sin fronteras. Más que nada, para dejarse ver. A menos que se trate de un sospechoso huésped habitual a la sombra (y sueldo) del poder vigente.

Las sociedades libres, occidentales y liberales, a tenor de lo que sostiene el multiculturalismo y el pensamiento único, serían lugares depravados y corrompidos, decadentes. Pero ocurre que de tales sociedades uno sale, principalmente, por motivos de negocios, ocio, turismo o por el mismo gusto de viajar; generalmente, para volver, más pronto o más tarde, dependiendo del motivo de la partida. Principalmente, porque en semejantes sitios está permitido entrar y salir, y, además, porque uno hace lo que particularmente apetece y puede. No es habitual que los habitantes de las sociedades libres y prosperas dejan atrás sus hogares y modos de vida por motivos de miseria, persecución o falta de libertad, buscando, es un decir, vivir mejor, por ejemplo, en Cuba, Corea del Norte, Yemen o Ruanda. ¿Hace falta insistir sobre este punto?








Ciertamente, el teniente británico T. E. Lawrence sintió fascinación por los árabes y su causa, sintiéndose muy identificado por el paisaje y el paisanaje del desierto de Arabia, las costumbres de sus moradores, las vistosas vestimentas… Mas finalmente, Lawrence acabó retornando a la verde Inglaterra. Quién sabe las razones últimas que movieron las piernas y la cabeza de este hombre contradictorio de alma angustiada. Acaso, después de todo, sintiese añoranza —sorprendente, sin duda, pero añoranza al cabo— por el clima británico, la cerveza caliente y el pastel de riñones. El caso es que volvió para morir en su tierra natal. Y no tras cabalgar a lomos de un camello, sino de una motocicleta.

Es cosa sabid que la escritora Isak Dinesen —seudónimo de Karen Blixen— tenía una granja en África. Según propia confesión, durante los años que estuvo en el continente negro, fue inmensamente feliz. Aun con ello y con todo, retornó un día también a su Dinamarca natal. 

Durante los años sesenta y setenta, miles de jóvenes europeos, abandonando familias y estudios, insatisfechos de la vida fácil y burguesa, se liaron la manta a la cabeza y, mirando hacia atrás con ira y hacia delante con utopía, emprendieron la larga marcha a Katmandú. Tras una breve estancia en tierra exótica, la mayor parte volvió, pocos años después, más delgados y pálidos que antes de la partida, a casa, a las bostezantes y aburridas ciudades de Birminghan, Hamburgo o Pontevedra, digamos. Cumplieron así el expediente y la hoja de ruta marcada por aquellos tiempos inconformistas, escribiendo un capítulo más en el inmemorial ciclo, ritual y sagrado, del eterno retorno. 

¿Y qué decir de Jean-Jacques Rousseau? Elevó a categoría filosófica el mito del buen salvaje, escribió un vigoroso discurso contra las ciencias y las artes, contra los vicios de los europeos moralmente arruinados por el lujo y la disolución de las costumbres, contra la fama y la notoriedad pública. Por todo ello adquirió pocas rentas —extremo éste que siempre lamentó de veras—, aunque sí gran celebridad. También se quejó mucho de esta circunstancia, aunque, vive Dios, que no la desaprovechó. Viajó por Europa, sin salir de Europa, mientras reprendía y sermoneaba a los ociosos privilegiados en cuyas mansiones era acogido, y su disgusto se tornaba cólera contra el anfitrión en el momento en que era despedido o, al menos, reprendido por haragán, gruñón e ingrato. A pesar de todo, siempre le quedaba la campiña francesa para dar paseos y consagrarse a la ensoñación solitaria.



Otro acalorado del mito del buen salvaje, Paul Gauguin, dejó atrás, en París, familia y amigos, la corrompida Europa aburguesada, para buscar el edén en Tahití, donde, en efecto, encuentra ociosidad y grandes placeres del cuerpo y del alma, pero también enfermedades, hambre, miseria y muchos disgustos. No es un emigrante: no envía dinero a casa, lo pide insistentemente. Occidente es para morirse de asco, pero en los mares del Sur intenta hacer de todo, sin éxito; incluso suicidarse, sin compasión, con arsénico. Finalmente, cuando planeaba volver a Europa, la morfina le asegura el pasaje al largo viaje. 

Igualmente podríamos referir aquí otros casos, otras aventuras, como la del capitán James Cook y el resultado de su particular convivencia con los nativos de las islas Hawai, tan particular que acabaron con él. Pero, dejémoslo aquí, para no volver sobre el mismo tema...  De momento.



Reproduzco en la presente entrada algunos fragmentos de mi artículo Multiculturalismo, universalismo y reciprocidad publicado en la revista El Catoblepas, número 35, 2005, pág. 7





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