Solomon Volkov, El coro mágico. Una historia de la cultura rusa de Tolstói a Solzhenitsyn, Ariel, Barcelona, 2010, 384 páginas.
Periodista, historiador y musicólogo, Solomon Volkov nació en 1944 en Uroteppa, ciudad actualmente denominada Istarawshan, próxima a Leninabad, ahora conocida como Khujand, en Tajikistan, antigua república de la extinta URSS, hoy independiente después de pasar por una cruenta guerra civil (1992-1997). Tras emigrar en 1976 a Estados Unidos y obtener la nueva nacionalidad, Volkov fija su residencia en Nueva York, donde se dedica al periodismo y a la investigación de la cultura rusa en la Universidad de Columbia. Este sucinto resumen biográfico del autor puede darnos una primera pista de la agitada —y hasta trágica— historia política, social y cultural de la nación rusa a lo largo de la pasada centuria. Volkov es autor, entre otras obras, de Testimonio: las memorias de Dmitri Shostakóvich (1979) y St. Petersburgo: una historia cultural (1995). En 1998, se publicó en Nueva York Coro mágico, texto recién editado en España y que ahora pasamos a comentar.
«La cultura y la política siempre han ido de la mano. Incluso quienes sostienen lo contrario están haciendo política. Y uno de los ejemplos más trágicos y evidentes de esta relación lo tenemos en la cultura rusa del siglo XX. Aquí, quizás por primera vez en la historia, asistimos a un experimento brutal: la irrupción de la política en la vida cultural de un país enorme, durante un periodo de tiempo muy largo. Un proceso que continuó a través de guerras mundiales, revoluciones convulsas y el terror más implacable.
Éste es el tema de la presente obra, la primera de este tipo escrita en cualquier lengua.» (pág. 7).
Estas palabras precisas y bien medidas, que concluyen en una declaración quizás un tanto petulante, sirven de arranque para la Introducción, y, por extensión, del libro mismo que Volkov ha dedicado a historiar la cultura rusa desde Tolstói a Solzhenitsyn. El citado comienzo resume a la perfección la naturaleza y el propósito de este notable ensayo, revelándonos desde la primera página el tono prometedor de su contenido, compuesto, por lo demás, con una claridad y distinción en la escritura, desgraciadamente, no demasiado habitual.
Ya conocemos la sustantividad de la cuestión a examen: la relación entre la cultura y la política en la historia contemporánea de Rusia. No vayamos a creer, sin embargo, que la coexistencia entre la creatividad artística y literaria y el poder político ha sido siempre pacífica. De hecho, probablemente, no lo ha sido nunca. Los cortejos, coqueteos y conquistas que ambas esferas de influencia han mantenido entre sí, lejos de ser sorteados o desatendidos por ambas partes, han sido comúnmente consentidos. Hablamos de una interferencia y también de auténticos solapamientos, tradicionales en Europa. En el viejo continente, la intervención directa del Gobierno y el Estado (fundidos, por lo general y de facto, en un mismo brazo ejecutivo) sobre la sociedad civil constituye un rasgo ya típico en nuestra «cultura» o forma de ser, asumido sin apenas resistencias ni críticas por parte de la población y las élites. Este atributo genérico no es tangencial en el caso de Rusia, sino paradigmático.
Para empezar, el concepto de intelligentsia es primariamente ruso. El término intelligentsia remite necesariamente a una casta o clase social privilegiada, formada por las élites intelectuales de una nación que asumen la dirección cultural, marcando las tendencias y los gustos en la opinión pública, allí donde llega a haberla. Nos referimos a una entidad corporativa en la que intervienen el ámbito de las artes y las letras en su conjunto, pero en la que el papel de los escritores desarrolla un protagonismo primordial, puesto que su impacto sobre la propaganda es mayor que el practicado desde otros campos (en la era de la globalización y las altas tecnologías, la influencia de la imagen acaso esté ya superando al de la palabra escrita).
Por el trabajo de Volkov, circunscrito temporalmente al siglo XX, desfilan gran parte de los grandes creadores nacidos en la «madre patria» rusa. Músicos, como Rimski-Korsakov, Igor Stravinski y Sergéi Prokofiev. Cantantes como Chaliapin. Estrellas de la danza, como Anna Pavlova, Vaslav Nijinski y Rudolf Nureyev. Profesionales del teatro y el cine, como Sergéi Eisenstein, Kontantin Stanislavski, Andréi Tarkovski y Nikita Mijalkov.
Y, claro, están los escritores, sin los cuales no queda completo el «coro mágico», según expresión de la poetisa Anna Ajmátova, que pone voz a las ideas y emociones del alma rusa. Rusia siempre ha sido un país que ha otorgado gran importancia a la palabra, señala Volkov. Por tal motivo, los escritores son las figuras principales de este libro. De Tolstói a Solzhenitsyn. ¿Por qué, precisamente, estas dos personalidades? La respuesta más sencilla, y evasiva, sería decir que por alguien hay que optar. Urge, entonces, saber el criterio de la selección: al parecer del autor, ambos escritores simbolizan, con altura de gigante, una misma tendencia que ha atravesado el corazón ruso, sin evitar llegar a sangrarlo.
Desde el zarismo a la actual autocracia rusa instalada en Moscú con maneras eslavas de democracia occidental, pasando por la revolución bolchevique, el estalinismo y la perestroika, los escritores, con algunas loables excepciones (Antón Chéjov, por ejemplo), no se han conformado con pergeñar poemas, cuentos, dramas y novelas. Su auténtico élan vital, por decirlo así, su imaginación creadora aspira a influir en la sociedad, hasta el punto de condicionar su concepción del mundo. El escritor acaba compitiendo, sin remedio, con el Gobierno en poder, proyección y prestigio. No por casualidad, Solzhenitsyn llegó a afirmar muy ufano que un gran escritor en Rusia es como un segundo gobierno. No hay aquí nada de extraordinario, sino la apoteosis de un sentimiento largamente expresado en la historia rusa: «El modelo de Solzhenitsyn era Lev Tolstói, con sus intentos de modificar la política mediante su enorme autoridad moral.» (pág. 335).
Trazar una panorámica de la historia cultural rusa a lo largo del siglo XX representa el toparse con un hecho fenomenal que, en su particularidad, determina prácticamente la totalidad del espectro: el régimen totalitario impuesto en 1917 por los bolcheviques marca más de setenta años de historia en Rusia. Volkov sintetiza en tres consecuencias fatales esta extraordinaria circunstancia: muerte, vidas arruinadas y devastación creativa. Los escritores e intelectuales no fueron un sector especialmente reprimido por el politburó comunista, pues en la URSS se masacraba toda desobediencia o desafección ideológica sin discriminación alguna. La eliminación física representaba para el artista o el escritor sólo una de las expectativas abiertas, en el supuesto de que su labor no se ajustase a los cánones dictados por las autoridades del régimen, fuera el realismo socialista o cualquier otro patrón estético para mayor gloria de las actuaciones del Partido. Las otras alternativas eran la servidumbre y la entrega a la «causa», fuese por obligación o por devoción.
La propaganda política, en la que los comunistas han sido innovadores y acreditados expertos (dentro y fuera de Rusia), necesitaba de agitadores y de creativos, procedentes, forzosamente, de las filas de la intelligentsia. No es inteligente cortar la mano que escribe los discursos oficiales y populariza la consigna. En correspondencia, la mayoría de los «trabajadores de la cultura» se dejaron tentar por el poder y la prebenda, lo que se traducía, después de todo, en mantenerse con vida o en activo un poco más tiempo que el vecino o compañero de viaje. El resto, fue silencio y exilio. La consecuencia tenebrosa de semejante política cultural totalitaria no logra superarse con facilidad. Antón Chéjov enunció en su día con una sentencia de acero la fatalidad de la cultura (y la sociedad) rusa: «Es difícil expulsar al esclavo que llevamos dentro.» (pág. 319).
Así pues, la obediencia al líder del partido no suponía una garantía de supervivencia. El número de casos de entusiastas publicistas caídos en desgracia por efecto de cambios en la nomenklatura, en personas y tendencias en los despachos del Kremlin o por simple capricho del supremo dirigente resulta abrumador, muchos de los cuales son minuciosamente descritos en el volumen. Los duelos materiales y los pulsos dialécticos que tuvieron lugar, por ejemplo, entre Máximo Gorki y José Stalin, así como, posteriormente, los que mantuvo Alexander Solzhenitsin con Mijaíl Gorbachov y Boris Yeltsin, a fin de fijar el área del dominio a favor del magister o del minister, producen un espectáculo tan patético como demoledor para el verdadero destino de la cultura.
Recientemente, ha saltado a los medios la noticia de que el actual primer ministro de Rusia, Vladimir Putin, antiguo responsable del KGB soviético, ha firmado un acuerdo con la viuda de Solzhenitsin por el cual una versión reducida de Archipiélago Gulag pasará a ser texto de lectura obligatoria en las escuelas del país. Acaso el fatalismo consustancial al alma rusa, y que los bardos nativos han cantado con tanto realismo, esté, al fin y a la postre, más que justificado.
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