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Ciudad burguesa y conservadora donde las haya, por más que la alboroten revoluciones y revueltas, París, para seguir manteniendo el aura, ha aprendido a demarcar con gran habilidad el campo de los vicios privados y el de las virtudes públicas. Lo ha aprendido desde hace siglos. París podrá ser ciudad loca y frenética, mas no desvergonzada. Todo ello a pesar de las apariencias, y no tanto por ser recatada como por ser decorosa. Se sabe tan bella y seductora que le repugna la afectación y el amaneramiento. No tiene el descaro de Berlín, el exhibicionismo de Venecia, tampoco la audacia desinhibida y renovadora de Nueva York.
En París, durante el siglo XVIII, el libertinaje y el atrevimiento quedaban reservados al dominio de las alcobas y los salones. Al teatro y a la ópera las damas y los caballeros acudían para ser vistos, no para provocar. Posteriormente, a partir del siglo XIX, el rostro frívolo de la ciudad se paseó por las calles y bulevares, abriéndose el camino a la fama. La frivolidad brillaba en los cafés, los clubes y los ateliers, donde empezaron a concentrarse las vanguardias que soñaban con épater le bourgeois mientras encendían una pipa.
Hoy, comoquiera que el descoque de las coquettes ya no es lo que era, el área de Pigalle o de la Rue St. Denis resultan tan escandalosos y excitantes como lo pueda ser el Times Square neoyorquino, edificio Disney incluido. Tan tenebroso y canalla como el Soho londinense de la posmodernidad, por hacer sólo dos comparaciones no odiosas, sino dos pequeñas odiseas en la gran ciudad. El parisiense ya no se asombra de nada. En realidad, cartesiano de vieja escuela, es poco impresionable. ¡Cómo pretender escandalizar al parisiense medio con destapes de medio pelo, con mensajes surrealistas, cubistas o dadaístas, con proclamas sesentayochistas, si para él ver caminar por la calle a un señor de traje gris, cartera de cocodrilo agarrada en la mano y una baguette de metro de largo bajo el sobaco, mordisqueada la punta, se le antoja la estampa típica de París, del París de toda la vida, algo de lo más natural!
No hay aquí flema de británico sino genuino savoir vivre francés, contención y rigidez. No son éstas poses ni posturas, sino unas costuras a punto de estallar a la menor presión que reciban, repitiendo, si es menester, otra toma de la Bastilla. En la actualidad, y ya que estamos en la zona, tal vez estaría justificado el asalto a la construcción que ocupa el lugar de la Bastilla, ese edificio de espanto de acoge la nueva Ópera, espacio idóneo para fantasmadas, inaugurado significativamente el año 1989 en la plaza levantisca, doscientos años después de ser azotada por un terrible vendaval que despeinó miles de cabezas.
Ya a nadie fascina, por lo demás, la bohemia ni la intelectualidad de verbo agitado y punzante. Y muy pocos encontrarán rastros fidedignos de ese heroico pasado de boina, bufanda y caballete al hombro en Montmartre o incluso en Montparnasse. En estas zonas de París, quien hoy en día lleve boina es señalado de inmediato como rústico visitante de provincias, un paysan despistado y bastante perdido en la cité. Quien arrastre un grueso volumen bajo el brazo, apuesto que no será un discípulo de Sartre, sino muy probablemente un opositor a notarías. Y, en fin, la colina coronada por la pálida iglesia del Sacré-Coeur está ocupada desde hace años por grupos de jóvenes turistas escolares tendidos sobre las escalinatas y tentados a posar para una caricatura. Ha pasado a convertirse en uno más de los miles de puntos turísticos del planeta. En una imagen de postal con mucho postín.
Quien desee visitar las nuevas tendencias artísticas debe acudir a otros lugares. Por ejemplo, a la zona de las galerías de arte que circundan la rue St. André des Arts, extendiéndose hasta el Quai Malaquais. En este punto, puede encontrarse a artistas que no beben café para la ocasión. Con mucho stilo presiden inauguraciones con una copa de borgoña en una mano y un canapé de foie en la otra.
Montparnasse, por su parte, por el camino de la rive gauche, ha experimentado en las últimas décadas severas transformaciones, urbanísticas y poblacionales, que le han arrebatado el título de barrio de moda. Ayer, barrio frecuentado por artistas e intelectuales, que laboraban alternativamente en los ateliers y en los cafés, ofrece hoy el aspecto de una gris y recoleta zona residencial, donde sólo el boulevard de Montparnasse sigue marcando el ritmo y el tráfago de una gran ciudad, con sus afamados restaurantes, cafeterías y algunas resistentes salas de cine. El célebre restaurant La Coupole no ha visto disminuida la clientela, ni su elegancia ni su elaborada cocina. Pero, desde que perdió como comensales habituales a Sartre y a Simone de Beauvoir, su valor actual ha pasado a ser más que nada, ay, nostálgico.
En las mesas de mármol del café Flore y de Les Deux Magots en St. Germain-des-Prés ya no acuden escritores a pergeñar novelas, ni filósofos a ensayar estudios sobre fenomenología, ni músicos para componer óperas con ballet. Tan sólo hay turistas cumplimentando postales turísticas y sorbiendo un té con menta. Ni la literatura ni el pensamiento ni la ópera deben lamentarse de ello. Los poetas escriben en casa, los filósofos dan clase a alumnos desmotivados y los músicos rasgan la guitarra en el metro.
En la ciudad de la moda, donde antes pasaba de todo, ahora, todo tiene que pasar. La ciudad de la pasarela ha hecho gala, últimamente, en Francia de estar dispuesta al prêt-à-porter, al rompe y rasga. Dando un gran paso desde la Monarquía a la República, la ciudad de la Corte se ha especializado, con el tiempo, en la confección de bienes tangibles y perecederos. Todo, menos ese bien absolutista, imperecedero, que es París.
6
Todo pasa en la pasarela de París, cierto. Menos la gastronomía. El arte de las cazuelas, las sartenes y las salsas, siempre quedará. Si no, París ya no sería una fiesta ni un festín. Comer en París (en Francia) es todavía un objetivo esencial, un propósito sin enmienda. Los parisienses, gracias a Dios, siguen fieles al ritual de la buena mesa y de la reposada sobremesa.
Si sabe uno precaverse y evitar los establecimientos de restauración destinados a grupos organizados, así como los ubicados en las grandes avenidas y puntos turísticos, con algo de intuición y mucho olfato, no resulta difícil localizar en París un buen restaurante y comer bien. Sólo así podrá decir que se ha estado, de verdad, en París. Existen en la ciudad del Sena muy buenas y fiables casas de comidas y cenas. Las mejores no suelen encontrarse en las guías turísticas, ni compiten necesariamente por las estrellas Michelin. ¿Dónde encontrarlas? Pequeña o mediana calle adyacente a un bulevar con pequeños restaurantes alineados en ambas aceras (por ejemplo, rue de Cherche Midi, cruce con boulevard Raspail), carta a la vista y escrita a mano, luces concentradas en las mesas, el comedor a la vista del viandante y la cocina, a la de los comensales. Et voilà! Elija, tiene usted grandes posibilidades de escoger acertadamente y de quedar plenamente satisfecho.
Los parisienses, amantes del paseo y la pasarela, conservan la tradición de sentarse en las terrazas de los cafés desde donde ven la vida pasar. Haga frío o calor, por el día o la noche, ocupan las aceras frente a una taza de café, una copa de vino o un pernaud. Y allí, bajo los toldos o refugiados en las peceras/escaparates del interior/exterior que suplen en invierno las terrazas abiertas, buscan el tiempo perdido. Atrapados en la nostalgia, no abandonan la plaza, por más que el camarero les urja a dejar el sitio libre. En este final del invierno e inicio de la primavera del año 2000, las temperaturas y el viento gélido correspondían más a la primera estación citada que a la segunda. Pocas terrazas/peceras presentaban, sin embargo, sillas vacías, aunque la noche se hubiese adueñado de la ciudad, aunque estuviésemos a cero grados. La eternidad se ha instalado en estas pacíficas trincheras de París, para quedarse.
Bajo potentes estufas, los defensores de la plaza de París se arrebujan en la primera línea del frente ciudadano. Muy bien avenidos, por la cercanía de las mesillas minúsculas circulares de los locales, en promiscuidad, los usuarios de cafés, bares y restaurantes en París, en toda Francia, conocen la fraternidad de primera mano.
Sólo puede uno tomar asiento y ocupar una mesa después de que el camarero, con habilidad fortalecida por la repetición, la haya desplazado hacia delante, pasar y volver a ponerla en su lugar. Acomodarse en el asiento corrido de espaldas a la pared —asiento conocido como «asiento a la francesa»— no es, pues, tarea fácil ni cómoda. Quien le toca en suerte situarse frente a la bancada —un caballero si va acompañado de una señora—, sentado sobre una ligera silla de madera, no se pierde nada del espectáculo circundante, pues grandes espejos fijados a las paredes le permiten ver reflejado los trajines del local sin tener que girar la cabeza, actitud que, además de poco elegante, pude producir dolorosas contracturas de cuello. Similar maniobra estratégica de mesas y sillas deberá hacerse cuando el comensal —o dama que come en la sala— pretenda salir del agujero, con cuidado de no derribar en la operación la circunscripción vecina ni desbaratar las piezas que milagrosamente conviven en las circunferencias circunscritas que en París tienen por mesas. Mejor sería decir «mesillas».
Apretujados y constreñidos, acodados en la barra o con un pie dentro y el otro en la calzada, comoquiera que sea, los parisienses adoran los templos de la restauración. Ofician allí el culto de ver y beber, de ser vistos y de comerse con los ojos a los/las transeúntes, en el interior o en el exterior, la ceremonia de conversar a viva voz, de citarse en estas demarcaciones, de decirse ¡hola! y ¡adiós! (salut!, au revoir!), de pasar el tiempo en compañía, codo con codo con la ciudadanía, en la república de las musas y las mesas. No me pregunte el lector por qué razón. Razón, alguna habrá, de eso estoy seguro, aunque se me escapa. Una razón será, creo, no muy distinta a aquella que explique por qué el parisino adora mojar el pan untado con mantequilla en el café con leche.
7
La línea 1 del metro de París tiene su última parada en la estación Chateau de Vincennes, fuera ya de la delimitación de la urbe, a pocos kilómetros de distancia, a escasos diez minutos del centre ville. No pude resistirme a llevar a cabo mi particular «ruta de Vincennes», como la que realizó Jean-Jacques Rousseau hace dos siglos y medio en la visita que hizo a Denis Diderot a esta fortaleza. Por entonces, Diderot estaba preso en la torre. De camino a Vincennes, Rousseau sintió, de pronto, la iluminación que le convirtió en otro hombre, según propia confesión, en un hombre para las letras y para la posteridad, malgrè lui. A Rousseau le llevó media jornada cubrir el recorrido caminando, mientras yo lo completaba ahora, montado en el metro, en un santiamén.
No creo que el autor de El contrato social apreciara esta diferencia de tiempo como un «progreso de las ciencias y las artes», del que tanto sospechaba. Tal vez tuviera razón, después de todo: él tuvo tiempo para madurar un soberbio proyecto de transformación de la humanidad, al tiempo que iba leyendo en el camino el Mercure de France, mientras que yo no tuve ocasión ni de completar una línea del crucigrama del periódico. Es ésta una afición que los parisienses practican con una constancia y equilibrio envidiables, sorteando con habilidad el tumulto de empellones, sustantivos, pisotones y adjetivos que acompaña este deporte de las palabras.
El castillo de Vincennes se encontraba en obras de restauración, de modo que me fue imposible acceder a la torre (donjon). Me conformé contemplando aquel entorno sereno que había servido en el pasado de palacio real, presidio y arsenal militar (no al mismo tiempo, creo), dejándome llenar de ensoñaciones de paseante solitario, como mi célebre predecesor.
París, ciudad de caminantes y paseantes. Ciertamente, a todos impresionan sus monumentos; a la mayoría les apasiona su cocina y sus vinos; a algunos, incluso les fascina su historia. A mí, sin menospreciar estos grandes atractivos, lo que me atrae de París, por encima de todo, son sus paseos. Los caminos de París reciben tantos nombres como posibilidades existen, que aquí, claro está, habría que denominar, en rigor, «viabilidades». El viandante tiene ante sí una amplia y atractiva gama: rue, avenue, boulevard, faubourg, place, square, route, quai, impasse, passage o jardin.
Solo o en un pas a deux, cada vía y cada recorrido tienen su encanto, asegurando un particular recuerdo, una viva experiencia. No importa demasiado el itinerario a elegir. En todos los rincones de París puede uno reconocerse a sí mismo; incluso —¡ciudad cosmopolita!— reconocer a gente famosa y hasta a algún conocido.
Si vas a París, lector, no es imposible que nos tropecemos en algunos de sus muchos museos, cafés o restaurantes. Pero, si sabes con seguridad que estoy allí y deseas encontrarte conmigo, lo mejor que puedes hacer es acercarte al atardecer a las orillas del Sena, cerca de Île de la Cité, entre el Pont Neuf y el Quai de l´Archevêché, preferentemente a espaldas de Notre Dame, allí donde el tiempo se instala en el alma y permanece. Allí donde París es aún París. Allí me encontrarás.
Invierno-primavera de 2000
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