lunes, 10 de enero de 2011

PARIS, ENCORE! (1)

1
Rick Blaine, propietario de Rick’s Café, el personaje de la inolvidable película Casablanca (1942) interpretado por Humphrey Bogart, legó a la historia una rica declaración de amor en tiempos de guerra: «Siempre nos quedará París». He aquí un de esos asertos que hacen bella época, una hermosa declaración de amor abierta a la melancolía, más que a la esperanza, como acaban siendo, después de todo, casi todas las declaraciones de amor. Menos las pertenecientes al amor eterno, si es que existe tal cosa. Para aquellos, pues, que aman, y ansían todavía dar guerra o recibirla, París en el corazón. Paris, encore!
Junto a un vago sentimiento de nostalgia, uno percibe en el célebre testimonio de Rick —perteneciente ya al patrimonio de la comunidad de amigos de lo mítico— una franca invitación a regresar a esta ciudad. Así de claro y distinto habla el corazón de la Francia racionalista. Así de nítida es la llamada de la ciudad lanzada a los hijos de la Tierra incitándoles a peregrinar una y otra vez a París, y, una vez allí,  postrarse a los pies de Notre Dame, le Sacre Coeur o la Tour Eiffel. Dondequiera que habites, donde quiera que vayas, los polos de atracción y las afinidades electivas que animan el espíritu reciben la llamada de París. Allô, ici Paris!
De la misma manera que Nueva York, París es una ciudad hecha para volver. Hablo de las ciudades vocacionales, abiertas de par en par a las personas con tendencia urbanita. Siempre hay un motivo para reencontrarse con las ciudades especialmente acogedoras, respecto a las cuales no hay que buscar ninguna excusa para hacerles una visita. Sólo hay dejarse llevar por la fuerza del deseo. Hace un siglo, Nueva York le ganó la partida a París en poder de convocatoria y en fuerza de atracción. La balanza que medía el rango de ser la capital del mundo se inclinaba a favor de América. Tremendo golpe para el orgullo francés. Carga de profunda humillación la que tienen que sobrellevar desde entonces los franceses patriotas y de honor, que son legión. Todavía no han perdonado a los americanos tamaña afrenta.

Pero París siempre nos quedará, porque el embrujo que produce en nuestro corazón jamás desaparece. Si no en la constancia del presente, sí en el poder del recuerdo y la añoranza, en la fuerza de la costumbre. Amamos París, como amamos un bello rostro. Amamos París por lo mismo que amamos a my fair Lady, la prima lejana de Londres: nos acostumbramos a su cara. ¿Será amor el hechizo de París? ¿Será acaso el spleen de París?
Una parisiense ilustre, la actriz Simone Signoret, tituló hermosamente sus memorias La nostalgia ya no es lo que era. Hoy, tampoco París es lo que era, o lo que fue, allá en los comienzos del siglo XX, cuando a los bellos tiempos los llamaban belle époque; a las frivolidades, estar à la mode; y a las exquisiteces variadas, fine arts, como, por ejemplo, el paté a las finas hierbas. La edad de oro pronto quedó agotada, lo mismo que una mina se agota a fuerza de extracciones sin freno. En los trepidantes años sesenta, París, soñando con descubrir el Mediterráneo bajo el suelo adoquinado, vio un amanecer rojo en el horizonte, anunciante de fuertes vientos y agitadas ventiscas. En aquellos años, la historia era contada a partir de categorías rotundas. Una secuencia de diez años desconcertantes, era calificada alegremente por los muy contemporáneos de la «década prodigiosa», cuando, en el fondo, querían fijar en el espacio y en el tiempo nada menos que la utopía.
Si, con plenipotenciarios motivos, a Roma le es concedida católicamente la medalla que la identifica como ciudad eterna, justo es que consideremos a París —con más razón incluso que a Atenas— la villa del eterno retorno, la ciudad que resiste, entera y atractiva, cautivadora, firme y revoltosa, urbe que se tiene en pie a pesar de las conquistas romanas, el asalto de los bárbaros, aunque la soliviante la Revolución y la sacuda la Comuna, la mancille la bota acharolada del III Reich o la alboroten los turistas en tránsito a EuroDisney. París más que ciudad es ville. Vive la ville!


2
Mediados de marzo. La primavera principia en París, si bien la metereología parece empeñada en retener el invierno, como si deseara así conservarla en mejor estado y más tiempo. Hace un frío húmedo que penetra hasta la médula ósea. Contemplo los escaparates elegantes de las tiendas de moda de la Rue Faubourg St. Honoré. En este espacio privilegiado luce el sol y la esplendorosa moda. Sopla la suave brisa primaveral haciendo ondean linos primorosos y vaporosas sedas que se me antojan banderas de liberación. Al otro lado del espejo, un viento recio del norte hace que me arrebuje dentro de mi abrigo, el cuello subido y las orejas tiesas, impidiendo que quede plenamente seducido por los paisajes ligeros. París en primavera...
Siete años hace de mi última estancia en la ciudad del Sena. Demasiado tiempo. Era, pues, momento de volver y así comprobar el estado de conservación de mi señora de París. Hace pocos meses, Francia y su capital habían sufrido uno de los mayores temporales que podían recordar los más ancianos del lugar. Una congregación intempestiva de aires huracanados, lluvias torrenciales y ríos rebosantes, había concitado todas las energías destructivas disponibles a fin de golpear Francia sin piedad.
Los medios de comunicación —y algunos amigos residentes me lo confirmaron — enumeraban los muchos estragos que sobre París se dejaban ver todavía, a la manera de huellas fangosas del reciente diluvio descargado sobre la villa. Los franceses vieron confirmarse de este modo uno de sus temores más ancestrales: que el cielo caiga sobre sus cabezas. Todavía no se han repuesto del pasmo.
Miles de árboles centenarios arrancados de cuajo. El Bois de Boulogne, cercenado, decapitado, deshojado como una margarita, mostraba una tristeza de arboleda perdida, de inconsolable orfandad. Mas los tejados y las buhardillas de París resistían. Los tocados y los ojos de París seguían vigilantes, siempre despiertos.
¿Arde París? ¿Se ahoga París? A esta ciudad que todo lo aguanta, a la ciudad de la resistencia perpetua, le debía una nueva visita. Deseaba comprobar de paso, y por mí mismo, qué había quedado de París.
Las expectativas fueron confirmándose nada más descender del avión. El taxi penetraba lentamente en la ciudad en dirección al hotel Lutetia, donde había reservado habitación. El chófer, queriendo justificar acaso la lenta carrera (y el raudo movimiento del taxímetro), me dio novedades cuando enfilábamos el boulevard Raspail:
Nous avons deux manifestations aujourd´hui à Paris, monsieur.

No era una bonne nouvelle: dos manifestaciones amenazaban con cercar París. ¡Y yo en medio! Au dessus de la mêlée? Por de pronto, nuestro paso no estaba franco, sino muy cerrado al tráfico. La uniformada y expeditiva CRS había prohibido el paso a los vehículos en las inmediaciones del recorrido de las marchas. Uno de los accesos clausurados era el que debía conducirme al hotel. Allí acabó la carrera del taxi y comenzó la mía, bulevar arriba y la moral abajo, acarreando las maletas varios kilómetros bajo un cielo que amenazaba aguacero. París: ¡la ciudad de la luz!
Amenizando mi larga marcha, consignas y gritos reivindicativos de profesores en lucha, clamaban contra la falta de recursos en la enseñanza pública, contra la política educativa del Gobierno de turno. Tono festivo y clamoroso (no glamoroso), eslóganes jocosos que exigían la dimisión del ministro del ramo. Agitación y revuelta en París, ¡como en los viejos tiempos! Una pancarta en especial, y en español, llamó mi atención: «¡Basta ya!». Españoles en París. Paris, encore!
Continuará...

2 comentarios:

  1. Un comienzo sensacional, Fernando. La semana que viene tengo un viaje de trabajo a París y tu texto ha sido un magnífico anticipo. Estaré pendiente de la continuación.
    Un saludo.

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  2. Gracias, Arturo. Te deseo un buen viaje y confío en que tengas un recibimiento en París menos tumultuoso y revoltoso que el que narro en la crónica.Mas, ¡qué seria del travieso París sin esa agitación!
    Saludos.

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