I
Quienes hacen
gala de francofilia, de defender la independencia de Quebec, de ser seguidores y
segadores de Monsieur Guillotin —que como la empresa Gillette actúa
cual cuchilla justiciera— y de seguir la tradición republicana de la toma de la
Bastilla como modelo de alternancia política, toman como una gran
afrenta —o un mal afeitado— que hagan bromas sobre ellos y, claro, se enfadan.
En Francia,
con franqueza, no cabe hacer registro de una notable tradición humorística. Algo en
literatura y pintura, muy poco en cine. En la patria de Rabelais y
en los siglos recientes, cuentan con pocos cómicos de primera en el mundo del
espectáculo y las varietés: el más popular, Louis de Funès.
Ya ven. Si bien francés de nacimiento, es de descendencia españolísima;
sevillana, para más señas: hijo de Carlos Luis de Funes de Galarza, abogado, y
de Leonor Soto Reguera, ama de casa, lo cual no tiene nada de vergonzoso, y
menos de gracioso. Sea como fuere, el linaje deja huella. Porque España
sí es país rico en humorismo, de modo que algún gen bromista debía heredar el
citado patoso histrión, con menos gracia y más mala pata que Long John Silver.
Todo sea dicho sin ánimo de lucro ni de ofender.
También es
España tierra de afrancesados, y con esos sí que hay que andarse con cuidado,
sin hacer chanzas ni romanzas. Cautela, pues, con los devotos de Marat
y con los sesentayochistas canosos de este lado de los Pirineos,
que a la menor ocasión organizan una revolución y forman filas, declaran una
nueva República y arman la marimorena, sea a nivel nacional o regional.
Para demostrar que conocen la lengua francesa, entonan con embeleso La Marsellesa,
su himno preferido, junto al de Riego:
“Aux armes citoyens!/ Formez vos batallons!/Marchons! Marchons!/ Qu'un sang
impur abreuve nos sillons!”
II
Bien es verdad que no todos, ni de los unos ni de los otros, son
de la misma condición ni de todos los tiempos. Voltaire, por ejemplo,
era escritor entregado al ingenio jocoso, que cuando menos grueso más
hermoso, aunque tenía, a veces, una inclinación hacia la crítica socarrona.
Lema filosófico de su puño y letra es este: “Marchad siempre bromeando por
el camino de la verdad”. Compruébese que en la historia de Francia —también
en la de España— existen distintos estilos de ir de marcha.
He oído, asimismo, la leyenda en el antiguo Principado y actual aspirante a República singularizada según la cual el nombre de Santa Claus proviene, en realidad, del catalán
Una cosa es
el mal humor y otra el buen humor. Lo mismo que ocurre con el talante, según te
lo den por detrás o por delante. Los humores son flujos y serosidades que destila el cuerpo
animal, y evolucionan dependiendo del temperamento o del carácter de cada cual, que
sobre este asunto tampoco se ponen de acuerdo los comités de expertos. En
consecuencia, no fiarse del humor tramposo, de la risa fácil ni de
la risa tonta, por riesgo de contagio.
Decía
juiciosamente el filósofo francés Alain que la
definitiva demostración de la trampa del humor es ponernos muy feos y
mirarnos al espejo. Convertimos el humor en malhumor cuando, además, nos
quejamos del resultado.
Notable
propósito es pretender adiestrar al sujeto en el arte de la humorada. Mas,
tengo para mí que en el ser o no ser del humorista manda más la naturaleza de
uno que la instrucción general o particular, por no hablar del imitador de
concurso ni del chistoso de manual. Muchos hay quienes no saben
distinguir entre risa y sonrisa, comicidad y bufonada, vis cómica y hacer
muecas, o sea, poner caras feas.
III
Y el caso es
que, entre galanuras y francachelas, el francés ha demostrado ser
maestro, si no del humor de ley, sí del arte del mimo y la imitación; o mejor
dicho, del ser imitados por el resto del mundo, del marcar la pauta y la moda
por doquier. Ha conseguido así exportar miles de marcas y firmas a lo prêt-a-porter.
Una muestra
de escaparate: a Santa Claus se le conoce por estos lares con el nombre de
Papá Noel, versión al español de Le Père Noël,
sin diéresis y más familiar, pues en toda copia algo se pierde respecto al
original, a parte del respeto. En España, es costumbre arraigada, aunque no en
toda ella. Para variar, la denominación de origen no ha cuajado en
Cataluña, donde prefieren al Tió de Nadal
(Tronco de Navidad), así como sus versiones escatológicas del “cagatió” y la figurita del “caganer” para perfumar el Belén, y cuyos
significados no será necesario traducir.
He oído,
asimismo, la leyenda en el antiguo Principado y actual aspirante a República
singularizada según la cual el nombre de Santa Claus proviene, en realidad, del
catalán,
como su propio nombre indica: el plural de “clau”, es decir, la llave de la Navidad. La demanda de esta particularidad no ha
enfrentado a los delfines de Robespierre y a los infantes de Delapierre.
Tampoco ha acabado en los tribunales ni ha terminado en otro Waterloo, sino que ha quedado en
familia, como exigen el espíritu del pueblo (Volksgeist) y el navideño. Sobre el origen de los Reyes
Magos de Oriente no hay reivindicación, porque a los catalanes hambrones les preocupan los Borbones. De momento, la prioridad es cortar el asado en la cena
de Nochebuena, poder tragar los polvorones y hacer hueco para los bombones.
Y
aquí acaba el cuento sobre el numerito del gordo de Navidad, que si Papá
Noel, que si Santa Claus, que si Melchor, Gaspar y Baltasar, que si Doña
Manolita, que si iguales para hoy: la niña bonita (terminación en 15) o la
pajarita (terminación en 27). Los medios
dirán que ha quedado muy repartido y los afortunados con los primeros premios, que es para tapar agujeros y brechas. Todo sea por la felicidad y la
concordia general. Aquí paz y después gloria.
La próxima semana, o la otra,
hablaremos del Gobierno.
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