miércoles, 26 de febrero de 2020

MESAS SEPARADAS


«Considérese el comportamiento de los hombres en la mesa, en el dormitorio o en el combate entre enemigos. En éstas y en otras ocupaciones elementales va cambiando poco a poco la forma en que el individuo se comporta y reacciona; cambio que se produce en el sentido de una “civilización” paulatina.»
Norbert Elias, El proceso de civilización
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Los hombres somos seres herederos, y en ese hecho fenomenal de salvaguardar, conservar, transmitir comportamientos y conocimientos, nos jugamos el valor de la humanidad y el destino de la civilización. Si cada individuo o generación tuviese que partir de cero en su particular biografía, iniciar el proceso de civilización, aprender a hacer fuego y cocinar los alimentos, inventar la rueda, nuestra historia sería equiparable al movimiento de los hámsteres en una noria o el de las hormigas correteando por la cinta de Moebius. Trotaríamos mucho, haríamos gran ejercicio físico, pero no avanzaríamos. Ya ven: todo lo que hemos andado, en la historia y en la vida, desde el homo erectus, para acabar subimos en un aparato cardio —cinta de correr y caminar— y mantenerse en pie.
Aquello que ha llevado siglos el poder descubrirse y asimilarse, el individuo de cada nueva generación (seamos generosos y piadosos) lo comprende y se beneficia de ello en pocos minutos. Digamos, la ley de la gravitación universal, las vacunas. Y los buenos modales; verbigracia, las formas de correcta acomodación en las mesas de comedor y la adecuada compostura que debe adoptarse en ellas.
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La institución de la propiedad privada y el instrumento del lenguaje constituyen elementos primordiales en el sostenimiento de la humanidad y en el valor de la civilización. Conforman nuestra circunstancia: si no la salvamos, tampoco nos salvaremos nosotros (José Ortega y Gasset). Civilización o barbarie. La propiedad privada permite proteger nuestros bienes y adquisiciones. El lenguaje, por su parte, atesora el significado de las palabras y las expresiones en esa rica mina que es la etimología, y, sobre todo, en su propio (y apropiado) uso.
Decimos en español “hacer la cama” a la acción de ajustar, alisar y reordenar almohadas, sábanas y mantas, y dejarla compuesta como antes de ser usada, lista para la revista. La expresión denota una pulcra y sana costumbre, pero, al mismo tiempo, revela el ascendiente de la acción. En las viviendas de reducido tamaño, que no disponen de dormitorios (en el pasado, la mayor parte de ellas: de ahí el referente, el yacimiento), las camas, rebajadas a la condición de jergón más almohadón (una especie de ladrillo, en Japón), se disponen a la hora de acostarse en la sala multiusos de la casa, para ser retiradas tras el canto del gallo, dejando espacio libre para otros menesteres. Una alternativa, entre otras, es la portentosa cama abatible que aparece y desaparece como por encantamiento de la pared; dispositivo, manual o mecánico, poco encantador y habitable, todo sea dicho.
Algo similar a esto ocurría (y ocurre) con la frase “poner la mesa”, que suele entenderse  como la acción de disponer manteles, vajilla, cubertería, cristalería y demás sobre una estructura base y estable, y con “quitar la mesa”, la tarea contraria, dejando la mesa tal cual, pero en su lugar, desnuda o custodiada por un frutero en el centro. En un sentido originario, como pasaba con la cama, por falta de espacio, “mesa” remitía a una tabla —emplazada verticalmente en la estancia principal o con otros usos—, colocada horizontalmente sobre las piernas de los comensales para cumplir su objetivo, y ser, de nuevo, retirada hasta la nueva colación, si Dios quiere y provee.

hábito promiscuo y de achuchón el tener que acomodarse en mesas colectivas y hacerse un hueco entre extraños
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Sin levantarse de la mesa, podría hacerse un breve y fiel panorama del proceso de la civilización. Y de sus retrocesos. Referiré, brevemente, sólo un aspecto de este sustancioso asunto, el que tiene que ver con la relación entre individualidad y mesa.
 Cuando los hombres eran bárbaros (más que ahora, quiero decir), comían de pie lo primero que pillaban a mano y se limpiaban la boca con el dorso de la mano o la manga de la camisola. Antes de descubrir la servilleta y el hilo dental, repararon en la comodidad de hacer la colación sentados en mesas/tablas comunales. O tumbados en literas, como en la antigua Roma, donde hasta los patricios todavía comían con las manos. Aun así, los romanos se hacían servir en raciones individuales y bebían en su propia copa, y no directamente del barril, como en el otro lado del limes.
Los antiguos griegos gustaban de celebrar banquetes, en los que adaptaban a su fase de civilización la costumbre de hablar durante el yantar. Comer ya no suponía, entonces, el mero acto biológico de llenarse la tripa, como los animales, sino, a la vez, una conducta cultural, un acto de civilización. No deberíamos, por ello, denominar “banquetes” a todo tipo de celebración culinaria, ya que de coloquio o simposio, al estilo greco-romano, muchos tienen muy poco. 



Repárase en los festejos cerveceros bávaros en pleno Oktoberfest, esas bulliciosas congregaciones de oficiantes paganos, clavados en banco corrido frente a descomunales mesas comunitarias de roble, típicas en los mesones, con los rostros encendidos, levantando al cielo con gran devoción tremendos cálices de líquido milagroso, entonando sin descanso épicos himnos a la alegría. Tampoco entrarían en la categoría, rigurosa y estricta, de banquete las barbacoas, el rancho cuartelero ni, en general, las colaciones en las que hay que guardar cola.
Masticar pausadamente el alimento ayuda a la saludable digestión. Vale, pero no es vana digresión atender a las posturas y composturas en la mesa, porque la civilización se juega el porvenir de muchas maneras y en las buenas maneras.
La sombra del colectivismo tribal y el comunitarismo socializante se proyecta sobre viejas costumbres y arcaísmos que todavía los mantienen vivaces y a un punto de ebullición. Servir directamente la comida de la cocina a la mesa en la paellera, la cazuela, el puchero o el perol, y meter los comensales la cuchara, el tenedor o el ¡cuchillo! en su interior, en vez de servirse en platos y raciones individuales, puede excitar a algunos a tomar el Palacio de Invierno en San Petersburgo, lo mismo que la música de Wagner anima, según un personaje de Woody Allen, a invadir Polonia
Optar por el menú del día (menú popular) resulta ahorrador y austero, mientras que la elección de platos en la carta huele a neoliberalismo. En los restaurantes y hoteles, diríase hábito promiscuo y de achuchón el tener que acomodarse en mesas colectivas y hacerse un hueco entre extraños, todos a una, como buenos camaradas, costumbre que se conserva todavía hoy en bastantes países tenidos por “civilizados”, especialmente, braseados en la socialdemocracia y acostumbrados a arrimar el hombro. Y en este plan quinquenal.



Allí donde el gentleman observa poco “refinamiento”, el hombre-masa ve a un “finolis”. Sea como fuere, el comensal no hambriento de universal, sin por ello ser tildado de “antihegeliano”,“solipsista” o “insociable”, prefiere en los lugares públicos, las mesas separadas, y sólo comparte espacio y asiento, con su permiso y si le apetece hacerlo.

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